Capítulo 16

 

Desastre soltó una carcajada de diabólica alegría. Se reía más de lo que se había reído mientras violaban, golpeaban y humillaban a Kane. Y todo porque Campanilla estaba en el suelo, retorciéndose y gritando de dolor, como solo había visto hacer en el campo de batalla después de derrotar al único enemigo que quedaba en pie.

Rojo se apartó de ella al tiempo que sus cuernos disminuían hasta desaparecer por completo.

–¿Qué me ha pasado? Estoy muy débil y sin embargo...

Negro cayó arrodillado, sus alas se cerraron y desaparecieron.

–Y sin embargo me siento en paz.

Verde estaba paralizado, con los ojos abiertos de par en par mientras se le caían las escamas de la piel.

La bruma que los había envuelto se abrió en dos como un velo rasgado y de pronto Kane pudo ver a William, Synda y a Blanca, que se pusieron en pie de un salto al ver el resultado de la batalla.

–Le dije que no lo hiciera –se excusó William, levantando las manos en un gesto de inocencia.

–¿Podemos irnos ya? –preguntó Synda mirándose las uñas–. Estoy harta de esperar.

Blanca asintió con satisfacción... hasta que vio el estado en el que habían quedado sus hermanos. Entonces miró a Campanilla con la ira reflejada en los ojos.

–¿Qué ha hecho?

Sin hacer caso a nadie, Kane fue corriendo hasta Campanilla y la levantó en sus brazos. Apenas notaba el peso de su cuerpo, pero sí sentía su aroma, dulce y fuerte, un maravilloso olor que conocía bien y que lo reconfortó. La tenía cerca e iba a ponerse bien. Él se aseguraría de que se pusiera bien.

–Les ha quitado sus poderes, eso es lo que hace –su secreto ya no era un secreto. Necesitaba respuestas–. ¿Qué es lo que les ha quitado a esos tres? –le preguntó a William–. Ellos no están poseídos por demonios.

Hubo una larga pausa.

–No, pero ya sabes que llevan dentro la esencia de la guerra, del hambre y de la muerte. Seguramente ahora ella tenga las tres cosas dentro.

Kane sintió el corazón golpeándole las costillas.

–Lleva a la princesa al palacio –salió del bar sin esperar a que William respondiera.

El sol estaba ya muy bajo, lo que hacía que el ambiente resultara sobrecogedor. ¿Cuánto tiempo habrían estado luchando? El carruaje de la princesa no estaba allí; seguramente estaría dando vueltas para que nadie supiera dónde estaba la princesa, ni qué estaba haciendo. Kane no pensó siquiera en la posibilidad de buscarlo.

La calle estaba plagada de gente y todos, hombres y mujeres, lo miraban e intentaban tocarlo.

–Vente conmigo –le dijo una mujer.

–¡Señor Kane, quiero tener un hijo tuyo! –le gritó otra.

Se abrió paso entre la multitud. Tenía que llevar a Campanilla al palacio cuanto antes. Tenía que llamar al mejor médico del reino y no iba lo bastante rápido. Miró a su alrededor. Vio un carruaje al final de la calle que avanzaba lentamente, pero sin obstáculos. Aceleró el paso hasta que por fin alcanzó al coche de caballos y se subió de un salto.

Dentro había dos mujeres que gritaron al verlo aparecer. Las dos llevaban la misma clase de vestidos recargados que usaba Synda, así que sin duda eran de la clase alta.

–Pueden cuidar de ella mientras yo me hago con las riendas o bajarse del coche –les dijo señalando a Campanilla–. Pero deben saber que si le hacen el menor daño, las mataré.

–¡Es usted el Señor Kane! –dijo una de ellas–. Estaba deseando conocerlo.

–Prométame que vendrá esta noche a mi fiesta –le suplicó la otra.

No parecían dispuestas a cooperar. Muy bien. Kane agarró a la que tenía más cerca y la «ayudó» a bajar del carruaje. Rodó por el suelo, gritando de dolor y de furia.

Al volverse hacia la otra, la mujer le tiró un beso y saltó del coche.

Después de echar un vistazo a Campanilla y comprobar que seguía igual, se subió al techo del vehículo para después bajar hasta el asiento del conductor. Lo primero que sintió fue el olor a sudor y a caballo.

El conductor se sobresaltó al percatarse de su presencia e intentó echar mano de un arma, pero Kane lo tiró de una patada y se hizo con las riendas. Bastaron dos golpes de fusta para que los caballos echaran a galopar. Decidió que se iría de allí en cuanto Campanilla se pusiese bien. Ella tenía razón; no podía ayudarla. De no ser por él, ahora no estaría como estaba.

Lo único que había hecho había sido empeorar las cosas.

Volvería a buscarla en cuanto se hubiese encargado de Desastre.

Sabía que en su ausencia podría aparecer un hombre que se enamorara de ella. Un hombre digno de ella que la tratase bien. Ese hombre movería cielo y tierra para salvarla. Se enfrentaría a su familia y después la cortejaría, sin duda. La mimaría y la emocionaría. Se la llevaría a otro lugar más seguro, lejos de allí. Se casarían, harían el amor y tendrían los hijos que ahora ella no podía tener por culpa del miedo. Por fin sería feliz. Maravillosamente feliz.

«Y después yo mataré a ese hombre por haberse atrevido a quedarse con lo que me pertenece».

De pronto los caballos se detuvieron y se pusieron a dos patas, relinchando.

Kane tardó unos segundos en ver a la causante de tanto sobresalto. Era la rubia del bosque, Petra, que se encontraba en medio del camino con las manos en las caderas.

–Me disparaste y te aseguró que me vengaré –anunció–. Pero ahora solo quiero a la chica.

«Ponte a la cola».

–Es una lástima porque es mía.

En sus ojos aparecieron diminutas llamas de fuego.

–¿Por qué no negociamos? Si me la das ahora mismo, la haré mi esclava y estaremos en paz. Te la devolveré dentro de unos mil años. ¿Qué te parece?

Kane prefería morir antes de permitir algo así.

–Ya te herí una vez, no me obligues a volver a hacerlo.

Petra soltó una sonora carcajada.

–Estoy deseando verte intentarlo, guerrero. No me pillarás por sorpresa dos veces.

«Mía», dijo Desastre.

Kane sacudió las riendas para hacer andar a los caballos. La fénix tuvo que pegar un salto para que no le pasaran por encima, pero en el último momento intentó agarrarse a la rueda de atrás para subirse al carro. Se levantó una nube de polvo que seguramente la dejó sin aire.

Qué tonta. ¿Qué pensaba que iba a...?

La nube era ahora de humo. Kane se puso a toser y, al mirar atrás, comprobó que la fénix había caído al suelo, pero había prendido fuego a una de las ruedas. Rápidamente sacó uno de los cuchillos que llevaba y cortó las riendas de los caballos. El carruaje ya empezaba a inclinarse, Kane bajó hasta la puerta y consiguió entrar cuando todo se vino abajo.

El impacto contra el suelo fue brutal. Por suerte había tenido tiempo de agarrar a Campanilla para amortiguar el golpe. Cuando todo se hubo parado y el humo apenas dejaba ver nada, se dio cuenta de que Campanilla estaba muy quieta. Demasiado.

Le buscó el pulso en el cuello y al sentir el tenue latido respiró aliviado. La levantó en brazos y la sacó del carruaje. A través del denso humo vio a la fénix corriendo hacia ellos envuelta en llamas.

Kane miró a su alrededor esperando ver a los demás fénix, pero por suerte no fue así. Rápidamente decidió que debía matarla. Aunque fuera un rato, porque después renacería de sus cenizas como hacían todos los fénix, y entonces sería más fuerte que nunca.

Con Campanilla al hombro, Kane empuñó el cuchillo y se lanzó sobre ella. La fénix esquivó el golpe, pero el arma que le había robado al rey fae tenía una habilidad que Kane desconocía y que lo dejó asombrado; cambiaba de trayectoria para seguir al objetivo. El cuchillo encontró el vientre de la fénix, que gruñó y cayó al suelo sin ninguna delicadeza.

Le lanzó un segundo puñal, pero no se quedó a comprobar si acertaba a aterrizar en la columna vertebral como debía. Se salió del camino y se adentró en el bosque, tratando de que Campanilla botara lo menos posible sobre su hombro, pero era difícil.

–Yo mismo me encargaré de esa fénix –le prometió a Campanilla. Si no podía hacer nada por ella antes de marcharse de Séduire, al menos acabaría con su enemiga.

En el bosque no había huellas de más fénix, solo de la chica.

¿Sería posible que estuviera sola y hubiera hecho creer que había más?

Kane se dio cuenta de que tenía mucho sentido. La fénix habría creído que los fae se sentirían intimidados por todo un ejército y así sería más fácil que entregaran a Campanilla para salvar a su reino de la guerra.

Abandonó la protección del bosque, giró a la izquierda y se dirigió al camino empedrado que conducía al palacio. La primera persona a la que vio fue a Leopold, cómo no. Iba al frente de un grupo de guardias armados.

–Vas a pagar por lo que has hecho –prometió.

–Ya me lo harás pagar más tarde –le recomendó Kane sin aminorar el paso.

Los ojos azules del príncipe se llenaron de preocupación al ver a Campanilla.

–¿Qué ha pasado? –preguntó, olvidándose de su sed de venganza–. ¿Qué le has hecho? –en cuanto estuvo cerca de ellos, le ordenó–. Dámela.

–¡Apártate de mi camino! –la furia de Kane era tan patente que el príncipe tuvo la sabiduría de apartarse. Kane pasó de largo y gritó–: ¡Que envíen un médico a mi habitación inmediatamente!

Leopold fue corriendo tras él.

–Le ha robado los poderes a alguien, ¿verdad? No te molestes en negarlo. La conozco y sé que lo ha hecho. También sé que nuestros doctores no pueden ayudarla. Llévala a mi habitación y yo...

Kane siguió avanzando a su dormitorio como si el príncipe no hubiese dicho nada y la tumbó sobre la cama. Seguía demasiado quieta.

Le apartó el pelo de la cara con mano temblorosa. Tenía la frente empapada en sudor y las mejillas encendidas.

Leopold se acercó a la cama.

–Podría hacer que te arrestasen por lo que me has hecho y por lo que has permitido que le ocurra a la esclava de sangre de la princesa.

–Pienso marcharme en cuanto se mejore. Si quieres que pase aquí el resto de mis días, que me case con Synda, mate a tu padre, me haga con el trono y ordene que te torturen, vuelve a amenazarme –lo cierto era que no era mal plan. Era fácil, rápido y eficaz, pero implicaba estar con una mujer que no era Campanilla–. Si no es eso lo que quieres, cierra la boca.

El príncipe cerró la boca.

Kane odiaba que ningún médico pudiera ayudarla, odiaba que solo el tiempo pudiera curar a la mujer que había traspasado todas sus defensas... si podía curarse. Pero lo que más odiaba era sentirse tan impotente y no poder hacer otra cosa que esperar a que despertara... o a que muriera.