Capítulo 22
Tenía que controlarse.
Kane había atacado a su único aliado solo por tocar a Campanilla y, al hacerlo, había permitido huir a una enemiga mortal.
Ahora Campanilla no estaba por ninguna parte. Había echado a correr hacia el castillo mientras él se peleaba con William y desde entonces no había sido capaz de encontrarla. No había tenido más remedio que dormir solo, aunque tampoco había dormido mucho. Sin ella a su lado, le había sido imposible relajarse.
Por la mañana el palacio era un frenesí de actividad. Los sirvientes iban corriendo de un lado a otro, limpiando y moviendo los muebles para colocar tres mesas enormes.
Kane agarró a una de las doncellas y le preguntó:
–¿Dónde está Josephina?
La muchacha lo miró con una sonrisa en los labios, encantada de que le estuviera prestando atención.
–La última vez que la he visto estaba en la cocina, Señor Kane. Si quiere, voy a buscarla. Haré cualquier cosa que usted me pida –se acercó un poco más a él–. Cualquier cosa.
«Mía», dijo Desastre.
–Gracias, pero iré yo –cuando llegó a la cocina le dijeron que acababa de salir.
Agarró un cuenco de cristal y lo apretó tanto que lo hizo añicos. No quería que Campanilla estuviese trabajando, la quería en algún lugar seguro donde no pudiera pasarle nada. Quería besarla y terminar lo que habían empezado el día anterior por la mañana. Entonces, cuando estuviera tranquilo, satisfecho por fin, podría decidir qué debía hacer.
Al salir de la cocina se topó con Synda.
–¡Señor Kane!
«Mía», gritó Desastre.
La sonrisa no duró mucho en el rostro de la princesa.
–Dime que no te vas a poner esa ropa tan horrible para ir al baile.
Llevaba la ropa con la que había llegado a Séduire, solo que ahora estaba limpia.
–¿Cancelarás el baile si te digo que sí?
Synda le dio una palmadita en la mejilla que le hizo retroceder hasta quedar fuera de su alcance.
–Estás tan mono cuando esperas que ocurra lo peor, pero mucho más si vas bien vestido, así que cámbiate o me pondré muy triste –dicho eso, se marchó.
Kane no dedicó un segundo más a Synda. Mientras Campanilla lo evitaba, quizá lo mejor fuera ocuparse personalmente del problema de la fénix. Salió del castillo y se adentró en el bosque, donde no tardó en comprobar que, afortunadamente, Petra sí que había dejado huellas esa vez. Aunque eran unas huellas llamativamente obvias, pensó Kane, frunciendo el ceño. ¿Acaso quería que la capturaran?
Sí, estaba claro que era eso lo que quería.
Él mismo había hecho algo parecido hacía tiempo. Había dejado huellas para que su enemigo lo encontrara y lo llevara hasta el campamento. Una vez allí, había sembrado el caos y la destrucción.
–... sufrirás por lo que ha hecho tu gente –dijo entonces una voz masculina.
Detrás de unos matorrales encontró a cuatro soldados fae que estaban tratando de inmovilizar a Petra en el suelo, atándole las manos a la espalda. La fénix forcejeaba con ellos, pero era evidente que no le estaba poniendo muchas ganas.
–Soltadla y apartaos –ordenó Kane apuntando su pistola a la cabeza de Petra.
Los hombres lo miraron, confundidos, y la fénix maldijo.
–Pero, Señor Kane, los demás fénix han salido huyendo. Cuando vuelvan podremos utilizar a esta para amenazarlos –le explicó el más bajo de los soldados.
Kane les enseñó los dientes.
–He dicho que la soltéis.
Los cuatro se apartaron inmediatamente de ella.
–¡Siempre lo estropeas todo! –protestó la fénix, ya en pie.
«Mía», susurró Desastre.
«Cállate».
–Vamos a solucionar esto de una vez –anunció Kane–. Tú y yo. El que gane se queda con la chica.
Petra se quedó inmóvil, observándolo con curiosidad.
–¿Lucharías con una chica?
–Haría algo mucho peor.
–Mátame y solo conseguirás hacerme más fuerte –aseguró ella, regodeándose–. Renaceré de mis cenizas y te convertiré en mi esclavo.
–Puede que sí o puede que no.
Petra se quedó pálida al recordar que ningún fénix tenía asegurada la eternidad. En algún momento, todos ellos morían para siempre.
–Si te soy sincero –le dijo Kane–. En realidad no quiero matarte, solo quiero que vuelvas con tu gente. Tengo entendido que tu rey quiere... hablar contigo.
El temor se reflejó en su rostro y Kane sonrió al tiempo que apretaba el gatillo. Primero una vez y luego otra. La fénix cayó al suelo gritando de dolor y de asombro. Empezó a manarle sangre de ambos muslos.
–Por si acaso –dijo Kane–, haré lo que tengo que hacer.
–Yo también –respondió ella antes de agarrar a uno de los atónitos soldados. En cuanto lo tocó con los dedos, el soldado ardió en llamas, retorciéndose en medio de su agonía. Kane perdió de vista a la chica mientras intentaba apagar el fuego que estaba consumiendo al pobre hombre. Cuando por fin desaparecieron las llamas, también Petra había desaparecido.
La buscó durante una hora... dos y hasta seis, impulsado por el empeño de encontrarla y acabar de una vez por todas con el problema. Vio el rastro de sangre, pero nada más. Se había escondido muy bien.
Llegó al palacio con un estado de ánimo lóbrego y pesimista que no hizo sino empeorar al acordarse del baile de compromiso. Campanilla estaría sirviendo a los invitados. Aún con «esa ropa tan horrible», Kane se escabulló por los pasadizos secretos del palacio y luego ocupó un rincón oscuro del salón, aunque antes se sirvió un vaso de whisky.
El salón de baile estaba engalanado con adornos de diamantes tan grandes como su puño y columnas en forma de dragón. Los hombres fae iban ataviados con unos trajes que tenían tantos lazos y encajes que resultaban femeninos. Mientras que las mujeres lucían unos enormes vestidos, casi tan grandes como los ridículos peinados en forma de animal que se habían hecho en el cabello. El ambiente era una mezcla de época victoriana y Los juegos del hambre en el País de las maravillas, pero solo para adultos. Los hombres daban de comer a las mujeres con las manos para después probar los manjares de sus bocas. En la pista de baile, los cuerpos se frotaban y las manos acariciaban incluso por debajo de la ropa.
Kane observó a Synda mientras iba de un grupo a otro, bebiendo champán y riendo alegremente. El rey había abandonado el trono y estaba «obsequiando» a todos los presentes con un baile. Leopold se encontraba en la entrada, recibiendo a los invitados según llegaban. La reina estaba en un sofá al fondo del salón, con diez amigos sentados a sus pies, disfrutando de la fiesta.
William había conseguido que invitaran a sus estúpidos hijos y ahora estaban sentados en el rincón de enfrente. Observaban a Kane, intentando intimidarlo, pero lo único que conseguían era irritarlo.
Prefirió no hacerles caso y buscar a Campanilla. Tenía que estar por...
Allí mismo. Acababa de entrar en la sala.
Se quedó sin aliento nada más verla. Llevaba la melena recogida en un sencillo moño, pero se le habían escapado varios mechones que le caían sobre el rostro y le daban un aspecto cautivador, maravilloso...
Estaba... perfecta.
Kane apuró el whisky que le quedaba y dejó el vaso en una maceta antes de echar a andar con la mirada clavada en ella. Llevaba el uniforme que él le había comprado y, aunque pareciera increíble, eclipsaba a todas las demás mujeres de la sala.
Tenía una bandeja en la que estaba poniendo los vasos vacíos, pero no dejaba de mirar a su alrededor como si estuviera buscando a alguien. ¿A él?
De pronto se le puso delante una mujer y Kane tuvo que detenerse en seco.
–Es usted, Señor Kane –dijo entre risillas y después le pasó la mano por el pecho–. Estaba deseando conocerlo.
Kane se mordió la lengua para no decirle ninguna grosería, pero le apartó las manos.
Apenas había dado dos pasos cuando se le echaron encima varias chicas, como lobos arrinconando a su presa.
–Sácame a bailar, Señor Kane. Por favor.
–Ven conmigo al balcón. Tengo un regalo que quiero que desenvuelvas... yo.
–Mi marido va a pasar la noche con su amante, así que me encantaría que me hicieras compañía.
–Lo único que estaría dispuesto a hacer es daros una paliza por abordar a un desconocido –les dijo a todas ellas–. Estamos en mi baile de compromiso, ¿os parece bien intentar seducirme?
Igual de bien que estaba que él fuera tras Campanilla, seguramente.
Qué más daba.
Echó a un lado a las acosadoras y por fin llegó hasta Campanilla. La tensión disminuyó al estar junto a ella.
–¿Necesitas ayuda?
Ella le dedicó una fugaz mirada.
–Se supone que no deberías hablar conmigo –le temblaban las manos.
–¿Cuándo he hecho yo lo que se suponía que debía hacer?
–Eso es cierto. Ahora vete.
Desastre estaba encantado con la actitud de Campanilla.
Mientras que Kane empezaba a irritarse.
–¿Por qué te comportas así?
–¿Qué haces aquí todavía?
–Tú me deseas, Campanilla. No finjas que no es así.
–¿Qué es lo que quieres, que te regale el oído?
Intentó alejarse de él, pero Kane la fue acorralando hasta llevarla lejos de la multitud.
–¿Qué haces? Para. No voy a hacerte ningún cumplido.
–Lo que quiero de ti no son cumplidos, Campanilla, sino información. ¿Por qué me rehúyes?
Ella se llevó la mano a la frente, meneando la cabeza.
–¡Porque sí! Porque no puedo darte lo que quieres.
Por Synda. Porque aún no había roto el compromiso, ni anulado la boda. El sentimiento de culpa le impidió seguir mirándola a los ojos. Fue entonces cuando vio que Rojo iba directo hacia ellos y supo que Verde y Negro no tardarían en seguir el mismo camino. Agarró a Campanilla del brazo y se metió con ella en el pasadizo secreto por el que había llegado hasta el salón.
Nadie podía haberlos visto entrar porque la muerte estaba situada en un rincón oscuro, detrás de unas plantas.
–¿Qué haces? Tengo que trabajar.
Al otro lado de la puerta había un espejo unidireccional que les permitía ver lo que ocurría en el baile sin que nadie los viera a ellos.
–¿Ves a los guerreros que están justo donde estábamos nosotros hace unos segundos? –le señaló–. Los de la taberna.
–Sí –gruñó Campanilla.
–Quieren raptarte para que los ayudes a librarse de la guerra, el hambre y la muerte que llevan dentro.
–Más enemigos –murmuró–. ¡Genial! –se dio media vuelta y lo miró fijamente, con los ojos llenos de furia–. ¿Sabes lo que significa eso?
–Sí. Soy un desastre –le recordó fríamente–. Claro que lo sé.
Campanilla se quedó mirándolo un buen rato y lo que vio en su rostro, fuera lo que fuera, la calmó.
–No me refería a eso.
–Pero es cierto.
–Lo que quería decir es que son más problemas. Más peligros para ti.
–Y para ti –dio un paso hacia ella y ella retrocedió otro, pero la pared le impidió seguir alejándose.
Kane se inclinó sobre ella y apoyó la frente sobre la suya porque necesitaba sentirla tanto como respirar.
Ella cerró los ojos como si le doliera.
–¿Cómo lo haces, Kane? –susurró.
–¿El qué?
–Hacer que te desee a pesar de todo.
Aquellas palabras bastaron para que Kane estrellara la boca contra la de ella y, aunque Campanilla no abrió los labios, ya podía sentir su sabor.
«Mía», pensó.
«¡No! Jamás», espetó Desastre.
No habría hecho caso al demonio de ninguna de las maneras, pero cuando Campanilla por fin abrió los labios, Kane se olvidó de golpe del monstruo que llevaba dentro.
Ella dejó de fingir que podía o quería resistirse a él y gimió dulcemente al tiempo que le echaba los brazos alrededor del cuello y lo besaba con el ansia de una hambrienta.
Kane intentó ir más despacio, pero fue ella la que empezó a frotarse contra él, olvidándose de sus inhibiciones y dejándose llevar por las sensaciones. Se mordieron los labios el uno al otro y se convirtieron en dos animales primitivos que se devoraban.
Él le tocó el pecho sin demasiada delicadeza, pero, una vez más, a ella no pareció importarle. Con la otra mano le agarró las muñecas y le puso los brazos encima de la cabeza.
Ella arqueó la espalda, apretándose contra él.
–¿Más?
–Por favor –gimió ella.
–Me encanta oírte decir eso.
Con la sangre ardiéndole en las venas, Kane le levantó el vestido y llevó la mano justo al centro de su cuerpo. Después la agarró de las nalgas para que pudiera echarle las piernas alrededor de la cintura. Encontró cierto alivio, pero sobre todo más deseo, al apretar la erección contra ella.
–¡Ay! –gritó ella de pronto al tiempo que intentaba apartarlo.
Kane la dejó rápidamente en el suelo, preocupado.
Una de las antorchas le había prendido fuego a la manga del vestido.
Una vez apagadas las llamas, Kane se alejó de ella para que no le pasara nada más, pues sabía que Desastre seguiría actuando si se empeñaba en terminar lo que había empezado.
Pero no siempre sería así, se recordó a sí mismo.
Ella suspiró con tristeza.
–Creo que esto demuestra que no deberíamos hacerlo.
–Estamos hechos el uno para el otro y lo sabes.
–¿Es que no has visto lo que acaba de pasar?
–¿Has pensado en mí en algún momento del día? –le preguntó él porque necesitaba que reconociera lo que ambos sentían a pesar de todo–. ¿Has deseado que estuviera a tu lado?
–Más veces de las que me habría gustado.
–Yo también he pensado en ti.
–¿Por qué? –susurró, bajando la cabeza, pero sin dejar de mirarlo–. ¿Por qué pensamos el uno en el otro? Sería mucho mejor si nos olvidáramos de todo esto.
–Yo lo he intentado, pero no puedo –la miró fijamente–. Quiero casarme contigo –añadió.
Ella cerró los ojos un instante, parecía a punto de echarse a llorar. Después volvió a mirarlo y fue hasta él con determinación. Le puso las manos en los hombros. Kane se puso en tensión por miedo a que Desastre le hiciera daño, pero no la disuadió. La deseaba tanto que agradecía cualquier mínimo contacto con ella.
–Me gustan tus besos –le dijo–. Me gustan mucho.
–Gustar se queda corto para describir lo que yo siento cuando me besas.
–Y me gusta que me toques. Me gusta la bestia gruñona en la que te transformas a veces –le temblaba la barbilla–. Por eso me duele tanto decirte que... no. Yo... no quiero casarme contigo.
Kane se apartó como si acabara de pegarle una bofetada.
–¿Porque te ha atacado el demonio? –le preguntó con un hilo de voz–. No siempre será así. Voy a matarlo.
–Podría mentirte y decirte que es por eso. Podría decirte que quiero a otro, pero la verdad es que no puedes ayudarme. Al menos sin resultar herido.
Era como si le hubieran dado una patada en la boca del estómago. Ella también dudaba de él, igual que sus amigos. No confiaba en sus fuerzas.
Desastre se reía, encantado y tranquilo.
–Quiero que te vayas de Séduire –afirmó, aunque con la voz temblorosa–. Esta misma noche. Ahora mismo.
Kane sabía bien lo que era sufrir o al menos eso creía. Pero de pronto se dio cuenta de lo equivocado que estaba y supo lo que era realmente el dolor. El que lo rechazara la mujer que deseaba.
Pero tenía mucha práctica en disimular sus sentimientos y echó mano de ella.
–Muy bien –dijo con aparente frialdad–. No te molestaré más –se dio media vuelta y salió del pasadizo.
Ya en medio del salón, se encontró con William.
–¿Qué ocurre? –le preguntó el guerrero nada más mirarlo a la cara.
–No es asunto tuyo –respondió–. Limítate a asegurarte de que tus hijos no se acercan a Campanilla. Yo no estaré aquí para protegerla.
–Creía que ya habíamos hablado de eso. Es tuya y no voy a dejar que...
–No, no es mía –lo interrumpió bruscamente–. Asegúrate también de que tampoco se acerquen a mí porque, como lo hagan, no respondo de lo que haga.
Se alejó de William y agarró la primera copa que encontró, luego otra y otra más. Bailó con Synda y con sus amigas. Todas ellas lo manosearon mientras él se aguantaba las ganas de vomitar una y otra vez. Después volvió a bailar con Synda ante la mirada de aprobación del rey.
–Tengo que hacerte mío, Señor Kane –le susurró Synda al oído–. Déjame que lo haga, por favor. No te arrepentirás. Haré lo que me pidas.
Abrió la boca para rechazarla, pero entonces se encontró con la mirada de Campanilla, que lo observaba mientras limpiaba una mesa, y dijo:
–Está bien, vamos.