Capítulo 27

 

Apenas vio entrar a Kane en la habitación del hotel, Josephina le tiró una almohada a la cabeza. Él se detuvo, así que le tiró otra.

–¡Sinvergüenza! –le gritó–. ¡Eres una rata despreciable!

Después de cerrar la puerta, la miró y levantó los brazos con gesto de inocencia, como si no fuera un mentiroso que la había traicionado el día después de la boda.

–Campanilla, soy yo.

–¡Lo sé! –Josephina se quitó la alianza y se la tiró. La monstruosa joya le dio en el pecho antes de caer al suelo. Estaba tan furiosa que agarró la pistola que él le había dado y le apuntó al mismo lugar donde le había dado la sortija. Le temblaban las manos–. No quería hacerlo para salvarte, pero tú insististe en que me casara contigo.

El gesto de Kane se oscureció.

––¿Piensas matarme para librarte de mí? –le preguntó suavemente.

Y le rompió el corazón.

Tenía el pelo alborotado, los ojos inyectados en sangre y la piel pálida. Era obvio que el placer que le había dado aquella rubia lo había dejado seco. Tenía la ropa hecha girones. ¿Acaso había sido sexo duro? La idea le revolvió el estómago.

–¡Sí! Te he visto con esa mujer –le gritó–. Te he visto besarla... después de haberte acostado conmigo y haberme prometido que me serías fiel –solo unas horas antes habría dicho que habían hecho el amor.

Pero nunca más.

–Te colaste en mi mente –dedujo, hablándole ahora con extrema frialdad.

–Sí –reconoció con dignidad. Al principio se había sentido orgullosa de poder hacerlo. Jamás había tenido con nadie la conexión que tenía con Kane, por eso podía hacer ese tipo de cosas. Pero entonces se había fijado en la rubia que tenía delante, a la que no podía dejar de mirar a la boca.

Y Josephina había tenido ganas de morir.

¡Y de matar!

–Campanilla.

–¡No me llames así! No soy tu Campanilla. Ya no.

–Deja la pistola y te explicaré todo lo que ha ocurrido.

–No quiero saber los detalles.

–Dame una oportunidad. Por favor.

–Ya lo hice y me has traicionado en cuanto has podido.

–Ha sido horrible, te lo prometo. Desastre deseaba a esa mujer, yo no. Estaba destrozándolo todo, yo solo quería calmarlo. Me prometió que te dejaría en paz si besaba a esa mujer.

Josephina no había oído a Desastre mientras había estado en su mente, pero sí que había oído a Kane diciendo: «Júralo. Jura que dejarás en paz a Campanilla».

Empezaron a desbordársele las lágrimas que se le habían agolpado en los ojos.

–¿Qué harías en la situación opuesta, si me vieras besar a un completo desconocido, solo para salvarte?

Kane la miró fijamente.

–Lo haría pedazos –se acercó a ella paso a paso–. He cometido un error imperdonable. Pero te prometo que no habría hecho nada más.

–Eso no importa. Me has hecho daño.

–No volveré a hacerlo, te doy mi palabra –un paso más–. Después apareció un Enviado y...

–¿Un Enviado? ¡Quédate donde estás!

Kane se detuvo en seco, frunciendo el ceño.

–Los Enviados son guerreros alados que tienen la misión de luchar contra el mal. Son como ángeles, pero... no lo son. Me ha dicho que no alimente a Desastre, haga lo que haga, y que acabará dejándote en paz –dio otro paso hacia ella.

–¡He dicho que no te muevas!

No obedeció, sino que siguió andando más aprisa. El instinto la hizo reaccionar y apretó el gatillo. El retroceso la empujó hacia atrás, salió humo del cañón y el horror la dejó paralizada.

Kane estaba delante de ella solo un segundo después. Le quitó la pistola de la mano y la tiró sobre la cama. Aún no había dejado de dar botes cuando sintió encima su peso.

–Tenemos que hacer algo con tu puntería.

–¡Suéltame! –Josephina luchaba con todas sus fuerzas, pegándole puñetazos en el pecho y en la cara, sin que él intentara rechazar los golpes ni una sola vez.

–Lo siento –le dijo–. Lo siento mucho. No quería hacerlo y me odio por haberlo hecho. Odiaba a esa mujer. Me ha revuelto el estómago. Pero no veía otra opción. Ahora sé que debería haber hecho algo, cualquier otra cosa.

–¡Quítate! ¡Suéltame!

–No puedo. No sé cuánto tiempo vamos a poder estar juntos y quiero aprovechar hasta el último segundo.

Josephina se quedó quieta el tiempo suficiente para lanzarle una mirada de furia.

–¿Tienes idea de lo que es ver a tu marido besar a otra mujer?

El silencio se impregnó de vergüenza.

Un silencio que la volvió aún más loca y la hizo explotar de nuevo. Volvió a pegarle hasta que le dolían las manos y los pulmones de respirar de manera forzada... hasta que no pudo hacer otra cosa que derrumbarse sobre el colchón y llorar desesperadamente por la confianza que él había traicionado.

Kane se puso a su lado y la estrechó entre sus brazos. Le acarició el pelo y siguió abrazándola. Josephina detestaba aquella sensación... porque le encantaba.

Por fin remitieron los sollozos. Tenía los ojos hinchados y la nariz congestionada. Estaba completamente exhausta, pero aun así intentó incorporarse.

–No quiero...

–Déjame que te abrace –le pidió él–. Por favor.

Josephina se relajó porque no podía hacer otra cosa. Estaba aturdida.

Sintió su mano en el cuello y le pareció notar que... ¿estaba temblando?

–Te he hecho daño y te he faltado al respeto. Lo siento mucho, Campanilla. No sabes cuánto. He sido un imbécil.

No iba a responder. No iba a hacerlo. Pero entonces las palabras salieron de su boca por voluntad propia.

–¿Por qué la elegiste a ella? –le preguntó porque aquella mujer era todo lo que ella no era: rubia, delicada como los miembros de la familia real fae, de manos suaves y piel pálida.

–No la elegí yo –le dijo Kane, hundiendo el rostro en su cuello–. La escogió Desastre.

Eso no debería haber hecho que se sintiera mejor, pero lo hizo.

–Sé que lo sientes, Kane. De verdad lo sé. Te creo cuando dices que no la deseabas. Pero no puedo hacerlo. Yo no puedo vivir así, preguntándome siempre qué tendrás que hacer con otras mujeres para satisfacer al demonio.

–Voy a matarlo de hambre. No voy a volver a hacer nada para satisfacerlo.

–Eso lo dices ahora, pero, ¿qué pasará cuando su hambre sea insoportable? ¿Cómo puedo confiar en ti?

–¿Qué intentas decirme? –le preguntó él, con un hilo de voz.

Josephina respiró hondo antes de decírselo.

–No tenía ni idea de que fuera tan celosa, pero lo soy y no creo que vaya a cambiar. Tampoco creo que vaya a poder olvidar lo que he visto. Así que... me marcho, Kane. No quiero estar contigo.

Josephina sintió un líquido caliente en el cuello, como si... como si... Kane estuviese llorando.

–No me dejes, por favor. Te necesito. Te juro que te compensaré. No volveré a mirar a otra mujer, Campanilla, antes prefiero arrancarme los ojos –la apretó contra sí–. Por favor, por favor, te necesito. Sin ti, mi vida es un infierno.

La suya lo era en aquel momento... por él.

–Te prometo que no tendrás que aguantarme mucho tiempo. Por favor, Campanilla.

Le besó el cuello y luego la mandíbula, después detrás de la oreja y la mejilla y la frente, los ojos y la nariz. Josephina intentó recordar lo que había dicho. Le había oído decir algo que no le había gustado, algo sobre no tener que aguantarlo... Ay, madre... Sintió su lengua en los labios y los abrió de manera automática. Su cuerpo ansiaba lo que solo él podía darle. Al sentir el sabor de su lengua se dio cuenta de que sabía salado... Había llorado porque no soportaba la idea de estar sin ella.

El deseo despertó en su interior, invadiéndolo, traicionándola. Intentó no moverse, permanecer inmóvil, pero cuanto más la besaba, más gemía sin darse cuenta, y más se frotaba contra él, pidiéndole más.

Mientras ella luchaba contra la reacción de su cuerpo, él le quitaba la ropa y luego hacía lo mismo con la suya, pero sin dejar de besarla en ningún momento, sin darle un momento para pensar; solo podía sentir. La dejaba sin respiración, pero le daba su propio aire, lo que quería decir que sin él no podría respirar. Ni tampoco querría hacerlo.

Piel contra piel. Calor contra calor. Él estaba excitado y la observaba atentamente, analizando sus reacciones y planificando el siguiente paso. Sus manos la tocaban y su boca seguía el rastro que dejaban.

–Déjame que te demuestre lo importante que eres para mí –le suplicó mientras se colocaba sobre el centro de su cuerpo–. Déjame que te haga el amor.

–Es... está bien –consiguió decir–. Por última vez.

Entonces Kane la miró a los ojos y ella vio tanto dolor en los suyos que se le estremeció el alma. Habría querido borrar esas últimas palabras, pero su propio dolor le impidió hacerlo.

–Volveré a ganarme tu confianza, Campanilla. Y querrás quedarte conmigo.

Se puso un preservativo y se sumergió en ella.

Josephina gritó de placer al tiempo que subía la pelvis.

Estuvo un buen rato sin moverse, limitándose a llenarla y a hacer que ella lo deseara hasta la desesperación. Le latían los pechos y el sexo por la necesidad. Le ardía la piel. Su cuerpo era un campo de batalla y él era el soldado que pretendía conquistarlo.

–Kane –gimió–. Quiero... necesito...

–A mí, Campanilla. Me necesitas a mí –se salió de ella casi por completo, pero solo para volver a zambullirse después más a fondo y llevarla hasta las estrellas–. Quiero dártelo todo.

 

 

Josephina se despertó poco a poco, fue tomando conciencia gradualmente del charco cálido en el que se encontraba. ¿Qué?

Abrió los ojos. Vio las paredes empapeladas. Estaba en la habitación del hotel. Kane estaba detrás de ella, abrazándola como si temiera que pudiera escaparse. Debían de haberse quedado dormidos después de hacer el am... después del sexo. ¿Cuántas horas habían pasado?

Se sentó en la cama y miró a su espo... al hombre que tenía al lado. El pánico la invadió.

–Kane, estás sangrando –tenía una herida abierta en el hombro y era tan grande que se le veía el músculo, e incluso el hueso.

–¿Qué ocurre? –le preguntó, adormilado.

–Estás sangrando. Los dos creímos que no te había dado cuando te disparé, pero está claro que nos equivocamos porque estás sangrando.

Por fin abrió los ojos él también y esbozó una sonrisa.

–Has pasado toda la noche conmigo.

–Escúchame. Estás herido. Te he disparado.

–No, tú fallaste, pero Desastre consiguió sacar la bala de la pared y darle otra oportunidad. Por suerte, entró y salió. ¿Te has enterado de que has pasado toda la noche conmigo?

–¿Has recibido un disparo mientras yo dormía y no me has despertado?

–Necesitabas descansar. No quería molestarte.

¿Cómo podía mostrarse tan tranquilo mientras se desangraba? Josephina fue corriendo al baño a buscar agua y unas toallas. Al volver, lo encontró recostado sobre los almohadones; era la viva imagen de la satisfacción masculina. Le limpió la herida lo mejor que pudo y le aplicó presión para parar la hemorragia.

–Deberías habérmelo dicho –le regañó.

–Estaba muy a gusto y no quería estropearlo.

–Sí, bueno. Siento haber intentado matarte –le dijo con un suspiro.

–No lo sientas. Me lo merecía.

–No, eso no es cierto –cortó un trozo de sábana que estaba limpio y le vendó el hombro con él–. Lo que hiciste con esa mujer, Kane...

–Lo sé, Campanilla –reconoció con tristeza.

–Sé que lo hiciste por mí, pero aun así duele.

–No volverá a ocurrir, te lo juro. Da igual lo que diga o haga Desastre. Tú eres la única mujer que deseo, la única con la que estaré –hizo una pausa–. ¿Te quedarás conmigo?

Seguía doliéndole mucho lo que había hecho. Kane la había elegido entre todas las demás. Por fin le importaba a alguien además de a su madre. Había dejado de ser insignificante. Una sirvienta, una esclava de sangre, se había convertido en la envidia de todas las mujeres fae y probablemente de muchos hombres. Pero, ¿quién tendría envidia a una cornuda?

Kane decía que no volvería a hacerlo, como habían dicho miles de hombres a miles de mujeres a lo largo de los años.

Quizá la noche anterior podría haberse alejado de él, pero lo que había hecho el demonio con la intención de hacerle daño, había suavizado su furia y su dolor. Al ver a Kane bañado en sangre y darse cuenta de lo cerca que había estado de perderlo...

«No estoy preparada para perderlo».

Cuando el demonio volviera a actuar, volverían a hablar de ello. Pero hasta entonces...

–Me quedo, sí.