Capítulo 4
Los Ángeles
Apocalipsis. Aquella palabra estuvo retumbando en la mente de Kane durante días. Por mucho que se esforzara, no podría escapar de su destino.
Justo antes de que lo capturaran los Cazadores y lo llevaran al infierno, las Moiras lo habían hecho ir al reino que habitaban en el nivel inferior de los cielos.
Las tres guardianas del destino no eran ni griegas ni Titanes. Kane creía que podrían ser brujas, pero no estaba seguro. Una vez en el reino, las Moiras le habían dicho tres cosas, una por cada bruja: podría casarse con la guardiana de la Irresponsabilidad, podría casarse con otra... con la hija de William, y por último, que provocaría el apocalipsis.
Kane no dudaba de que fuera cierto porque, por lo que él sabía, nunca habían errado en sus predicciones.
Sabía que la palabra tenía dos posibles definiciones. La primera: descubrimiento o revelación, especialmente sobre un cataclismo en el que las fuerzas del bien triunfan sobre las del mal.
Esa acepción le gustaba.
La segunda no tanto. El apocalipsis era una catástrofe que podía ser universal.
Llevando dentro el demonio del Desastre, era lógico pensar que sería el causante de una gran catástrofe.
–Verás como no te arrepientes de haber parado aquí –le aseguró William al tiempo que se abría paso entre la multitud que llenaba el club. Tenía que gritar para que pudiera oírle con el ruido atronador de la música rock que salía de los altavoces–. Es justo lo que te recomendó el médico... esto y unos testículos, pero solo puedo garantizarte lo primero.
–Veremos qué puedo hacer –respondió secamente.
Kane había cometido el error de compartir la habitación del motel con William y por lo visto mientras dormía se había retorcido en la cama y había gemido, lo que había bastado para que el detective William se hiciera una idea de lo que había ocurrido en el infierno y llegara a la conclusión de que la única manera de curarse realmente era pasando la noche con una mujer que le gustara.
–Por cierto –añadió William–, puedes llamarme doctor Amor.
–Antes te clavo un cuchillo en el corazón que llamarte así –continuó siguiéndolo a pesar de que no dejaba de lamentarse de haber aceptado semejante locura.
Debería estar buscando a su fae, pero lo cierto era que estaba tan desesperado que estaba dispuesto a probar cualquier cosa.
En cierto sentido, uno muy retorcido y enfermo, tenía lógica lo que William le había dicho esa mañana. Si conseguía estar con una mujer que él hubiese elegido, si podía controlar lo que ocurría y utilizar a alguien como lo habían utilizado a él, quizá se disipara por fin la oscura nube de recuerdos que llevaba encima. Quizá así ya no le doliera el pecho cuando se acercara a la fae y, sin ese dolor, sería más fuerte y podría estar más alerta. Estaría más preparado para ayudarla a resolver sus problemas.
Por el momento no tenía que preocuparse por ella, al menos esa noche. Sabía que estaba viva y a salvo. Torin había conseguido encontrarla gracias a un complicado, e ilegal, proceso informático. Kane solo tenía que ir a Montana y agarrarla.
«Muy pronto estaré preparado».
Desastre empezó a golpearle la cabeza desde dentro y, un segundo después, el cielo se abrió bajo sus pies.
Parecía que al demonio no le gustaba la naturaleza de sus emociones. Desde que había salido de la fortaleza, cada vez que pensaba en ayudar a la fae, Desastre explotaba dentro de él.
«La odio», dijo el demonio.
Una persona que pasaba junto a él se tropezó con el suelo y cayó, se oyó el ruido de un hueso que se rompía y un grito de dolor que se fundió con la música.
Kane apretó los dientes y fue tras William por una escalera que los alejaba de la barra y de la pista de baile. Casi habían llegado arriba cuando se hundió un escalón y Kane cayó de rodillas al suelo.
Desastre se echó a reír, orgulloso.
Kane dejó la mente en blanco antes de explotar, se puso en pie y terminó de subir la escalera. Una vez arriba, vio una puerta roja al final de un largo pasillo custodiada por un hombre armado. Era un tipo alto y fuerte, pero humano, por lo que apenas suponía peligro, a pesar de que fuera armado.
El guardia sonrió alegremente al ver a William.
–¡Willy! Nuestro mejor espectáculo.
William sonrió también mientras le explicaba a Kane:
–A veces cuando estoy aburrido, hago el espectáculo de Magic Mike para las chicas. Te conseguiré entradas –volvió a dirigirse al guardia–. Mi amigo necesita la habitación privada.
–Claro, lo que me pidas –el tipo abrió la puerta, pero Kane no vio nada en el interior.
Lo que sí hizo fue oír jadeos, gemidos y luego varias maldiciones cuando el guardia «ayudó» a la pareja a dejar lo que estaban haciendo y a vestirse. Un segundo después salieron de allí con el rostro sonrojado y la ropa todavía a medio poner.
–Todo tuyo, Willy –anunció el guardia.
William empujó a Kane para que entrara.
–¿Has visto a alguien que te interese?
–Cualquiera me vale –por lo que a él respectaba, una mujer era una mujer.
Apenas había pensado aquello cuando su mente protestó con fuerza. La fae no era... No, nada de pensar en ella. Cualquiera sería mejor que una sierva, eso era lo único que le importaba.
–Dame cinco minutos –le dijo William–. Conozco a todas las chicas que trabajan aquí. Te encontraré alguna que te dejará hacerle todo lo que quieras.
Grosero, pero práctico.
Kane se quedó a solas en la habitación. El ambiente estaba cargado de un olor a sexo tan intenso que se le revolvió el estómago. No soportaba la oscuridad, así que encendió la luz. Delante de él había una pequeña barra de bar y un sofá con los almohadones descolocados. En la mesita que había frente al sofá había una caja de preservativos. Al otro lado de la habitación había un pequeño aseo con inodoro y lavabo. Junto a la puerta del aseo, una cama grande con las sábanas revueltas. Y, encima de dichas sábanas, un preservativo.
Después de tomarse un trago de whisky y luego otro y otro, decidió agarrar la botella y sentarse en el sofá.
Cuando por fin volvió a abrirse la puerta, la botella estaba ya vacía. El alcohol no le afectaba tanto como a los humanos, solo le servía para aplacar un poco sus emociones, algo que necesitaba desesperadamente. Le temblaban las piernas y tenía el cuerpo entero empapado en sudor. Tenía la sensación de ir a derretirse... o a romperse en pedazos en cualquier momento.
William apareció con una rubia agarrada del brazo. Llevaba un cortísimo vestido rojo y un pintalabios a juego, era guapa y estaba sonriendo por algo que había dicho William.
–Aquí está mi amigo –anunció William señalando a Kane–. El tipo del que te hablaba. Te pagará lo que le pidas, pero tienes que asegurarte de hacer lo que él te pida.
Kane dejó la botella en el suelo, como si no estuviera a punto de vomitar.
–Claro –dijo ella mientras observaba a Kane con interés–. Será un placer.
–Estupendo –respondió William, riéndose–. No tienes nada de que preocuparte. No te morderá... a menos que se lo pidas amablemente.
Dicho eso, el guerrero salió de la habitación dejándolo a solas con la chica. Con la desconocida.
Apenas podía respirar.
Hubo un momento de silencio.
–Eres aún más guapo de lo que dijo William –admitió con cierta excitación.
¿Por qué hablaba? No quería charlar con ella porque entonces empezaría a preguntarse qué clase de vida había tenido para acabar donde estaba y acabaría sintiendo lástima por ella.
Desastre empezó a canturrear de satisfacción.
¿Por qué?
«Mejor acabar con esto cuanto antes».
–Ven aquí –le dijo a la chica.
La muchacha obedeció y, al sentarse a su lado, lo inundó con su perfume. Kane arrugó la nariz con desagrado. Era una fragancia tremendamente empalagosa, mezclado además con el olor a tabaco. Nada comparado con la fae, que olía como si hubiera pasado el día en la cocina. Olía a esposa.
Quizá no debiera hacer lo que estaba haciendo.
De pronto se levantó dentro de la habitación una ráfaga de aire tan fuerte que levantó la botella de whisky vacía y la estrelló contra el pecho de la mujer.
–¡Ay! –gritó.
Kane maldijo el día en que había robado la caja Pandora.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó ella, frotándose el pecho.
–Ha debido de ser una corriente de aire –también era posible.
–¿Qué tal si mejor nos besamos? –se acercó a él.
–No quiero besos –sus palabras eran duras, pero el tono lo era aún más.
–¿Y qué me dices de chupar? Se me da muy bien –se inclinó para desabrocharle los pantalones, pero Kane la apartó de inmediato.
No quería sentir encima los labios de nadie.
–Vamos a hacerlo a mi manera.
Sintió el amargor de la bilis en la garganta desde el momento en que se acercó a ella. Le subió la falda y le quitó las braguitas. Aunque habría preferido cortarse un brazo, se desabrochó los pantalones. Cada vez le temblaban más las manos y ya tenía la bilis en la garganta, quemándolo por dentro. Se detuvo un momento.
¿Qué le ocurría? No era la primera vez que lo hacía. Después de llegar a la conclusión de que no le sería posible mantener una relación, se había resignado a vivir teniendo aventuras de una sola noche. Pero ninguna de ellas le había provocado semejante efecto.
–¿Estoy haciendo algo mal? –le preguntó la mujer.
Kane apretó los dientes mientras se ponía un preservativo y luego...
«¡Hazlo!», le ordenó Desastre.
La tomó.
Fue brusco, sin una pizca de sensualidad o de ambición carnal. No tenía ningún objetivo, ningún deseo de verla llegar al orgasmo. Su mente despreciaba lo que estaba haciendo y, sin embargo, su cuerpo lo disfrutaba. Pero claro, su cuerpo siempre lo había traicionado; también había disfrutado de lo que le habían hecho las siervas y eso era lo que más lo atormentaba, que una parte de él hubiera disfrutado de que lo violaran.
Había sido un error ir a aquel club.
No deseaba a aquella mujer, no la conocía y seguramente tampoco le habría gustado aunque la conociera. No era... ella, la fae a la que deseaba de manera instintiva y con desesperación.
Desastre maldijo a gritos para protestar por el rumbo que habían tomado sus pensamientos.
Y, cuando la mujer empezó a gemir para animarlo, se le llenó la cabeza de imágenes. Manos... bocas... siervas por todas partes.
Al borde de un ataque de pánico, Kane consiguió de algún modo terminar. No estaba seguro de haberla llevado al clímax, pero tampoco le importaba.
Las maldiciones de Desastre se convirtieron en palabras de aprobación.
Se quitó el preservativo mientras luchaba contra el asco que sentía hacia sí mismo y se colocó la ropa, después tiró unos cuantos billetes sobre el sofá y abrió la puerta. Lo primero que vio fue a William poseyendo a una mujer, de pie, contra la pared. No se veía al guardia por ninguna parte.
Hizo un gesto a la mujer para que se fuera.
–Pero... ¿no quieres mi número de teléfono? –le preguntó la rubia–. Por si vuelves a tener otra necesidad. Estoy disponible para ti siempre que quieras, en cualquier momento.
–No –se limitó a decir, siendo brusco para ser amable. Jamás la llamaría y no quería que se hiciese falsas expectativas.
–¿No soy lo que buscabas?
–No y ahora vete.
La mujer suspiró, se colocó el vestido y salió por la puerta.
–¿Ya está? –le preguntó William sin salir de la mujer con la que estaba, pero sin moverse.
«Más», dijo Desastre.
A pesar del asco que le daba decir lo que iba a decir, lo hizo de todos modos:
–Tráeme otra –el sexo no había tenido el efecto que esperaba, los recuerdos y todo lo le provocaban seguían ahí, pero Desastre estaba contento, así que estaría con una segunda mujer. Y con una tercera. Con todas las que fueran necesarias para que el demonio estuviese tan saturado de satisfacción que olvidara lo que había ocurrido en la cueva.
Kane vio a William levantar el dedo pulgar en señal de aprobación, después cerró la puerta, fue corriendo al baño y vomitó. Una vez hubo terminado, se limpió la boca con otro litro de whisky.
Enseguida apareció William, esa vez acompañado de una mujer castaña.
–¿Qué te parece esta? –le preguntó el guerrero.
–Cualquiera me vale.
Antes de que acabara la noche, Kane estuvo con doce mujeres. En distintas posturas y con distintos tipos de mujeres; jóvenes de veintitantos años, mujeres de cuarenta y tantos, rubias, morenas e incluso un par de pelirrojas. En ningún momento dejó de sentir asco y odio hacia sí mismo y vomitó todas las veces.
A Desastre le encantó, pero no dejó de lanzarle imágenes de la tortura.
Y Kane cada vez odiaba más y más al demonio.
«El momento se acercaba...».
Montañas de Montana
Kane se abrió paso entre la vegetación. Las ramas le golpeaban la cara y el cuerpo por obra de Desastre. La satisfacción que le había reportado el maratón sexual no había durado mucho. Ahora se divertía haciendo que le cayeran piedras encima, que se tropezara y que le picaran los mosquitos.
Tenía que encontrar a la fae antes de que el demonio provocase algún daño importante... o le estallara la cabeza de una vez por todas.
Porque su mente era para él un terreno tan desconocido como el que estaba atravesando en esos momentos; tenía valles oscuros y montañas con cimas inalcanzables. O quizá sí pudiera llegar a ellas. Al salir del club se había dado cuenta de que la fae había iluminado su vida. Era la única luz de su existencia. Ella había hecho que quisiera sonreír aun estando en el peor momento de su vida. Solo por eso, era un milagro.
Y la verdad era que necesitaba desesperadamente un milagro.
Quizá ella pudiera hacer lo que no habían podido todas las mujeres del club: borrar sus recuerdos y darle un poco de paz, aunque solo fuera un poco.
Quizá, o quizá no.
En cualquier caso, tenía que averiguarlo. Tenía que verla, hablar con ella. Salvarla.
En el fondo, en el mismo lugar donde el instinto seguía diciéndole que aquella mujer le pertenecía, tenía la sensación de que ella era su única esperanza de sobrevivir.
Tenía que encontrarla.
¿Podría sentir el olor a tabaco y a perfume que no había conseguido borrar de su cuerpo? ¿Le pediría que la dejara en paz?
Probablemente.
¿Y él le haría caso?
No.
«Soy repugnante. Cruel. Un enfermo y un promiscuo».
«Yo antes no era así», quería gritar.
¿Cómo se llamaba la fae? Empezaba a molestarle seriamente no saber su nombre. La llamaría... Campanilla. Era una criatura delicada de orejas puntiagudas que iba revoloteando de un lado a otro, siempre fuera de alcance.
Según la investigación que había llevado a cabo Torin, se encontraba en una casita que había en aquel bosque. Hacía ya una hora que Kane había encontrado la casita, pero no a la chica. Aunque sí había visto huellas recientes. De humano, de una mujer de aproximadamente un metro ochenta de estatura. No le llevaba demasiada ventaja y no creía que se pudiera mover muy rápido porque, a juzgar por la profundidad de las huellas, iba cargada. Además, ya era de noche.
La media luna que había en el cielo no brillaba con la intensidad habitual por lo que reinaba una oscuridad casi asfixiante. El aire era frío porque la brisa procedía de las cimas nevadas. Los árboles se alzaban como puñales hacia el cielo.
–¿A qué viene ese mal humor? Yo no tengo la culpa de que la sobredosis de sexo no te haya funcionado –protestó William–. Debe de ser que no lo has hecho bien.
Kane no prestó la menor atención a las palabras de Kane.
–¿Se puede saber qué tiene esa chica que la haga tan importante? No, en serio.
Otra vez respondió con el silencio.
–¿Es que hace magia con la...?
Kane se dio media vuelta y le pegó un puñetazo en la mandíbula.
–¡Ya está bien! –gritó con toda la furia que estaba haciendo que le hirviera la sangre–. No se te ocurra volver a decir algo así sobre ella.
William se frotó la mandíbula.
–¿Por qué la perseguimos? –dijo como si Kane no acabara de pegarle.
¿Nada conseguía hacerle callar? Kane echó a andar de nuevo.
–Dice que se lo debo –era verdad, pero no era toda la verdad.
–¿Y siempre pagas tus deudas? ¿Qué clase de locura es esa?
–Mucha gente diría que es una cuestión de honor –el único honor que le quedaba.
–Mucha gente es estúpida.
–Por eso, entre otras cosas, nunca haré nada por ti.
–¿Porque eres tan estúpido como todos los demás? ¿No crees que estás siendo un poco duro contigo mismo? Es cierto que si alguna vez se te ocurriera una idea brillante, diría que es la suerte del principiante, pero tienes tus momentos.
«Puedo comportarme como si fuera un ser racional y tranquilo». En ese momento llegó a un claro del bosque. Kane se detuvo y respiró hondo. El aire allí era limpio. Puro. Lo cual era también muy frustrante. Deseaba sentir el olor del romero y de la menta, algo que indicara que Campanilla estaba cerca.
Por fin podría agarrarla. Seguramente ella se resistiría, pero eso no le preocupaba porque no tenía la habilidad ni la fuerza suficientes. Probablemente estaría cansada. «Pero tiene espíritu», pensó mientras volvía a sentir ese dolor en el pecho que ya le resultaba familiar.
–¿Y bien? –preguntó William.
–Vamos a montar el campamento –no porque no hubieran parado desde que habían salido del club, que también era cierto, sino porque se había dado cuenta de que los estaban siguiendo y no quería conducir a nadie hasta Campanilla.
No creía que fueran los Cazadores. Por lo visto mientras él había estado en el infierno, en los cielos se había librado una batalla entre los Cazadores y los Señores, entre los Titanes y los Enviados.
Los Señores y los Enviados habían resultado ganadores, lo que había destruido por completo a los Cazadores y había debilitado mucho a los Titanes.
Kane reunió algunas piedras, ramas y hojas secas para hacer un fuego. No le importaba tanto entrar en calor como que el que los seguía viera el humo y pensara que estaba relajado y desprevenido. ¿Sería un inmortal el que iba tras él? En tal caso, ¿de qué raza? ¿Y por qué lo perseguía?
«Da igual». Sacó uno de sus puñales y lo afiló con una piedra. Se vio reflejado en el filo, cada vez había más rojo en su mirada.
Desastre estaba más fuerte y él mucho más débil. Volvió a guardar el arma, asqueado.
–Sabes que te está siguiendo una fénix, ¿verdad? –le preguntó William.
¿Una fénix? Nunca había tenido ningún problema con aquella raza.
–Sí, claro que lo sé –«ahora que me lo has dicho»–. ¿Cómo lo has sabido tú?
–La he olido. ¿Cómo si no iba a saberlo?
–Claro.
–¿Cuál es el plan?
–Esperar.
–Y la mataremos en nuestro propio terreno –dedujo William–. Me gusta. Un plan sencillo, pero elegante.
Se sentó en la única roca que había frente a la hoguera que no había ayudado a encender y empezó a buscar algo en su mochila. Por fin sacó una barra de cereales que le había robado a Kane, le quitó el envoltorio y se comió hasta el último pedazo sin ofrecer a Kane.
Típico de él.
–Muy rico. Deberías haberte traído algo para ti –dijo frotándose las manos.
Llevaba una camiseta que ponía Soy un «jenio» y eso resumía su personalidad. Tonto, despreocupado, irreverente. Muy engañoso».
Kane también sacó algo de su mochila. Tres puñales, dos pistolas y las piezas de un rifle de largo alcance. ¿Qué querría de él una fénix? Sabía que aquella raza se dedicaba a esclavizar a todos los que podían y que estaban al borde de la extinción. Sabía también que siempre estaban sedientos de sangre y de pelea... pero normalmente solo buscaban pelea con aquellos a los que pudieran vencer.
«Estás muy seguro de ti mismo», dijo Desastre entre carcajadas. «Y muy equivocado».
Kane no le hizo caso. Había intentado responder a sus comentarios y a sus amenazas, pero era evidente que no lo había llevado a ninguna parte. No iba a seguir malgastando tiempo y energía. ¿Por qué habría de hacerlo? Era demonio muerto.
De pronto el fuego empezó a soltar chispas por todas partes, una de ellas encendió la hierba del suelo y Kane sintió el calor en las piernas.
Tuvo que levantarse a apagar las llamas.
–Eres un peligro. Lo sabes, ¿verdad? Allá donde vamos, siempre sucede algo terrible.
–Lo sé –y lo peor estaba aún por llegar–. ¿Sabes si las Moiras se han equivocado alguna vez en sus vaticinios?
–Sí –respondió William–. Desde luego.
Dentro de Kane se encendió la llama de la esperanza.
–¿Cuándo? –preguntó mientras montaba el rifle–. ¿Por qué?
–Muchas veces. Por el libre albedrío. Lo que determina el futuro son las decisiones que tomamos, solo eso.
Sabias palabras para un jenio. Quién lo habría imaginado.
–Dicen que mi destino es casarme con la guardiana de la Irresponsabilidad.
–Entonces búscala y cásate con ella.
William hacía que pareciera fácil. Como si fuera cuestión de chasquear los dedos y ya estaba. Solo había un pequeño problema, aún no conocía a la guardiana de la Irresponsabilidad.
–No puedo condenar a una mujer a que pase conmigo el resto de la eternidad –reconoció mientras colocaba el rifle sobre el tocón de un árbol.
–¿Y qué me dices de Blanca? –murmuró William–. Creo que acabarás con ella, aunque a mí no me guste la idea.
Blanca era la única hija de William y, a juicio de Kane, uno de los motivos por los que el guerrero había decidido seguirlo hasta allí. Quería que se mantuviese alejado de su hija.
–Sé que piensas eso –dijo él–. Lo que no sé es por qué.
–Muy sencillo, porque una vez me dijeron que su marido provocaría un apocalipsis.
–¿Te lo dijeron las Moiras?
–Una de ellas. Me acosté con Klotho. Y con sus dos hermanas.
–Prefería que no me lo hubieses dicho. Tío, son viejísimas.
–Entonces no lo eran –respondió William con su típica sonrisa.
–Da igual. ¿Qué hay entonces de ese rollo del libre albedrío?
–Creo que serás tú el que la elija.
–La odio –la recordó allí de pie, en el infierno, frente a su cuerpo mutilado. Callada, insensible. Antes de marcharse y dejarlo sufriendo.
No, lo que sentía hacia ella era mucho más que odio.
–Puede que sea mejor que huya de las dos –decidió–, así me ahorraré problemas.
–¿Tú, ahorrarte problemas? ¡Ja!
Kane apretó los dientes.
–Podría intentarlo. ¿Qué harás tú si Blanca y yo acabamos juntos? No te parezco lo bastante bueno para ella.
–Desde luego que no. Acabas de acostarte con una docena de mujeres.
–Siguiendo tus consejos.
–No creo haber tenido que apuntarte con una pistola para que lo hicieras.
En cierto modo, había sido Desastre el que le había apuntado.
–Si acabáis juntos, regresaré al infierno. No quiero estar cerca para tener que arreglar el desaguisado –dijo William–. Y sé que Blanca provocará alguno porque no puede evitarlo, es parte de su naturaleza.
William, hermano adoptivo de Lucifer, el rey del Inframundo, había vivido en el infierno. Con el tiempo, el odio, la codicia, la envidia y la maldad que habitaban en su alma se habían unido a la sed de venganza de su corazón. Blanca y sus hermanos, Rojo, Negro y Verde, habían salido de él.
Kane había oído a los demonios referirse a ellos como los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Pero, en realidad, aquellos cuatro no eran más que sombras de los originales.
De hecho, eso era precisamente lo que eran. Sombras guerreras.
Habían nacido del mal y la profecía afirmaba que tenían un futuro acorde a dicho nacimiento. Blanca debía conquistar a todo el que se encontraba antes de esclavizarse de algún modo a él. Rojo provocaría la guerra, Negro el hambre y Verde la muerte.
No era de extrañar, pues, que Kane no quisiera tener nada que ver con Blanca. Ya tenía suficientes problemas.
Sabía que el hecho de que hubiera nacido del mal no tenía por qué ser determinante, pues había muchos que sabían encontrar el camino desde la oscuridad a la luz y que de algo terrible podía nacer algo bello. Después de todo, los diamantes nacían de la tierra a base de calor y presión.
Lo sabía, pero no le importaba.
No era a Blanca a la que deseaba ver. No era a ella a la que deseaba oler.
No era Blanca la que aparecía en su cabeza, ni a la que respondía su cuerpo llenándose de deseo. Era a Campanilla. La dulce y sexy Campanilla, con sus...
Manos que lo sobaban... alientos que recorrían su cuerpo... gemidos, jadeos...
Frunció el ceño y tiró un puñado de tierra al fuego para apagar las llamas.
–No tienes que preocuparte por mí. Ya te he dicho que no quiero casarme con nadie.
–¡Serías muy afortunado si acabaras con Blanca! –gritó William, ofendido.
Aquellas palabras se colaron en la mente de Kane y consiguieron calmarlo.
–¿Ahora quieres que esté con ella? –preguntó, enarcando una ceja.
–No. Pero deberías querer que lo quisiera. Es muy atractiva.
–Pues yo no la deseo, ni la desearé nunca.
–¿Por qué? ¿Es que estás con el periodo?
Para su propia sorpresa, Kane estuvo a punto de echarse a reír.
–¿Cómo es posible que nadie te haya matado todavía?
Hubo una breve pausa mientras William abría otra barrita de cereales y se metía la mitad en la boca.
–Nadie querría verme muerto. Soy demasiado guapo.
–¿Con cuántas mujeres has estado?
–Con una infinidad. ¿Y tú?
–No con tantas que no pueda contarlas.
–Porque tienes mucho que aprender.
–Es posible, pero al menos yo puedo controlar mis deseos. Tú tienes tanta lujuria y tan poco autocontrol que eres incapaz de decir que no a cualquiera que se mueva.
–No digas tonterías. He estado con mucha gente que no se movía. Y a Gilly le digo que no todos los días.
Gilly era su mejor amiga, una chica humana a la que había rescatado Reyes, el guardián del dolor. Solo tenía diecisiete años y, por algún extraño motivo, estaba completamente loca por William. Un amor que se había intensificado cada vez que el guerrero había ido a visitar a los Señores, con los que ella vivía. Le había atendido cada vez que lo habían herido en la batalla y él la había consolado siempre que ella había tenido una pesadilla provocada por los horrores que le había hecho vivir un padre adoptivo que la había maltratado durante años.
Ahora llamaba a William todos los días a las ocho de la mañana para asegurarse de que estaba bien. Traducción, para saber si estaba solo.
Siempre lo estaba.
William se acostaba con una mujer distinta, o con diez, cada vez que tenía ganas, pero nunca dejaba que ninguna pasara la noche con él. No quería herir los sentimientos de su querida Gilly.
Kane no comprendía por qué se preocupaba tanto por aquella muchacha sin haber tenido nunca nada sexual con ella, al menos que él supiera.
Más le valía que fuera así.
–Acabo de acordarme de algo –dijo William, tirando las últimas migas al fuego–. Cuando estaba preparando el equipaje, vino Danika y me pidió que te diera el cuadro más importante de tu vida –metió la mano en la mochila y sacó un pequeño lienzo.
Danika, la esposa de Reyes, tenía el don de ver lo que ocurría tanto en el cielo como en el infierno, veía imágenes del pasado, del presente y del futuro. Al igual que las Moiras, nunca se había equivocado en sus predicciones... que él supiera.
A pocos metros de ellos se oyó crujir una ramita.
Parecía que la fénix había decidido acercarse.
Kane agarró el cuadro y lo guardó en la mochila, se la puso a la espalda y se tumbó en el suelo. Cerró un ojo y con el otro miró por el visor nocturno del rifle. En un instante, se tiñó todo de un color verde chillón.
Ahí estaba la fénix. Se había subido a uno de los árboles más altos y caminaba por una rama... no, estaba saltando de una rama a otra y de un árbol a otro, acercándose más y más.
«Mía», rugió Desastre, posesivo. Kane frunció el ceño.
¿Otra?
La fénix debía de medir por lo menos un metro setenta y cinco y llevaba muy poca ropa para el tiempo que hacía: una camiseta que más bien parecía un sostén y unos diminutos pantalones cortos, dos puñales atados a las caderas y otros dos en las botas de militar.
Kane la observó unos segundos mientras se detenía a agarrar uno de los cuchillos. «Nunca te enfrentes a un arma de fuego con un cuchillo, preciosa. Es una pérdida de tiempo». Apretó el gatillo.
¡Bum!
Tenía muy buena puntería, por lo que supo que le había rozado el muslo antes incluso de oír el grito de dolor. Apenas cayó al suelo, Kane estaba ya delante de ella. Era guapa. Rubia y llamativa. Habría preferido sumergirse en una bañera llena de ácido, pero le puso un brazo contra la garganta y la cacheó para quitarle todas las armas.
Eran bastantes más de las que había visto en un primer momento. Once cuchillos, dos pistolas, tres estrellas ninja, dos frascos de veneno, otro de pastillas, unas garras metálicas y, escondido en las botas, todo lo necesario para hacer una bomba.
Intentó no dejarse impresionar.
La ató a un árbol con una cadena que llevaba de cinturón y, en cuanto terminó, se apartó de ella para cortar cualquier tipo de contacto lo más rápido posible porque ya sentía la bilis en la garganta. Al menos no sentía el dolor que le había provocado Campanilla.
De pronto sintió un zumbido de abejas y cientos de ellas que se acercaban a su cabeza. Desastre se echó a reír.
–¿Quién eres? –le preguntó.
La chica intentó darle una patada con la pierna que no tenía herida.
–¡Suéltame!
–No creo que te llames así. Inténtalo otra vez.
–No tenía intención de hacerte daño –respondió, forcejeando cada vez con más fuerza. Desprendía mucho calor, cada vez más; en cualquier momento se prendería fuego y derretiría la cadena con la que la había inmovilizado–. Solo quiero hacer daño a Josephina, pero ahora tendré que matarte y convertirla a ella en mi esclava.
–¿Josephina? –sintió un picotazo en el cuello y al acercar la mano para espantar a la abeja, el animal le picó la mano.
–Como si no supieras a quién estás siguiendo. La fae.
Se llamaba Josephina. Era bonito, pero le gustaba más campanilla.
–Tú también quieres que sea tu esclava, ¿verdad?
¿Por eso querría morir? ¿Sabría lo que quería hacerle la fénix?
Un nuevo zumbido.
Más picotazos.
–¡Ahh! –la chica volvió a soltar la pierna, pero tampoco acertó–. No pienso responder más preguntas. ¡Suéltame o haré que lo lamentes antes de matarte!
–¿Alguien está hablando de sexo salvaje? Si me lo pedís como es debido, estoy dispuesto a participar –William se acercó a ellos con paso relajado, comiéndose otra barrita de cereales–. ¿Crees que se referirá a la fae que acaba de pasar corriendo por nuestro campamento?
–¿Qué? –Kane clavó la mirada en el guerrero–. ¿Cuándo?
–Hace un instante.
–¿Y has dejado que se escapara? –rugió.
Zumbidos. Picotazos.
–Sí. No habríamos podido seguir persiguiéndola y aún no quiero volver a casa. Pero me ha pedido que te saludara. O quizá me haya pedido que te diga que, si no vas a cumplir tu promesa, la dejes en paz, porque estás atrayendo la atención sobre ella. Es difícil saber lo que le dicen a uno cuando no está prestando atención.
Kane contuvo las ganas de hacer pedazos a William porque no quería perder el tiempo.
–¡A esta no la dejes escapar! –se limitó a ordenarle antes de salir corriendo.