Capítulo 11

 

De pie junto a la cama, Kane observó a Campanilla. El sol se colaba por la ventana y, como si sintiese una atracción especial hacia ella, envolvía solo su cuerpo, iluminando y resaltando todos sus rasgos. Parecía increíble que su imagen pudiera transmitir semejante paz. Una paz que él ansiaba sentir.

Era la Bella Durmiente o, quizá mejor, Cenicienta, con madrastra y hermanastra malvadas incluidas.

Por desgracia para ella, Kane era su Príncipe Encantado.

No había sido su intención, pero en algún momento de la noche se había quedado dormido, hasta que lo había despertado una pesadilla y se había encontrado con Campanilla acurrucada junto a su pecho.

¿Habría acabado ahí ella sola o la habría agarrado él?

El contacto de su piel le había hecho daño en más de un sentido. El deseo había vuelto con fuerza.

Después de apartarla, había sido más responsable y se había quedado despierto, oyéndola respirar, esperando que se moviera y recordando cómo le había hecho sonreír, muriéndose de ganas de desnudarla, ponerse encima de ella y darle todo el placer que pudiera, aunque la mera idea de hacerlo le provocara un tremendo pavor.

No la merecía. Era demasiado voluble; estaba contento un minuto y al siguiente profundamente contrariado. Un minuto estaba completamente decidido a hacer algo y al siguiente se veía sumido en la confusión. Ella necesitaba alguien estable. Digno de confianza. Alguien como Torin.

Le había dicho que no creía en nadie y eso era muy triste. La mereciera o no, él no iba a defraudarla.

«Mátala», le dijo Desastre. «Eso es lo que quiere».

Aunque lo quisiera, no era lo que necesitaba.

En ese momento la vio entreabrir los labios y suspirar y se le encogió el corazón. Era tan inocente.

«¡Mátala!».

Kane se dio media vuelta y salió de la habitación mientras oía al demonio maldecirle una y otra vez.

 

 

Josephina tenía muchas obligaciones y servir el desayuno a la familia real era una ellas. Una decisión decretada personalmente por la reina Penelope con la que se aseguraba de humillarla desde el primer momento del día.

Josephina esperó unos segundos con la jarra de zumo de granada recién hecho en la mano. Debería haber terminado hacía ya rato y haber regresado a sus tareas de limpieza, pero todavía no había llegado nadie. Probablemente estarían todos muy ocupados felicitando a Kane y a Synda por su inminente boda, y la feliz pareja estaría disfrutando de los constantes halagos.

«Ay, Kane. Todo el mundo tiene razón. Hacemos tan buena pareja», estaría diciendo Synda. «Somos los dos guapos y perfectos».

«Yo sería perfecto para cualquiera», le respondería Kane. «Pero me alegro de haber acabado contigo».

La jarra de zumo se hizo añicos en sus manos.

El líquido le empapó los guantes y tuvo que ir corriendo a la cocina a buscar algo para limpiar el desaguisado, huyendo de la mirada de reprobación del cocinero, que siempre aprovechaba cualquier excusa para atacarla. Una vez, para castigarla por algo que había hecho Synda, la habían condenado a no comer nada durante una semana. A los tres días el dolor había sido tan insoportable que se había colado en la cocina y había robado un mendrugo de pan.

El cocinero la había sorprendido y había jurado que no la delataría si se acostaba con él. Pero Josephina había optado por confesar lo que había hecho y él nunca se lo había perdonado.

Quizá no hubiera sido del todo sincera con Kane, quizá sí hubiera otros hombres al margen de su hermano que la vieran como algo más que una esclava de sangre.

–¿Qué has hecho ahora? –le dijo el cocinero justo antes de agarrarla de la muñeca–. Estás mojada.

–Y tú eres muy mal cocinero, ¿y qué?

–¡Cómo te atreves! No me importa quién seas, no voy a tolerar que me insultes.

–Pues acabo de hacerlo.

–Vuelve a hacerlo si te atreves.

Muy bien.

–Tus guisos no saben a nada y tus tartas están duras como piedras.

El cocinero respondió dándole una sonora bofetada que le dejó la cara roja. Josephina no dudó un instante y se la devolvió. Mientras él asimilaba la ofensa, ella le lanzó un beso y se retiró.

Limpió lo que había ensuciado en el comedor y se puso unos guantes limpios. No volvió a su puesto hasta que hubo preparado otra jarra de zumo.

La familia real seguía sin haber llegado.

«¡Cerdos desconsiderados!».

Le sorprendió aquel ataque de ira tan inusual en ella. La bofetada del cocinero debía de haberla puesto de mal humor. Bueno, también quizá el hecho de que Kane fuese a casarse con Synda después de haberla obligado a pasar la noche en su habitación. ¡Debería haber anulado la boda nada más salir el sol!

«Jamás debería haber ido a buscarlo a su dormitorio. Nunca debería haber aceptado su ofrecimiento con la esperanza de alejarlo de Synda».

El compromiso ya le había resultado molesto antes, pero allí de pie, recordando la noche anterior, se puso iracunda. Kane probablemente no lo recordaría, pero había sufrido unas pesadillas horribles durante la noche; había llorado y se había retorcido de desesperación hasta que había conseguido calmarlo.

Ella, no Synda.

Él la había estrechado en sus brazos durante un buen rato, apretándola contra su pecho como si no soportara la idea de soltarla, pero después la había apartado. Así pues, parecía haber superado la aversión al contacto físico. No obstante, no había intentado besarla ni tocarla.

Debía de estar reservando ese tipo de cosas para la princesa.

Un hombre prometido no debería compartir lecho con nadie más que con su futura esposa, cualquiera que lo hiciera debería... ¡ser castrado!

«Yo podría ayudarlo en eso», pensó. «No tengo demasiada experiencia en el manejo de cuchillos, pero no creo que me costara mucho».

«¡Estás pensando en mutilar a alguien! No te reconozco».

«Pues soy tú, estúpida».

¿Y si Kane se había enamorado ya de Synda?

«¿Qué más te da a ti?».

«Me da igual. Está bien, no me da igual».

Se había pasado horas despierta, intentando no disfrutar de ese primer contacto con el lujo y esperando poder escabullirse de la habitación cuando Kane se durmiera. Pero él también había pasado horas despierto y al final se había quedado dormida. Después la habían despertado sus patadas y su llanto, lo había abrazado y le había parecido más maravilloso de lo que habría debido. Incluso había sentido la tentación de pedirle algo más.

Si Synda se enterara...

Levantó bien la cara y se concentró en el presente. Observó la opulencia de aquella mesa cubierta con un mantel tejido en oro. Había tres ventanas que daban al jardín, cuya vista se atrevió a admirar durante unos segundos porque le encantaba aquel jardín. Fue entonces cuando vio a unos guardias armados que corrían hacia la puerta.

Estaba pasando algo. ¿Pero, qué?

El rey Tiberius apareció por fin acompañado de la amante de turno. Era una mujer muy bella, desde luego, pero solo tenía diecisiete años, seguramente si el rey no se hubiera fijado en ella, se habría casado con el hombre más rico del reino, habría formado una familia y nunca le habría faltado de nada.

Excepto, quizá, amor y fidelidad.

Pero ahora ningún hombre querría estar con ella, ni siquiera el más humilde de los sirvientes. Cuando el rey se aburriera de ella, cosa que haría, nadie querría correr el peligro de ofenderlo intentando conquistar lo que él había considerado indeseable.

El monarca parecía preocupado. Se sentó al frente de la mesa y ordenó a la joven que se sentara a su izquierda, en el lugar de la reina. Josephina respiró hondo. La reina Penelope estaba al corriente de las aventuras de su esposo, por supuesto, todo el mundo lo sabía; en público hacía como si no le preocupara, pero en privado, cuando solo Josephina podía verla, montaba en cólera.

–... no entiendo por qué nos ataca un ejército de fénix –decía el rey–. ¿De verdad quieren empezar otra guerra? Tienen mucha fuerza bruta, pero no cuentan con suficientes hombres.

No, no, no. Si los fénix estaban allí, era por ella. Y si su padre se enteraba del motivo del ataque, desplegaría su furia contra ella.

El temor la hizo echarse a temblar, lo que provocó que derramara un poco de zumo.

Tiberius le lanzó una mirada de reproche.

–No tienes nada que temer, querida –continuó diciendo él, acariciándole la mano a su amante–. Esos soldados estarán muertos antes de que acabe el día y enviaremos sus cabezas a sus familias.

–Gracias, majestad –respondió la muchacha suavemente, sin levantar la mirada–. Eres tan fuerte, completamente invencible.

Justo entonces entró Kane y Josephina volvió a temblar, pero esa vez por el recuerdo de su abrazo. Nunca lo había visto tan salvajemente bello como en ese instante, con la luz del sol acariciándole la piel. Los dos guardias se quedaron junto a la puerta. Él recorrió la habitación con la mirada, sin duda percatándose de todos y cada uno de los detalles con un solo vistazo. Josephina sintió una profunda decepción al ver que su mirada apenas se detenía en ella.

«Buenos días a ti también», pensó, tratando de no sentir dolor.

–Señor Kane, es un placer que se una a nosotros –el rey lo invitó a sentarse a su derecha. En el lugar de Synda.

Kane se sentó de espaldas a Josephina, levantó la mano y chasqueó los dedos. ¿Estaba llamándola a ella?

Sí, eso era lo que estaba haciendo. «¡Lo voy a matar!».

Ella apretó los dientes y fue a servirle una copa de zumo. Cuando intentó alejarse, él la agarró de la muñeca y a punto estuvo de hacerle tirar la jarra.

–Tienes una marca en la cara –le dijo con ese tono de voz que ella ya reconocía como peligroso.

–Sí –se limitó a decir Josephina.

–¿De qué?

–De una mano.

–Me lo imagino. Pero, ¿de quién?

Josephina se pasó la lengua por los labios, ante la atenta mirada de Kane.

–No importa. Ya me he encargado yo.

Pero él le apretó aún más la muñeca.

–¿Quién ha sido?

–¿Para qué quieres saberlo?

–Para poder matarlo... o matarla.

Josephina no sentía la menor lealtad hacia el cocinero, pero no podía permitir que muriera alguien por una ofensa tan nimia. Así que guardó silencio.

Kane la soltó y clavó la mirada en el rey.

–Si alguien vuelve a hacerle daño, me aseguraré de que lo lamenten todos los habitantes de este palacio.

Tiberius se quedó sin habla por un momento, sorprendido por tamaña irreverencia.

–La admiración que siento por usted no lo salvará de la muerte, Señor Kane. Le aconsejo que tenga cuidado.

–¿Está buscando un enemigo que no puede permitirse? Porque está a punto de traspasar la línea –replicó Kane–. Tiene unos cuantos fénix corriendo por ahí y sus hombres no serán capaces de hacerles frente porque usted ha permitido que la indolencia se apodere de su ejército, dormido en los laureles de éxitos pasados.

–¡Cómo se atreve! Mi ejército es tan fuerte como lo ha sido siempre.

Kane esbozó una sonrisa, pero no precisamente de amabilidad.

–Si saliera ahí ahora mismo, podría matar a todos y cada uno de los hombres que tiene a sus órdenes sin siquiera romper a sudar. ¿Quiere que se lo demuestre?

¿Qué estaba haciendo? Josephina habría querido pegar un salto y protegerlo de las maldiciones y castigos que sin duda estaban a punto de caer sobre él, pero su bienestar ya no era asunto suyo, así que volvió a su lugar, junto a la pared.

Tiberius se puso en pie, apoyó las manos en la mesa y clavó la mirada en Kane sin disimular su furia.

–Un hombre muerto no puede demostrar nada.

Kane se puso también en pie, empeñado en no recular ante el poderoso rey de los fae, algo que muy pocos habían intentado y a lo que ninguno había sobrevivido.

–Tengo cierta experiencia con los fénix y sé que pasarán las próximas semanas jugando con sus hombres, evaluando su capacidad y su fuerza. Luego desaparecerán durante unas semanas y ustedes se relajarán. Será entonces cuando volverán para atacar con furia y quemarán el palacio con todos los que haya dentro.

El rey lo miró fijamente.

–Si es así, es su problema tanto como mío porque el baile de compromiso tendrá lugar dentro de ocho días y la boda se celebrará nueve días después de eso.

El tiempo suficiente para organizar el banquete, pero no tanto como para no poder ocultar los defectos de Synda.

«No puedo presenciar todo eso. No puedo». De ahora en adelante debía mantenerse alejada de él. Quizá debiera marcharse. Ya lo había hecho antes. Era cierto que no habían tardado en capturarla y en castigarla severamente, y que después había prometido no volver a correr semejante riesgo.

Ahora se daba cuenta de que había sido una promesa estúpida.

Leopold entró en el comedor seguido de cerca por Synda.

Tiberius y Kane volvieron a ocupar sus respectivos asientos.

–Buenos días, guerrero –la princesa intentó darle un beso en la mejilla, pero él se retiró para impedírselo.

Quizá no hubiera superado la aversión, después de todo.

–¿Qué haces? –le preguntó él bruscamente.

–Hacer que tu mañana sea aún mejor, es obvio –respondió ella como si nada.

Josephina sentía arcadas.

–La próxima vez espera a que te dé permiso.

La reina fue la última en llegar. Al ver a la amante del rey, se puso en tensión.

Josephina le sirvió el zumo con las manos temblorosas.

La reina tomó un trago y se lo escupió en los zapatos.

–¡Qué brebaje tan repugnante! ¡Cómo te atreves a estropearme el día con algo así!

–Le traeré otra cosa –murmuró Josephina, sonrojada.

–Quédate donde estás –rugió Kane–. El zumo está perfectamente.

Penelope miró al rey, esperando que la defendiera, pero Tiberius hizo un gesto a Josephina para que continuara con sus obligaciones.

La reina iba a hacérselo pagar muy caro a Josephina.

El temblor aumentó al acercarse a Leopold, que le puso la mano en la parte inferior de la espalda, abriendo bien los dedos para abarcar la mayor superficie posible, llegando incluso a las nalgas.

Ella intentó apartarse.

De pronto Kane soltó una retahíla de maldiciones y todas las miradas se clavaron en él.

Una simple mirada del guerrero bastó para que Leopold retirara la mano.

¿Qué había sido eso? Era imposible que Kane hubiera visto la mano de su hermano y, aunque lo hubiera hecho, no le habría importado, ¿verdad? Josephina se marchó a la cocina a buscar la comida sin comprender nada.

–Date prisa, vaga –le espetó el cocinero.

Ella le sacó la lengua antes de volver al comedor.

–... me llevas de compras? ¡Por favor! –estaba diciéndole Synda a Kane.

–Buena idea –intervino Tiberius, como si la pregunta hubiera ido dirigida a él.

–Josephina vendrá con nosotros –anunció Kane.

Le resultó extraño oírle decir su nombre. No le gustaba que la llamara Campanilla, pero al mismo tiempo le había tomado cariño al sobrenombre. Era algo especial, solo suyo. A Synda no le había buscado ningún otro nombre.

El rey abrió la boca para responder, probablemente para negarse, a juzgar por el feroz brillo de sus ojos, pero Synda se puso a aplaudir de alegría y dijo.

–Claro que puede venir. ¡Vamos a pasarlo de maravilla!

Tiberius no llegó a decir nada.

–¿Qué hay de los fénix? –intervino Leopold con evidente tensión–. Una mujer de sangre real no debería andar por ahí con ese peligro acechándonos.

–El rey me ha asegurado que sus hombres podrán hacer frente a los fénix. Además, las damas estarán conmigo –le recordó Kane–. Así que estarán a salvo.

Después de quedarse pensando unos segundos, Tiberius asintió.

–Leopold, tú irás con la pareja y te asegurarás de que no les pase nada al Señor Kane y a la princesa Synda.

Se había referido a la pareja, en lugar de a los tres, como si Josephina no contara.

La verdad era que no contaba.

El príncipe parecía dispuesto a protestar, pero después se lo debió de pensar mejor.

–Como quiera, majestad.

Kane esbozó una fría sonrisa.

–Hasta mañana entonces.

 

 

Kane pasó el resto del día investigando, hablando con todos los sirvientes que pudo encontrar. En cuanto se enteró de que había sido el cocinero el que había pegado a Campanilla, lo encerró en la cocina para que no pudiera escapar y lo golpeó hasta dejarlo sin sentido.

Después salió de allí silbando de satisfacción en busca de Campanilla.