Capítulo 19

 

Josephina salió de la sala del trono con lágrimas en los ojos. Kane quería pasar más tiempo con Synda, a quien se suponía que consideraba un mero instrumento para conseguir un objetivo. ¿Cuál sería ese objetivo exactamente? Él afirmaba que estaba allí para proteger a Josephina de... de acuerdo, cabía la posibilidad de que quisiera estar con la princesa por el bien de ella.

Quizá no debiera haber dejado que los celos se apoderasen de ella y la apartaran de Kane justo después de que él aceptara en su lugar un castigo tremendamente doloroso. Si había estado dispuesto a sufrir semejante dolor solo para evitárselo a ella, seguramente también sería capaz de casarse con Synda para protegerla.

De nuevo una bendición y una condena.

También era posible que en cierto modo deseara hacerlo. Después de todo, las Moiras le habían dicho que Synda podría ser la mujer para la que estaba predestinado.

De sus labios salió un sollozo. Kane era suyo. ¡Suyo! Y no quería compartirlo. Sus besos la habían transformado; habían hecho que anhelara el ardor, el dolor y la necesidad que solo él despertaba. Anhelaba... más.

De pronto sintió una mano que la agarraba del brazo y la obligaba a detenerse. Al darse la vuelta se encontró cara a cara con Leopold y la invadió el terror.

–¿Qué te ocurre? –le preguntó bruscamente al ver las lágrimas que aún mojaban sus mejillas–. Acabas de escapar de un duro castigo.

–Déjame, hermano –le pidió para recordarle quién era.

Pero no sirvió de nada.

–A mí me rechazas, pero por él lloras. Esa bestia poseída va a casarse con la princesa y a convertirte en su amante. Supongo que eres consciente de ello.

«No voy a ser la amante de nadie. Ni siquiera de Kane».

–¿Quién eres tú para juzgar a nadie?

El príncipe la observó durante unos segundos, buscando en su rostro alguna muestra de debilidad.

–Es evidente que seguirás deseándolo te diga lo que te diga yo –entonces la agarró y la llevó hasta la ventana que daba a los jardines–. Míralo. Intenta verlo como es realmente.

Kane y Synda estaban en el jardín que Josephina había cuidado con su madre en otro tiempo. Seguía llevando el torso descubierto, con la herida del pecho aún abierta. Lo vio agacharse a agarrar una piedra que luego tiró muy lejos. Synda echó a correr para recoger la piedra y volver a llevársela a Kane.

Él volvió a lanzarla y ella volvió a ir en su busca.

¿Por qué jugaba con Synda como si fuera un perro?

Ah... claro. Lo estaba haciendo por ella, que al darse cuenta esbozó una sonrisa que desapareció casi de inmediato porque aquel juego no cambiaba nada.

Leopold se colocó tras ella, apretándola contra el cristal. Josephina intentó alejarse, pero él se lo impidió con la presión de sus manos en las caderas. El miedo creció dentro de ella.

–Yo te trataré mejor de lo que nunca podría tratarte él –le susurró el príncipe.

–Suéltame, Leopold.

–No debería desearte –siguió hablando como si ella no hubiera dicho nada–. Si alguien lo supiera, se horrorizaría, pero es que cuando te miro, no puedo controlarme. No puede frenar el deseo.

–Tienes que hacerlo.

–¿Es que crees que no lo he intentado?

–Sigue intentándolo.

Leopold se echó a reír con amargura.

–No, ya estoy harto de intentarlo. No voy a seguir esperando. Tú eres lo único que necesito y sé que me comprendes como no podría hacerlo nadie. Te sientes sola, reconócelo; necesitas alguien en quien apoyarte y en quien puedas confiar, como yo. Sé que al final te decidirás a hacerme feliz, igual que yo te voy a hacer feliz a ti.

–¡No, no y no! –exclamó al tiempo que luchaba con más fuerza.

–Estate quieta. Solo quiero demostrarte cuánto puedes disfrutar.

A pesar de no tener la menor preparación, Josephina se dejó llevar por el instinto que la impulsó a darle un codazo en el estómago, un pisotón y un cabezazo en la barbilla. Pero Leopold era tan fuerte que ni se inmutó.

–Deja de resistirte –le susurró al tiempo que le besaba el cuello–. Acéptalo, va a ocurrir.

«No lo hagas. Por favor, no lo hagas».

Como si hubiera escuchado sus súplicas, Kane levantó la mirada justo en ese momento, la posó en la ventana y, al darse cuenta de lo que estaba pasando, la furia ensombreció su rostro. Echó a correr sin mirar atrás, tumbó de un puñetazo al guardia que los acompañaba y siguió corriendo hacia la puerta del palacio. La princesa intentó seguirlo, pero era demasiado rápido para ella, así que se detuvo a tomar aliento.

No parecía que Leopold se hubiese percatado de lo que había ocurrido en el jardín, pues seguía besándola y mordisqueándole la oreja.

–Te prometo que te va a gustar lo que te voy a hacer –dijo y le dio la vuelta.

Josephina apartó la cara cuando intentó besarla, intentó empujarlo, pero él la agarró de las muñecas y le bajó los brazos.

El pánico apenas la dejaba respirar, pero reunió fuerzas para levantar la pierna con la intención de pegarle una patada en la entrepierna. Por desgracia, Leopold se agachó ligeramente y lo único que consiguió fue rozarle las partes íntimas, lo que le hizo gemir de placer.

–¡No la toques! ¡No te atrevas a ponerle la mano encima nunca más! ¿Me has oído? –Kane le gritaba aquello entre puñetazo y puñetazo. La sangre salpicó las paredes y se oyeron huesos que se rompían. Un diente salió volando por los aires y aterrizó en el suelo–. No la toques a ella, no me toques a mí y no toques a nadie. ¿Comprendido?

Leopold ni siquiera pudo protegerse de los golpes porque había quedado inconsciente después del primero... o quizá estaba muerto.

Josephina no podía dejar de temblar.

–¡Kane!

Los golpes terminaron tan bruscamente como habían comenzado. Entonces Kane se dio media vuelta y la miró.

–¿Estás bien? –tenía los ojos completamente rojos y estaba jadeando.

Josephina asintió.

–Tienes que parar –a pesar de lo mucho que se había enfadado con él, no soportaba la idea de que Kane sufriera más dolor–. Cualquier agresión al príncipe será castigada con fuerza y tu única esclava de sangre...

–No. Eso jamás.

«Soy yo», terminó Josephina en silencio.

Kane fue hasta ella y le agarró el rostro con sus manos empapadas de sangre. Se sonrojó al darse cuenta de que la estaba manchando e intentó limpiarla con el uniforme.

–Lo siento –murmuró, avergonzado–. Ahora te he estropeado el vestido nuevo.

–No te preocupes, puedo...

–Lo he destrozado –insistió.

–De verdad, Kane, no pasa nada. No me importa el vestido.

–Te voy a comprar cien más. Serán más bonitos y suaves. Nada de uniformes. Ahora eres mía.

–Escúchame. Tienes que irte antes de que alguien vea lo que has hecho. ¿De acuerdo?

Kane la miró a los ojos, sumergiéndose en su mirada y lo que vio en ella hizo de algún modo que desapareciera el rojo de sus ojos y que se suavizara su gesto.

–No nos van a castigar a ninguno de los dos porque el príncipe no va a confesar a nadie lo que ha ocurrido. ¿Verdad? –le gritó al hombre que ahora se retorcía en el suelo, a punto de volver en sí–. Porque sabes que esto no ha sido más que una muestra de lo que puedo hacerte. Soy capaz de mucho más.

La única respuesta de Leopold fue un gemido de agonía.

Entonces se oyeron pasos que se acercaban y un segundo después apareció el guardia al que Kane había tumbado de un puñetazo. Al ver al príncipe en el suelo, se detuvo a sacar un arma.

Josephina se colocó delante de Kane para intentar protegerlo y dijo:

–Estaba así cuando lo encontramos.

–Se ha caído –afirmó Kane al mismo tiempo–. Llévalo a su dormitorio y llama al médico –le ordenó–. Cuando despierte, dígale al príncipe Leopold que tenga más cuidado la próxima vez porque el próximo accidente podría matarlo.

El guardia tragó saliva y asintió.

Kane agarró a Josephina en brazos y se la llevó de allí sin que ella protestara.

–Señor Kane –le dijo el guardia–, me parece que debo seguirlo.

–No es necesario. Voy a mi dormitorio.

Unos minutos después llegaron a la habitación y Kane fue directo al baño, donde la sentó a ella en el inodoro.

–Quédate ahí.

Josephina enarcó una ceja.

–¿Ahora me tratas a mí como a un perro?

Kane la miró con una sonrisa dulce, amable y quizá también algo triste.

–Seguramente sea mejor que la otra opción.

–¿Cuál es esa otra opción?

Apenas la miró antes de responder.

–Tratarte como a una amante.

El ardor que Leopold no había conseguido encender pese a sus esfuerzos surgió de inmediato con solo cinco palabras.

–Tengo que limpiarme toda esta sangre y no quiero perderte de vista –le explicó él–. Por eso te he pedido que te quedaras. Por favor.

Abrió el grifo de la ducha, se llevó las manos a la cinturilla del pantalón e hizo una pausa, como si estuviese decidiendo qué debía hacer. Finalmente respiró hondo y se bajó la prenda.

La belleza de su cuerpo la dejó sin respiración. Tenía las piernas largas y fuertes, cubiertas por una ligerísima capa de pelo. Sexy... perfecto.

Él no apartó la mirada de ella mientras se llevaba las manos a la ropa interior.

«Madre mía, al final voy a morir. Me va a dar un ataque al corazón, seguro».

–Dime, ¿por qué has mirado a la ventana? –«eso, habla como si no pasara nada. Puede que no sé dé cuenta de cómo lo miras».

Kane se paró a pensarlo un instante.

–Es curioso, pero he tenido la sensación de que un hilo invisible tirara de mí y me obligara a mirar.

–¿Alguna vez te había pasado algo parecido?

–No.

¿Acaso había entre ellos algún tipo de conexión?

Por fin se bajó la ropa interior.

«Vaya».

«Vaya, vaya».

Kane, guardián del Desastre, era absolutamente magnífico. Estaba bronceado y perfectamente esculpido de los pies a la cabeza. Las alas de la mariposa del tatuaje parecían más deshilachadas que antes, los extremos se acercaban más y más a... ahí.

«Ay, ay, ay».

Le ardían las mejillas y tenía la boca seca. No era un hombre, sino un guerrero. Hecho para la batalla, puro acero forjado a fuego. Con un poder que pocos conocían o alcanzarían a comprender.

–No sé si quiero saber lo que estás pensando –le dijo él con voz profunda.

Josephina se obligó a sí misma a levantar la mirada hasta sus ojos. El aire se cargó automáticamente con esa certeza de la que no conseguía escapar. Estaban los dos solos. Y él estaba desnudo.

«Deseo hacerle tantas cosas».

–No lo sé –respondió Josephina con un tono tan seductor que la sorprendió hasta ella–. ¿Quieres?

–Sería menos arriesgado que negara lo evidente –admitió con la mirada clavada en sus ojos.

Sus armas fueron cayendo al suelo una a una hasta dejar un montón de cuchillos, pistolas y estrellas ninja.

–Dame tu vestido. Voy a lavarlo.

–Yo...

De pronto estaba frente a ella y la obligó a ponerse en pie para bajarle la cremallera del vestido. Cuando Josephina quiso darse cuenta, ya le había bajado el vestido hasta la cintura y luego hasta los pies.

Estaba tan cerca y tan desnudo, que no podía controlar su propia excitación, ni los latidos de su corazón, ni los escalofríos que le recorrían la piel, pidiéndole más. Empezaron a temblarle las piernas. Su... su... su tatuaje era cada vez más grande porque una de las alas de la mariposa estaba dibujada sobre el...

«De verdad me voy a morir», pensó Josephina.

Creció y se hizo más ancha y más dura, y la dejó maravillada.

–Dios –gimió.

–Sal del vestido, preciosa.

«Sí».

Tuvo que apoyarse en él para no perder el equilibrio. El contacto con su cuerpo la dejó boquiabierta. Estaba tan caliente que casi quemaba y Josephina se dio cuenta de que le gustaba que la quemara. Tenía los brazos muy duros y sin embargo eran suaves como la seda.

Él la miró con la respiración tan agitada como la de ella. Con el mismo deseo y con muchas otras cosas que Josephina ni siquiera identificaba.

–Yo... tú... –susurró. «Haz algo».

Él parpadeó y meneó la cabeza. Después se dio media vuelta, se metió en la ducha y echó la cortina, privándola del paisaje. Josephina oyó un golpe, como si Kane se hubiera caído. También lo oyó maldecir.

–¿Kane?

–Sí, Campanilla.

–Gracias –no era eso lo que había pensado decir, pero por el momento tendría que bastar–. Por todo. Lo digo en serio.

Otro golpe, esa vez parecía haberle dado un puñetazo a la pared.

–No debería haberte dejado sola.

–Te recuerdo que fui yo la que salió huyendo –le dijo al notar el modo en que se estaba censurando a sí mismo–. Además, no puedes estar conmigo en todo momento.

–¿Te apuestas algo?

«No me tientes».

–Dime, ¿en cuántas luchas has participado?

–¿Es que no aparece en tus libros?

–No. Eres muy bueno.

–Tú también lo serás. Voy a entrenarte.

–¿De verdad?

–Claro.

–Si se entera algún hombre de aquí, se burlarán de ti.

–¿Por qué?

–Porque se supone que las mujeres no deben aprender a luchar y los hombres que las enseñan son condenados al ostracismo.

–Qué absurdo.

Totalmente de acuerdo. En el reino de los fae se suponía que los hombres eran los protectores de las mujeres, pero, tal y como había demostrado Leopold, a menudo la protección era relegada a un segundo lugar, por detrás de la codicia y el sexo.

–¿No te preocupa que te rechacen?

–Sería una bendición.

Josephina se quedó pensando unos segundos.

–Tengo que hacerte una pregunta.

–Adelante.

–¿De verdad vas a casarte con Synda? –en contra de lo que tenía planeado, su tono de voz denotó las ansias que tenía al respecto.

Y en lugar de responder, Kane se puso a silbar.

Quizá fuera respuesta suficiente.

Josephina sintió en el estómago un pozo de decepción, frustración y rabia. Estaba en lo cierto. No pensaba cambiar de planes, sintiese lo que sintiese.

–En días como estos me gustaría poder escribir a uno de esos consultorios de hogar. He manchado de sangre el vestido de mi chica –murmuró–. ¿Debería ponerle bicarbonato o vinagre?

«El vestido de mi chica», había dicho. Su chica.

«¡Ahhh! No puedes tener más de una, Kane». Habría deseado gritarle.

Cuando Kane cerró el grifo y salió de la ducha, Josephina se fijó en que no había vapor, ¿por qué? No pudo plantearse más preguntas porque el cerebro se le quedó paralizado al verlo de nuevo desnudo frente a sus ojos, solo que esa vez además brillaba. El pelo le goteaba sobre la cara y la marca del dragón del pecho ya no estaba roja, sino negra. Se enrolló una toalla a la cintura, lo que tapó la mariposa... y otras cosas.

Lo observó mientras tendía su vestido en la barra de las cortinas.

–Necesito algo que ponerme. Tengo que irme ya a cumplir con mis obligaciones –«y a alejarme de ti antes de que me olvide de que no me gusta compartir».

–Yo me encargaré de esas obligaciones. Tú te quedas aquí a descansar.

–No puedo quedarme aquí y tú no puedes hacer mis tareas.

–Estoy deseando ver cómo intentas impedírmelo. Será mejor que me hagas una lista de lo que tienes que hacer.

Muy bien. Los opulens se reirían de él y hasta los sirvientes harían bromas a su costa. Al menos serviría para poder estar un tiempo lejos de él, unos momentos de tranquilidad. Empezaba a detestar las emociones que despertaba en ella. Su intensidad.

Elaboró la larguísima lista mientras él se vestía y volvía a colocarse todas las armas. Después se acercó a ella, completamente vestido de negro con la ropa que le había proporcionado el rey y con un aspecto sencillamente exquisito a pesar de haberse tapado el cuerpo. Josephina le dio el papel.

–¿De verdad haces todo esto? –le preguntó después de leer la lista de tareas.

–Casi todos los días, sí.

Kane la leyó por segunda vez.

–Debería matar a tu padre y a tu hermano ahora mismo.

–¿Y pasar el resto de tu vida huyendo de los fae que te perseguirían eternamente?

–Eso no me preocupa –aseguró y parecía sincero.

–Pues debería. Sé que Tiberius te ha dado muchas libertades y probablemente pienses que todo mi pueblo es una ridiculez, pero aún no los has visto preparados para una venganza de sangre.

–Sigue sin preocuparme.

Josephina se puso las manos en las caderas y lo miró fijamente.

–Si los fae quieren matarte y no consiguen encontrarte, encontrarán a tus amigos más cercanos y los torturarán para obligarte a salir del escondite. Les dará igual que sean los famosos Señores del Inframundo.

–¿Y si ya estoy muerto?

–Entonces lo harán por diversión.