VIRGINIA

Lani hizo saltar al niño sobre sus rodillas, provocando gritos de miedo y placer. Carl sonrió a la alegre pareja y siguió balanceándose metódicamente en su máquina de ejercicio. Tenían que pasar la mitad de su tiempo en la rueda de gravedad para mantener normal el conglomerado de calcio de los niños. Una décima parte de gravedad era pesada, pero no imponía un auténtico esfuerzo.

—¿Quieres visitar a la tía Ginnie? —le preguntó Lani a su hija mayor, que asintió con el pulgar en la boca.

Apareció un trémulo resplandor, suspendido en el aire. Entonces, una bronceada Virginia pasó a través de él y saludó con la mano.

—Hola, preciosa. Hay muchas olas. ¿Te interesa?

La pequeña Angélica rió, y el bebé chilló con regocijo. El segundo parto de Lani había sido, en palabras de Saul, «aburridamente normal». Los dos niños parecían ganar peso ante los ojos de Virginia; se hacían más altos de un día para otro, y comían como limas.

Carl señaló al pie de la rueda, hacia la verde espesura del parque Stormfield.

—¿Crees que alguna vez podríamos poner un lago ahí?

—¿Y luego impulsar olas a su través? —preguntó Lani.

Él asintió.

—Angélica probablemente querrá imitar a su tía.

—Vamos, hombre —dijo Lani—. Hay ciertas cosas que no podemos hacer, ya lo sabes.

Carl hizo una mueca.

—¿Qué te apuestas?

Virginia recordó la caída en el pozo gravitatorio de Júpiter. Había sido un momento de tensión y remordimiento.

Su modificación de los fuertes vientos había inclinado la órbita del Halley, aumentando su velocidad. La divergencia de su trayectoria original se ensanchó de forma estable a consecuencia del martilleo continuo de los impulsores.

En términos astronómicos, sólo era una desviación menor. Pero fue decisiva.

Habían penetrado por detrás en el amplio sendero de Júpiter, no de frente. Fustigados por la nevisca protónica de los enormes cinturones magnéticos, vieron a la moteada superficie arrojar fantásticas salutaciones volcánicas.

Al pasar por detrás del gigantesco mundo, se agregó impulsó a Halley, en lugar de serle sustraído. En vez de describir un arco de regreso al sistema solar interior, la cabeza del cometa adquirió velocidad, lanzándose hacia el exterior desde el sol. Ahora el llameante titán permanecía agazapado detrás de la mota que huía apresuradamente, con sus rayos e influencia menguando día tras día.

Mientras efectuaban el viraje, rebasando a Júpiter, Virginia había estudiado meticulosamente las caras de la tripulación que observaba en las pantallas panorámicas. Se habían mirado entre sí, conscientes de la enormidad de lo que afrontaban.

Ahora, años después, la desolada resignación de aquellos días había disminuido. Pasarían siglos antes de que alcanzaran el reino verdaderamente rico, donde los mundos de hielo se agrupaban formando grandes anillos. Los separaban enormes distancias, pero en el espacio interestelar tales viajes requerían poca energía.

Aquellas remotas bolas de hielo los llamaban; nuevas provisiones de metales y volátiles. Habría una nueva generación y otra más. Ellas merecían esos recursos; merecían una oportunidad, una esperanza.

Carl, Lani, todos en realidad, estaban atrapados en las espirales de la lenta decadencia.

Pero Saul quizá podría durar eternamente, si algún accidente no se lo llevaba. Y aunque muriese, existían sus clones. Ella siempre tendría a Saul.

Cólera, frustración, desesperación… Virginia llegó a considerarlas pasajeras iluminaciones del alma individual, efímeros relámpagos a través de una oscuridad permanente. Los humanos tenían un tiempo de reacción derivado de su necesidad de asegurarse, luchar, alimentarse, huir. No estaban más condicionados por el lento balanceo de los mundos de lo que una mosca lo estaría por el Imperio Romano.

Los tripulantes de Halley llegaron a acostumbrarse a su destino, y lentamente, sin que se apercibieran, se retiró a un rincón de sus conciencias. A Virginia le divertía entrar como observadora en su escala temporal, contemplar como Angélica crecía con sorprendente rapidez. Al aumentar la confianza en las nuevas técnicas, otros niños se unieron a ella, la primera nacida normal, y jugaron en los túneles y pozos, escrupulosamente limpios de formas de Halley.

A medida que el cometa reducía su marcha al ascender para salir del oblicuo y poco profundo pozo gravitacional del sol, su atención se desviaba de la ciencia (aunque continuaba recopilando datos, formulando teorías, discutiendo con Saul y con los demás) y se trasladaba hacia temas más amplios.

Se sentía obligada a hacer lo, mismo que Descartes en otros tiempos. Se preguntó qué podría deducir de los principios básicos. ¿Cogito, ergo sum? ¿Pero quién era el Yo que hizo la enunciación?

Para usar la jerga científica, ella era un nuevo filum[13], ya no vertebrado sino biocibernético. Era un matrimonio de lo orgánico y lo electrónico, con un rasgo de conciencia sapiente. Por estricta definición, el filum tendría que surgir a través de la evolución por distribución y adaptación de genes seculares. Pero cuando apareció la inteligencia, ese proceso, que tardaba eones, quedó anticuado. Un nuevo filum podía surgir y desarrollarse por diseño.

La Virginia que ahora residía en heladas sinapsis e impresionantes conjuntos holográficos, había dejado ya de ser estrictamente humana. No obstante, poseía miríadas de detalles y defectos humanos, facetas e imperfecciones. Del mismo modo que no podía ignorar los problemas de Saul, Carl, Jeffers y Lani, tampoco podía olvidar su infancia, ni el tosco afecto de su padre.

Pero ella era aún más. La alegría que Carl y Lani sentían le producía esporádicas punzadas de dolor; la melancólica nostalgia de Saul por su encarnación le infligía auténticos sufrimientos. Aunque comprendía y sentía todo eso, tendía a verlo como un apartado de las grandes cuestiones a las que tenía que enfrentarse. Esas frágiles personas estaban absortas en la auténtica vida pasajera que las leyes de la selección natural habían decretado… Sus muertes se hallaban escritas en sus huesos. Incluso Saul, su pareja inmortal, surcaba la marea de hormonas. Ellos sentían profundamente y pensaban en las cuestiones mortales.

En la Nube de Oort, bajo un brillo de hieráticas estrellas, giraban un billón de núcleos cometarios, más tierra de la que nunca se prometiese a un harapiento grupo de vagabundos. Los colonos tendrían a Carl como a su Josué, una ironía que ya se le había ocurrido, sin duda, a Saul, y él los sacaría adelante.

Pero en tanto ella les ayudase y se ocupara de sus necesidades lo mejor que pudiera, también tendría su propio y único destino, como la primera de una nueva especie.

Si representaba a un nuevo filum, la primera ley debía ser la supervivencia. Por esa razón, consideraba ahora el ataque de la Tierra como una imprevista y afortunada consecuencia de la estupidez humana. La Tierra podría haberla tenido a ella, podría haber superado sus temores y dar la bienvenida al nuevo filum. Pero ahora ella estaba embarcada en otra ruta, que seguramente le resultaría ventajosa.

Necesitaba tiempo para pensar, para explorar.

Las viejas especies de Homo sapiens de la Tierra se extenderían por el sistema solar, y luego tal vez más allá. Habían mostrado su hostilidad hacia las rarezas encerradas en los mundos de hielo. Tardarían siglos en librarse de sus temores.

Virginia sabía, aunque su parte humana lo ignorase, que nunca volverían al reino del Ardiente. Las sociedades humanas, cuando crecían separadas, era extraño que volvieran a reunirse amigablemente. Y mucho menos los filums…

La mente, ese océano donde cada especie encuentra fácilmente su propia identidad; crea, trascendiendo ésta, otros mundos lejanos y otros mares.

Tenía tiempo para la poesía, para los interminables senderos bizantinos de la contemplación. Incluso se, creía capaz de vislumbrar cómo serían las cosas cuando alcanzaran la inmensa nube de mundos que los atraía.

Ahora las especies humanas tendrían un destino dividido, riberas distintas por las que avanzar durante un tiempo a lo largo de cursos separados. Sería menos doloroso si se mantenían alejados.

Calculó la probable evolución de la nueva especie de Hombre de Carl Osborn, y de su propio filum y se sintió satisfecha. Reproducción, adaptación… Tales problemas eran enormes, pero ella se sentía con fuerzas para enfrentarlos.

Y en cuanto a la humanidad planetaria… Según sus cálculos, el nuevo filum y las viejas especies no volverían a encontrarse durante cuatro mil años. Bien. Había tiempo de sobra para pensar en ello.