CARL
Las sucias láminas de hielo estaban moteadas y salpicadas, jaspeadas con los colores del arco iris, marcadas y erosionadas.
Carl Osborn giró su vaina de trabajo y descendió en ángulo hacia el núcleo de Halley. Eludió la línea del amanecer, afilada como una cuchilla de afeitar, dirigiéndose al polo norte, donde por fin su base empezaba a cobrar forma.
Ahora, la granulada superficie marrón y gris estaba cambiando rápidamente. Como ligeras y grandes hormigas, los mecánicos se movían sobre ella, preparando áreas de atraque y torres de anclaje. Las arañas taladraban agujeros en el hielo; sus interminables zzzzzzzztttts de microondas penetraban levemente en algunos de los canales de datos. Carl murmuró una rápida orden correctiva al comunicador de control de su traje, y la interferencia cesó.
El Pozo 3 estaba casi terminado, una amplia fosa como la cuenca vacía de un ojo. El primer grupo de cápsulas de sueño bajaría pronto por allí. Un kilómetro de hielo protector resguardaría a los durmientes del fatal aguijón de los rayos cósmicos y de las tormentas de aguanieve.
Surcos desordenados circundaban el pozo. Las células de descarga de combustible de los mecánicos habían horadado la costra del hielo. La maquinaria inservible yacía allí donde los operarios la habían dejado. Los derrames químicos se habían condensado en conglomerados verdes y amarillos. Vigas inútiles, cartuchos sónicos y chalecos de protección yacían por doquier. Lo que la humanidad ha de estudiar, pensó Carl irónicamente, primero lo ensucia.
Apenas visibles sobre el curvado horizonte, los oscuros paneles de contención de gas se perfilaban ahora a lo largo de la línea del amanecer. Constituían un experimento permanente; eran a prueba de corrientes de polvo de alta velocidad y estaban diseñados para generar electricidad a partir de la luz solar. Sus sombras reducían la salida de gas de un octavo de la superficie del núcleo de Halley, introduciendo una asimetría. La posición de los paneles podía modificarse, para que acumulasen calor, incrementando la gasificación en el lado nocturno del núcleo. El efecto red era un empuje leve y persistente que, a su debido tiempo, podía alterar la órbita del cometa.
O así se decía. Para Carl los grandes paneles oscuros habían supuesto una semana completa de tediosa labor. Eran delicados en extremo para permitir que los mecánicos hicieran otra cosa que sostenerlos en su sitio, mientras Lani Nguyen, Jeffers y él los acoplaban a los brazos-robot que los harían girar. Los astroingenieros estaban aún manipulando los artilugios, recogiendo datos para analizarlos durante el largo periplo.
Resultaba difícil distinguir lo que era un experimento deliberado de los desperdicios del día anterior. Se preguntó en qué basurero podía convertirse el núcleo de Halley. En cerca de ochenta años podían ensuciar por completo incluso una extensión de hielo semejante.
Carl pudo distinguir una delgada raya negra que surgía de la sombra en la línea del amanecer: el cable polar. Circundaba todo el núcleo de Halley, de polo a polo, y se unía al cable ecuatorial en perfecto ángulo recto, aunque con varios metros de separación, por motivos de seguridad. Los rieles proporcionaban veloces caminos para rodear la superficie. No obstante, Carl rara vez los usaba. Le complacía liberarse del hielo desolado, nadar en la serena negrura por encima de todo.
Entre él y el mundo de hielo de lenta rotación, cuya forma recordaba la de una patata, se encontraba el enjambre de mecánicos de cuya supervisión se ocupaba. Insertaba instrucciones en la consola de su regazo, murmurando automáticamente frases codificadas, haciendo que los distantes puntos se ocuparan de su trabajo: un enorme cilindro naranja. Su bruñido lustre reflejaba, centelleando, la luz del sol.
—Canal D a Osborn. Realmente bonito, ¿eh? —emitió Jeffers desde abajo.
—Hombre…
Un color espantoso, pensó él. Y es el revestimiento del corredor interno. Tendremos que contemplarlo durante setenta años.
Los mecánicos descendieron más, angulando el cilindro hacia el Pozo 3, siguiendo sus instrucciones. El núcleo de Halley giraba cada cincuenta y dos horas, a una velocidad que permitía hacer los reajustes necesarios cuando se aproximaban. El gas sublimado se alzaba aún de varias zonas activas, denominadas regiones «Sekanina-Larson» por los científicos, enturbiando la visibilidad y creando el riesgo de polvo a alta velocidad. La fina niebla desdibujaba las imágenes a esa distancia (según su panel de control, 8'3 kilómetros), y dificultaba el uso de su programa automático de alineamiento.
Contaba con apoyo en el Edmund, en caso de error. Muy bien, en teoría. Pero hasta que no tuviera a alguien en línea, los mecánicos podrían intentar embutir el cilindro en una colina de hielo. A pesar de la ferviente fe de Virginia, los computadores tenían su límite. A partir de ahí, debías supervisar.
—Introducidlo despacio —emitió.
—Parece un poco desviado hacia arriba. Dos puntos demasiado alto a lo largo del eje —replicó Jeffers.
Carl miró hacia abajo, calibró de nuevo, y advirtió que Jeffers tenía razón.
—¡Maldita sea!
—¿Estás bien?
—Sí. Mantén encendidos esos faros.
Los cuatro alineadores láser destacaban nítidamente el Pozo 3, y Carl puso a los mecánicos en configuración usando las brillantes referencias. Un toque de delta V, una torsión compensadora. Su panel aprobó el desplazamiento. Bien. Pero ahora el hielo irregular estaba perfilándose deprisa, y…
La gravedad. Se había olvidado de la maldita gravedad. El núcleo de Halley tenía sólo una diezmilésima de la atracción de la Tierra…, pero en su descenso de media hora desde el carguero de vela solar, el ímpetu había aumentado…, lenta aunque constantemente… Insertó una corrección, observando las ondulantes ecuaciones deslizarse por su panel.
Destellaron luces rojas.
—Estoy frenando —emitió; y activó los retros de los mecánicos.
Maldita gravedad, de todas formas. Carl había estado en Encke, trabajando durante semanas en torno al rocoso núcleo del cometa. Había sido como cualquier tarea en el espacio profundo, a veces casi un vals, suave y seguro, y un calvario de tedio y sudor en los momentos decisivos. En el fondo, sin embargo, resultaba fácil siempre y cuando vigilases que tus vectores cuadraran, no empujaras nada excepto en el centro de su masa y trabajases con total y absoluta seguridad, conservando la calma y el control.
Pero Encke era un enano. Una vieja ciruela pasa de cometa, abrasado por su larga estancia en el sistema solar interior. Halley tenía mucha más cantidad de masa, hielo en su mayor parte. En la superficie nunca se notaba la leve atracción, pero entrando de esta forma, tomándote tu tiempo para apuntar cuidadosamente, esa diezmilésima de gravedad podía aumentar.
Los chorros azules de los mecánicos se desplegaron contra el fondo de hielo, aminorando la carga. Carl comprendió de pronto que no era suficiente. El pesado cilindro de cien metros de longitud estaba entrando con demasiada rapidez.
Ordenó al mecánico orientado hacia la compuerta que girase y se lanzara a toda potencia. La unidad dio la vuelta, puso en ignición su reserva.
—¿Qué demonios estás…? —comenzó Jeffers.
—¡Despeja el pozo!
—¿Qué…?
—¡Despéjalo!
El procedimiento habitual era depositar la carga a unos cincuenta metros de distancia, para después introducirla. Su tablero indicaba que eso era imposible. Su instinto le sugería que intentase otro procedimiento.
Propulsó hacia abajo, casi hasta tocar la parte superior del cilindro. Un roce del mecánico del nivel inferior, a estribor, dos rápidas torsiones aquí, una sacudida lateral para alinearlo.
Una flecha procedente de lo alto, dirigida a un rugoso círculo negro.
El cilindro naranja golpeó el borde del Pozo 3, perdió impulso, arrancó un trozo de hielo, y se introdujo, esparciendo copos de nieve en el espacio.
En el centro de la diana, se alegró al desaparecer el cilindro por el agujero.
Jeffers gritó:
—¡Eh!, ¿qué es eso?
—Se me escapó de las manos.
—¡Demonios! ¡Vaya, sí lo ha hecho! Te estás pavoneando, eso es todo…
Carl orientó sus propulsores y aterrizó sin dificultad, de pie.
—¡No lo pretendo! No, simplemente hice una corrección en el último minuto. Supuse que sería mejor intentarlo de un solo golpe, que consumir combustible desacelerando. En especial porque no había forma de detenerlo.
Jeffers sacudió la cabeza, exasperado.
—Exhibicionismo —insistió, y fue a comprobar si había desperfectos en el material.
No había ninguno. Liso y a prueba de desgarros, el hilo de fibra podía retorcerse en torno a bordes afilados, lo cual lo hacía inmejorable para revestir los serpenteantes túneles del interior del núcleo de Halley.
Los quince miembros del grupo de instalaciones de soporte vital tenían diez días para perforar una zona de la región del polo norte, revestir pozos y túneles con aislamiento hermético a presión, y después llenarla de aire. No había tiempo suficiente. Y durante este lapso, los científicos recién despertados a bordo del Edmund estarían impacientándose.
Incluso con ciento doce mecánicos iba a ser una dura tarea. Había sólo las manos precisas para guiarlos. La expedición total constaba en aquellos momentos de sesenta y siete miembros «vivos». Casi trescientos más yacían en las cápsulas de sueño, la temperatura de sus cuerpos suspendida a un grado por encima de la congelación.
Sobre sus cabezas, los largos y delgados remolcadores aguardaban con su carga humana. Sus frágiles e inmensas velas solares estaban ahora recogidas, fuera de uso durante los siguientes setenta años. Junto al Edmund, que parecía una ballena, los plateados Sekanina, Delsemme y Whipple tenían el aspecto de pacientes barracudas.
Todavía sin noticias del Newburn, pensó Carl. ¿Cómo puede haberse perdido?
—¿Estáis bien, muchachos? —La clara y tintineante voz de Lani Nguyen provino de alguna parte.
Carl miró a su alrededor y descubrió un punto que crecía en el cable polar. Con una mano se aferraba al asidero mientras saludaba con la otra, como un pájaro que se deslizara sobre la tierra agitando sólo un ala.
—Sí, muy bien —emitió Jeffers.
—Creí que teníais algún problema…
Lani se soltó del cable y enfiló hacia ellos, describiendo un hábil círculo para desplazar su centro de gravedad, y evitar recoger alguna rotación del impulsor a chorro. Es buena, pensó Carl. Muy buena. Su delicada ligereza contradecía a su cuerpo de firme musculatura. Pero ¿por qué viene a comprobar un fallo menor?
—Nada de importancia—respondió él.
—Bueno, he terminado. Voy de camino al interior. —Aterrizó a diez metros de distancia, con felina agilidad, levantando sólo una nubécula de polvo—. ¿Queréis tomaros un respiro?
—No podemos —repuso Jeffers—. Tenemos que examinar el tubo, comprobar si se desarrolla correctamente.
Lani miró a Carl.
—Eso es simple rutina. Dos no serán necesarios.
—Cruz nos tiene agobiados con la seguridad —dijo Carl.
Ella lo estudió a través de los cascos empañados por el polvo.
—¿De veras? Debías salir del turno.
—Eh, yo no trabajo solo, señorita —dijo Jeffers, de buen humor pero con firmeza.
Ella se encogió de hombros.
—De acuerdo. Sólo quería un momento de charla. Voy un poco por delante del horario.
—Nos vemos esta noche, pues. —Jeffers le lanzó una mirada apreciativa, pero ella no pareció darse cuenta.
—Bien —le dijo a Carl—. Esta noche.
Se elevó con elegancia, en dirección al pozo principal.
—No me importaría en absoluto —dijo Jeffers soñadoramente por un canal cerrado del comunicador. Carl lo ignoró—. Tendremos que pensar en formar parejas muy pronto.
—Serás un carámbano dentro de un mes.
—El hombre debe hacer planes por anticipado.
—¿Crees que puedes hacerle compartir un turno contigo? —respondió Carl.
—Es posible. Más adelante estaremos solos y fríos.
Carl se rió.
—Tu concepto de la seducción son seis cervezas y un juego de apuestas. Ella no es tu tipo.
—La necesidad da lugar a curiosos compañeros de cama, ¿no es eso lo que dijo Shakespeare?
—No cejes en la dura labor, es el traje que te favorece.
Empujó amistosamente a Jeffers hacia la entrada del pozo.
—No se puede culpar a un hombre por intentarlo.
—Vamos.
Hicieron volar a los mecánicos por delante de ellos, descendiendo a través del centro hueco del cilindro naranja, soltando grapas de sujeción a su paso. El tubo de tela de fibra se desenrolló, articulándose en láminas a lo largo del eje original. Cada dos minutos se desalojaba del cilindro un segmento de cien metros, cuyos extremos eran automáticamente sellados a presión, y empezaba a expulsar otro, cada uno un poco más estrecho que el anterior. A Carl le parecía un vistoso gusano que se regeneraba continuamente a sí mismo, al mismo tiempo que se enterraba en una manzana.
Los túneles laterales requerían más cuidado. Los mecánicos abrían agujeros para las intersecciones, los sellaban mediante soldadura, y desplegaban los extractores de tubos más pequeños. Carl y Jeffers tenían que alojarlos en sus posiciones, acoplar y desacoplar, comprobar junturas y sellados y cerciorarse de que nada se trabara en un saliente de roca o de hielo afilado. En los túneles se desprendían pedazos de conglomerado cometario helado (en ocasiones los mecánicos eran torpes), y flotaban libremente por los oscuros espacios, dispersando halos multicolores alrededor de las linternas reflectoras que llevaban los hombres. Era una tarea monótona, meticulosa y pesada, incluso en gravedad casi cero.
Hicieron una pausa para comer en un sector de túnel llenado recientemente de aire. Abrieron sus cascos y se sujetaron a una pared, disfrutando de la libertad a pesar de que el aire frío y de acre olor les escocía en la nariz.
—¿Crees que te acostumbrarás a esto alguna vez? —preguntó Jeffers, masticando metódicamente una tableta autotérmica—. A vivir aquí.
Carl se encogió de hombros.
—Claro. La rueda de ejercicios y de estimulación eléctrica se ocuparán de la baja gravedad, dicen los médicos.
—¿Vas a confiar en ellos ochenta años? —La cara enjuta de Jeffers parecía la más adecuada para una expresión de escepticismo: la boca caída hacia una puntiaguda barbilla, ojos entornados y burlones—. De todas formas, me refería a todo el hielo que te rodea. ¿Sientes lo frío que es? Incluso con todo este aislamiento y nuestros calentadores de traje funcionando a plena potencia.
—Se calentará. Recuerda que acabamos de colocar más de un metro de aislamiento alrededor de esto.
—Va a ser un laaaargo invierno. —Jeffers hizo una mueca.
Pronto estaría nadando beatíficamente en las cápsulas, y era obvio que la idea le satisfacía. Había permanecido despierto durante el vuelo de partida. Había resultado tedioso, y ahora el trabajo era duro y arriesgado. Estaba contento de que otros lo relevasen. La primera guardia.
Sin embargo, Carl no podía entender la actitud del hombre.
—Hay ciertos riesgos en las cámaras, ya lo sabes. Errores del sistema…
—Lo sé, lo sé. Mi bioquímica puede alterarse de alguna forma no prevista por los expertos. O quizá los que estéis de guardia apretéis un botón equivocado, me cortéis la energía y las defensas fallen. O que nos embista un asteroide. —Esbozó otra mueca—. Sin embargo, es un viaje de ida a lo largo de más de un par de décadas.
Carl frunció el ceño.
—¿Y…?
—Y yo estaré dormido durante la parte más tediosa, acumulando la paga de la Tierra. —Las delgadas facciones de Jeffers se torcieron en un gesto sardónico—. Cultivar un cometa en el sistema exterior, eso será divertido. Pero puedo librarme del politiqueo circundante.
—¿A qué te refieres?
—Vamos, tú también eres un percell. Ya sabes cómo se ha organizado toda esta expedición.
—Uh… ¿Cómo?
—¡Los ortos! Lo están dirigiendo todo. —Jeffers contó los nombres con los dedos—. Cruz, después Oakes, Matsudo, D'Amaria, Ould-Harrad, Quiverian. El cabeza de cada sección es un orto.
—¿Y qué?
—Que ellos piensan que somos monstruos.
—Oh, vamos.
—¡Es cierto! Fíjate en el modo que los ortos tratan a nuestra gente en la Tierra. ¿Crees que los de aquí son diferentes?
—No son como esa chusma que incendió el centro de Chile la semana pasada, si te refieres a esto. Sí, leí lo ocurrido allí, y en otros lugares. Es uno de los motivos que me indujo a trabajar en el espacio, lo mismo que a ti.
—El espacio no es diferente.
—Claro que lo es. Estos ort…, estas personas saben que en realidad son iguales a nosotros.
—Pero no lo son —repuso Jeffers, triunfante.
Carl sonrió sin alegría.
—¿Quién tiene prejuicios ahora?
—Demonios, tú sabes que no somos iguales que ellos. —Jeffers se inclinó hacia delante, hablando con seriedad—. Nuestros cuerpos son mejores, eso está claro. Y también somos más rápidos. Los tests lo demuestran.
—Maldito si lo hacen.
—No se pueden negar las estadísticas.
Carl masculló irritado:
—Mira, éramos niños prodigio cuando estábamos creciendo, antes de que la gente se volviera contra nosotros. Todos los percells lo éramos. ¿Te acuerdas de las becas? ¿De la atención especial?
—Lo merecíamos. Éramos inteligentes.
Carl sacudió la cabeza.
—Nos volvimos inteligentes, gracias al tratamiento preferente.
—No. Siempre he sido más listo que el orto medio, aun cuando no me moleste en hablar verdaderamente bien.
—Y lo eres. Pero no eres mejor que personas como el capitán Cruz o la doctora Oakes. —Carl se puso de pie demasiado aprisa y sus sujeciones de velero se desprendieron del hilo de fibra. Salió disparado por el túnel y se golpeó la cabeza contra el techo.
—¡Maldita sea!
Jeffers rió con disimulo pero no dijo nada. Carl se frotó la cabeza mientras retrocedía en el aire; no quería mostrar abiertamente su irritación. Jeffers era como tantos y tantos percells, sumergido en un sentimiento de persecución, ahondando en cada ofensa imaginaria como en una herida infectada. Discutir con ellos sólo servía para irritarlos.
—Abre los ojos —insistió su amigo—. ¿Quiénes hacen los trabajos peligrosos como el nuestro? ¡Los percells!
—Porque muchos de nosotros estamos entrenados para la gravedad cero. Nos dieron becas para que lo consiguiéramos.
—¿Entonces por qué no ponen a un percell a cargo de todas las operaciones manuales?
—Bueno…, no somos lo bastante viejos todavía. Ningún percell tiene tanta experiencia como Cruz o Ould-Harrad o…
—¡Vaya, hombre! Fíjate en quién está haciendo los experimentos de desgasificación y desarrollando cápsulas de sueño de larga duración. Todos ortos.
—¿Qué prueba eso?
—¡Ahí es dónde estará el auténtico dinero! Aprende a gobernar cometas valiéndote de su propia evaporación, demuestra que puedes dormir y trabajar en turnos de una década, y podrás vender tu talento en cualquier parte del sistema.
Carl no pudo evitar la risa. Estaba claro que Jeffers tenía visión de futuro.
—Vamos, esto es…
—¿Y qué hay de la Sección Química? Si encontramos aquí algo la mitad de valioso que el enkon, ya sabes quién lo descubrirá. Y todos ellos también son ortos, excepto Peters.
—Todos firmamos acuerdos de patente. Todos sacaremos una tajada de cualquier técnica descubierta, después de recuperar los gastos fundamentales.
La cara de Jeffers se crispó en una agria mueca sardónica.
—Los ortos encontrarán algún truco contra eso.
Carl sintió tambalearse sus propias convicciones. ¿Y si tiene razón? Pero luego descartó la idea.
—Mira, quítatelo de la cabeza. No podemos continuar aquí arriba con las estúpidas rencillas de la Tierra.
—No somos nosotros. Son ellos.
Exasperado, Carl metió los restos del almuerzo en su mochila.
—Vámonos. Prefiero trabajar a discutir.
Sin embargo, cuando aquella noche entró en el bar, buscando a Virginia, estaba preocupado. Ella era una percell razonable y podría comprender lo que a él le costaba admitir tras la conversación de aquella tarde: que, en parte, estaba de acuerdo con las acusaciones de Jeffers. Era el tono del hombre, su manera radical de exponerlas, lo que hacía retroceder a Carl.
Cogió una bebida, se volvió para irse y vio el rótulo, Pato o Urogallo, justo a tiempo de acordarse. Se agachó y entró en la sala. La primera semana a bordo, él y otros percells se habían golpeado la frente con la jamba de la puerta una docena de veces; los diseñadores del Edmund debían haber pensado que sólo los ortos hacían vida social.
Lani Nguyen le interceptó junto al sonriente busto de tungsteno del propio Edmund Halley.
—Ah, por fin apareces.
A primera vista, por su esbeltez y aire eficiente, se definía como una astronauta de pies a cabeza. Finos músculos se destacaban en sus desnudos brazos color almendra, pero lucía un vestido azul drapeado que oscilaba en la leve seudo-gravedad con graciosa y moderada independencia. A Carl le gustaba el efecto del brillante traje rezagándose tras sus delicados y precisos movimientos.
—Uh, sí, tuvimos algunos problemas con la articulación del túnel. —Sonrió cordialmente, pero trató de inspeccionar la sala con disimulo.
El doctor Akio Matsudo estaba sumido en una conversación con el teniente coronel Ould-Harrad, el jefe, de Operaciones Manuales. A través de la compuerta panorámica, el núcleo de Halley resplandecía y flotaba al girar la rueda de gravedad. El capitán Cruz permanecía firme como un mástil contra el fondo estrellado, dominando la estancia, rodeado por el habitual grupo de damas hipnotizadas.
¿Dónde estaría Virginia?
—¿Cómo? —preguntó Lani con una sonrisa distante, similar a la mueca de Buda de la escultura que estaba tras ella—. Eso debería ser automático.
Carl parpadeó.
—Uh…, nos metimos en una zona rocosa.
—Yo, cuando tengo que hacer ese trabajo, acostumbro a enviar por delante a un mecánico para que cercene las rocas con una cortadora. Entonces…
Jeffers surgió de la nada y Carl recurrió a él.
—Mejor que se lo cuentes a este muchacho, es el hombre clave de nuestro equipo. Yo me voy a dar una vuelta… —Y se alejó, libre, antes de que la sorprendida Lani pudiera volverse para protestar.
Demos una oportunidad a Jeffers, pensó Carl. Se la merece. Es un poco injusto para Lani, tal vez, pero lo primero es lo primero. Veamos, ella debería de haber terminado su turno.
Pasó ante la gente que rodeaba al capitán Cruz y se detuvo impulsivamente. Se introdujo en el grupo. Cruz siempre hablaba con todos, sin ignorar a nadie, y le sonrió.
—¿Cómo van las cosas por ahí abajo, Osborn?
A Carl le asombró que se dirigiese a él de forma directa. No pretendía otra cosa que escuchar.
—Uh, bastante difíciles, señor, pero podemos manejarlas.
—Ya vi la exitosa estratagema del Pozo 3. —Cruz alzó un poco las cejas y su mirada recorrió todo el círculo. A pesar de ser un orto, un ser humano natural, era tan alto como la mayoría de los percells.
Carl sintió que su cara se encendía. Tenía que decir algo, pero ¿qué?
—Bueno, supongo que yo…
—¡Magnífico! ¡Una diana perfecta! Me dieron ganas de aplaudir. —El comandante rió entre dientes.
Carl estaba atónito.
—Bien…, yo…
—Es bueno ver un poco de audacia —dijo Cruz cordialmente.
Carl se preguntó: ¿Sabe que fue un error?
—Bueno, tenemos un programa que cumplir —contestó Carl fríamente.
—También nosotros. Sólo desearía que las otras subsecciones se movieran con tanto brío como la suya.
Carl se preguntó si eso no sería una ironía velada. Pero Cruz levantó su vaso de bourbon en un brindis y, para sorpresa de Carl, todos lo imitaron. Carl ocultó su confusión tomando un sorbo, observando a los presentes en busca de signos de regocijo. Pues no; lo tomaban en serio. Sintió un súbito deleite. No podía negar que había errado la maniobra, pero rectificó con oportunidad. Eso era lo que le importaba al capitán.
Cruz captó la mirada de Carl y entre ambos se produjo un instantáneo destello de comprensión. Sabe que metí la pata. Pero valora la iniciativa por encima de la precaución. ¿Por qué? Carl había intentado cumplir bien con su deber durante el vuelo de partida del Edmund, pero hasta aquel momento el capitán Cruz nunca le había prestado más que una cortés y distante atención,
Eso es… Kato y Umolanda. No quiere que la gente se acobarde. Sabe que fue el equipo defectuoso y la simple mala suerte lo que les mató, mucho más que la falta de cuidado.
—Cumpliremos el plazo previsto —dijo Carl, con firmeza.
Cruz asintió.
—Bien. —Con ejercitado tacto, el capitán desvió su atención hacia una oficial de comunicaciones, que se encontraba cerca—. Las nuevas antenas de microondas funcionan según el plan establecido, ¿verdad? ¿Hay algún problema para captar las señales a través de la cola de plasma?
—Sí, alguno.
—¿Cuándo podremos desplegar un radar de microondas para buscar al Newburn?
—Mañana le tendré preparado un cálculo aproximado, señor.
Carl escuchó la forma amistosa y abierta con que Cruz extraía información de la mujer, la comentaba, hacía pequeñas bromas que provocaban la risa de los congregados. Esto es saber mandar, pensó Carl. Está en contacto con todos y nunca parece preocupado. Me pregunto si aprenderé el truco alguna vez.
Le hubiera gustado quedarse más tiempo, pero deseaba encontrar a Virginia. La localizó en un bullicioso grupo multicolor de hawaianos. Su vestido era un destello azul que sugería sin revelar. El semiautónomo estado de Hawai había financiado el veinte por ciento del coste de la expedición. Como la auténtica capital de la comunidad económica panpacífica, invertía cuantiosamente en el espacio. Sus representantes daban un aire jovial a la mayoría de los trabajos de la nave.
Esperó a que se produjera una pausa en la conversación, atrajo la mirada de Virginia y se separó con ella de los demás. Rápidamente, le repitió las quejas de Jeffers.
—¿Crees que puede estar en lo cierto? —preguntó.
—¿Te refieres a si los ortos intentarán sacar lo que puedan? —Ella sonrió especulativamente—. Claro. Ésta no es una operación de caridad.
—Yo no vine tan sólo para hacer dinero. —Carl se echó atrás, cruzando los brazos. Sabía que tal vez fuera más inteligente adoptar una actitud civilizada, incluso un poco cínica, o por lo menos esto era lo que pensaba que atraía a la mayor parte de las mujeres de la Tierra. Pero, de todas formas, su auténtica personalidad siempre afloraba.
—¿Ofendido? —Virginia sonrió, sus carnosos labios se separaron para revelar unos dientes de asombroso brillo—. No seas tan íntegro. Hasta los idealistas tienen que comer.
—¿Firmaste algún discreto contrato en la Tierra?
Virginia arrugó el ceño.
—Por supuesto que no. Mira, siempre habrá rumores de que fulano saca una jugosa porción extra por filtrar conocimientos. Quién sabe; puede que alguien transmita cosas antes de que regresemos, con un buen fajo aguardándole en una cuenta suiza.
—No me sorprendería. Con cuatrocientas personas haciendo turnos de vigilancia permanentes durante setenta años, habrá muchas oportunidades para trampear.
Virginia agitó su esférica copa de piña colada con una pajita rosa. A Carl, los festivos colores de la sala le parecían fuera de lugar, teniendo en cuenta que el gélido acero y el vacío se hallaban tan sólo a unos metros de distancia. Los psicólogos probablemente pensaron que las tropicales manchas de ámbar, verde y oro alejarían a la gente de la cruda realidad, pero en él no surtían efecto.
—Hay un viejo refrán —dijo Virginia lentamente—: Los hombres normales eligen a sus amigos, pero un genio elige a sus enemigos.
Carl hizo un gesto.
—¿Qué significa?
—Los ortos dirigen esta expedición, es evidente. Si creamos fricciones, pueden formar un bloque para complicarnos la vida.
Él reflexionó durante un momento.
—De acuerdo. Concedido. Aunque eso no cambia mis inquietudes.
Virginia asintió.
—Ah, sí. Estadio Tres.
Carl sabía que ella consideraba sus opiniones demasiado simplistas, una aceptación excesiva de las doctrinas de las colonias de Tierra Cercana. Sin embargo, no entendía cómo ella podía estar en desacuerdo.
Un siglo de esfuerzos le había aportado por último a la humanidad la tecnología para explotar el sistema solar, un transporte eficiente, minería mecanizada y la producción en masa de biosferas integradas artificialmente, de cualquier tamaño que se precisara.
Ahora era el momento de trasladarse, argüían los colonizadores.
Los satélites no tripulados habían sido la primera fase de la explotación espacial, el Estadio Uno. En una época tan distante como 1980, la gente había hecho billones con los satélites de comunicaciones. Se salvaron vidas con los satélites meteorológicos.
Las factorías espaciales automatizadas que utilizaban materiales lunares, habían sido la siguiente etapa, el Estadio Dos.
Cada Estadio había sido escalado por unos pocos que vieron los beneficios con anticipación, y corrieron riesgos por esta presciencia. El Estadio Dos casi había fracasado; después se convirtió en un estruendoso milagro económico, que ayudó a sacar al mundo del Siglo Infernal.
Cada ascenso parecía provocar un recelo centrado en la Tierra. Primero, que la inversión podía ser un desastre; después, que el lugar de nacimiento de la humanidad se estaba relegando a un segundo término. Esto se veía agravado por los interminables problemas sociales de la Tierra, males que las colonias espaciales, por diseño, no compartían. Las leyes de Nacimiento e Infancia, que dictaminaban que cada niño nacido en el espacio debía pasar al menos sus primeros cinco años en la Tierra, eran la expresión legal de un miedo subyacente.
El Estadio Tres era un sueño, una cuestión política, una llaga económica, todo refundido en un solo bloque. Pero las grandes colonias rotatorias eran ahora factibles. Los colonizadores contemplaban ahora las leyes de Nacimiento e Infancia como símbolos de la protección materna, que ellos habían superado largo tiempo atrás. Querían explotar los asteroides rocosos y las lunas, pero también necesitaban volátiles, para los propulsores y las biosferas. Incluso habían fundado una pequeña mina de hielo en Ganímedes, pero no había resultado productiva.
Algunos veían los cometas como la clave, y creían fervientemente que los humanos podrían dispersarse por el sistema solar como semillas de diente de león, si aprendían a conducir las bolas de nieve hacia órbitas donde fueran utilizables.
Virginia se recostó lánguidamente en su hamaca.
—No puedes esperar que la Madre Tierra ceda con tanta facilidad.
—¡Ellos tendrían muchas cosas que ganar! Les proporcionaríamos asteroides en abundancia, materias primas, nuevos mercados…
Ella alzó la mano.
—Por favor, conozco la letanía. —Una divertida expresión de falsa y sufriente paciencia pasó velozmente por su rostro, desarmándolo en el acto. Tal vez sin pretenderlo, un simple gesto suyo podía lograr que él se sintiera torpe, estúpido y demasiado obvio. Bueno, tal vez lo soy. He pasado en el espacio la mitad de mi vida adulta.
—Que sea familiar no significa que sea erróneo.
—Carl, ¿realmente crees que minar los cometas en busca de volátiles va a marcar el inicio del milenio?
—¿En qué otra parte podemos obtener fluidos a bajo coste?
Para él, aquélla era la carta ganadora, una fría constatación económica. En el mismo inicio del sistema, solar, el joven y ardiente sol había expulsado al exterior la mayoría de elementos ligeros, lejos del sistema solar interior. Sólo la Tierra había retenido el número suficiente de elementos volátiles para cubrir su manto rocoso de una delgada capa de aire y agua. Cuando los humanos se aventuraron en el espacio a fin de explotar sus recursos (asteroides, la luna, Marte), tuvieron que transportar sus líquidos desde la Tierra.
—Claro —dijo Virginia—. ¡Obtener hielo de los cometas! Volveremos al cabo de ochenta años. ¡Un saludo a los heroicos conquistadores! Pero por entonces alguien puede haber descubierto lagos helados en lo más profundo de nuestra propia luna. O una forma barata de extraer conglomerados de hielo de las lunas jovianas. ¿Quién sabe?
Carl estaba atónito.
—¡Eso es un disparate! No se puede pagar de ningún modo el coste de ahondar en el pozo gravitatorio de Júpiter, tan sólo por hielo y agua. El Proyecto Júpiter lo está demostrando.
Ella sonrió maliciosamente.
—¿Así que perseguir cometas es más fácil?
Sus oscuros ojos se burlaban, y Carl lo sabía, pero no podía desistir.
—Vale la pena intentarlo, Virginia. Nadie descubrirá un medio de gobernar cometas a menos que pongamos en marcha el método de desgasificación. Nadie descubrirá volátiles ocultos en la luna o Venus, puesto que se han evaporado. No se pueden explorar y minar los cometas sólo con mecánicos porque la búsqueda de metales es todavía un arte, no una ciencia. Los cometas áridos como Encke no pueden ser guiados porque no hay medio de emplear su desgasificación para gobernarlos. Así pues…
—¡Me rindo, me rindo! —Ella levantó las manos.
Carl parpadeó. Oh, demonios, pensó, ¿por qué siempre me dejo llevar?
Una grave voz masculina habló por encima del hombro de Carl.
—No te des por vencida, Virginia. Pide refuerzos primero.
Carl se volvió cuando Saul Lintz se acomodaba en una hamaca cercana, de color verde pálido, y colocaba su vaso en un hueco-soporte de la mesa. Era esbelto y curtido; sus movimientos en la baja gravedad parecían cautelosos.
—Llega demasiado tarde —intervino Carl, buscando algo ingenioso que decir para redimirse—. Ella ya ha reconocido que soy un pelmazo.
—Entonces mi ayuda es innecesaria. —Saul soltó una risita al decirlo, pero Carl sintió una súbita sacudida de irritación.
—Estaba persuadiéndola de que todos saldremos ricos de esta expedición, si tenemos paciencia —dijo Carl, sin inmutarse—. Y dejaremos a los políticos detrás.
Saul asintió, y tomó un largo sorbo de su bebida.
—Admirables sentimientos.
—Hemos tenido que hacerlo. El núcleo de Halley es demasiado pequeño para esta clase de lastimosas…
—Introduzca una moneda para la lección doce —dijo Virginia con ligereza.
—Bueno, es cierto. —Carl no sabía cómo tomarla; no le gustaba la forma en que su atención se había desplazado a Saul Lintz en el momento en que éste se les había unido. Se había dado media vuelta en su asiento, quedando casi de cara a Saul, y apenas miró atrás cuando Carl terminó.— Y cualquier indicio de que algunos van a sacar más beneficios que el resto de nosotros… causará problemas.
Saul alzó una inquisitiva ceja. Parecía disponer de la habilidad de comentar lo que se dijera con un leve gesto o un encogimiento de hombros, una economía expresiva que Carl le envidiaba.
—Se refiere a los cotilleos bajo cubierta —explicó Virginia—. Al hecho de que, ejem…, los nopercells ocupan todos los cargos importantes.
—¿Los no-percells como yo?
—Ya que lo menciona… —dijo Carl.
—Antigüedad. Después de todo, ninguno de vosotros los pre-seleccionados genéticamente pasáis de los cuarenta años.
—¿Está seguro de que sólo es eso? —Carl se inclinó hacia delante, con las manos juntas y los codos sobre las rodillas.
El hombre de más edad frunció el ceño al percibir algo en la voz de Carl.
—¿Qué otra cosa podría ser?
—¿No será que en la Tierra no quieren a ninguno de nosotros donde pueda crear problemas?
Saul dejó su bebida con cuidado y se arrellanó en su asiento.
—Los exiliados carecen de poder para causar dolor al Faraón —dijo para sí mismo.
El comentario le pareció enojosamente oscuro a Carl.
—¿Por qué no responde a mi pregunta?
—¿Era una pregunta? Pareció una acusación.
La voz de Carl había sonado con más brusquedad de la que había previsto, pero ya no podía retroceder.
—Fíjese en mi grupo de instalación de Soporte Vital. El jefe de la sección es Suleiman Ould-Harrad, un…
—¿Orto? —apuntó Saul con calma.
—Bueno, así se dice en argot, sí.
—Lo es. Genéticamente ortodoxo. —Saul se echó hacia atrás, formando una cúpula con los dedos—. Lo cual significa una mezcla cigótica no adulterada del mar de los genes humanos, nada más. Los genes no tienen opiniones.
Carl sacudió la cabeza. Detestaba las maneras pedantes que los científicos solían adoptar, como si toda esa jerga los hiciera mejores, más inteligentes, más sabios.
—Mire… el trabajo de desgasificación, los estudios de las cápsulas; todo en manos de… su gente.
—Así que supones que se apropiarán de los frutos en su propio beneficio. Para vender sus habilidades cuando regresemos.
—No es una suposición absurda, Saul —dijo Virginia suavemente.
Saul pareció sorprendido al oír aquello de su boca.
—Me temo que para mí sí lo es. La implicación directa de que hay alguna conspiración de la representación normal…
Carl dio un respingo.
—¿Lo ves? Llama a su gente «normal». Así que nosotros no lo somos.
—No lo he dicho con esa intención —dijo Saul rígidamente.
—Pues así lo ha expresado.
—Carl —dijo Virginia—, no puedes arremeter contra todo…
—No lo hago. Únicamente trato de ver si donde hay humo, hay fuego. —Se sentía acalorado. Bebió un trago. Saul hizo una pausa, pasándose la lengua por el labio inferior, con expresión reflexiva.
—Dejadme empezar de nuevo. Carl, si supieras algo de mí, entenderías que no soy hostil a tu gente. En realidad, soy todo lo contrario. —Miró con firmeza a Carl—. Supongo que, de cualquier modo, lo descubrirías tarde o temprano… Trabajé durante años con Simón Percell. Carl estaba aturdido. Virginia respiró en profundidad y dijo:
—¿Trabajó con él? Había oído rumores, pero… no los creí.
—Sólo como postgraduado. —Se encogió de hombros—. Nuestro último proyecto juntos fue un estudio de las desviaciones del grado de lupus eritematoso. Recordaréis que ésa fue una de las principales enfermedades de las que Percell liberó a vuestra gente. Esa cosa horrible e intratable que atacaba la piel, el tejido conjuntivo, el bazo, los riñones.
Virginia asintió.
—Mi madre murió de eso.
—Sí —dijo Saul—. Y tu abuela también.
Los labios de Virginia se fruncieron por la sorpresa. Saul se encogió de hombros.
—Recuerdo tu caso. Simón llevó a cabo las alteraciones necesarias del ADN de tu madre cuando yo estaba aprendiendo las técnicas.
Virginia se inclinó hacia delante.
—¿Hizo usted…?
—¿Que si hice el trabajo real? No puedo acordarme, sinceramente. Actué como asistente en muchos métodos de modificación genética; algunos experimentales, otros directos.
—Entonces usted… podría ser…
Saul parpadeó, recostándose en la silla, eludiendo su mirada inquisitiva.
—Eso era una simple tarea mecánica en aquellos tiempos. Se le dedicaba muy poca investigación, excepto por mi parte. Yo estudié la forma en que las células resultantes respondían a incursiones químicas, las cuales causarían un incremento espontáneo del desastre en el lupus normal.
Virginia habló lentamente.
—¿Y en el mío… no lo hizo?
—Obviamente, tú fuiste uno de nuestros éxitos. Confío en que no tienes el menor rostro de lupus, ¿me equivoco?
Ella negó con la cabeza.
—Gracias a usted.
—No, a Simón Percell. Yo simplemente acudí a él para aprender sus técnicas. Fue durante aquellos breves años que disfrutamos de pleno apoyo, cuando todo era posible. O así lo creíamos.
—Pero… —dijo Carl— yo no sabía que hubiera trabajado con Percell. —Se sentía anonadado. Notó que lo invadía un sentimiento creciente de humillación.
Probablemente, Saul había estado presente cuando los genes de su madre fueron ajustados con delicadeza, despojados de la microscópica constelación molecular que portaba la leucemia hereditaria. Después, los magos genéticos habían incorporado segmentos adecuados de ADN para el revestimiento de perfección física que ahora definía a los percells. Para Carl, el pequeño y valiente grupo de ingenieros genéticos era legendario. Nunca había conocido a ninguno de ellos.
Saul cruzó las piernas, se alisó los pantalones, visiblemente incómodo. Carl comprendió que el hombre debía de haber pasado a menudo por encuentros similares y se mostraba cauteloso con las efusiones de emoción reprimida que podía suscitar en cualquier percell.
—Yo… lamento lo que he dicho—murmuró Carl. Saul asintió en silencio. Sus labios tensos indicaban que él también reprimía sentimientos.
Los ojos de Virginia se desbordaron.
—Usted… podría ser…
Carl vio que ella quería decir: Usted también es mi padre. Pero no podía encontrar ninguna forma de articular la compleja combinación de emociones que sentía. Saul había contribuido a dar vida a miles de seres que se habrían malogrado, que estarían tullidos o muertos. Aquellos años no podían ser olvidados, salvo por la ignorante y suspicaz mayoría de habitantes de la Tierra, llena de odio.
Aquella gente había matado a Percell, como si hubiera apoyado el cañón del revólver del 32 en su sien. Simón Percell había apretado el gatillo, arrastrado a una depresión por lo que ahora se evidenciaba como un error inevitable.
Un fallo en la corrección de genes en un tratamiento para eliminar una enfermedad de riñón hereditaria, había frustrado un año entero de un programa de niños. Aún peor: no murieron hasta cumplir los tres años. Fue entonces cuando se hundió de repente.
La visión de tantos niños retorciéndose en la agonía, sus cuerpos deformados y la piel amarilla, las funciones de hígado y riñón bruscamente paralizadas. Había sido un suplicio. Los fanáticos medios de comunicación divulgaron las imágenes por todo el mundo. Junto con el creciente clamor público contra él, llegaron las amenazas y los súbitos cortes de presupuesto para la investigación. Había sido excesivo para un hombre que se exigía a sí mismo todo lo que podía dar.
Carl se estremeció. Era tan fácil aún desenterrar los recuerdos. Su propia madre muriendo sin que pudiera hacerse nada. Los años de espera para ver si él también empezaba a mostrar los síntomas. La liberación final, cuando supo que todo iba bien, que podía ir al espacio con un limpio historial genético. Rememorar aquello seguía afectándole profundamente.
—Yo… Mire, permítame que le invite a otra bebida —dijo Carl, azorado.
—Desde luego —repuso Saul, con una vacilante sonrisa.
—¿Qué tal una partida de ajedrez más tarde?
—¡Perfecto! —exclamó Saul con sinceridad—. Pero esta vez, en serio. Yo estoy defendiendo el honor de la gente normal. —Entonces Saul se interrumpió, se apartó rápidamente y estornudó. Tanto Carl como Virginia se sobresaltaron un poco; después todos se echaron a reír y la tensión se relajó—. Bueno —continuó Saul mientras sacaba el pañuelo—, ésta es una modificación percell que yo me atribuiré: la supresión de la respuesta histamínica. No me hace ningún bien, pero vosotros no padecéis como yo por los molestos resfriados. ¡Os envidiaré cada vez que Akio Matsudo libere uno de sus malditos virus retadores!
Pero en años posteriores, Carl recordaría aquel convulsivo y sorprendente estallido, la primera vez, aunque ciertamente no la última, que oyó el explosivo estornudo de Saul.