VIRGINIA
En el lugar había un olor penetrante a hombres desaseados.
Virginia arrugó la nariz cuando entró en el gimnasio para realizar su período de ejercicio obligatorio.
Somos criaturas extrañas. Los mamíferos desprendemos olores que vuelven agresivos a los machos, y esto hace que todos nos pongamos nerviosos. No obstante, metemos a un grupo de personas en una caja de hojalata durante un año o más y les pedimos que se porten bien.
Realmente, a Virginia no le importaba demasiado el olor. Ni siquiera le importaban los hombres.
Ellos no son la razón por la que acepté el exilio, navegando en una mota de hielo y polvo estelar hacia la gran noche.
Virginia tenía sus propios motivos. Para ella, presentarse voluntaria al Proyecto Halley poco tenía que ver con buscar cometas para luego explotarlos.
Se desvistió hasta quedarse en pantalones cortos y camiseta y montó una bicicleta, ciñéndose las correas biomonitoras. Empezó a pedalear, acelerando hasta que el indicador mostró que estaba cumpliendo las órdenes de la doctora van Zoon.
El gimnasio de entrenamientos estaba situado en la rueda de gravedad del Edmund Halley, donde la mayor parte de la tripulación en período de sueño dormitaba en condiciones de peso. Virginia entendía la necesidad de dejar que la sangré y los huesos experimentaran de vez en cuando la «vieja atracción» para mantenerse en forma. Pero estas sesiones trisemanales con poleas, correas y ergómetros, le parecían lógicas pero agobiantes.
Había considerado la posibilidad de manipular el flujo de datos del centro médico, insertando reacciones simuladas desde todas las máquinas de ejercicios. Podía hacerlo, si lo deseaba/Virginia no era modesta acerca de su eficacia en informática. Lefty D'Amaria podía ser el jefe del departamento, pero ella era la mejor.
Oh, bueno, supongo que necesito esto, pensó mientras impulsaba a fondo los pedales. El sudor empezó a brotar, cubriendo de brillo su piel olivácea.
Normalmente, se enorgullecía de mantener un buen estado físico. En Hawai había practicado el surf casi a diario. Pero ahora le costaba sacudirse la lasitud tras un año de sueño helado. Hasta tres semanas antes había estado suspendida, con las funciones vitales funcionando lentamente sobre la congelación. Quizá su rechazo al ejercicio fuera un residuo de las drogas.
Bueno, ya que estoy aquí, hagámoslo bien.
Se esforzó cuanto pudo, e imaginó que pedaleaba a lo largo del puente Lanai-Maui. El omnipresente rumor de la rueda de gravedad se convirtió en un ruido ficticio de agua y viento. Durante un momento, Virginia creyó que la puerta que estaba frente a ella podría conducirla a la amarilla luz del sol y al rico aroma de las pinas.
Después del entrenamiento, sintió los músculos templados y distendidos. Y le pareció agradable pasar un rato cepillándose el pelo largo y oscuro, al terminar de ducharse. Sin embargo, el hecho de ponerse otra vez el jersey pardo la volvió a la realidad. Maui estaba a cien millones de millas de allí.
Ya elegiste, muchacha. Hay cosas que atender fuera de aquí…, cosas más importantes para ti que incluso permanecer en la Tierra del Pueblo Dorado.
Decidió dar un breve paseo alrededor de la rueda de gravedad antes de regresar a la zona de caída libre de la nave. Anduvo con largos pasos en sentido contrario al giro de la rueda.
Por allí no parecía haber nadie. La doctora Marguerite van Zoon no estaba incordiando a los astronautas para que visitaran el gimnasio en aquellos días. Aquella pobre gente ya sudaba bastante, y eso los libraba de la obsesión de la médica belga por el ejercicio.
El recorrido de Virginia en torno al corredor lateral hizo que dejara atrás una de las escaleras radiales y, acto seguido, la parte de la rueda dedicada a laboratorios. Todas las puertas estaban cerradas, de modo que no pudo apreciar si la sección de ciencias biológicas se encontraba en funcionamiento. Se detuvo ante la puerta, vacilando, con la mano a medio camino del zumbador.
Vamos, Ginnie. Saul Lintz no te morderá. ¿A qué vienen todas estas palpitaciones de chiquilla?
Todo lo que sabía era que aquel hombre la fascinaba; durante años no había experimentado por nadie esa sensación. ¿Era acaso su experiencia mundana? ¿O la expresión de sus ojos, de perseverancia y serena fortaleza?
Desde que se hallaba fuera de la cápsula, había esperado que él le hablase, que diera el primer paso. Fue frustrante comprender al fin que creía ser para ella un sustituto del padre. Desde entonces, Virginia se preguntaba si debía tomar la iniciativa.
Su vacilación ante el timbre duró hasta que se sintió en ridículo.
Parecería tan forzado visitarlo ahora. ¿Qué iba a decirle?
Más adelante tendré la oportunidad de preparar un encuentro casual. Al fin y al cabo, lo que nos sobra es tiempo.
Al menos eso serviría de excusa. ¡Oh, si comprendiera a las personas la mitad de bien que a las máquinas! Giró y se fue sin tocar el timbre.
Mientras caminaba por el corredor, observó cómo el Edmund Halley había envejecido de diversas formas durante el año de navegación. Los corredores ya no brillaban. Los paneles de las paredes, bruñidos y de colores coordinados, se habían deteriorado, incluso combándose en algunos puntos. La vieja nave no había iniciado aquella misión precisamente en la flor de la juventud, y a ningún navío espacial de sus dimensiones se le había exigido nunca acelerar durante tanto tiempo y a tanta distancia.
Virginia creía ser inmune á la sorpresa, pero mientras se acercaba a otra de las escaleras se detuvo.
¡Oh, no puede estar tan mal!
Una abertura de ventilación goteaba sobre el pasillo suavemente curvado. En el suelo se veían unas manchas de moho verde oscuro, donde los efectos de Coriolis habían impulsado un pequeño charco contra la pared.
Los gruesos labios de Virginia se fruncieron en un gesto de amargura al dejar atrás el sector contaminado, y subir por una húmeda escalera hacia el eje, tomando nota mental para informar de aquello a mantenimiento. Era difícil de creer que ella había sido la primera en descubrirlo.
Los peldaños presionaron su cuerpo cuando ella se abandonó a la atracción angular de la rueda giratoria. El pasadizo radial era estrecho y oscuro, y su olor intenso. Sólo funcionaban la mitad de los paneles de fósforo del túnel, contribuyendo a que el ascenso pareciera un viaje por las alcantarillas de una ciudad.
Menos mal que los hábitats de Halley pronto estarán preparados, pensó. Esta chirriante barcaza necesita un buen repaso.
Poco tendrían que hacer los cuatrocientos miembros de la expedición durante tres cuartos de siglo: investigar los misterios de un importante núcleo cometario, comprobar los paneles de control de sublimación y los grandes impulsores de sesgo y, pasados treinta años, otro período de máxima ocupación, cuando Halley se aproximara a su punto más alejado del sol, ocasión en que Virginia ayudaría a calcular los parámetros para la importantísima Gran Maniobra. Después, la larga caída hacia Júpiter y, finalmente, a casa.
Durante la mayor parte del tiempo intermedio, casi todo el mundo estaría dormido, en estado de hibernación casi sin sueños, acumulando la paga de la Tierra. Sería entonces cuando los reducidos turnos rotatorios de vigilancia restaurarían lentamente al pobre Edmund.
Siete décadas deberían ser tiempo suficiente. Más vale que lo sean. Llegada la próxima y violenta zambullida de Halley en el sistema solar interior, esta vieja cafetera ha de estar en bastante buena forma para llevarnos de nuevo a casa.
Mientras trepaba, ayudándose con las manos, Virginia sintió que su peso era atraído hacia la escalera a medida que se aproximaba a los retumbantes cojinetes, donde se iniciaba la zona de nula gravedad. Los cuatro túneles radiales convergían en una pequeña estancia giratoria octogonal.
Sin embargo, un momento antes de alcanzar el eje, parpadeó desconcertada ante una pequeña filtración de lubricante que despedía un fino y grasiento vapor al pasadizo.
Ya sé que la mayoría de astronautas del Edmund han sido requeridos para trabajar en el núcleo de Halley. ¡Pero esto es imperdonable! ¡Vamos a seguir necesitando la rueda durante mucho tiempo!
—Es inaceptable —murmuró en voz alta—. Sencillamente inaceptable.
Fue entonces cuando una voz habló desde más allá del tenue vapor aceitoso.
—Estoy de acuerdo, Virginia.
Alzó la vista rápidamente. Un hombre algo barrigón, vestido con traje espacial gris, flotaba junto a una de las dos salidas. Su ancha boca eslava mostraba una amarga expresión. Una capucha de lana cubría su escaso cabello castaño entremezclado de gris. Sus brazos eran largos, de aspecto fuerte, y carecía de piernas.
El astronauta de segunda clase Otis Sergeov nunca había parecido especialmente incapacitado por su defecto. De hecho, se diría que éste aumentaba su rapidez en la microgravedad. Ella había oído que ahora habían asignado a Sergeov como ayudante de Joao Quiverian y los demás astrónomos que estudiaban el cometa Halley.
Era el percell más viejo que Virginia había conocido nunca.
Ser uno de los primeros tenía sus inconvenientes. Los trabajos iniciales de Simón Percell en cirugía genética habían permitido tener hijos a los padres de Sergeov. Pero un defecto de estructuración lo había dejado con sólo pequeñas prominencias bajo sus pantalones cortos.
—Hola, Otis —le saludó—. Hay que hacer algo respecto a esto. ¿Alguien ha informado ya?
El astronauta ruso se encogió de hombros.
—¿Sirve de algo informar sobre esta clase de cosas? Nadie se preocupa de ellas, está claro. ¡Los cretinos stchakai!—se quejó amargamente en una mezcla de ruso e inglés.
Virginia parpadeó ante el aparente desatino. Desde luego, el capitán Cruz ordenaría reparaciones inmediatas cuando alguien le dijera…
Entonces advirtió que Sergeov ni siquiera miraba la filtración de lubricante. Virginia recorrió el eje de lenta rotación hasta situarse a la altura del hombre; acto seguido esquivó el surtidor intermitente y se impulsó con fuerza.
La estancia octogonal pareció girar a su alrededor. Por dos veces estuvo a punto de caer, hasta que logró aferrarse a un asa con aislante de goma; aun así su cuerpo se golpeó contra la pared acolchada. ¡Nunca me saldrá bien!, pensó, mientras se esforzaba por orientarse.
Sergeov señaló:
—Tú crees que los burócratas orto se ocuparán de esto, ¿verdad? —Y luego recalcó—: ¿De esto?
Virginia parpadeó. Él estaba mirando un dibujo que se destacaba en la compuerta más próxima a los retumbantes cojinetes.
—El Arco del Sol. —Él identificó el símbolo, sardónicamente—. Los bastardos kakashkiia nos han seguido hasta aquí.
—Lo he visto antes —dijo Virginia en voz baja. Sintió que su respiración se aceleraba ante esta inesperada visión—. Incluso en Hawai…
—¿De veras? —la interrumpió Sergeov, con sarcasmo—. ¿Incluso en la Tierra del Pueblo Dorado? ¿Incluso en tu paraíso tecnohumanista?
Virginia frunció el entrecejo. En la misión de entrenamiento ya le había disgustado Sergeov, fuera percell o no. Él había pasado casi toda su vida en el espacio, adaptando ventajosamente sus trabas físicas a la caída libre, y cada vez que se encontraba con él aún se sentía incómoda, como si el hombre irradiase una amargura largo tiempo reprimida.
Se prometió que emplearía su propio ordenador para acceder a los archivos personales. Se ocuparía de que, en las próximas siete décadas, nunca compartieran un turno fuera de las cápsulas de sueño.
—Adiós, Otis. Tengo trabajo que hacer. —Pero él la detuvo, agarrándola del brazo.
—Ya sabes que éste no es el primer incidente —dijo, con un gesto de desprecio—. Únicamente el más descarado. Algunos arcistas se niegan incluso a hablar con los percells de a bordo. ¡Nos evitan como si fuéramos xherobiy… indignos!
Virginia se encogió de hombros.
—Últimamente, todo el mundo ha estado sometido a una gran tensión. Esto cambiará cuando los hábitats estén a punto y la gente disponga otra vez de sitio para moverse. Cuando hayamos descongelado a varias de las cápsulas de sueño y veamos algunas caras nuevas, para variar.
El agarro de Sergeov era férreo, debido a los años de transportar equipo espacial.
—Puede aliviar los síntomas —insistió—, pero el mal continúa. Ya viste cómo era la Tierra cuando partimos. Los shlyoocha países de la Franja Caliente, uno detrás de otro, aprobando leyes restrictivas de nuestros derechos, ¡los derechos de todos los mejorados genéticamente!
Virginia sólo quería que el hombre le soltara el brazo. Intentó razonar.
—Las naciones de África y América ecuatoriales han padecido un siglo infernal, Otis. Tampoco me gusta el giro que ha dado su ideología en los últimos años; pero, hoy por hoy al menos, son ecologistas. Si se han vuelto un poco fanáticos en este aspecto, bueno, cualquiera admitirá que es una mejora respecto al modo en que se comportaban sus abuelos. El péndulo oscilará de nuevo.
A Virginia no le gustaba la expresión de la cara de Sergeov. La miraba como si ella fuese digna de compasión, incluso criminalmente ingenua.
—¿Eso crees? Pues no, mi joven y querida percell. ¡Es sólo el principio! ¡Ellos ya están en guerra con nosotros!
Su cara sin afeitar se le acercó más.
—¿Y quién puede culparlos? Cuando el Homo Sapiens se dé cuenta de lo que está ocurriendo, caerá sobre nosotros, la Raza Sucesora, más y más represión. ¡Aquí están en juego nada menos que las generaciones futuras!
—Oh, vamos, Otis. —Virginia rió con esfuerzo, tratando de suavizar su tono—. No se trata de que nosotros, unos cuantos percells, seamos el siguiente paso en la evoluc…
—¡No, óyeme bien, muchacha! —Los ojos de Sergeov se entornaron—. ¡Ésta es la razón principal de semejante paranoia, de semejante persecución! Es difícil culpar a los neanderthales por intentar proteger su anticuado sistema, después de todo. Las especies se protegen a sí mismas. —Hizo un gesto severo—. Pero esto no significa que debamos dejar que los bastardos nos aplasten. ¡Actuar primero, o perecer, es cosa nuestra!
Aun cuando era evidente que estaban solos, Virginia dio un rápido vistazo a su alrededor. Prefería irse a otra parte, por si alguien acertaba a oír aquella sediciosa conversación. Sin desperdiciar un movimiento, utilizó una llave de judo para liberar bruscamente su brazo, arrojando al hombre hacia atrás, dando vueltas. Sergeov se dio de cabeza contra la pared desnuda.
—¡Au! —protestó, con dolorida sorpresa—. Yayatamiy! Govenka! ¿Por qué has hecho eso?
—Vosotros los extremistas uber no tenéis la respuesta —resolló Virginia—. Al hablar así, sólo conseguís una mala reputación para los percells. No somos los superhombres de Nietzsche. Somos seres humanos incomprendidos. ¡Eso es todo!
Sergeov hizo una mueca, frotándose la cabeza.
—Pregunta a los seres humanos corrientes, los ortos, si nos consideran hermanos suyos —masculló.
Impulsándose con las manos en las paredes, Virginia retrocedió como un pez ante un tiburón, aunque Sergeov no demostró ninguna intención de seguirla. Tras haber avanzado varios metros por el corredor, se dio la vuelta y empezó a andar por el pasillo escasamente iluminado hacia su santuario.
En el módulo de trabajo privado de Virginia todo era pulcro, fresco, eficiente. Las opalescentes exposiciones holográficas y las pantallas que rodeaban su hamaca funcionaban todas perfectamente. Lejos de casa y de cuanto había conocido, alejándose del sistema solar a treinta kilómetros por segundo, éste era el centro de su universo. Se cercioró de que todo se encontrara en buen estado de funcionamiento.
Oficialmente, su cometido era aportar apoyo especial a la sección de cálculo. Pero, en realidad, había logrado inmiscuirse en la misión con la esperanza de llevar a cabo algunas investigaciones propias. En el entorno científico en que se desarrollaba su actividad en la Tierra, se repudiaba el tipo de cosas que a ella le interesaban.
Computadores bioorgánicos…, máquinas que puedan pensar realmente… Tales áreas habían sido catalogadas improbables, incluso como peligrosas, por la cada vez más conservadora ciencia del siglo XXI. Hasta en su Hawai natal, la incomodidad de sus superiores había ido aumentando de forma proporcional al interés que su trabajo estaba suscitando en el mundo exterior.
¡Pero yo sé que la bioorgánica puede llegar a aventajar a la silicona y al galio! Y que las máquinas pueden servir para algo más que la torpe extracción mecánica del agua y el corte de la madera. Puede hacerse pensar a los procesadores aleatorios.
A la derecha, metida bajo la tapa de un escritorio, estaba la gruesa caja que contenía su propia unidad especial de simulación; el órgano computador Kelmar le había costado casi todo su disminuido patrimonio de efectos personales, pero valía la pena.
Las luces del panel fluctuaron cuando la escotilla se cerró a su espalda y ella se deslizó en la hamaca. Se puso cómoda y habló dulcemente.
—Hola, Jon Von.
La holopantalla principal resplandeció.
HOLA, VIRGINIA.
¿HOY SERÁ TRABAJO O JUEGO?
Ella sonrió. Sin duda, se podía progresar mucho en ochenta años. Tenía que ocurrir, incluso en la creciente ola de conservadurismo científico.
Pero ahora su cometido era el mejor posible: anticonvencional, utilizando una tecnología excluida en las prácticas terrestres, pero importantísima según sü propia estimación.
Había bautizado a la unidad con ese nombre por John Von Neumann, inventor de la teoría de los juegos. La estructura principal del programa podía imitar las pautas de respuesta de un humano lo bastante bien como para pasar un tercer nivel del test de Turing…, haciendo creer a una persona desprevenida en una casual conversación videofónica de cinco minutos, que el rostro y la voz del otro extremo de la línea pertenecían a una persona, no a un computador.
Jon Von podía contar incluso un chiste verde, mirando con la malicia apropiada y riéndose en el momento oportuno.
Sin precedentes, sí. Pero esta clase de trucos no eran la auténtica «inteligencia de la máquina», no del modo en que Virginia estimaba que podía conseguirse.
La maquinaria molecular de aquella caja de cinco litros debería ser lo bastante buena para reproducir la compleja onda estacionaria de un cerebro humano. Estaba segura. Los que se habían quedado en casa no opinaban lo mismo, desde luego, y por eso nunca le habrían dado una oportunidad.
Durante las semanas siguientes dispondría de poco tiempo para ocuparse de sus experimentos particulares. Tenía que utilizar todo su equipo, incluyendo a Jon Von, para complementar la estructura principal de la nave. Casi toda su energía estaba dedicada a preparar los patrones matemáticos que los astronautas del capitán Cruz seguían exigiendo.
Más adelante, durante los años en que sólo tendría que observar, habría tiempo. Tiempo para el trabajo y el pensamiento en estado puro.
En el siglo XX, sabían lo que era tener sueños temerarios, pensó. No creían en los límites. Por este motivo le gustaban las viejas películas de pantalla plana… y disfrutaba haciendo simulacros de antiguas estrellas de cine y poetas de antaño.
Aquellas personas casi destruyeron el mundo con su avidez, pero creían en la ambición. No habrían descansado hasta tener máquinas que pudieran pensar.
Miró el reloj grabado de forma indeleble bajo la uña de su pulgar.
—¿Qué te parecen veinte minutos de diversión, Johnny?
Virginia cogió un cable de la consola y descubrió una blanquecina hinchazón en la parte posterior de su cabeza. Cuando la conexión se asentó con un chasquido, los símbolos de la pantalla estuvieron acompañados por una clara voz que sonaba en el interior de su cráneo.
¿POESÍA, VIRGINIA?
Ella respondió inmediatamente con un impulsivo retazo de verso:
Ka Honua
—La Tierra, mi hogar,
E hoomanaó no au ia oe —Te recordaré.
Me pregunto qué le gusta
hacer,
y si puede dedicarme
el tiempo del día.
La línea a su nervio acústico zumbó.
¿ESTILOS MEZCLADOS, VIRGINIA?
¿SE APLICA LA SEGUNDA PARTE AL AMOR?
Ella se sonrojó.
—Oh, calla, tonto. Déjame echar un vistazo a las subrutinas de tu conversación.