CARL

—¡Aquí arriba! —gritó Carl.

La silueta de Saul se volvió, al otro extremo del Túnel K y saludó moviendo la mano. Se dio impulso y se deslizó a lo largo de los cien metros, atravesando charcos de nacarado resplandor fosfórico.

—Condenado frío —dijo Saul, mientras giraba en el aire para colocar los pies ante él. Tomó tierra, soportando el impacto con las rodillas.

Está mejorando, reflexionó Carl. De ahora en adelante, todo el mundo deberá aprender a sudar.

—Ahora mantenemos fríos incluso los túneles centrales. A mí me gustaría hacerlo con todos.

—Reduciría enormemente nuestra maniobrabilidad. —Y también la de los púrpuras.

—Yo utilizo los túneles interiores más o menos una vez por hora. Si tuviera que ponerme el traje cada vez… —De todas formas voy a recomendarlo. —Bethany Oakes ya ha decidido… —Sí, ya lo sé. Cada vez que le expones a Lintz un problema empieza a mencionar decisiones de los jefazos.

Saul parecía pensativo.

—De camino hacia aquí, Lani y yo vimos a Ingersoll en uno de los pasadizos laterales en las inmediaciones del Nivel A. Creo que está comiendo formas nativas. Asombroso. Aunque está loco, parece inofensivo.

Ante la sola mención de Ingersoll, Carl sintió un pinchazo de cólera. Las cosas andan tan mal que ni siquiera podemos atrapar a un loco. No obstante, conservó un tono flemático; la diplomacia ante todo.

—Sí, está loco, pero actúa como un zorro. —Sacudió la cabeza y decidió ir derecho al grano—. Yo… Mire, voy a proponerle a Oakes que intentemos la recuperación del Newburn.

—¿De veras lo has localizado?

—Así es. En realidad fue idea de Lani. Estábamos hablando, mirando el simulacro numérico que preparó Virginia hace poco.

—¿El que muestra como la vela solar del Newburn pudo haber sido destrozada por la cola de plasma de Halley?

—Sí. Imagino que los otros remolcadores de cápsulas no recibieron el impacto por pura casualidad. Las corrientes de inducción diagonal de la cola probablemente arrancaron también los faros señalizadores del Newburn, Sin esa vela desplegada, no había ninguna esperanza de encontrarlo. Así que Lani dice que tal vez podríamos tratar de emitir microondas a plena potencia y esperar la llegada de un eco. Empleé un poco de mi tiempo libre, me limité a hacer eso y, ¡bingo!, obtuve una señal al cabo de una semana de búsqueda.

—Magnífico. ¡Y tan fácil!

La sorpresa de Saul fue una satisfacción para Carl. Al menos el científico no había sido el primero en pensar en ello.

—Vamos a necesitar a cuarenta durmientes, considerando el ritmo a que perdemos gente.

Saul asintió, pensando.

—En efecto… El problema del potencial humano empeorará.

—Tenemos que hacerlo pronto. El Newburn ha derivado a una distancia respetable. Hasta ahora a más de dos millones de kilómetros.

—Estoy de acuerdo, pero aún no lo entiendo. ¿Por qué me has hecho venir hasta aquí para decírmelo?

—Primero quiero conseguir apoyo, antes de comunicarlo al Comité. No me resulta fácil discutir con Oakes.

—¿Y a mí sí?

—Exacto. También quiero que venga con nosotros en calidad de médico.

Saul se animó.

—Bien pensado. Las cápsulas pueden haber sufrido daños.

—También el descubrimiento levantará la moral.

—Justamente lo que necesitamos. Estoy seguro de lograr que Betty comprenda las ventajas, ahora que los púrpuras se encuentran bajo control. ¿Pero está a punto el Edmund para emprender el vuelo?

—Jeffers dice que sus mecánicos descubridores de tritio ya han filtrado el suficiente para llenar un cuarto de los tanques para recorridos cortos, sólo como producto de la excavación de túneles. Puede completar el combustible que necesitaremos en tan sólo una semana.

—¡Estupendo! Has pensado en todo.

¿Se supone que es un cumplido? Caramba, gracias, doctor Lintz. De vez en cuando los esclavos también pensamos, ¿verdad?

—Veamos. —Saul se frotó la barbilla—. Llegar allí nos llevará casi un mes. Esto significa que tendríamos que llevar módulos hidropónicos, y…

Carl ya había resuelto los detalles básicos, pero también había aprendido que era una buena idea dejar que los científicos hablasen un rato antes de encararse con la parte difícil, las decisiones. Tal vez era eso lo que los mantenía al margen de los puestos realmente importantes. Si permanecías callado mientras ellos pronunciaban sus pequeñas conferencias, por lo general se daban cuenta de que ya habían dicho lo que tenían que decir y no ponían un montón de estúpidas objeciones a lo que era ya obvio.

Saul estaba apretado contra la pared, con la innata inseguridad de un habitante de tierra firme, siempre un poco tenso a la hora de tener una agarradera como única sujeción, estando sobre lo que sus sentidos le decían que era un profundo precipicio, aunque su inteligencia lo negara.

—De acuerdo —repuso Carl en cuanto Saul se aplacó un poco—. Pero ¿qué opinará Oakes?

—Necesitaremos un acuerdo para nuestro plan ¿desde luego, lo cual puede llevar tiempo.

—Al diablo con el acuerdo. ¡Cada día que esperamos el Newburn se aleja más!

Saul se rascó la cabeza.

—Bueno, algunos consideran al Newburn como un asunto secundario.

Carl apretó los dientes.

—Son cuarenta vidas.

—Es verdad, pero incluso yo podría verme obligado a ponerlas en un segundo plano. El problema principal reside en comprender a las formas de vida de Halley. Si puedo terminar a tiempo mis últimos experimentos…

—¡Experimentos! —Carl no podía creer lo que estaba oyendo—. ¿Cree que son más importantes que cuarenta personas?

—¡Yo no he dicho eso, Carl! Pero aún no estamos libres de complicaciones. ¡Hay tantas enfermedades! Tenemos que comprender cómo se comporta la ecología cometaria cuando agreguemos una nueva fuente de calor. Por supuesto, es algo que no habíamos previsto. Anteayer estuve hablando con la Tierra, y Alexandrosov, el director de la Academia Ucraniana, tiene una teoría. Incluso con los minutos de retraso de la transmisión, pudimos intercambiar opiniones. Yo le expuse mis ideas, las preliminares, desde luego, y él vio una analogía…

—Bagatelas —dijo Carl ásperamente.

—¿Qué? —Saul parpadeó.

—Está usted hablando como si se tratara de un maldito problema teórico o algo así.

—¿Teórico? —Saul parpadeó—. Carl, te aseguro que un acontecimiento de tal magnitud, con tantas implicaciones, es mucho más importante que una simple…

—Mierda, ¡no me refiero a lo importante que es el tema para discutirlo con sus amigos profesores de la Tierra! ¡Me refiero a que usted lo utiliza para ganar puntos!

La cara de Saul se tensó y enrojeció.

—Esto es increíble. Yo…

—Usted no cesa de hacer pruebas y elaborar teorías, y parlotear sin fin con sus amiguetes de la Tierra; mientras que los demás nos rompemos la crisma para acabar con esa sustancia.

—No necesito que…

—¡No me diga!

—Estoy seguro de que no sé…

—¡La vida en los cometas! ¡El descubrimiento del siglo! ¡Saul Lintz, el Darwin interplanetario!

Saul se irritó.

—Esto es ridículo.

—Alguno de nosotros estamos empezando a pensarlo.

Saul frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Usted no era el Señor Popular en el mundo científico cuando firmó para embarcarse en este crucero, ¿verdad?

—Era la última figura viviente identificada con el origen de los percells, si es ahí adonde quieres llegar.

—Exacto. —Carl sintió una repentina y cálida turbación, al recordar quién era y qué representaba aquel hombre. Pero no pudo controlar su resentimiento.

—El Israel que conocía fue arrasado, su familia muerta. Tenía problemas en su carrera. Estaba usted contra las cuerdas.

Saul habló mascando las sílabas:

—Y en consecuencia…

—Así que se embarcó. ¿Por qué no aprovechar el viaje que le devolvería a casa cuando su historia se hubiera olvidado?

—No creí que lograría volver, y aún no lo creo —dijo Saul con sorprendente mansedumbre.

Carl aprovechó la oportunidad.

—Pero en seguida aparece la vida cometaria, y luego la porquería verde, los púrpuras… ¡Fantástico! Usted es famoso; por casualidad, realmente. Cualquiera podría haber analizado el hielo y descubierto microbios. Pero comprenderlo…, ése es el gran desafío. Aquí es donde Saul Lintz dejará su impronta, donde demostrará que no es tan sólo afortunado. No, él es un científico de primera clase. Y puede estudiar sin ayuda las nuevas sustancias. Investigarlas en profundidad y arrojar los resultados a la. Tierra cuando le plazca. Todos y cada uno de los biólogos de allí están esperando una pizca de información sobre la primera forma de vida extraterrestre, y la única persona de quien pueden conseguirla es, ¡tachan!, ¡Saul Lintz!

Carl terminó, jadeante; su respiración despedía nubes algodonosas en el aire frío. Saul lo contemplaba en silencio, su cara parecía más arrugada de lo que le correspondía a su edad en la intensa iluminación fosforescente. Se produjo un largo silencio. Carl se fue calmando y arrepintiéndose… Pero era demasiado tarde.

Saul se apretó contra el sellante endurecido.

—No me has hecho venir aquí afuera para esto. Me has pedido que me prestara voluntario para el rescate del Newhurn. Muy bien. Me presto. No tengo por qué soportar nada de esta chazerei. °

Se alejó torpemente, dirigiéndose hacia la Central.

Mientras se deslizaba, mirando aún a Carl, sus palabras sonaron en la helada quietud:

—En realidad es por Virginia, ¿no es cierto?

Y Carl supo que lo era.

Entró en el cilindro de Descanso y Esparcimiento, y sintió el tirón de su propio peso. La rueda gravitatoria había sido uno de los últimos elementos trasladados del Edmund. Por diversas razones, siempre era deprimente pasar de una gravedad casi cero a un campo de gravedad centrífuga. Incluso en una gran rueda, había fuerzas de Coriolis que eliminaban los reflejos y provocaban cierta náusea. Después de un día en casi cero, donde el más leve tirón tenía importancia, no podías andar sin sentir las fuerzas desequilibradas. La rotación de Halley siempre empujaba suavemente hacia la izquierda.

Pero lo peor de todo era lo más evidente: habías sido un águila y ahora eras una marmota.

Así que Carl no estaba de muy buen humor cuando se encontró con el orto. El hombre se llamaba Linbarger, y su nombre estaba estampado en su mono de tripulante.

—No te sientes ahí —le dijo a Carl, cuando éste se acomodaba en un diván.

—¿Por qué no?

—Estoy esperando a un amigo.

—Hay mucho sitio.

—No según para quienes.

Carl dejó su bebida.

—Acabas de salir de las cápsulas, así que lo tomaré como un signo de que aún estás bajo el efecto de las drogas.

Linbarger mostraba todos los síntomas del encapsulamiento. Era la mínima expresión de hombre, todo piel y huesos. Las cápsulas consumían gradualmente la grasa acumulada ya que el cuerpo seguía funcionando, sólo que a un nivel reducido. Pero Linbarger ya debía de ser delgado. Su cabeza era larga y estrecha, sostenido por un cuello de pollo con una prominente nuez en la garganta. Su cara sólo era nariz y pómulos. Sus acuosos ojos grises estaban hundidos en el cráneo, el mentón redondeado y duro.

—Mi amigo también acaba de ser deshibernado. Y a ninguno de los dos nos gustaría sentarnos tan pronto junto a un percell.

—¿Ah no? —dijo Carl, con burlón interés.

—Así que lárgate.

Linbarger no ha sido despertado desde que se inició el viaje, así que continúa con la mente ajustada a las ideas de la Tierra, pensó Carl. Vale, se lo dejaré pasar. Por ahora.

—Mira, por aquí las cosas ya son bastante duras sin que tu hagas el imbécil.

Linbarger se levantó y cerró los puños.

—No respires sobre mí, percell, o voy a…

—Oh, ¿tengo mal aliento? Perdona, no traje los elixires de la Tierra.

—Ya sabes lo que quiero decir. Son los malditos gérmenes que llevas encima.

—Los microbios están en el hielo, no en nosotros —aclaró Carl.

El rostro de Linbarger adquirió un rudo y cínico aspecto.

—Hace tres días que estoy fuera de las cápsulas, estudiando lo que ha pasado; y a mí no puedes engañarme. Se han producido el doble de muertes entre la gente normal que entre vosotros los percells.

—¿Ah sí? —Carl había oído a Virginia mencionar algo de eso, pero en la confusión y los trabajos interminables de las dos últimas semanas, no le había prestado atención.

—Vosotros los percells os valéis de eso para apoderaros de la expedición. —Linbarger lo expresó como si fuera un hecho comprobado.

En las otras mesas las cabezas se volvieron. Carl advirtió que Lani Nguyen se levantaba, con la preocupación dibujada en su rostro, y comenzaba a dirigirse hacia él, pero otro orto la disuadió poniéndole una mano en el hombro.

—¿Es eso lo que opinas?

—Lo opinamos todos nosotros, todas las personas normales que han salido de las cápsulas. Lo sabemos. No podéis embaucarnos…

—No te pases de la raya —dijo Carl.

No existía semejante conspiración; ¿quién diablos tenía tiempo de pensar en tales cosas? ¿Pero cómo podría convencer a Linbarger?

A través de la curva del cilindro vio al teniente coronel Ould-Harrad.

Lo llamó.

El hombre negro se acercó, con un vaso en la mano, compensando las oscilaciones de Coriolis con una simple

zancada.

—Espero que pueda resolver las dudas a este individuo —dijo Carl—. Va por todas partes diciendo que somos los percells quienes…

—Ya lo sé —dijo Ould-Harrad con brusquedad.

Carl asintió, aliviado. Ould-Harrad no llevaba mucho tiempo fuera de las cápsulas. Lo habían despertado cuando el mayor López cayó enfermo y, en cuestión de horas, hubo de ser hibernado. Ould-Harrad no trabajaba todo el día en los túneles; dispondría de tiempo para ocuparse de aquella basura política. Carl podía descargar todo sobre él.

Pero entonces Ould-Harrad pareció incomodarse; sus amplias facciones adoptaron la expresión del que se dispone a enfrentarse a un tema inoportuno; frunció las gruesas cejas y torció la ancha boca en un gesto de profunda preocupación.

—Creo que deberías tener en cuenta lo que dice Linbarger. Señala hechos problemáticos.

—Pero los deforma, haciendo…

—Eso no importa. Considera las implicaciones —dijo Ould-Harrad.

Carl estaba atónito.

—¿Qué…, qué implicaciones?

—Necesitamos una mayor protección contra las enfermedades.

—Bueno, claro que la necesitamos —dijo Carl—. Pero…

—No. No lo comprendes. Nosotros la necesitamos; nosotros, la gente normal. Especialmente.

—Oh…, ¿de modo que por ahí van a ir las cosas?

Ould-Harrad miró a Carl con severidad, ignorando los ansiosos movimientos de cabeza de Linbarger.

—Por el amor del Cielo, las cosas ya van así. A menos que la gente normal se sienta protegida contra las enfermedades por el aislamiento o por una mayor atención, sólo se puede prever un único resultado.

—¿Cuál?

—Vosotros los percells acabaréis por dirigir toda la expedición. No quedará bastante gente con vida para oponerse a ello.

El africano hablaba en tono formal, desprovisto ( de agresividad; impresionante por proceder de su fornida anatomía. Mostraba la calma de aquellos cuyas firmes convicciones se reflejan en cada uno de sus gestos y palabras.

—Eso no es… Eso no es lo que pretendemos—concluyó Carl sin convicción.

—No importa. —Los ojos castaños expresaban tristeza—. Muchos creen que es lo que ocurrirá.

—Mire, yo le he llamado para que tranquilizara a este tipo, a Linbarger. Yo…

—Tú no eres nadie para hacer que me calle —dijo Linbarger con vehemencia—. Si crees que puedes, me gustaría que…

—No, no —dijo Ould-Harrad severamente, levantando una mano hacia Linbarger—. Ahora tranquilízate, te lo ruego.

—Pero él…

—Por favor. —Ould-Harrad silenció a Linbarger con su presencia de autoridad.

Podría ser divertido vapulear un poco a Linbarger, pensó Carl. Malo para él, pero una buena terapia para mí. De todas formas, sería mejor que toda esta charla.

—¡Desde luego, no creía que fuera a apoyar a Linbarger! —exclamó Carl—. Estos tipos utilizan la hipocondría para volver a las cápsulas. Y todas esas tonterías orto…

—¿Ves? —dijo Ould-Harrad—. Habéis inventado un nombre para nosotros.

—¿Ah sí? Vosotros nos llamáis percells.

—Nosotros no necesitamos un nombre especial. Somos la gente normal, la raza humana.

—¿Y nosotros no?

—Yo… yo no he dicho eso.

—¡Pero lo ha querido decir! Es posible que piense que carecemos de alma.

El negro sacudió la cabeza tristemente.

—Este punto está en manos del Omnipotente. La cuestión reside en que nosotros somos diferentes.

—Sí, y tenéis arcistas renegados y sionistas y salauitas venidos a menos… —Carl reparó en que Ould-Harrad se estremecía—. Pero todos os unís frente a nosotros, ¿verdad?

—Debemos luchar para equilibrar los puntos de vista

de todos —contestó Ould-Harrad.

Carl nunca había sabido expresarse demasiado bien, carecía de las untuosas habilidades de un administrador y no disponía de ningún método mágico para comunicarse con Linberger o con Ould-Harrad. ¡Toda esa charla interminable! Apretó los dientes con irritación, se levantó y se fue sin pronunciar ninguna otra palabra.