SAUL

La lengua del vulpino colgaba cuando aleteó suavemente a través del bosque, con las patas extendidas para mantener tensas las membranas de las alas, atrapando las contracorrientes del aire mientras se cernía en busca de una presa.

La caverna LeGrand era una orgía de color, una selva de hojas anchas y delicadas y trepadoras verdes. A intervalos, a lo largo de las paredes cubiertas de verdor, los tubos ventiladores goteaban condensación, que se dispersaba en una fina niebla, depositando relucientes gotitas sobre el follaje que ondeaba pausadamente. Frutos de brillante púrpura, naranja y amarillo, grandes y jugosos, colgaban de tallos delgados y filiformes.

Parras fibrosas adornaban el centro de la cámara, trepando de un árbol columna a la base del clave y, desde allí, hasta el siguiente árbol columna, creando una jungla densa y tridimensional en lo que, en otros tiempos, había sido una vacía catedral de hielo.

Saul observó cómo el vulpino husmeaba y se echaba cerca de un denso parterre de hojas de demicasava, hundía su largo hocico para atrapar cualquier cosa que se escondiera allí.

En una súbita explosión, una especie de gallina pelada surgió de la espesura, batiendo furiosamente sus alas carentes de plumas delante mismo de las fauces abiertas del vulpino. El ave se zambulló en una grieta de uno de los claves, dejando que el defraudado vulpino gimiera de frustración, olfateando en busca de una abertura más amplia que no estaba allí.

La vida sigue, pensó Saul, sonriendo. Un juego en el cual los participantes sólo comprenden confusamente sus posiciones en el conjunto.

Llenó sus pulmones con los ricos aromas vivientes. Se han logrado muchas cosas desde la guerra del afelio. Así debía ser, en más de treinta años. El hombre y el medio ambiente, adaptándose mutuamente.

La caverna LeGrand era una de las tres cámaras naturales en las que se ponían a prueba las nuevas peculiaridades del cada vez más complicado ecosistema de Halley. En otras cámaras, humanos y mecánicos cuidaban otros tipos de vida menos complicados, más pacíficos: huertos, granjas y criaderos de langostas. Pero este lugar era uno de los favoritos de Saul. Allí era donde experimentos diversos se autorrelacionaban, donde comenzaban nuevas y asombrosas soluciones.

El vulpino, un producto basado en genes de zorro pero tan modificado que ahora resultaba casi irreconocible, captó otro olor y profirió un penetrante chillido. Planeó alrededor de uno de los árboles columna gigantes, los cuales entrecruzaban la cámara en cada ángulo como radios o grandes riostras.

Los árboles no se limitaban a sostener las paredes de la caverna LeGrand, sino que además cumplían otras funciones, pero ese papel llegaría a ser crucial pasados pocos meses, cuando el cometa Halley se precipitara en dirección al sol, hacia su más peligroso y posiblemente último paso por el perihelio.

Saul tocó el tronco del más cercano, de un metro de anchura, que despedía una luz fría y brillante, fruto de estrechas franjas de corteza bioluminiscente. La energía de los generadores de fusión de la colonia corría directamente dentro de aquellos gigantes logrados genéticamente. Una parte de la electricidad se dedicaba a nutrir las funciones vitales de los árboles. El resto aparecía como un suave brillo que bañaba la cámara desde todas direcciones, conduciendo la fotosíntesis.

Los árboles habían sido una deliciosa sorpresa para Saul cuando despertó de otra década de sueño, hacía un año. Era evidente que los colonos habían trabajado. El arte de adaptar la vida y dirigir el ecosistema había sido impulsado notablemente por los que permanecieron despiertos desde el afelio. Por supuesto, siempre habían estado presentes dos o tres de los clones, que eran casi duplicados de Saul, para prestar ayuda. En cierta medida, él había intervenido en la mayoría de prodigios de aquella cámara, a través de sus versiones más jóvenes que compartían muchos de sus recuerdos y capacidades. Podía decirse, de hecho, que él era el inventor de los árboles columna…

Sin embargo, había en su interior un impenitente individualista que rechazaba la idea. Por muy metafísico que me ponga, sé quién es «yo». Contempló al vulpino e inspeccionó el resplandeciente árbol columna con cierta envidia. Eran hermosos.

Se alegró de que la gallina huyera. El ave desnuda había sido uno de sus propios diseños.

Una débil vibración impulsó el tronco del árbol columna hacia su mano. Halley temblaba ya con más y más seísmos, a medida que el calor del sol, cada vez más próximo, se filtraba a través de la corteza helada. Estampidos distantes anunciaban el súbito cambio de estado de pequeñas extensiones de hielo amorfo, que estallaban cerca de la superficie, arrojando al espacio polvo, rocas y piedras entre enormes nubes de vapor. Día a día, los retumbos se hacían más fuertes.

La brumosa nube ionizada de la cabellera se había formado ya, cortando la recepción de radio del resto del sistema solar. Las espectaculares colas gemelas ondeaban, intensificando su brillo, ataviándose para el verdadero espectáculo del perihelio.

Los árboles columna, las bases del clave y algunos otros de sus logros, serían probados duramente en el transcurso de las semanas venideras. Carl opina que no tenemos muchas posibilidades, pensó Saul. Pero Carl siempre ha sido un haymisheh pesimista. Sonrió, inhalando la rica y densa fragancia de vida. De algún modo, aunque el Ardiente nos haga trizas y nos lance a los brazos del vacío, yo no apostaría en contra nuestra.

Una pequeña criatura púrpura pasó zumbando cerca de su oreja y se posó sobre una orquídea. La flor era casi idéntica a una clase que crecía en los brumosos bosques de la Tierra, pero su color lavanda no se parecía a nada que pudiera verse en el pesado mundo verde. Era una prima lejana de las temibles formas nativas que habían aterrorizado a los humanos, en los antiguos días…, ahora alterada por completo para llenar un hueco útil e inofensivo.

Saul tomó nota mentalmente: Ocuparme de mejorar el sabor de la miel que producen los seres. Había probado la sustancia hacía poco. Era demasiado dulce. Tenía que intentar una variante ácida, que podría ser popular…

Un susurro entre las hojas… Saul miró hacia arriba y vislumbró una pequeña forma que corría por el brillante borde de la columna próxima. Levantó un diminuto y brillante ojo, en el extremo de un pedúnculo, lo miró un momento, pió y se dirigió hacia él, parándose temblorosa al llegar.

Saulie —trinó su débil voz.

Él tendió la mano y la pequeña máquina subió rápidamente por su brazo como una vivaz araña del tamaño de un Chihuahua. Las afiladas patas pinchaban su piel a cada paso.

—Hola, pequeña Ginnie —dijo, saludando a la diminuta mecánico—. ¿Cómo está tu hermana mayor?

La célula ocular pestañeó.

Está bien, Saulie. Virginia dice que quiere hablar contigo. No hay prisa, dice.

Él sonrió. Virginia podría haberle hablado directamente a través de la pequeña mecánico. Al fin y al cabo, ella «vivía» en todas las partes del complejo cibernético que se extendía bajo el hielo. Pero el inmenso programa que retenía su esencia principal había decidido, por alguna razón, hacer eso lo menos posible. Oh, había un pedacito de ella en cada una de las máquinas, empezando por las pequeñas «Ginnies» hasta llegar a los mecánicos médicos que podían garabatear y charlar. Pero si querías hablar con Virginia, por lo general debías hacerlo desde algún sitio particular que ella eligiera.

—De acuerdo. Dile a tu dueña que hablaré con ella en el parque Stormfield.

El minúsculo robot zumbó, consultó y replicó:

¡También es tu amante[9], Saulie!

Él soltó una carcajada. Ciertamente, aquel modelo no era capaz de embromarle con retruécanos. Virginia debía de haber estado escuchando.

—Eres bonita —le dijo—. ¿Por qué no nos vemos cuando mamá no mire, tú y yo?

¡Bestia! —una pequeña mano-pinza bajó y le pellizcó el brazo.

—¡Au! —Pero la mecánico se escabulló antes de que pudiera sujetarla, y desapareció un instante después, entre el follaje.

Podría construir una criatura para atraparte, pensó. Si viviéramos para siempre, tú con tus máquinas y yo con mis animales… ¡Cuántos juegos podríamos compartir!

Si viviéramos para siempre.

Saul suspiró. Se dio la vuelta, aseguró los pies contra el gran árbol, y se impulsó a través del enrejado de troncos adornados con franjas de un brillo intenso en sus cortezas que se entrecruzaban hacia una salida que era como la mezcla de una clásica esclusa de aire y la válvula de un gigantesco corazón vivo.

Las galerías estaban más oscuras y un poco más frías que las cámaras de vida. Las bolas lumínicas consumían pequeñas cantidades de electricidad extraídas del generador de fusión de la colonia, formando suaves islas de luz a lo largo de los corredores revestidos de verde de Halley.

Hacía mucho tiempo que Saul se había acostumbrado a las temperaturas por debajo de la congelación, y normalmente llevaba poco más que una túnica y calzado con tachuelas para hielo. El frío apenas importaba, siempre que se comiera bien y se pudiera dormir con una manta tejida con la suave seda de los gusanos de morera-mutada.

De todas formas, ahora todos ellos habían desarrollado pieles que irradiaban poco, conservando la mayor parte del calor del cuerpo en el interior… Otro producto de simbiosis meticulosamente lograda.

El proyecto más importante de Saul era un organelo que tuviera realmente un puesto dentro de las células humanas… Algo semejante a la mitocondria, sólo que más pequeño. Permanecería dormido la mayor parte del tiempo, pero con los estímulos adecuados, tales como un rápido descenso de la temperatura, elaboraría glicógenos y proporcionaría protección para permitir la congelación sin dañar los billones de células corporales.

Si funcionaba, las cápsulas de sueño se convertirían en algo obsoleto. Cada persona llevaría siempre consigo la capacidad de acomodarse en un nicho helado y echarse a dormir, esperando que pasaran los años, las décadas, los siglos si era necesario.

Se tardaría mucho tiempo en desarrollar algo de tanta importancia. No era tan fácil como modificar un organismo preexistente, tal como un zorro o una gallina. Eso era interferir en los trabajos de la propia química celular.

Sin ninguna garantía de que vivieran más de un mes, Saul se preguntaba a veces por qué estaba trabajando en ello con tanto empeño.

Es un regalo, por supuesto, había, llegado a comprender. La Tierra lo necesita tanto como nosotros. La técnica significaría el acceso a las estrellas.

Podría ser un regalo de despedida, puesto que los meses venideros estaban llenos de riesgos. Y aun cuando sobrevivieran al perihelio, y enhebrasen la estrecha aguja del subsiguiente encuentro con Júpiter para entrar en una órbita de corto período, no existía ninguna garantía de que las autoridades de la Tierra hubieran cambiado de idea respecto a dejar que los «portadores de plagas» fijaran su residencia en el sistema solar interior.

En todo caso, Saul había planeado que sus datos se lanzasen en una cúpula controlada por mecánicos, devolviendo a la gente de Fobos el favor que les habían hecho en el siglo anterior.

No permitas, oh Señor, que lleguemos a olvidar los mundos rocosos…, o lo que fuimos una vez.

Se detuvo un momento en el centro médico para comprobar los progresos que se hacían al deshibernar a más «casos terminales», aquellos que en otros tiempos se consideraron desahuciados, pero ahora con posibilidad de tratamiento mediante las nuevas técnicas.

Había pocas cosas que él pudiera hacer allí. Ishmael, el clónico de Saul que estaba al mando, parecía saber mucho mejor que él cómo iban las cosas. Ahora, su equipo y él estaban trabajando sobre Nicolás Malenkov… Reparando daños que habían parecido incurables hacía una eternidad.

Nick se va a llevar algunas sorpresas, pensó Saul, mientras miraba a su amigo. Parecía joven y fuerte, al estilo de la Tierra, aun después de pasar tanto tiempo en las cápsulas. Es otro mundo, Nick. Espero que te guste.

El parque Stormfield estaba atestado. A medida que la gente salía de las cápsulas, la población se iba aproximando a los niveles planeados en el pagado, cuando el capitán Cruz y Bethany Oakes habían zarpado con cuatro remolcadores a vela y el viejo Edmund Halley para desafiar a lo desconocido.

La cámara era más pequeña que la caverna LeGrand. Tenía bastantes menos árboles columna, pero estaban alineados con un criterio estricto. La vegetación era menos exuberante, más controlada.

En un extremo del área cilíndrica, la rueda centrífuga del viejo Edmund, que había sido restaurada y puesta de nuevo en funcionamiento, giraba lentamente, como la noria de un parque de atracciones. Los laboratorios dedicados a procesos que necesitaban realizarse en gravedad ocupaban aún dos de sus cuadrantes. Pero el resto tenía ahora los laterales abiertos, donde se habían plantado robles y arces enanos. Era como una zona de la vieja Tierra, arqueada y colocada en el interior de una inmensa e irreal bóveda.

La fuerza centrífuga de la rueda equivalía a sólo una vigésima parte de la atracción terrestre, pero era suficiente. La gente iba allí para practicar el antiguo arte de «caminar»…, de sentarse bajo un árbol y observar cómo caían las cosas.

Mientras se acercaba a los rodantes linderos, Saul oyó un sonido poco frecuente y muy apreciado. Niños que reían pasaron rápidamente por su lado, dirigiéndose al círculo, patinando en la suave arena de un área de descenso, mientras el enorme cilindro giraba y giraba.

Tenían mucho mejor aspecto. Sin embargo, las larguiruchas figuras no parecían muy humanas. Sólo algunas podían hablar.

Después del afelio, todas las infortunadas y deformes criaturas habían sido hibernadas, y no había nacido ninguna más. Las guerras habían acabado con la prolongada rivalidad entre ortos y percells, dejando que la razón prevaleciera. Hasta que los problemas del desarrollo fetal y post-natal en el ambiente cometario fueran resueltos, se consideraba inhumano traer criaturas al mundo.

Las razones de por qué los hombres tenían muchas más dificultades que otros animales eran complejas, pero Saul y sus ayudantes habían resuelto el problema hacía más de diez años. Teóricamente, aquel parque podía llenarse de las risas de niños sanos.

Pero con el perihelio en perspectiva, había otra razón para aplazarlo. Los niños merecían un futuro y, en aquellos momentos, pocos creían de veras que habría uno.

Saul nadó a través de un reluciente lindero y subió a bordo del jardín giratorio, con agilidad. Mientras se aseguraba y absorbía el impulso rotativo, una imagen holográfica se formó a su espalda, ocultando el resto de la sala. De pronto fue como si se encontrara en un parque de la Tierra. Edificios urbanos sobresalían tras una zona boscosa, en una dirección. En otra, podía entreverse el brillante centelleo de un mar soleado.

Para que no olvidemos.

En dos ocasiones más, en el transcurso de los largos años, habían llegado ráfagas de datos técnicos, enviados por benefactores sin nombre del sistema solar interior. Proyecciones de exhibidor como ésta, descendientes lejanas de los paisajes murales, figuraban entre los más asombrosos de los regalos… Pruebas de que no todos aquellos que moraban bajo el Ardiente habían olvidado el parentesco o la compasión.

Eran ellos, en parte, la razón de que Saul estuviera trabajando en los organelos de suspensión-hibernación. Personas así se merecían las estrellas.

Paseó bajo las ramas de los árboles enanos, cruzándose con viejos amigos que le saludaban con afables inclinaciones de cabeza, y otros que apenas conocía a causa de sus desincronizados períodos de trabajo.

Aquello se parecía mucho a las visitas al parque de su juventud. Desde luego, no engañaba a nadie. ¿En qué lugar de la Tierra se vería a una persona con la piel teñida de azul jugando al ajedrez con un ser de apariencia humana cubierto de hongoides verdes y liquen simbiótico amarillo?

Diversidad, experimentación. Así es como hemos aprendido a vivir.

Dejó atrás la estatua de Samuel Clemens, que había puesto nombre al parque, y llegó a una cortina de agua…, o a una casi perfecta imagen holográfica de gotitas que se difractaban en arco iris, manando de tazones de alabastro. La fuente ilusoria se dividió sin mojarle, y Saul entró en una oculta zona privada.

Debajo de un colgante toldo de sauce, se levantaba una diminuta casa de té oriental, circundada de rododendros. Saul se sentó, con las piernas cruzadas, ante un claro estanque, y observó a la carpa que estaba dentro levantando espuma en el agua pesada[10] al agitar sus colas.

Aquí reinaba la tranquilidad. El retumbar de los cojinetes de la enorme rueda, el soplo amortiguado de los ventiladores…, eran sonidos cuya existencia él conocía intelectualmente. Pero hacía mucho tiempo que se había habituado a ellos y dejado de percibirlos, como ocurre con los latidos del corazón, que sólo se hacen presentes de vez en cuando.

—Hola, Saul.

Levantó los ojos cuando ella salió de la casa de té, con un holgado quimono ondeando en torno a sus piernas bronceadas, y las sandalias crujiendo en el camino arenoso. Se estaba secando el pelo negro con una toalla.

Siempre le sorprendía encontrarla así. Su cuerpo hacía mucho tiempo que formaba parte del ecosistema. Y, no obstante, irradia belleza al caminar.

—Hola a ti también —repuso—. ¿Qué tal el agua?

Ella sonrió y se acomodó en la hierba, a menos de un metro de distancia. '

—Magnífica. Un poco picada. Pero había un oleaje de metro y medio y cresta. Un surfing estupendo.

Sus ojos se encontraron. Risa silenciosa. ¿Qué es ilusión? Se preguntó Saul. ¿Y qué es realidad?

La diferencia era evidente en sólo un aspecto. Virginia se hallaba tan cerca y tan visible como una mano extendida. Pero él no podía tocarla, y ni podría nunca más.

—Tienes buen aspecto —observó ella.

Saul se encogió de hombros.

—Envejeciendo día a día.

—¿Incluso con el perfecto sistema simbiótico? —bromeó ella.

—Incluso con el perfecto sistema simbiótico, sí. Uno debe preguntarse si eso es realmente importante. O si vale la pena preocuparse por el tiempo y la edad. —La miró con atención, porque aunque ella controlaba las imágenes casi a la perfección, su cara sólo le ocultaba las mismas cosas que siempre le había ocultado. Era misteriosa. Y un libro abierto para él.

—Podría tener importancia. —Su mirada era distante—. Podríamos conseguirlo.

—¿Incluso pasado el perihelio? —La miró con escepticismo.

Ella observaba al pez, el agua real que no podía tocar o perturbar excepto con luz y sombra.

—Quizá. Si lo conseguimos, se planteará todo un nuevo conjunto de desafíos. Durante los últimos treinta años, he llegado a comprender que el tiempo podría prolongarse hasta la eternidad para mí, si así…

Él suspiró, sintiendo que podía leer sus pensamientos.

—Mis clones poseen la mayor parte de mis recuerdos, y mi buen gusto en cuestión de mujeres. Todos ellos te aman, Virginia.

Ella sonrió.

—Todos mis mecánicos también te aman a ti, Saul.

Sus ojos se encontraron de nuevo, con ironía y pérdida controlada.

—¿Así nu? Saul se echó hacia atrás —. Querías decirme algo.

Ella asintió, y su simulación respiró profundamente.

—Old Hard Man ha muerto.

Saul se echó hacia atrás.

—¿Suleiman? ¿Ould-Harrad?

—¿Qué podía esperarse? Nunca volvió a las cápsulas tras las guerras del afelio… Permaneció en continua vigilancia para asegurarse de que éramos fieles a nuestro pacto, de no dirigirnos a planeta alguno, salvo a Júpiter en trayectoria exterior. Era muy viejo Saul. Su gente le llora.

Saul bajó la vista y sacudió la cabeza, preguntándose cómo sería Halley sin el místico de las extensiones inferiores.

¿Quién tendría el valor de recordarle a Saul que no era, al fin y al cabo, nada que se pareciese, siquiera ligeramente, al auténtico Creador?

—Te dejó un legado —prosiguió Virginia—. Te espera en la Profunda Gehena.

—Nunca he estado ahí abajo. —Saul sintió una extraña sensación. ¿Se trataba de miedo? Había olvidado cómo era esa emoción, pero debía de ser semejante a lo que estaba experimentando.

—Yo tampoco —susurró Virginia.

Ninguno de sus mecánicos se había aventurado nunca hasta el interior de las extensiones más profundas del núcleo del cometa, en donde las cosas más misteriosas se refugiaban en la completa oscuridad. Se estremeció.

—Un guía te estará esperando en la base del Pozo 1 —continuó—, a las cinco y media, mañana. Yo… —Miró hacia arriba y sus ojos se desenfocaron durante un momento—. Ahora tengo que irme. Carl y Jeffers necesitan preparar un simulacro, uno importante. —Se alisó el quimono sobre las piernas bronceadas—. Es hora de que me quite este cuerpo y me quede en electrones.

Él se levantó al mismo tiempo que ella. Se miraron. La mano de Saul se levantó, se extendió.

—No —susurró ella; su voz se había vuelto tensa y baja—. Saul…

Sus dedos no llegaron a tocar la tersura que parecía ser su mejilla. Por un momento, las puntas brillaron con una llamarada rosa, y él sintió, casi…

—Vuelve pronto. —Ella suspiró—. O al menos llámame y habla conmigo.

Entonces, con un revuelo de seda, se fue.

Sus nuevos gibones, Simón y Shulamit, se colgaron a él cuando siguió al guía, un hombre que en otro tiempo se había llamado Barkley y había dirigido invernaderos para las factorías orbitales de la Tierra, antes de ser exiliado en una misión de ida en el espacio profundo. Ahora Barkley era su propio invernadero…, su propio habitat. Vestía un ecosistema de fibras verdes y naranjas, y se alimentaba de esto y aquello… Un poco de luz aquí, una pizca de materia carbonosa nativa allá…

Algunos tipos de simbiosis me asustan incluso a mí, pensó Saul, mientras navegaban por un laberinto de pasadizos angostos y llenos de curvas que los introducía cada vez más en el hielo. A pesar de lo débil que era el campo gravitatorio de Halley en la superficie, Saul pudo sentir que su atracción disminuía hasta que fue imposible apreciarla. Aquello era el núcleo, el centro. Allí abajo se había formado el primer grano, hacía cuatro mil quinientos millones de años, dando inicio a un proceso de acreción a medida que se acumulaban más y más pedacitos, fusionándose y convirtiéndose en una bola de materia primordial. La sustancia del espacio profundo.

Se deslizaron a través de los gruesos y aceitosos opérculos de una planta de hojas cerradas… Vegetación que actuaba de forma muy parecida a una esclusa de aire, puesto que reaccionaba ante una rotura adhiriéndose una hoja sobre otra hasta que el aire quedara encerrado herméticamente en la parte intacta. Era una técnica efectiva, pero Saul seguía sintiéndose incómodo mientras se arrastraban entre la masa pegajosa. Los gibones temblaban, pero lo soportaban sin una queja.

Allí, la energía de las pilas de fusión estaba racionada, utilizada en cantidades insuficientes. A la pálida luz de su bola lumínica, los pasadizos brillaban como él los recordaba de los primeros tiempos, con la oscura y moteada belleza de la roca carbónica nativa y la nieve claturelina. La nariz de Saul se contrajo ante el olor, similar al de almendras, del cianuro y los óxidos de nitrógeno que le resultaba agradable debido a los simbiontes creados genéticamente en su sangre, pero más fuerte de la que recordaba.

Se detuvo para tomar muestras de algunos lugares a lo largo del camino. Y cada vez su guía le esperaba paciente, imperturbable.

Los vestigios se enriquecen a medida que nos vamos adentrando…, como vengo sospechando hace años.

No tenía mucho sentido, desde luego. ¿Por qué las formas de protovida intensificaban su presencia en el material primitivo cuando a más profundidad se encontrara éste, en donde las olas periódicas de calor de los pasos sucesivos por el sol nunca penetraron? Era un misterio, pero allí estaba. Ciertamente, las formas de mayor complejidad se habían desarrollado en lo más alto, pero la materia básica presentaba su máximo espesor cerca del núcleo.

Suspiró. Preguntas. Siempre preguntas. ¿Cómo podía la vida ser tan amable, y tan cruel, para ofrecer tantos misterios y dar tan poco tiempo, tan pocas pistas, para aclararlos?

El viaje continuaba, pasando por estrechas cavidades donde podía ser vista alguna esporádica figura cubierta de verde, cuidando de un jardín de setas gigantes, o sentada ante una pequeña y brillante consola, trabajando para la colonia, pero en la zona elegida por ella.

Saul se sentía encerrado. El hielo era pesado, masivo en todo su alrededor. Era opresivo, malsano, oscuro. Estamos cerca, muy cerca del centro, notó.

—Hemos llegado. —Barkley se deslizó a un lado. Saul miró dubitativo un angosto túnel que apenas dejaba pasar a un hombre. Se aclaró la garganta.

—Quedaos aquí, Simón, Shulamit.

Los gibones enanos parpadearon con tristeza. Tuvo que desprenderse de ellos y colocarlos sobre el muro. Le observaron con ojos desorbitados cuando se inclinó y entró a gatas en el húmedo pasadizo.

La sensación de claustrofobia aumentaba a medida que avanzaba. Las paredes y el suelo habían adquirido una helada lisura a causa del roce de incontables peregrinajes. De algún modo, hacía mucho más frío en el túnel que en los pasadizos exteriores. Fueron sólo unos metros, pero cuando apareció una suave luz delante de él ya era presa de una aguda tensión.

Al alcanzar la abertura, se limitó a mirar durante unos momentos.

Cuatro minúsculos fósforos lumínicos brillaban con luz tenue en las esquinas de un féretro de piedra tallada. Sobre el mismo yacía una figura con forma de hombre. Suleiman Ould-Harrad.

Saul entró flotando en la cámara. No había gravedad que tirase de él. Carecía de peso por completo.

Agarró un cuerno del féretro semejante a un altar. Las simbióticas formas de Halley se habían desprendido, dejando a Ould-Harrad con el aspecto de un hombre viejo que se había ido a descansar tras muchos más años de los que él hubiera querido. Sus ojos, cerrados en el sueño final indicaban una severa dedicación a su gente y a la divinidad que tanto lo había frustrado, pero también alentado.

Saul lo respetaba recordando.

Después, miró a su alrededor. Virginia había dicho algo de un «legado». Y, no obstante, la cámara estaba desnuda, vacía, excepto por los fósforos lumínicos, el cadáver y el féretro tallado.

—Espera un minuto… —murmuró Saul. Giró, poniéndose cabeza abajo y observó la piedra con más detenimiento—. No… no lo creo.

Rebuscó en el cinturón y extrajo la linterna, que rara vez usaba. Su nítido haz le cegó durante un momento. La enfocó hacia abajo mientras parpadeaba para liberarse de los puntos que enturbiaban su visión.

Entonces tocó la piedra, asombrado, su mano brillante bajo la estrecha luz, pasando los dedos por contornos leves pero claramente simétricos. Su voz sonó ahogada.

—Esto es lo que halló Suleiman cuando buscaba su verdad en el corazón del cometa. Esto…

Esto era un descubrimiento científico, y más.

Esto era asombroso.

Encontró las costillas de una antigua criatura marina, fosilizada en roca sedimentaria. Saul contempló la modelada caja torácica, la boca de bordes toscos, entreabierta, como si hubiera sido atrapada en mitad de la caza, congelada en una hambrienta persecución… Y de repente, supo que la forma que estaba tocando tenía que ser más vieja, muchísimo más vieja que el mismo sol.

A su alrededor, la agobiante presión de billones de toneladas de rocas y nieve se convirtió en nada comparada con el súbito peso de los años.