SAUL
Ya basta. Deja en paz a ese pobre cuerpo.
Saul se apartó con brusquedad de la mesa de tratamiento y puso sus instrumentos a un lado.
—Suspender código azul. Detener los procesos de resucitación —le dijo a los mecánicos médicos que estaban junto a la pálida y cerosa figura que había sido Nicolás Malenkov.
—Mantener la oxigenación de tejido tipo seis, e iniciar preenfriamiento de la infusión de glicógeno para almacenaje indefinido.
Era demasiado tarde para «encapsular por enfermedad» al ruso. Estaba realmente muerto. El único recurso de Saulera preparar el cadáver lo mejor que pudiera y congelarlo del todo en espera de un día en que la descongelación y la cura fueran posibles.
La unidad principal sonó dos veces. Saul, que había estado mirando con tristeza a su amigo fallecido, levantó la vista.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Solicitud de aclaración, doctor —anunció el mecánico médico—. Le ruego indique proporción de la infusión y grado de congelación. Encapsulamiento indefinido requiere también un certificado de defunción.
Asintió. Con unas técnicas clínicas tan oxidadas como las suyas, hubiera sido asombroso que recordara siquiera el procedimiento general correcto.
—De acuerdo, pues. Identificación oral: doctor Saul Lintz, ciudadano de la Confederación de la Diáspora, séptimo médico de la expedición Halley. Número de Código… —Se apretó las sienes con los dedos—. Lo he olvidado. Sácalo de los registros.
—Sí, doctor —asintió rápidamente la máquina.
—Por la presente certifico que el doctor Nicolás Malenkov, ciudadano de la Gran Rusia, segundo médico de la expedición, ha fallecido, sin posibilidad de ser revivido con posterioridad con los medios existentes. Causa: lesión neural periférica masiva, provocada por aguda infección no diagnosticada, que cruzó la barrera sanguínea cerebral tres horas antes. Los detalles y análisis de tejidos se incluyen en el apéndice. Paciente hibernado indefinidamente el día…
Saul levantó los ojos y miró su reflejo en el costado del reluciente mecánico. Estaba pálido, sí, y cansado. Más cansado de lo que mostraba su imagen.
¿Cuál es la fecha? ¿Estamos aún en noviembre de 2061? ¿O ya en diciembre?
¿He olvidado el cumpleaños de Miriam? Sólo hace diez años que murió en Gan Illana. Y sin embargo parece que ha pasado un siglo.
A veces le parecía que estaba luchando por un solo motivo… para que Virginia pudiese llegar a los veintinueve años. Si pasados seis meses todavía estaban vivos, pondría una vela más en su pastel. Tras esto, él encontraría una nueva prioridad. Sólo una cada vez.
—Añade la fecha. Y selecciona el procedimiento de hibernación para casos de lesión neural que más se suela usar —le dijo al mecánico.
—Sí, doctor. —La máquina consultaría el computador principal de la expedición, situado en el Edmund Halley, y se haría cargo de los detalles.
Era poco probable que la ciencia médica aprendiera a revertir semejantes traumas masivos en ochenta años, ni a descongelar cuerpos que habían alcanzado la solidez del hielo. Sin embargo, tenía que ofrecerle a Nick esa oportunidad.
En cualquier caso, la hibernación indefinida no requería supervisión humana. Deja que se ocupen los mecánicos. Sí, cuando volvamos a casa, sería preferible que los procedimiento empleados para enfriar y almacenar el cuerpo fueran lo más estándar posible.
Saul se volvió para abandonar la sala de tratamiento, dejando tras él el zumbido del proceso automático. Cuando la puerta siseó al cerrarse, apoyó la espalda contra la pared recubierta de fibra. Le pesaban los brazos, incluso en la débil gravedad. Sus senos nasales palpitaban.
¿Y bien?, preguntó. ¿Qué piensas hacer? ¿Convertirte en una enfermedad real y matarme? ¡O dejar de fastidiar y largarte!
¡Llevaba ocho semanas pendiente del maldito resfriado! En toda una vida llena de pequeños achaques provocados por uno u otro virus, jamás había padecido algo realmente serio. Pero ahora aquel dolor sordo y persistente estaba dominándolo.
Sacudió la cabeza para despejarla. ¡Decidios de una maldita vez!, le dijo a los microbios, sin que le importara que fuesen un azote cometario o adquisiciones más vulgares de una cálida y fecunda Tierra. En aquel momento, no le parecía poco científico otorgar personalidad a sus parásitos. Los odiaba.
Pobre Nick Malenkov, sobrevivido por el hombre a quien estuvo a punto de hibernar. Trató de recordar al brillante y gigantesco ruso, tal y como lo había conocido en vida, pero fue en vano. No pudo ver otra cosa que la pálida flojedad de unas mejillas sin movimiento… el vacío de unos ojos que ya no reflejaban pensamiento alguno.
Oh, Dios, imploró. No dejes que a Virginia le ocurra algo así.
Dos días antes, ella había desobedecido las órdenes al entrar en su habitación; y según ciertas reglas, cometido un acto de violación totalmente desvergonzado. Las débiles protestas de Saul habían sido ahogadas bajo su cálido cuerpo y su ardiente boca mientras compartía toda su microfauna, haciendo inútil cualquier argumento posterior acerca de protegerla del contagio.
Una mujer decidida. Desde entonces, apenas se había separado de él, excepto durante los turnos de catorce horas. Saul estaba preocupado, pero no podía negar que también contento.
Es su decisión, pensó. Y Carl Osborn tendría que aprender a vivir aceptándola.
Al menos el tiempo que les quedaba a los tres.
El día anterior había ayudado a hibernar a un febril y delirante Vidor. En esta ocasión, afortunadamente, pudieron ocuparse a tiempo del pobre muchacho. Lani Nguyen estuvo presente, sin necesidad. La falta de interés de Carl, la había hecho coquetear un poco con Jim. Ahora estaba tan sola como antes.
Su zumbador de pulsera sonó. Los mecánicos de la cámara de recuperación estaban avisándole.
Basta de holgazanear, se dijo. Por fin, debía de haber despertado alguien. Uno de los seis primeros.
Pon buena cara, se recordó, mientras se colocaba las prendas aislantes. Al calzarse las botas antisépticas, levantó el vendaje que le cubría el tobillo izquierdo.
La cicatriz casi se había secado. Todavía no estaba seguro de cómo se había herido durante la frenética lucha con los púrpuras en la cámara de sueño uno. Al principio, creyó que era una picadura de aquellos horribles gusanos nativos, pero después de lo ocurrido a Peltier, Ustinov y Conti, comprendió que era imposible. Se había producido hinchazón y dolor, pero luego desaparecieron.
Nada más que un rasguño, supongo. De todas formas, un hombre como yo no morirá de la picadura de un púrpura. Y aquí hay muy poca gravedad para que me ahorquen.
Le picaba la nariz.
Probablemente moriré de un ataque de estornudos.
Saul terminó de prepararse. Se puso un casco aislante y entró en la cabina que exhibía una luz verde intermitente sobre la puerta.
Sin duda, alguien había despertado. Era Bethany Oakes, la primera persona escogida tras la muerte del capitán Cruz. La adjunta a la jefatura de la expedición había sido un caso complicado. Su descongelación no resultó fácil.
La hibernación no era una función humana natural. Para inducirla, se requerían complejas y masivas dosis de drogas que sumían al cuerpo en un estado de sueño profundo, parecido a la muerte, reduciendo el metabolismo y el pH, enfriando los tejidos hasta casi un grado por encima de la congelación. El proceso no tenía nada de rutinario, incluso después de haberlo utilizado durante décadas en los vuelos espaciales. Experimentarlo en los largos viajes interestelares había sido uno de los sueños de Miguel Cruz Mendoza. Se suponía que era otro regalo de la expedición Halley a la gente de la Tierra.
Trabajando solo, con un instrumental que podía estar o no estar contaminado con formas de Halley, Malenkov había escogido el método de descongelación lenta, que le permitía al paciente salir del sueño de forma natural. La decisión había sido discutible. Tal vez resultase más seguro, pero implicaba la posibilidad de que los escogidos despertasen sin encontrar a nadie con vida para recibirlos.
Bethany Oakes seguía siendo una mujer voluminosa. No era habitual que tres semanas de hibernación bajo un gota-a-gota alterasen mucho esa característica. Pero sus párpados se veían ya oscurecidos por el azul intenso producido por el sopor de las cápsulas. Cuando Saul se acercó, se esforzaron por abrirse. Sus pupilas se contrajeron desigualmente ante la luz.
Oscureció los paneles de pared y cogió un cuentagotas lleno de fluido electrónicamente equilibrado para humedecer sus labios. Su lengua asomó con rapidez, extrayendo el dulce líquido.
Bien, pensó él. Aquel acto reflejo era una prueba empírica que Nicolás le había enseñado. Un signo de evolución favorable.
Los ojos empañados parecían reflejar una lucha, la de una mente que se esforzaba en salir de los confines del frío.
—¿S-Saul…? —Su voz apenas era audible.
—Sí, Bethany. Soy yo, Saul Lintz. —Se inclinó hacia ella.
—¿Estamos ya… —tragó saliva y sonrió desmayadamente—. ¿Estamos ya en el afelio?
Saul parpadeó. Por supuesto, no estaba prevista que la segunda en el mando de la expedición fuera deshibernada hasta pasados treinta años, cuando el cometa hubiera alcanzado el punto más alejado del sol, cuando la colonia volvería a estar brevemente ocupada preparando la maniobra que les haría rebasar Júpiter a toda velocidad, hacia el encuentro con los cosechadores que estarían esperándolos, unas cuatro décadas después.
¡Cómo podía decirle que sólo habían transcurrido treinta y tres días!
Sacudió la cabeza, deseando tener mejores noticias, y preguntándose cómo empezar.
Sonrió y, con todo el tacto que pudo reunir, dijo:
—No, Betty, no del todo…