CARL

Halley estaba suspendido en la oscuridad. Hacía mucho tiempo que el Hombre le había robado su rotación, y ahora iluminaba su cabeza con fuegos caprichosos.

Carl observaba el desarrollo de la batalla mientras se aproximaba lentamente. Habían transcurrido más de tres horas desde que se separó de Virginia. Por mutuo acuerdo, habían evitado comunicarse. Ello hacía el viaje solitario y triste, puesto que podía oír el estruendo disperso de la contienda, los gritos agudos y los latidos discordantes de las microondas en sus lóbulos laterales, pero sin conseguir formarse una idea clara de su significado, de cómo se desarrollaba la batalla. Había tratado de concentrarse en los gritos, no sólo porque necesitaba conocer la situación cuando tomara tierra, sino también para mitigar su propia cólera.

Exploró el paisaje que iba aumentando de tamaño con una proyección telescópica en su placa facial. Los cuerpos de los arcistas muertos yacían tumbados cerca del ecuador. Las laderas de las colinas presentaban numerosos socavones producidos por los láseres, pero ahora los pertenecientes a los arcistas parecían estar fuera de combate. Descubrió uno roto en el interior de un tubo destrozado. Los impulsores habían demostrado ser más efectivos que los toscos láseres soldadores. A lo lejos, hacia el sur, Carl pudo ver una fila de arcistas que rodeaba cinco emisores de microondas. La pantalla se concentraría allí abajo. Los ubers estaban avanzando, combatiendo. Se desplegaban hacia el sur, desde el ecuador, persiguiendo a grupos heterogéneos a lo largo de una línea de montecillos y herrumbrosos escoriales. Todo el mundo se mantenía a cubierto ocultándose en los remolinos de polvo, utilizando cualquier protección posible. Los ubers parecían mejor preparados. Maniobraban y disparaban con eficacia, cubriendo a sus avanzadillas con armas personales.

Ella sabía que yo nunca estaría de acuerdo, de modo que ni siquiera discutió.

La idea de Virginia era excelente, y ella comprendió sus implicaciones desde el momento en que se la concebió Carl lo recordaba todo con nitidez, con pesar.

Él había pensado en unir sus cinturones y luego activar sus reactores hasta que se agotasen. En ese momento, Virginia se separaría, lo dejaría; encendería los suyos y llegaría a Halley. De todas formas, aquello no les haría ganar mucho tiempo. Y además sería complicado, puesto que sus reactores no arderían siguiendo el eje del sistema formado por los dos cuerpos, con la consecuencia del desperdicio del combustible que ella tendría que gastar para mantener la dirección.

La alternativa de Virginia era sencilla. Se ataron con una cuerda de cien metros y Carl apuntó con exactitud sobre la forma de patata de Halley, diez veces mayor que la luna vista desde la Tierra, pero a ciento cinco kilómetros de distancia, que se encogía rápidamente, visiblemente. Carl había programado su traje para que emitiera una señal clara cada vez que su velocidad se opusiera al vector de Halley. Tensaron la cuerda y estaba a punto de poner en marcha sus reactores cuando. Virginia encendió los suyos.

—¡Eh! —había gritado— ¡Apaga!

—No, esto es mejor… Yo gastaré mi reserva.

—¡Maldita sea! ¡Para!

—No, Carl… piénsalo detenidamente. —Habían ya empezado a girar, el uno alrededor del otro, cuando los propulsores de Virginia adquirieron su momento angular.

—¡Voy a encender también! —gritó él.

—Es una estupidez. Malgasta tus reservas y moriremos los dos aquí colgados.

—No, no puedo…

—Puedes igualar las velocidades y hacer el viaje con un mínimo de combustible. Y te desenvolverás mejor cuando bajes a ese manicomio. Sabes que es verdad. No me estoy autosacrificando. Nada de eso. Yo lo arruinaría todo y acabaríamos los dos como carámbanos.

—Mi masa es superior a la tuya —había exclamado, furioso—. Mi velocidad será más baja que la que tú podrías adquirir… De modo que tardaré más tiempo. Es simple dinámica.

—Estoy hablando de habilidad, no de las leyes de Newton. Tú puedes hacerlo, Carl, y sabes muy bien que yo no.

—Cono, no dejaré que tu…

—Demasiado tarde.

Al otro lado de los cien metros, ella se balanceó alegremente mientras las estrellas giraban a su espalda. La cuerda los unía, como un cordón umbilical. La fuerza centrífuga lo inclinaba hacia atrás, como si estuviera suspendido del ombligo.

Se esforzó por pensar con claridad. Tenía que haber una forma de detenerla.

—No puedes…

—Estoy conectando la señal.

—¿Qué?

Así que ella había establecido el mismo programa de búsqueda vectorial, sólo que apuntando al lado opuesto de donde él lo había hecho en el círculo que formaban los dos. Sus señales habían llegado regular e inútilmente, y ahora…

—Estoy a dos por ciento —emitió ella—. Voy a lanzarte.

Virginia remontó contra el enloquecido remolino de estrellas, el único punto fijo en el universo centrífugo de Carl, y él oyó su propio pitido ritual bip, sabiendo que el de ella llegaría unos cinco segundos más tarde.

—Espera, tiene que haber…

—No pierdas el tiempo. Carl. ¡Vuela deprisa!

Ella soltó la cuerda con un corte decisivo.

Sintió la sacudida como una súbita liberación, un retorno a la caída libre. Al mirar hacia arriba, vio que ella le había cortado en el momento preciso. Halley colgaba en lo alto, como una mancha opaca.

Y debajo de él, entre sus botas separadas, Virginia oscilaba con pausada y sombría gracia. Le alarmó la rapidez con que disminuía, un punto azul tragado por el inmenso espacio entre soles ardientes…

… Tres horas antes. Expulsó el recuerdo. Debía haber encontrado una forma de impedírselo, de impulsarla hacia el Halley… Pero cuando ella hubiera consumido su combustible, habría quedado atrapado. Virginia siempre había sido más rápida, y quizá esta vez le asistía la razón. Ahora, él tenía que demostrarlo, bajar a la superficie y encontrar la manera de rescatarla.

Ya se acercaba. Halley parecía llenar el cielo. Momentáneos resplandores azules alumbraban su rostro cubierto de cicatrices. Las bocas de los pozos estaban obstruidas con hielo, selladas para evitar que el personal del interior participara en la batalla. Pequeños láseres defendían las agro cúpulas, manteniéndolas aisladas.

¿Se habrían unido tantos a la conspiración de Sergeov si hubieran imaginado las implicaciones de su plan?

En su camino de regreso, Carl había tenido mucho tiempo para pensar. Estaba claro que, dinámicamente, era más lógico tener a la Tierra como objetivo que a Marte. La mayor gravedad de la Tierra les ayudaría y la atmósfera más densa era más adecuada para el aerofrenaje. Sin embargo, los que regresaran necesitarían muchos pases antes de reunir la suficiente velocidad para igualar las órbitas o aterrizar.

¿Y la Tierra permanecería cruzada de brazos mientras ellos giraban a su alrededor, una y otra vez? Sí, la podrían intimidar una vez con la amenaza de las bombas de plagas, pero eso no podía durar.

Algunos se han unido a Sergeov porque creen que es el único camino para sobrevivir. Y no les importa el precio.

El precio, en este caso, sería alto.

Para evitar que la Tierra interfiera, que se tomara venganza, Serveov tendría que destruirla.

Como los dinosaurios fueron destruidos por una tormenta del cielo. Sergeov planeaba llevar a Halley hasta allí con un propósito de muerte.

¿Y qué? pensó Carl con amargura. ¿Acaso la Tierra no nos declaró la guerra?

Un sofisma al cual, Carl, era afortunadamente inmune.

No estoy en guerra con seis mil millones de personas, a pesar de lo que sus líderes me hicieron.

Después de que el Halley chocara contra la Tierra, no quedaría ninguna civilización para contarlo. Los ubers de Sergeov podrían efectuar la maniobra de retroceso lenta y despreocupadamente, sin interferencias.

Quizá planean convertirse en dioses.

Sobre mi cadáver.

Lucharía contra ellos, por supuesto, por muy inútil que pareciese. Pero eso estaba muy lejos de su pensamiento mientras la superficie subía rápidamente hacia él. Sólo había una cosa que le importara: encontrar un mecánico elevador provisto de combustible lo más pronto que pudiera y reemprender el vuelo.

Ella me ha engañado, le dijo otra vez a las estrellas. ¡Por favor, oh, por favor, que conserve la vida hasta que pueda ir a buscarla!

Mientras iniciaba su frenaje, largamente demorado, vio que varios fosos de los impulsores estaban a oscuras. Los escombros cubrían sus alrededores, los manguitos de los tubos de propulsión estaban destrozados como también lo estaban los núcleos de los soportes electromagnéticos, las bobinas de inducción…

Daños enormes. Carl se sintió enfermo ante tanto trabajo perdido, ante la cuidadosa artesanía destruida.

Y en sus oídos resonaban los gritos triunfantes de los ubers. Dos líneas uber, que avanzaban en pinza, convergieron en la hilera de emisores microondas. Sus defensores arcistas se agazaparon, tratando de apuntar a los atacantes con los pesados aparatos en forma de trompeta. Carl pudo oír en el comunicador las veloces ráfagas que salían de ellos como un sssttuuppp sssítuuppp ssst-tuppp. Penachos blanquiazules brotaban en donde las microondas alcanzaban el hielo. Estaban quemando furiosamente sus últimos cartuchos, pero parecía que ya todo estaba decidido.

De pronto, Carl percibió un nuevo indicio de movimiento en los límites de su campo de visión. Desplegándose detrás del núcleo de la fuerza uber, apareció un grupo ruidoso y abigarrado que se movía con rapidez. Otro más pequeño hormigueó hacia la línea ecuatorial, ahora poco guardada por los ubers. Conectó su telescopio. ¿Quiénes eran?

No habían salido de los pozos estrechamente vigilados, sino de las grietas recientes abiertas en depresiones próximas. Nuevos túneles, pensó Carl. Están organizados.

Se esparcieron a través del accidentado hielo. Contó una docena de figuras con impecables trajes negros, de un tipo que nunca había visto, y otros veinte más vestidos con una extraña película verde. No llevaban tabardos y, por tanto, no pudo saber con que facción estaban, si estaban con alguna.

Los recién llegados lucharon con calculada ferocidad, empleando pequeñas y potentes pistolas de mano. Sorprendieron a la línea uber por la retaguardia, destruyendo más armas que personas. Carl se acercó, deslizándose, observando con creciente ansiedad. ¿Qué ocurría? Su comunicador sólo le ofrecía gritos, órdenes incomprensibles y el crepitar de la estática.

¿Quiénes son esos tipos?

Las singulares figuras de verde y de negro rebasaron un impulsor, atacando desde su lado vulnerable. Alguien los había entrenado. En lugar de una descontrolada arremetida, usaban fuego de protección para maniobrar, manteniendo bajas las cabezas de los ubers mientras cada figura avanzaba. Entonces se precipitaron a los fosos, cuando el personal del impulsor trataba en vano de girar su torpe boca para lanzar un nuevo e inesperado ataque.

No funcionó perfectamente. Las pulsaciones de láser alcanzaron algunos atacantes y arrojaron gotas de sangre al vacío. Los impulsores más alejados acribillaban el hielo con ráfagas de ametralladora, acertando en algunas figuras y propulsándolas fuera del hielo en una órbita solitaria y permanente alrededor del sol. En el helado y opresor silencio, su fin era impersonal, una intersección de ciertos vectores e impulsos, la dinámica de la muerte era una cuestión de simples matemáticas.

Pero el entusiasmo humano también contaba; la ola negra y verde inundó el ecuador puntuado de fosos. En sus oídos resonaba el ronco júbilo, los gritos incoherentes. Los ubers morían en las madrigueras a las que se habían arrastrado en busca de refugio.

Carl se acercó con lentitud. Debajo de él, dos figuras se estaban poniendo tabardos; aparentemente, para que sus tropas pudieran formar a su alrededor. Recordó de súbito la heráldica, y parpadeó estupefacto. ¿Ould-Harrad e Ingersoll? En el mismo instante vio que no llevaban trajes verdes. ¡No llevaban ningún traje! El verde lo constituía alguna funda hermética. ¡Una forma de Halley!

Los que vestían de negro se reunieron. Sus trajes eran poco más que cascos brillantes y una delgada película que cubría el resto de sus cuerpos musculosos, mostrando los detalles con tanta claridad, que pudo advertir que todos eran varones, y todos extraordinariamente similares. Se movían con una gracia y rapidez que aturdía la vista.

Carl invirtió las últimas reservas de combustible en frenar hacia un grupo de mecánicos de transporte atados junto al Pozo 4. Rodó hasta pararse en un montículo de hielo sucio. No tenía tiempo de pedir ayuda. De todas formas, sabía que los grupos negro y verde, quienes quiera que fuesen, estarían demasiado ocupados y excitados para prestársela. Estaba cansado, pero el mecánico haría la mayor parte de la conducción. Si era capaz de controlarlo, si alguno estaba provisto de combustible y a punto, Esto no…

El comunicador se hallaba sobrecargado por una chillona y retumbante celebración.

—¡Carl! ¿De dónde sales? —Era Jeffers.

—¡Tengo que conseguir un mecánico, deprisa!

—Sergeov ha muerto. Los hombres de Ould-Harrad lo alcanzaron con dos rayos láser. Lo liquidaron y lo mandaron derecho al espacio.

—¡Ven aquí! Esos mecánicos…

—Tampoco parece que haya nadie interesado en recuperarle. —Jeffers se estaba regocijando. Entonces se dio cuenta de la urgencia que contenía la voz de Carl—. Vale, voy para allá.

Tengo que conseguir uno con suficiente combustible… Éste no…

—Carl. —Una voz femenina. Se giró y vio a Lani, que se acercaba desde el norte con Keoki Anuenue y una veintena de corpulentos hawaianos—. Los ubers habían bloqueado al Clan de La Roca Azul, pero descubrimos una salida con los fenómenos, los hombres de Ingersoll.

¿Ellos ayudaron? ¿Los locos? Aquella noticia penetraba lentamente en él.

—Estupendo. Yo… Mira, ayúdame a encontrar un mecánico que tenga combustible.

—¿Dónde está Virginia? La busqué en…

—¡Encuéntrame un mecánico!

—Vale, consulta el inventario.

—¿Qué?

—Volvemos a tener a punto y funcionando el control de mecánicos. ¿Ves?

Ella transfirió directamente la lista a su placa de visión, y él vio, al momento, los números de código de dos transportes disponibles.

—Aquí —dijo Lani, deslizándose hasta uno de ellos. Detrás de su casco manchado, su cara se veía demacrada pero llena de energía—. Yo lo sacaré.

Carl fue con ella a buscar al mecánico.

—¿Quiénes eran esos tipos negros? —preguntó Lani.

—No sé.

—¿No lo sabes? Todos creíamos que Virginia y tú los habíais traído.

El mecánico runruneó, adquiriendo vida. Carl eludió las preguntas y tomó oxígeno. Era lo único que le importaba. Ahora la locura de los hombres era sólo un telón de fondo. La puñetera política podía esperar.

Un paso cada vez… él tiempo corre… no sé cuánto oxígeno tenía ella… piénsalo con cuidado… cada paso…

Carl programó el transporte para máximo impulso, sus dedos agarrotados insertaban los órdenes con deliberada lentitud. Lani insistió en acompañarle, y él no perdió tiempo discutiendo. Despegaron, con Lani en la vaina del copiloto.

Virginia había abandonado el centro de masa de ambos con la misma velocidad que Carl, un poco menos de cuatro kilómetros por minuto, pero en dirección opuesta. Su separación se había producido tres horas antes. Eso significaba que debía recuperar casi mil kilómetros en máxima propulsión, luego buscar en el espacio una débil y continua señal de rastreo de vectores…

Velocidad. La velocidad era lo único que importaba.

Horas después, Carl hizo aterrizar bruscamente al mecánico en la cristalina entrada del Pozo 3. Estaba muy cansado, pero tenía a Virginia. El mundo se balanceó inestablemente, cuando se apeó, inseguro a causa de las cambiantes aceleraciones de las pasadas horas.

Ya sólo tengo que llevarla dentro…

Resbaló torpemente en el hielo y la dejó caer. Lani le ayudó. Todo era brumoso, demasiado lento.

Cuando unos guantes cogieron y cargaron a la inerte figura en traje espacial, Carl vio a los otros. Vestían trajes negros, sin tabardos, con cascos que sólo mostraban los ojos a través de estrechas rendijas. Conectó diferentes canales del comunicador, pero no respondieron.

Eran extraños, silenciosos, e idénticos. El que llevaba a Virginia giró y se dirigió con presteza hacia una entrada del pozo, ahora despejada de hielo. Carl lo siguió, dando traspiés, resbalando.

Dentro del pozo, las paredes pasaban deslizándose, como cortinas de lluvia, ante su mirada impasible; una progresiva laxitud se apoderaba de sus brazos y piernas. Hacía tiempo que había dejado de preocuparse de sí mismo, concentrándose en el cuerpo que una figura vestida de negro transportaba delante de él. Todo se movía con una velocidad fantasmagórica y silenciosa.

Entraron pedaleando por una compuerta. Carl se apoyó aturdido contra ella, cuando la presión liberó sus oídos y el mundo de ruidos volvió a inundarlo. El susurro y el murmullo de la charla giró a su alrededor tras muchas horas de aislamiento. Se tambaleó al cruzar la entrada, apartando las manos que trataban de sostenerlo.

Veintenas de gimientes víctimas. Médicos con guantes manchados de sangre.

Virginia. Tengo que ver… necesita… tengo que…

El hombre que la transportaba la colocó suavemente sobre una camilla. Un equipo había estado esperando. Acoplaron mangueras de oxígeno, engarces para diagnóstico, la despojaron del traje, todo bajo la pálida luz esmaltada que mostraba su cara exangüe con aterrador detalle, arrugada y agrietada como un paisaje devastado.

Un torrente de voces, palabras fluidas que pasaban junto a él sin dejar rastro…

Carl se arrastró hacia adelante, haciendo caso omiso de las manos que intentaban contenerlo. Tengo que estar con ella… tengo que…

El hombre de su lado le cogió del hombro en un gesto tranquilizador. Carl se volvió con lentitud. Entonces la figura de negro se aflojó el reluciente casco, empezó a levantárselo, jadeó y, de un modo que le era familiar, estornudó.