CARL
Las cosas estaban empeorando.
Carl se mecía en el aire, atado a un enganche, esperando la llegada de Saul, contento por aquel descanso.
En los últimos días había aprendido a descansar en cualquier lugar en que se encontrara, incluso en el tiempo dedicado a comer, empleando cada momento de inactividad en conseguir que sus músculos olvidaran lo que les obligaba a hacer. La mayoría de los trabajos exigía rapidez y no daba tiempo a situar a mecánicos que los desempeñaran. De todas formas, éstos eran incapaces de realizar muchos de ellos.
El maravilloso trabajo duro, pensó Carl. Sólo que es diferente cuando tu vida depende de él.
En cierto modo, se alegraba de no tener que dirigir las cosas. El mayor López, que apenas ocultaba su desconfianza hacia los percells, cargaba con todos los dolores de cabeza. Bien. Dejemos que sude.
No había suficientes manos para controlar la porquería de algas verdes, y mucho menos las formas grandes. Bethany Oakes se dedicaba sin-descanso a deshibernar gente de refuerzo, pero eso requería su tiempo. Se había enterado de que las cosas tampoco marchaban bien allí abajo. Algunos se encolerizaban porque los habían despertado antes de lo previsto, y después se asustaban por la posibilidad de contraer cualquiera de las enfermedades que flotaban por todas partes.
No podía reprochárseles. Tenía a un tipo nuevo en su grupo, un fornido noruego llamado Veerlan que ya empezaba a toser y a sonarse la nariz. El hombre llevaba sólo treinta y cinco horas descapsulado, y todavía no era apto para el trabajo pesado.
—¿Está dispuesto el equipo? —La voz le llegó desde un halo brumoso. Saul aterrizó rígidamente sobre el recubrimiento de fibra cercano y enganchó un cable a un soporte—. Ah… sí. Aunque, no es un equipo muy numeroso. ¿Cuántos somos?
Saul daba impresión de actividad, aunque largas arrugas de fatiga surcaban su rostro. Llevaba una voluminosa máquina sujeta con correas a la espalda.
—Cinco.
—¿Incluyéndote a ti?
—Sí.
—Hum… No sé…, será bastante pesado.
—Pediré mecánicos.
—Ya he mandado a Sergeov para que se lo dijera a Virginia. Enviará algunos lo antes que pueda.
Carl sintió una ardiente oleada de indignación.
—Yo soy quien está a cargo de los mecánicos en este cuadrante.
La boca de Saul se tensó,
—Mira, esto es una emergencia…
—Llamaré a Virginia. Aquí no está en su laboratorio, Lintz. Aquí abajo mando yo.
—Muy bien, adelante. Llama.
—Bueno…, sí… Lo arreglaré cuando estemos en camino. —Carl agitó ligeramente la cabeza, como para despejarla—. ¿Tiene las frecuencias específicas?
Saul se palpó el bolsillo del chaleco.
—Aquí están. Me llevó toda la noche.
—A ver si dan resultado.
—Espero que sí.
—La esperanza no es suficiente.
—No puedo garantizar…
—Escuche, somos doce, tal vez quince, los que estamos en buenas condiciones físicas. He oído que la gente cae más deprisa de lo que podemos deshibernarla. Utilizo hombres que están extenuados por el trabajo, como yo mismo, y mujeres con la nariz chorreándoles sobre el traje, y tosiendo en los pañuelos de papel que se han colocado debajo de la barbilla. Quiero decir… —Aspiró, con los ojos fuertemente cerrados, y expelió el aire cansadamente—. Será mejor que dé resultado.
Saul asintió, comprensivo.
—Vamos, pues.
Encontraron a Jeffers, Sergeov y Lani en el Pozo 3, donde todo había empezado. El lugar estaba bien iluminado, así que podrían trabajar con cierta comodidad; los fosforecentes brillaban como anuncios a intervalos regulares a lo largo de una oscura autopista que se estrechaba en la distancia.
El grupo colgaba como puntos de color, cada traje de un primario diferente, contra el fondo de recubrimiento de fibra. Por un túnel lateral se acercaba un bullo grande y asimétrico remolcado por mecánicos. Les precedían tres más.
—Virginia nos los ha proporcionado —dijo Jeffers satisfecho—. Ahora nos lo pone mucho más fácil.
—Sí —repuso Carl. Le fastidiaba que Saul hubiera conseguido tan deprisa los mecánicos, sin que Virginia se molestara en pedir su aprobación. Y él no había contado con el menor apoyo de mecánicos a lo largo de todo aquel maldito turno, hasta que el brillante Saul Lintz y su remedio milagroso entraron en escena—. Ya casi es hora.
No creo que me ponga a llorar si esto no funciona, pensó Carl, y luego se reprendió a sí mismo. No seas idiota. Estás realmente en baja forma.
Jeffers debiera encontrarse en la misma situación, pero sonreía y bromeaba mientras se esforzaba en acarrear el material hacia su meta. El rostro anguloso del astronauta no mostraba el más leve indicio de lo que sentía por haber sido despertado en el infierno.
Tanto Jeffers como Sergeov conservaban aún las sombras del encapsulamiento en sus ojos. Carl les dijo:
—No os rompáis el espinazo, muchachos. Tomáoslo con calma.
Comprobaron los cables de seguridad de los mecánicos e hicieron girar la fila para desplazarla hasta el centro del pozo. Los telerrobots habían remolcado la perforadora de microondas sin desmontarla, excepto de su trípode de base, a lo largo de todo el recorrido desde la superficie. Desprovista de las patas, perdió su habitual elegancia arácnida y se convirtió en una máquina deforme como cualquier otra, con tubos y ristras sobresaliendo en extraños ángulos.
Delante de ellos, la lisa superficie del túnel estaba rota por filamentos púrpura que se destacaban en el espacio vacío.
—No se mueven —dijo Lani. En su voz clara y melodiosa había un trasfondo de fatiga.
—¿Cuánto tiempo lleva este pozo sin aire? —preguntó Saul.
—Varios días —respondió Jeffers.
—Y la temperatura se ha hecho descender. Entonces los púrpuras deben de estar aletargados.
—¿Qué es eso? —preguntó Jeffers.
Saul miró a Carl interrogativamente, como preguntándole ¿está «groggy»?
Carl sacudió la cabeza. Todos estamos cansados, ¿y qué? No hemos pasado todo este tiempo apoltronados en un laboratorio.
—Aparentemente, las formas de mayor tamaño fueron estimuladas por la fuga de calor en las intersecciones —emitió Saul—, donde la abrazadera contacta con el hielo. Pero en cuanto se abrieron paso, buscando más calor, encontraron áreas amplias. El aire las calentó cuando salieron, y ellas siguieron creciendo… durante algún tiempo. Ahora aquí dentro hace tanto frío como en el hielo, de modo que han vuelto a aletargarse. Aunque quizá no del todo.
—Ajá. —Jeffers miró ante sí con fijeza, mordiéndose el labio con expresión un poco estólida, y Carl puso en filuda que hubiera entendido algo.
—Los púrpuras penetrarán en cualquier parte donde crezca la porquería —dijo—. Lo que significa en cualquier lugar donde haya calor, luz o aire.
Redujeron la marcha, los propulsores de los mecánicos absorbían la inercia de la perforadora de microondas. Los bulbosos organismos de Halley se extendían hacia el interior del pozo, en torno al Túnel 3E. Bajo la luz amarilla de los fosforescentes, parecían exudar una película de color azul oleoso.
—¿Bonito, eh? —emitió Jeffers, sarcástico.
—En cierto modo —dijo Lani sombríamente—. Es tan extraño…
—La filosofía para más tarde —intervino Carl—. Tenemos que exterminarlos.
—No, primero quiero una muestra.
Saul se deslizó hacia la pared y se golpeó contra ella. Carl sonrió con malicia. Dejemos que Saul cometa sus propios errores. No iba a malgastar energía llevando a nadie de la mano, en especial a Lintz.
—Es la primera vez que los veo en este estado. Sólo he podido evaluarlos por los informes.
Oh, estupendo.
—¿Quiere decir que no sabe si los comprende?
—Oh, hemos aprendido mucho. Por ejemplo, ahora sabemos que en realidad no son organismos diferenciados en absoluto, no como los mamíferos, los insectos o las lombrices. Se parecen más a las medusas o a los mohos del cieno… donde grupos distintos de células independientes asumen tareas especializadas a lo largo de breves períodos. Jamás he visto una fase como ésta, pero su química fundamental no podría cambiar tan sólo porque hayan tenido una tregua en su ciclo de crecimiento.
La suave arrogancia profesoral del discurso fastidió a Carl.
—¿Y quién lo dice? ¿Cómo puede estar tan seguro?
Saul extrajo un recipiente de muestras.
—Los principios biológicos generales. Las frecuencias de resonancia de sus largas cadenas moleculares no pueden cambiar tan sólo porque su ritmo de vida se haga más lento. —Saul arrancó un trocito de la vegetación más próxima y lo metió en el recipiente. Examinó el corte abierto, donde el tejido rezumaba—. Es extraordinario. Produce una película protectora contra la pérdida de vapor. Sin embargo, la película en sí es un fluido que, por alguna razón, no se sublima.
—Eh, vamos —dijo Carl, impaciente.
—Sospecho que es un fluido con una tensión superficial muy alta. De algún modo adhiere la superficie, permaneciendo, no obstante, en estado líquido lo suficiente para cubrir la planta por completo, compensando sus daños. —Saul cortó una porción de otra y luego se dio impulso—. Ya está.
—¡Bien! Preparemos el horno microondas para freír berenjenas —dijo Jeffers.
Carl dirigió a los mecánicos para que enfocasen las antenas sobre las plantas. Habría lóbulos laterales que se traslaparían en los muros, pero eso no podía evitarse. La estratagema, idea de Saul, consistía en sintonizar la perforadora de microondas a la exacta frecuencia vibratoria de una molécula peculiar de las formas nativas, a fin de que una breve ráfaga las friera sin llegar a calentar el hielo de las inmediaciones.
—Espero que esté seguro.
—Los cálculos son sencillos. Estoy seguro. —Saul dirigió sus ojos hacia Carl—. Escucha, si da resultado con los púrpuras también puedo sintonizarla para algunas de las peores variedades de la porquería verde.
—Para eliminar esta sustancia, sería preciso abrasar todo lo que hay a su alrededor. Si el hielo expuesto se vaporiza, nos quedaremos desnudos ante un huracán.
Saul captó su mirada.
—Mis cálculos demuestran… oh, que se vayan al cuerno. Probémoslo de todas formas.
—¿Todo a punto? —preguntó Jeffers.
Saul asintió. Carl puso el guante sobre el interruptor manual.
—Encendido.
Se produjo un tenue zumbido bajo su mano cuando los condensadores descargaron, y entonces la pared onduló ante sus ojos. Una blanca corriente de viento golpeó a Carl, impulsándolo a través del pozo, arrojándolo contra la pared.
Se dio impulso, giró, recuperó su posición. La línea del comunicador transportó gruñidos, maldiciones y un alarido de dolor.
—¡Cuidado con la araña! ¡Va a chocar contra la pared! —gritó Jeffers.
La pesada unidad de microondas estaba deslizándose hacia atrás peligrosamente. Si golpeaba la tela de fibra…
—¡Los mecánicos! ¡Los mecánicos!
Jeffers y Carl saltaron hacia el módulo de control de los mecánicos. Detener la descomunal máquina por sus propios medios sería imposible.
Jeffers manipuló su consola lateral, maldiciendo. Se movieron figuras en la débil luz, esforzándose frenéticamente por asir el pesado y deforme bulto. Los mecánicos surgieron en varias direcciones, aminorando la caída de la unidad. Giraron a ralentí, la apalancaron, mientras transcurrían los segundos y las fuerzas se fusionaban.
Aquello funcionó…, casi. La unidad chocó contra la pared, con un lento desgarro del verde.
—¿Algún herido?
—No.
—Sólo mi orgullo —susurró Saul—. Se limpió una mancha verde de la parte baja de su traje. —¡Au! Creo que también me he torcido la muñeca.
Se reunieron. La explosión de vapor había golpeado a Lani tres veces consecutivas, arrojándola a cien metros de distancia.
—¡Eh! —dijo Sergeov—. Fijaos.
Señaló el borde del Túnel E.
—Las plantas… han desaparecido —dijo Carl.
—No sólo las hemos frito. Las hemos desintegrado —exclamó Jeffers.
—De esto estaba seguro —dijo Saul—. Pero ¿por qué tanto vapor? El agua debe de haber hervido dentro de sus tejidos. Tendré que hacer nuevos cálculos para a justar mejor la frecuencia.
—Sintonice todo lo que quiera —repuso Carl—. Vamos a cerrar esos agujeros antes de que salga otra cosa por ellos.
Se requirieron otras dos horas de sintonización antes de que pudiesen aniquilar a las formas nativas con una única ráfaga corta de la araña, causando tan sólo una corriente de vapor sin importancia. Carl acabó por admitir que la idea parecía dar resultado. Le fue difícil tener que aceptarlo.
La doctora Oakes estaba entusiasmada. Aprobó las peticiones y les concedió dos nuevas arañas y personal para manejarlas. Si trabajaban tres turnos por día, podrían limpiar los pozos y túneles más importantes en cuarenta y ocho horas.
La ventaja de la técnica de microondas era que exterminaba las formas de Halley a nivel molecular, lo cual era mucho más efectivo que cortarlas en pedazos o arrancarlas del hielo manualmente, esperando haber extraído todas las briznas y raíces.
Por fin, pensó, por fin nos libraremos de la maldita porquería verde.
Carl empezó a sentir un tenue rayo de optimismo que atravesaba su profundo cansancio. Le envió a Virginia imágenes de entramado lento que mostraban a púrpuras estallando cuando las microondas alcanzaban los bulbos. Ella le devolvió un entusiasmado «¡Yaaaaaay!», y luego lo amplificó artificialmente, por lo que en sus auriculares se oyó como si un estadio entero lo estuviera vitoreando. Aquello le levantó la moral más que cualquier otra cosa.
Se dirigían de vuelta a la Central por el interior de un túnel presurizado, cuando el loco atacó.
—¡Dejadlos, dejadlos, dejadlos en paz! ¡Asesinos! ¡Aquí sois vosotros los extranjeros!
Se dieron la vuelta y vieron a un hombre con el traje espacial hecho jirones, suspendido en un pasadizo lateral, mirándoles ferozmente.
—¿Qué…? —comenzó Carl. Pero el hombre chilló y saltó hacia delante.
Se lanzó hacia Carl, gritando incoherencias en un parloteo vociferante, salpicado de obscenidades. Sus ojos estaban desencajados por la furia febril. Sus manos extendidas como garras y sus piernas dispuestas a patear.
Antes de que Carl lograra reaccionar, las manos del hombre se habían aferrado al anillo de su casco y los dos se alejaron entrelazados, girando. El casco salió despedido de sus manos cuando se chocaron contra una pared. El loco atenazó a Carl con las piernas y lo golpeó con puños duros y rápidos.
Carl estaba anonadado, aturdido. Lanzó un puñetazo a su oponente, pero falló. Un revés de derecha le alcanzó en el ojo, haciéndole ver brillantes destellos color carmesí. Se giró con furia. Falló.
Es rápido. Carl bloqueó otro puñetazo. Golpeó, erró, y golpeó de nuevo. Esta vez le acertó en el hombro. Con la fuerza de la locura, una lluvia de golpes cayó sobre su cara, sus brazos, su pecho. Entonces, por fin, llegó ayuda. Alguien tiró y el hombre se alejó dando vueltas, gritando, con la mano extendida sujetando un puñado de algo.
Carl sintió el contacto de unas manos amistosas, que frenaron sus enloquecidas volteretas. Lani le rodeó con los brazos.
—¿Qué diablos…?
—¿Quién era?
—No lo sé.
—Ingersoll, creo. Un tipo del departamento de Química.
Parpadeó inseguro, cuando el nombre se lanzó por el túnel, coceando las paredes para darse impulso. El galimatías prosiguió, perdiéndose en la distancia. Nadie fue tras él. Todos rodearon a Carl, que seguía paralizado por la sorpresa.
—Me saldrán cardenales, eso es todo—dijo, aturdido, luchando por aplacar el torrente de adrenalina.
—Una maldita cosa —comentó Jeffers.
Lani tocó suavemente el rostro de Carl.
—Ya empieza a hincharse. ¿Por qué estaría tan furioso?
—Parecía enloquecido —dijo Saul—. Me comentaron que, cuando bajó aquí, el hombre ya tenía algo, pero Akio dijo que no parecía irreversible. Fuera lo que fuese, es obvio que ha afectado su mente.
El semblante de Sergeov adoptó una expresión sombría y severa.
—Ahora se esconderá en los túneles más bajos. Ahí dentro será difícil encontrarlo, atenderlo, si no quiere que lo cojan.
—Por lo que a mí se refiere —dijo Carl, frotándose la mandíbula—, puede seguir perdido para siempre.
Saul asintió; sin embargo, habló con voz pensativa y preocupada.
—Las formas de Halley habían manchado su cara. Me pregunto cuántos otros tienen lo que él está incubando.