CARL
Sus linternas eran hojas de luz azul que cortaban la borboteante niebla.
—Agárrate fuerte. Despejará en un minuto —emitió Carl.
Lani Nguyen hundió un clavo en un costroso pedazo de hielo acuoso para mantener la estabilidad.
—¡Vaya erupción! Ha debido permanecer embotellado ahí dentro mil millones de años.
Habían estado terminando un nuevo túnel. Los mecánicos realizaron los trabajos iniciales una semana antes, pero era mejor para los humanos efectuar la limpieza; los mecánicos tenían la extraña costumbre de dejar peligrosos desniveles afilados como cuchillos.
Los dos habían empleado sus láseres en posición de corto alcance, recortando y puliendo los salientes de hielo. Tenían que picar las esporádicas piedras, o desprenderlas por calentamiento con los láseres a pleno haz. Después las trasladarían en sentido inverso hasta la intersección del túnel más próxima, en donde un mecánico las añadiría a la pila de escombros. Lani trataba de remover una roca del tamaño de una silla, cuando Carl le dijo lacónicamente: «Acuérdate de Umolanda». Ella había asentido, moviéndose con cuidado, estirando; y de pronto la roca se soltó a causa de una presión ejercida bajo ella. Brotó una niebla nacarada.
Lani aventó infructuosamente el vapor.
—¿Supones que es otro depósito de aluminio disuelto?
Hasta entonces, la expedición había descubierto catorce bolsas de vapor e incluso alguna con un poco de líquido. Carl se asomó al agujero.
Una charca hervía en el fondo de un amplio espacio esférico. La niebla se desprendía de ella en ráfagas. La corriente multicolor seguía produciéndose, espumeando.
—¡Maldita sea! Parece una sopa cocinándose.
Lani frunció el ceño graciosamente.
—Sopa primordial, sí. Lintz y Malenkov están chiflados por ella.
—Ni me los menciones.
—Apuesto que Quiverian tiene pesadillas sobre esos dos descubriendo toda clase de jugos en cada rincón de su cometa.
Mientras él observaba, Lani se limpió una pegajosa mancha púrpura de la manga.
—¡Agh!. Dios sabe lo que es esa sustancia.
Carl sonrió. Lani prefería la austera simplicidad del trabajo espacial, los mecánicos newtonianos de líneas rectas y los vectores conocidos del acero bruñido por el sol y de limpias y desnudas superficies. No le gustaban la oscuridad ni las salpicaduras del trabajo en los túneles.
—¿No es asombroso lo que la Creación puede hacer con sólo unas simples moléculas?
Carl tenía un gesto inexpresivo. Se había sentido un poco raro desde el encuentro en la superficie con el mecánico de Virginia, unas horas antes. El mecánico y Lani parecían absortos en asuntos íntimos y se habían callado de repente en el momento de su aparición. Tal vez pudiera incordiar a Lani hasta que le contara lo que preocupaba a Virginia.
—No es extraño, Carl. Esta materia pudo penetrar en una grieta, soldándola después… Se evaporará.
—¿Ah, sí? ¿Entonces por qué no se evaporó en cuatro mil millones de años? Ha estado bajo presión.
—Porque todo debió congelarse después de los primeros días…, probablemente. Esto sólo fue un iceberg volador durante miles de millones de años, situado más allá de Neptuno. Pero antes, cuando se condensó la nebulosa solar, en Halley había un montón de aluminio 26. La Sección de Química informó acerca del hallazgo de productos en descomposición, ¿te acuerdas?
—Oh, sí, residuos procedentes de la misma superno-va que desencadenó la formación del sistema solar.
—Eso dicen. De todas formas, la descomposición de aquel isótopo de aluminio cavó esas cámaras. Pudo mantener los materiales filtrándose el tiempo suficiente para cocinar aquellos exóticos elementos químicos y formas de previda que Lintz descubrió. No sé.
Lani ensanchó la abertura con una piqueta.
—Entonces, cuando Halley fue lanzado a su órbita actual, ¿el sol recalentó esas zonas cálidas? ¿Oleadas de calor cada verano perihélico?
Carl se encogió de hombros.
—Quizá sí. —No se le ocurría ningún modo de encaminar la conversación hacia los secretos referentes a Virginia.
—El calor solar del año pasado aún debe estar filtrándose a través del hielo, aportando sólo lo indispensable para conservar esas zonas locales de líquidos calientes.
—Exacto. Malenkov y Vidor midieron la ola de temperatura.
El surtidor gorgoteó y se extinguió. Las nubes algodonosas se arremolinaron, perdieron densidad, y escaparon por el pasadizo situado tras ellos, hacia el olvido del espacio.
—Vamos a echar un vistazo. —Carl apartó una última roca del camino y se introdujo con dificultad en la cámara. Desplazó la linterna a su alrededor… y profirió una exclamación de asombro.
Por todas partes había facetas cristalinas. Destellaban puntos de color rojo rubí, esmeralda, naranja fuerte. Dondequiera que dirigía sus lámparas de casco, la luz refractada volvía en brillantes esquirlas.
—Un palacio de cristal —dijo Lani suavemente, cuando entró—. ¡Qué hermosos colores!
—¿Concentración de metales? ¿Magnesio? ¿Nódulos de platino? ¿Cobalto? ¡Los rosas, los púrpuras! Anda, toma algunas fotografías. El solo calor de nuestros trajes podría fundirlo.
—¿Eso crees? —Lani le tendió la linterna y se alejó, preparando su cámara fotográfica. Mira, me veo reflejada en los cristales grandes. Al menos tienen un metro de anchura.
Carl caminó con cuidado, moviéndose con lentitud sobre las puntas de los pies. Las picudas pirámides de delicado azul parecían particularmente peligrosas. Vestían dermotrajes, derivados de las mismas moléculas entrelazadas en cadena que el revestimiento del corredor, lo bastante delgados y flexibles para permitir la realización de trabajos difíciles. Sin embargo, un borde realmente filoso podría desgarrarlos.
Carl miró al frente, entornando los ojos antes las irisadas líneas de luz que parecían enfocarse sobre él. Recordó un problema de óptica de la época de Caltech, hacía casi una década. Si estuvieras dentro de una esfera reflectante, ¿qué verías? ¿Cuántas imágenes? El impulso natural era comenzar a sumar reflejos de reflejos de reflejos, hasta el infinito. La respuesta correcta era que sólo verías una imagen.
Aunque no allí. Cada refracción alimentaba otras, proporcionando una miríada de diminutos Carls en tecnicolor. Se movían cuando él lo hacía, insectos de todos los colores suspendidos en una nube inalcanzable.
Mareante. Miles de Lanis, cada una de ellas manejando con cuidado una cámara. Entre ambos había una mancha oscura. Se dio un leve impulso y planeó sobre ella.
—Eh. Aquí hay una especie de fractura.
—Ten cuidado con esos rebordes afilados, Carl.
—Sí.
Derivó lentamente e introdujo la cabeza en el agujero. —Parece que esto continúa. —¿Hasta muy lejos?
—No sé. Ahí dentro hay cierta cantidad de una materia marrón extendida. Parece húmeda.
—Uf. Déjalo para que los muchachos de biología lo investiguen.
Carl se incorporó, desplazándose con lentitud por encima de un centelleante sector repleto de cristales.
—Eh, es la hora de la comida —dijo.
—Comamos aquí.
—Podríamos conseguir un poco de comida caliente en la cámara de sueño uno.
Ella hizo un gesto.
—¿Y quitarnos el traje sólo para entrar? Ni el faisán asado con salsa de castañas merecería que empleáramos un tiempo extra para limpiarnos esta porquería.
Se sujetaron al techo y extrajeron los tubos de comida.
—Incluso autocalentado, este mejunje es bastante malo —refunfuñó Carl.
—A mí ya me vale para mantenerme apartada de los demás.
—Sí. Sé lo que quieres decir.
Sus raciones estaban empaquetadas en sus mochilas; se calentaban allí y se accedía a ellas sorbiendo por un tubo que emergía cerca de la barbilla. Comer no era un acto elegante. Lani mostraba una curiosa y natural afectación, que la hacía volverse en cada sorbo de la fluida y aromática mezcla. Flotaba con los brazos y rodillas plegados con gracia, una eficaz postura asiática de descanso con los miembros cruzados, más elegante que el habitual encogimiento de los astronautas. Carl sonrió. Era una trabajadora infatigable, ágil y esbelta, provista de una estable e inexorable energía.
—Me gusta que actuemos por nuestra cuenta.
—Ajá.
—En particular, en un hermoso, bueno… palacio enjoyado.
—Exacto. Condenadamente bello. —Carl pensó vagamente en Virginia.
—¿Hemos de informar a alguien de él?
—¿Cómo?
—¿No podría ser un lugar… sólo para nosotros?
—Pero ¿por qué?
—Para evadirnos. Podríamos venir aquí y disfrutar de la luz, y tener tiempo de hablar.
Carl no se sentía cómodo ante el giro de la conversación.
—Mira, alguien lo encontraría tarde o temprano. Quiero decir que tendríamos que dejar una abertura de salida en el aislamiento, para volver.
—No, si la disimulamos de algún modo.
Carl se esforzó por encontrar una respuesta, alguna razón técnica que impidiera hacerlo.
—¿Estás pensando en señalizarlo como una escotilla de presión? ¿Algo así?
—Supongo que sí… —Ella le estudió atentamente,
pero no dijo nada más.
Tras una larga pausa, Carl habló de nuevo.
—Alguien la descubriría. Y eso haría que Samuelson nos investigara. Que levantara el sello e hiciera por su cuenta el descubrimiento. —¿Eso crees?
—Seguro, es un puritano, hum, prototípico. —Apenas había logrado evitar la frase: un puritano, según las reglas orto. Lani también era orto, pero de los buenos. —Supongo que deberíamos informar al Planetario. —Sí. Quiverian se tirará de los pelos. —Sin embargo… Me gustaría tener un refugio, ¿sabes? —Hay uña gran cantidad de volumen en Halley; casi trescientos kilómetros cúbicos. —No podía concebir que alguien quisiera perder el tiempo sentado en un agujero con paredes de hielo, aunque eso le apartara del resto de la docena de personas de la primera guardia. Era preferible salir al exterior. Disponer de todo el sistema solar para contemplarlo.
—Bueno, tal vez más adelante, entonces. Podríamos hacerlo nosotros mismos, sin los mecánicos.
Lani lo miraba expectante y fijamente. Carl apartó nerviosamente los ojos.
—No sé. Tendríamos que aislarlo. A menos que pudiera conducirla hacia Virginia, quería desviar la conversación de los temas personales, mantener una relación amistosa pero estrictamente profesional. Empezó a hablar acerca del aislamiento, mucho más problemático aquí que en Encke.
A los humanos les gustaban las temperaturas de unos trescientos grados de la escala de Kelvin, pero algunos de los gases congelados se evaporaban en una acelerada fase de transformación alrededor de los cien grados. Incluso el roce casual de un dermotraje podía originar un chorro de gas como respuesta. Mantener ese diferencial de doscientos grados, había significado desarrollar aislantes flexibles y laminados. La más leve corriente de aire podría evaporar los muros de una cámara sin aislar. Siempre habría una cierta evaporación, así que los sistemas de túneles debían permitir que los gases escaparan hacja la superficie, donde se descargaban en el espacio abierto. Al mismo tiempo, la recolección controlada del hielo era la clave para el éxito de la expedición. La biosfera necesitaba un flujo de agua, gases e incluso los metales y el polvo que contaminaban el cometa. De ese modo se recuperaba una parte de la evaporación, filtrada para mantener un bajo nivel de cianuro y vuelta a bombear dentro de los hábitats.
A falta de un sistema autónomo de suministro de fluidos y gases, debería haber más gente despierta y trabajando. Esto, por turnos, exigiría un mayor esfuerzo en la biomatriz, lo cual dispararía vertiginosamente los costes. Ésa era la razón fundamental de por qué resultaba indispensable vivir en el interior del núcleo de Halley. Como de costumbre, las pérdidas y las ganancias tenían la última palabra.
Evitar que las esclusas y las compuertas rezumaran calor sobre el hielo circundante, era una compleja y tediosa labor que Carl detestaba. Criticó ese punto durante varios minutos, no porque le gustara quejarse, sino porque no se le ocurría ninguna otra forma de controlar la conversación. Cuando al fin terminó, se produjo un largo e incómodo silencio.
—Esperaba que pudiéramos pasar algún tiempo juntos, los dos solos —dijo Lani con sencillez, aunque parpadeó varias veces.
—Sí…, ya me di cuenta.
—¿Lo has notado?
—Bueno…
—Ahora hace tres años que te conozco. Lo suficiente para comprender lo especial que eres. —Tenía los ojos grandes, negros y tan profundos como un lago. Se mostraba directa y clara, y era evidente que le costaba un gran esfuerzo de voluntad no apartar la vista. Pudo advertir que lo había ensayado.
—Pues… —no tengo nada de extraordinario. Me gusta el trabajo en el espacio. Es mi vida, igual que la tuya.
—Tenemos mucho en común.
—Sí, es verdad.
—Durante los largos períodos de guardia que pasaremos juntos, tal vez… —Su mirada vaciló. —Yo tengo un gran concepto de ti, Lani. —Me alegra que digas eso. —Pero su cara había perdido su expresión pensativa y concentrada. Su seguridad se desvanecía. '
Y no hay ni una maldita cosa que yo pueda hacer al respecto, pensó él. No puedo darle la respuesta que desea.
—Pero, quiero decir, que… en realidad… no pienso en ti de esa forma. Ella se puso rígida.
No tiene más facilidad que yo para hablar de estos asuntos. Se le escapan mis insinuaciones. Así que no tengo más remedio que decírselo claramente, aunque le duela. ¡Maldita sea!
—Eres… una magnífica compañera; tan cierto como el infierno que lo eres.
Sus largas pestañas se agitaron varias veces. La boca amplia y delgada se torció con tristeza.
—Gracias.
—Por Dios, no pretendo rechazarte ni nada por el estilo.
—No tienes por qué preocuparte. Estás diciendo la verdad, como es tu obligación.
—Eres también muy atractiva.
Ahora que pensaba en ello, era bastante guapa. Al cumplir una guardia de dieciséis meses, piensa en formar pareja. Como todo el mundo. Sin embargo, él nunca había pensado en ella excepto como en una colaboradora.
¿Por qué?
Por alguna razón, no era su tipo. Para él carecía de atracción instantánea y magnetismo.
¿O era un hábito que había adquirido; rechazar a casi todas las mujeres si no las perdía inmediatamente de vista? Carl eludió la mirada de Lani, tomó un sorbo de su tubo de alimentación. Incluso en sus vacaciones en la Tierra, siempre se había cuidado de mantener sus aventuras bien definidas. A las mujeres les gustaban los valientes del espacio; tenía muchas admiradoras. Era fácil dejar sentado que sólo le interesaban dos semanas de sexo, risas y retozos bajo el sol. A veces le tentaba conservar el número de teléfono de una mujer, llamarla la próxima vez que bajara… pero, ya de nuevo en órbita, imperaba la fría ambición. Nunca lo hacía.
La oportunidad favorecía a las mentes preparadas, como decía el viejo cliché, pero la oportunidad en el espacio también favorecía a las almas no comprometidas. Si se presentaba una misión, era difícil que tomaran parte en ella quienes tenían obligaciones. Y la Tabla de Revisión Psicológica tenía esto en cuenta y bajaba la clasificación. Los afectados protestaban, pero todo el mundo sabía la verdad. Todo se incluía en sus cálculos. Y era muy probable que la gran oportunidad se hubiera presentado con Halley, justificando su estrategia.
Además, Lani era una orto. La gente debía casarse con sus iguales.
Ahora bien, Virginia era inteligente, sexualmente atractiva, y percell. Llena de magnetismo. Es mejor permanecer fiel a tu propia especie. Excepto en las vacaciones terrestres, había seguido este sistema desde que superó su avidez adolescente y tuvo tiempo de pensar con tranquilidad. Había bastantes mujeres percells en el espacio para mantenerle ocupado.
Por mucho que tratara de ser imparcial en el conflicto ortopercell, en su vida privada era distinto. Y aunque fuera de buen tono para un percell sostener que todas las personas eran iguales, ello no significaba que ignorara las peculiaridades de la naturaleza humana. Estaba convencido de que, incluso después de la estupidez de los gobiernos orto, la Tierra tenía que seguir su curso; con el tiempo, la raza humana se dividiría. Los ortos siempre estarían inquietos con los percells, y era natural. Mejor que las dos razas se mantuvieran a distancia: convertir la mayor parte del espacio en dominio percell. El cruce de razas no iba a resolver nada, sólo empeoraría las cosas.
—No hay razón por la que no podamos trabajar juntos y ser amigos. —Le tendió la mano enguantada.
Ella la estrechó con fuerza. A través de su brillante dermotraje azul, pudo percibir que la invadía un intenso y atenazador deseo. Su cuerpo revelaba lo que su rostro había ocultado. Él soltó su mano con suavidad.
—Yo… había esperado.
—Ya, ya lo veo…
—No habrá mucha gente despierta en cada guardia.
Carl frunció el ceño.
—Sí. Tendremos que organizar los turnos.
—Sí. Requerirá… una discusión pública. —Sorbió por la nariz; hizo un ademán de limpiársela con la mano, y se detuvo cuando su guante tocó el casco. Tuvo que usar el represor de goteo situado detrás de la placa de cristal.
—Yo…
Carl se sintió despreciable. Que Lani llorase por él, cuando en ningún momento había pensado en ella de ese modo… Odiaba aquella clase de situaciones, en las que descubrías que habías sido un insensible hijo de perra sin enterarte siquiera. Como si las demás personas estuvieran sintonizadas en frecuencias que tú no podías captar.
Pero debajo de su consternación, había también una leve corriente de placentero orgullo. Las viejas formas seguían lo bastante vigentes para hacer que un hombre se sorprendiera gratamente por una inesperada proposición. Nunca se lo contaría a nadie, desde luego, pero tal vez, dentro de unos años podía soltarle una indirecta a Virginia…
Lani sorbió de nuevo. Cerró los ojos y estornudó con estrépito, el expresivo ¡atchuuuum! retumbando casi dolorosamente en sus oídos.
Se recuperó, parpadeó y miró alrededor de su palacio de cristal con ojos empañados, indiferente ahora a su belleza.
Carl comprendió con desencanto que no lloraba por él. Ya se había olvidado de su proposición y se concentraba en asuntos más urgentes.
Lani se había constipado.