VIRGINIA

Llamó con vacilación. Después, al no llegar ninguna amortiguada respuesta, golpeó más fuerte. Se produjo un leve y plañidero gruñido. Cuando por fin el panel se abrió con un siseo, Virginia atravesó el umbral, sin atreverse a adentrarse más, sintiendo que la puerta se cerraba tras ella.

—¿Se le han roto algunas muestras? —preguntó con timidez.

Parecía un buen comienzo. El peligro, si lo hubo, estaba superado por completo antes de que a ella le llegara la noticia. Saul ya había abandonado el departamento de planetología donde se rompió la muestra, y regresado a su propio laboratorio. Pero los alarmados comentarios de la tripulación le habían dado el pretexto y el valor suficiente para utilizarlo.

—¿Hummm? —Saul estudiaba sus pantallas, haciendo anotaciones cortas en un pequeño cuaderno, con un anticuado lápiz. Ella se asombró ante aquella excentricidad; la expedición usaba marcadores electrónicos estándar y registros de memoria. Él debió incluir un paquete de libretas en su equipaje personal. Había oído que algunos llevaron bebidas de calidad y caviar, pero no lápices.

Y aquí estoy yo, recordó con pesar, que empleé la mayor parte del peso permitido para traer quincallería de computador que la gente de la Tierra consideraba inservible.

Permaneció callada. Era mejor dejar que trabajara unos momentos más hasta que emergiera por sí mismo de las profundidades. Paseó entre aquel embrollo: espirales translúcidas, brillantes fórmulas químicas, retortas, marañas de cables… Me alegro de no ser química. Los electrones congelados son más fáciles de manejar.

—Sólo unos minutos, Virginia. En seguida estoy contigo.

Saul ni siquiera levantaba la vista de sus apuntes, pulsaba su escáner, fruncía el ceño. Ella anduvo por un largo pasillo, tratando de leer los índices de los contadores, y seguir la compleja y enrevesada lógica del laboratorio. Allí, Saul podía desmantelar genes como si fueran muñecos mecánicos, barajar moléculas como flexibles naipes. Siempre le había parecido extraño que aquellos tubos y soluciones de aspecto inofensivo pudieran producir tales efectos; desviar vidas humanas hacia nuevos caminos y clausurar otros. Como si aquella aletargada maquinaria ocultase una fuerza monstruosa y decisiva.

Seguimos haciéndolo. Los humanos se enfrentaban a sus trabajos con la personalidad y el poder disociados, proyectando sus emociones dentro de moldes sin vida. Ilógico. Y los que más caían en este pecado eran los supuestamente objetivos y desapasionados científicos.

Yo diseño mis programas siguiendo la pauta de mis procesos de pensamiento, meditó. Grabándome a mí misma en la congelada trama orgánica de Jon Von.

Mientras se dirigía hacia allí aquella tarde, se había dado cuenta de repente de la forma en que funcionaba la expedición: dependencias separadas, ideas importantes aisladas Unas de otras; todo colaborando para mantener la incomunicación. Hombres y mujeres metidos en cilindros, cubos y esferas. Se movían a través de la angosta y silenciosa geometría del Edmund, ansiosos por descender y excavar sus propios nichos en otro mundo hueco. Se preguntó si la tripulación se comunicaría mejor cuando estuviera en el núcleo de Halley. Muchos de ellos habían trabajado durante todo el año que duró el viaje de partida, pero ella había permanecido diez meses en la cápsula de sueño. Antes del lanzamiento, se había recortado drásticamente el programa previsto por problemas de presupuesto; no hubo tiempo para tratar, ni siquiera para conocer, a la mayoría de los miembros de la tripulación.

Ella había estudiado los planos de situación del núcleo de Halley. El proyecto original de la Tierra parecía bien como esquema, como diagrama; pero poco después vivían en un laberinto euclidiano. El leve rumor de la rueda de gravedad sólo subrayaba la artificialidad que se había incrustado en ellos. Virginia sentía profundamente aquellas interiores y exteriores secciones y barreras. Para oponerse, había ido allí. Al fin sacó a flote su valor.

Deambuló inquieta de un pasillo del laboratorio a otro. Cada momento era una división que separaba un problemático pasado de un futuro vacío, dos inmensos períodos de tiempo presionando contra una delgada cuña de inquieto y raquítico ahora.

Termina con esta inspección sin objetivo. Afronta lo que te ha traído aquí.

Pero era difícil saltar el obstáculo y desafiar el abismo sin fondo que se abría al otro lado.

—Saul.

Él emergió de turbias profundidades.

—¿En? ¿Qué? ¿Sí? —Parpadeó y las arrugas se marcaron en torno a sus ojos ensimismados—. Perdona…

—¿Qué… qué está buscando?

Incluso se sobresaltó al formular la pregunta. Eso es…, escabúllete. Pregúntale por su trabajo.

—Algo condenadamente raro. —Saul sacudió la cabeza, como si vagamente sospechara un error. El lápiz rodó por su manchada y callosa mano.

—¿Qué?

—Contaminantes, creo. Basura de la Tierra en las muestras. Ese condenado Quiverian… —Se detuvo con la mirada atraída por algo que mostraba la pantalla—. Sólo un segundo, puede que esto…

Virginia miró el amplificador mientras él guiaba microsondas para dividir y extraer minúsculas muestras de varias masas oblongas y moteadas. Cómo podía diferenciar una mancha ocre de la otra, era un misterio. A ese nivel, experimentar se convertía en un arte impenetrable. Los micromanipuladores transformaban sus precisos movimientos en exactitud quirúrgica; con su toque, ponían orden en la demente confusión de viejos cristales, los vistosos anillos compactos, de aspecto serpentino, de los escurridizos hidrocarburos. Dedos expertos y una mente penetrante. Mozart y Picasso habían sido igualmente incomprensibles.

Él trabajaba en silencio, inmerso de nuevo en sus oscuros misterios. De acuerdo, ten calma, pensó ella. No lo presiones. Ya has sido muy valiente, ¿verdad? De todas formas, los hombres son lentos cuando tienen que conectar los hemisferios.

Se relajó y contempló el paisaje mural de Saul. El contrato estipulaba que cada tripulante tenía derecho a decorar su lugar de trabajo. Saul había sabido elegir. Un río azul metálico discurría hacia una llanura de color esmeralda, bajo una bandada de pájaros aleteantes que rozaban la trémula superficie. Las imágenes eran nítidas y precisas; una brillante rociada se esparcía allí donde un pájaro había hundido el ala en el agua, y giraba hacia tierra. Más allá, varias islas dispersas punteaban un pálido mar. A la izquierda, blancas extensiones de playa daban el último toque al deslumbrante día de verano. Nueva Inglaterra. Probablemente Massachusetts.

Sí, había leído que él había estado en Harvard. Y en verano, por supuesto. Escoge una época que traiga un calor confortable, algo para ahuyentar el frío del hielo sin edad que pronto iba a rodearlos. Estaba la tarde avanzada en las paredes del laboratorio, y el lento descenso del sol continuaba. Un frente tormentoso apareció en el horizonte, los vientos hostigaban las sombras de terciopelo situadas bajo nudosos árboles. Sintió el calor relajante de la escena, aunque sabía que eran sus prendas de lana las que se lo proporcionaban. Saul vestía un traje de algodón de dos piezas, azul con rayas blancas; un amplio cuello renacentista era su único adorno. Pudo apreciar que era un hombre que cuidaba muy poco su indumentaria; iría desnudo si la temperatura y la sociedad lo permitiesen.

Mientras le observaba pensativa, él sacudió la cabeza con irritación, articuló un uff y apagó la pantalla.

—¿Terminado?

—Sí, sin ningún resultado. —Tamborileó sobre su mesa de trabajo.

—¿Qué estaba buscando?

—Algún contaminante que creí ver. Era…, no, nada. Olvídalo.

—Hay algo que le preocupa.

Él se echó hacia atrás y dejó que su rostro se relajara.

—No…, bueno, no más de lo habitual.

—Vamos a estar juntos en la primera guardia —aventuró ella—. Entonces tendremos tiempo de sobra para trabajar en nuestras investigaciones particulares.

Él asintió.

—Ésa es mi esperanza. Dieciséis meses de paz y tranquilidad, cavando en el hielo y cuidando a hibernados.

—Dentro de pocas semanas empezaremos a hibernar gente.

Él asintió, distraído. Luego dijo con brusquedad:

—Soy un mal anfitrión. ¿Quieres algo del bar?

—¿Le queda un poco de alcohol?

—¿En este laboratorio? Puedo fabricar todo lo que quiera. Dispongo de mi propia cerveza, si te atreves a correr el riesgo.

—Por supuesto. —Sintió la necesidad de llegar a él, de alcanzarle. Sus rasgos eran complejos; los malos tiempos le habían dejado su huella, la boca y los ojos batallaban entre sí. Sus ojos parecían atisbar algo remoto, tal vez un problema que se iba enfocando despacio; un intelecto incansable. Sin embargo, sus labios traicionaban esa concentración. Se torcían en una curva irónica, y eran carnosos y sensuales, con un indicio de pasión y poder. La fría mente que gobernaba los ojos no conocía esta fuerza sumergida. La contradicción se manifestaba en su rostro, cubierto por una barba incipiente, en el que alternaban la palidez y las manchas; en su frente despejada y convexa que captaba un rayo de luz amarilla, reflejado por el crepúsculo de Nueva Inglaterra. Destapó dos botellas marrones de largo cuello con entusiasmo, adquiriendo de repente el aspecto de un comerciante calvo y enjuto.

Cuando se sentaron, Virginia se mordió los labios. Ahora que había salido airosa de los primeros momentos, y dado el paso que cien veces se había propuesto dar, descubrió que no podía apartar los ojos de él.

—Estás aquí debido a nuestra conversación del otro día, ¿verdad? —dijo Saul. De pronto su expresión se hizo más amable, abriéndose al exterior desde su aislamiento. La miró a los ojos.

—Ah, bueno, sí. —Ella también podía atribuirlo a eso.

—¿Qué era lo que tenía tu madre?

—Yo…, lupus.

—Ah, sí. —Un fugaz dolor asomó a sus ojos. Se recostó en la hamaca, se puso las manos detrás de la nuca y se estiró en la ligera gravedad de la rueda—. Recuerdo aquellos años. En ése logramos una solución limpia. Sin efectos secundarios, como tú demostraste claramente. ¿Has tenido oportunidad de ver alguna vez un caso realmente malo?

—No. Leí…

—No es lo mismo. Bajo el microscopio, las células son pequeños cilindros compactos, ¿sabes?; son seres deformes, meshugenuh, torturados. El tejido conectivo del paciente se obstruye. Articulaciones hinchadas. Repetidas infecciones. El hígado dañado. La muerte próxima. Ha habido buenos detectores para advertir a los padres de si el niño se hallaba afectado, claro, pero nadie atacó el problema real, hasta que nosotros lo hicimos empleando la modificación genética. Perdón, hasta que Simón Percell lo hizo.

—Usted puede atribuirse un gran mérito.

Saul se rió.

—Mi carrera en el último par de décadas, querida, ha dependido de no atribuirme méritos.

—Con nosotros los percells…, es diferente.

Él sonrió con cansancio. ¿Y con cautela?, se preguntó ella.

—Tú eres, Virginia, la expresión de la enorme diferencia que media entre un mapa y el territorio que representa. —Ella arrugó el entrecejo—. Lo siento, no estoy siendo claro. Es un hábito en mí. Hace tiempo, clasificamos los nucleótidos del ADN. Sabíamos dónde estaba todo; un gran mapa. Pero no sabíamos qué significaba.

—Mis genes no son portadores de lupus; usted supo cómo hacerlo. Y las habituales mejoras en los percells son efectivas.

—Eso es obvio —sonrió.

Ella sintió que se ruborizaba por el cumplido y se esforzó por encontrar una réplica.

—Gozamos de toda clase de ventajas.

—Es cierto… —Él seguía pensativo, reflexionando sobre tiempos que Virginia no podía conocer. Sin embargo, mientras hubiera percells, aquellos días estarían presentes. Y este legado vivía en todos los pasillos de aquella expedición—. Pero no es del todo cierto. Sin duda, llegamos hasta los trastornos de la hemoglobina, la enfermedad de Huntington, las dianas más fáciles. Tan sólo eliminar unas cuantas moléculas. Ajustar. Podar. Cambiar el criptograma y… presto.

—He leído que hay cerca de dos millones de personas que están en deuda con usted.

—¿Has estado buceando en los prohibidos y marginales periódicos percells? —preguntó, con fingida seriedad—. Sí, eso es verdad. Tú eres de Hawai. Allí todavía hay mucha sensibilización propercell, ¿eh? ¿Quién te dio el certificado de seguridad?

—Soy tan buena, que tuvieron que dejarme venir —dijo con una sonrisa orgullosa.

—¡Bravo! —Saul aplaudió—. Bravo, de veras. Y eres buena. Miré tu expediente cuando el capitán Cruz me puso en el comité de reclutamiento.

—¿Ah, sí? —De pronto recobró la seriedad—. ¿Qué…, qué dice? ¿Ellos…? Saul agitó una mano.

—Nada acerca de tus ideas subversivas. En absoluto.

Sus ojos se dilataron, su boca formó una O de asombro… y luego vio que él estaba bromeando.

—Oh, no.

—A ellos no les importa que creas que los percells son tan buenos como…, ¿cuál es la palabra en argot?, sí tan buenos como los ortos, ya lo sabes. —Su voz bajó de tono—. Puesto que están condenadamente seguros de que no lo sois.

Ella comprendió de repente que había estado en lo cierto, que la pose de Saul ante los demás era una máscara.

—Ellos… creen eso, ¿verdad?

—Me temo que sí. Al menos, muchos de ellos.

—Aunque permitieran que algunos de nosotros formáramos parte de esta expedición.

Permitieron… —empezó, después sacudió la cabeza—. Tenían sus razones.

—Pero…

—Virginia, ¿nunca se te ha ocurrido que quitarse de encima a los percells, tan trabajadores y potencialmente problemáticos, podía ser para ellos una idea muy atractiva?

—Por supuesto. —Ella frunció el ceño.

—¿Y no se alegra una parte de ti por haberse librado de todos esos krenk…, de esos cabrones de la Tierra?

Hubo de admitir que Saul tenía razón. Cuando el Edmund dejó la órbita de la Tierra, ella se había sentido…, aliviada.

—Bueno…, en ciertos aspectos.

—¿Por ejemplo? —Él se inclinó hacia delante, aparentando un auténtico interés. El naranja encendido del crepúsculo de Massachusetts golpeó su calva. Aún no parecía viejo, sólo sabio, amable y apaciblemente poderoso.

—Bueno…, mi padre creía que yo era extraordinaria. Que nuestra familia era única, una especie de experimento histórico.

—Es algo que solía ocurrir.

—Yo…, yo odiaba eso.

—¿Sentirte especial?

—Ser… diferente.

—En realidad no lo eres.

—Dígaselo a ellos.

—Tus padres deberían haberlo evitado.

—Ellos… Escuche. Cuando tenía once años, yo era la única chica de mi clase que no llevaba medias. Así que fui a la mercería y me compré un par. No tenía ni idea de cómo conseguir mantenerlas sujetas. Compré un modelo antiguo, por error.

—Tu madre…

—Murió cuando yo tenía diez años.

—Lupus.

Ella asintió.

—Así que eras un «marimacho». Practicando el surf bajo el esplendoroso sol hawaiano.

—Sí. Era hermoso, pero…, en fin. Me crió mi padre. Recuerdo un día en que estaba jugando a la pelota con los chicos, en camiseta, y oí algunas risitas a causa de mis pechos que saltaban. Esto fue en Maui, donde nadie se abstenía de hablar de estas cosas. Así que volví a la mercería. La dependienta tuvo que explicarme lo de los sujetadores; ¡yo ni siquiera sabía qué eran las tallas! Más tarde, en el séptimo curso empecé a llevar faldas en lugar de pantalones, porque las otras chicas lo hacían. Un chico miró mis piernas velludas y dijo: «Voy a regalarte una maquinilla de afeitar por Navidad». ¡Creí que me moría! Al día siguiente cogí la navaja de mi padre y me hice un corte tan profundo en la espinilla izquierda que todavía tengo la cicatriz.

—Ya la veo.

Ella sintió una súbita turbación. De alguna forma, todo aquello se había manifestado de forma imprevista. —No era muy hábil para esa clase de cosas. Solía decirme a mí misma que se debía a que mi madre había muerto y no había nadie que me las enseñara. Por eso me concentré en las matemáticas y los ordenadores.

—Y de no haberlo hecho, podrías ser una feliz ama de casa en alguna parte, con los niños colgados de tus faldas.

Ella sonrió con aire travieso, aplastando un repentino dolor interno mediante un antiguo reflejo.

—Al demonio con eso.

—Precisamente.

Además, no tuve opción, pensó ella.

—Hay un quid para cada quo.

Eso es… críptico e irónico. Demuéstrale que no eras una simple colegiala que se convirtió en un número uno de los computadores a causa de la angustia adolescente.

Pero el rostro de Saul estaba pensativo; sus ojos reflejaban preocupación.

—Os quiero a todos, ¿sabes?

—Usted…

Su voz mantenía un tono muy bajo.

—A todos los percells. Vosotros… estáis pagando por nuestros…

—¿Por sus…?

—Por nuestros pecados.

—¡Pero ustedes no los cometieron! Quiero decir, ¡nosotros no lo estamos pagando! Yo… ¡No se equivocaron! Son los demás quienes…

Él agitó una mano para detenerla.

—Perdóname. Yo…, a veces recuerdo cómo sucedió. Lo que esperábamos, para qué trabajábamos. Ahora, todo ha pasado. Ésa es una de las razones principales por las que me enrolé en esta expedición. Para huir de una gran cantidad de errores.

—Pero usted no es…

—No, dejémoslo. Es que… aquellos días son imposibles de olvidar, aunque es inútil recordarlos. Mejor prescindir de ellos.

—Saul, yo… le respeto tan…

Pero él agitó las manos enérgicamente delante de su cara, vetando cualquier comentario.

—Te diré lo que haremos; te volveré a llenar el vaso y… y…

Bruscamente se volvió y estornudó.

—¡Maldita sea! No puedo librarme del resfriado.

—Tome un anti.

—Ya lo he tomado.

Otra cruz que tendrá que soportar, pensó ella. Vivir en una bola de nieve, sonándose la nariz todo el tiempo.

Los percells no tenían que aguantar los resfriados. Los modificadores genéticos, mientras extirpaban la leucemia, el lupus y las demás enfermedades previstas, habían puesto en orden el complejo de moléculas codificadoras que dio vía libre a los virus, y a la humanidad un millón de años de resfriados y gripe.

—Bien, pues… déjeme preparar un poco de té.

Él sonrió, sus ojos de color azul-metálico aún distantes, pensando en algo de un pasado en el que ella no podría penetrar.

—Sí, estupendo. Mi madre lo hacía. Después llegaba la sopa de pollo. —Él se rió, pero sus ojos permanecieron serios.