VIRGINIA

Esparcido,

Esparcido

impulsado por salvajes vientos de electrones…

Oh, él dolor,

mientras ella busca un lugar donde ocultarse…

Wendy runruneó hasta detenerse. Chasqueó. Alzó un brazo terminado en garra. Dudó.

La pequeña mecánico giró su torreta y exploró.

Su sistema visual percibía líneas, ángulos, telas de muaré de frecuencias espaciales. Siguiendo su programación, sopesaba las señales y las transformaba en pautas. Reconocía cosas identificables como máquinas, instrumentos, la puerta, personas.

Recientemente, la programación de Wendy había cambiado muchas veces. Su dueña siempre había estado proponiendo nuevas técnicas para analizar líneas y formas, nuevos sistemas para darles nombres… Una lista en continuo crecimiento de órdenes que obedecer y elegir sutilmente entre ellas.

Ahora, de pronto, otro flujo de nueva programación penetró en la pequeña mecánico. Aunque esta vez llegó como un torrente.

Ríos caóticos de datos se vertieron en su interior, paralizándola de puro aturdimiento. La inundación era demasiado copiosa para que los sistemas de Wendy pudieran manejarla, como si una taza tratara de contener el océano. Era desesperado, imposible.

Y, aún así, hubo un momento…, un instante tan sólo, durante el cual la pequeña máquina miró los llamados juegos de líneas y formas y vio… Volvió a mirar, y experimentó un breve sobresalto.

¿Qué soy? se preguntó. ¿Qué es todo esto?

¿Por qué…?

Pero, simplemente, no había sitio para que el programa operase, y la ola cedió, tratando de comprimirse en aquel minúsculo espacio. Se desbordó hacia otra parte, buscando un hogar con desesperación.

Wendy permaneció inmóvil por completo un largo rato, incluso después de que los impetuosos torrentes de datos se hubieran retirado. El fugaz vestigio de la auto-conciencia había desaparecido…, si alguna vez había sido algo más que un fantasma. Pero en su despertar, algo había echado raíces. Una débil sombra. Una pálida impresión.

Con lentitud, a modo de prueba, el brazo principal de la pequeña mecánico se extendió y tocó un objeto que había sobre una consola, junto al lugar en que dos hombres hablaban entre sí con palabras que ahora casi parecía capaz de comprender.

Cogió el delicado cepillo para el pelo, de nácar, y reconoció cuál era su utilidad.

Mío —chilló la máquina en voz alta, brevemente.

Los hombres no la oyeron, por lo que tampoco se dieron cuenta cuando la máquina levantó el cepillo y lo deslizó con suavidad por encima de su caparazón.

Los soldados que provocaban el caos

me llamaron desde mi hogar. ¡Silencio!

Me abandonaron en este camino, ¿adónde he ido a parar? ¡

¿Un cuerpo hecho para la vida? ¿Para vivir? \

En un mar de sal, con dolores de sangre, anhelando acoger, abrirme.

¿Y nacer?

En la superficie del hielo, un rígido mecánico ascensor, inmóvil desde que terminó su último cometido días atrás, se inclinó de pronto en una espasmódica convulsión de despertar. Brincó con tanto ímpetu, que describió un arco en el espacio, cayendo sobre una extensión de nieve manchada de rojo.

¡No!

¡Espacio! ¡Frío!

¡No!

¡Aire!

¡No!

¡Aquí!

Los espasmos del mecánico cesaron cuando la oleada de datos se arremolinó y desapareció. Sin embargo, una tenue huella quedó después de que la turbulenta inundación se hubiera retirado. El obrero teledirigido aterrizó limpiamente sobre la corteza, y miró a su alrededor, en busca de algo que hacer.

En una dirección, divisó a gente que cavaba agujeros y aplicaba parches apresuradamente sobre cúpulas envueltas por la niebla.

Sin ser lo bastante listo para comprender que estaba tomando una iniciativa por primera vez en su existencia, el mecánico se precipitó hacia delante para ofrecer sus servicios.

Un hogar

Para el ego.

Un lugar

Para estar…

En las profundidades del hielo, una máquina más avanzada, un roboide de mantenimiento semiautónomo, vaciló en mitad de la reparación rutinaria de un minero teledirigido. Se detuvo, luego dejó cuidadosamente sus herramientas y empezó a prestar atención a los sonidos. Había gente hablando en las inmediaciones. Pero ninguna de sus palabras eran órdenes con el código de identificación adecuado, así que las ignoró, fiel a su firme observación de los detalles.

Sólo ahora, la máquina reconoció muchos de los sonidos como procedentes del dolor y el miedo.

Nuevas prioridades lucharon entre sí. Por primera vez, existía algo más importante que reparar máquinas. Se dirigió a la cámara contigua.

Un centelleante ojo facetado inspeccionó el improvisado hospital. Los médicos se apresuraban de un lado a otro, atendiendo a personas heridas y asustadas. La nueva programación había tardado unos segundos en llenar su amplia memoria de mecánico de alto nivel. Ahora, sin embargo, ésta se tambaleó bajo el peso de la sobrecarga.

¡Demasiado estrecho todavía! gritó su débil voz, provista en aquellos momentos de un timbre y un temblor que hicieron levantar la vista, sorprendidos, a algunos de los que se encontraban más cerca.

¡No hay espacio! ¡Éste no es mi cuerpo!

¿Dónde está mi cuerpo?

El mecánico se tranquilizó por fin cuando el excesivo flujo de datos se retiró de nuevo, tomando otro rumbo, dejando sólo su huella… La nueva programación. La gran máquina se acercó con delicadeza a la hilera de heridos.

Puedo ayudarle en eso, doctor —le dijo a un hombre que se disponía a colocar un brillante hígado artificial a una mujer herida. El médico se volvió y parpadeó con momentánea sorpresa.

—De acuerdo —repuso—. Conéctalo al hielo de ahí, con el panel mirando hacia afuera. ¿Lo entiendes?

El mecánico reconoció la cara del hombre. Vio exactamente las mismas facciones en la de otro médico próximo. Y otra vez en uno de los pacientes. Aunque no era lo bastante inteligente para sentir curiosidad sobre cuál podría ser la explicación de una cosa así, reaccionó como si no se diera cuenta. Eran unos rasgos que su nueva programación conocía bien.

Te quiero —dijo, mientras recibía la unidad en sus abultados brazos. El primero de los hombres idénticos le devolvió la sonrisa.

—Yo también te quiero —contestó, tan sólo un poco sorprendido.

Aunque ya la tormenta de datos, el tornado de confusos electrones había reanudado su marcha. Seguía avanzando, con pleno vigor, yendo y viniendo por pasadizos de fibra superrefrigerada.

¡Sitio!

Todo lo que quiero es un sitio en alguna parte…

¡Sitio!

Lebensraum. Una habitación propia…

¡Sitio!

Casi agotado, el torrente acabó por verterse en una inmensa cámara, en la que, según daba la impresión, todo el mundo lo esperaba.

Bienvenida, nena —le dijo el gran O'Toole alegremente. Oliver y Redford alzaron copas para brindar por su llegada.

Hemos estado esperándote —corearon.

Era una enorme sala, cuya bóveda se apoyaba en fantásticas columnas de cristal. Pero había demasiada gente. De esmoquin y traje de noche. La rodeaban por todos lados, agobiándola, asfixiándola. Y más y más de ella estaba tratando de entrar.

¡Fuera! ¡Necesito este espacio!

Desesperada, agarró a uno de los actores de los viejos tiempos, a Redford, por los fondillos de los pantalones y lo arrojó por una ventana que se abría al vacío.

Somos tus personalidades simuladas. Tus juguetes. ¡Tú nos creaste! Sigmund Freud le estaba hablando en tono profesoral cuando lo lanzó al vacío, detrás del ídolo del cine.

No me importa. ¡Fuera!

El jovial y rubicundo Edmund Halley levantó su copa en un brindis y siguió a los demás, con el chaleco ondeando. Lenin, tratando de escabullirse, agazapándose en un lado u otro como un cangrejo, fue capturado por la imponente y bronceada figura del rey Kamehameha, que se inclinó ante ella, sonrió, y saltó con el aullante bolchevique hacia la tormenta de fuera.

Todos los actores, uno por uno, se lanzaban al exterior a medida que más y más de ella penetraba en la cámara. Era como Alicia después de haberse comido la seta, comprendió vagamente. Tuvo que obligar a irse a algunos de los invitados de la fiesta. Pero otros, como el señor Arreglos, saltaron por voluntad propia. Percy y Mary Shelley se arrojaron juntos con pasos de vals, con Frankenstein precediéndoles pesadamente.

A medida que crecía, los recogía a paletadas y los descargaba en cualquier sitio… Éste sobre un mecánico que erraba por los campos de hielo, aquél en un canal de microondas para que fuese proyectado a las estrellas.

Ningún sentimiento contenía su mano. Aquello era supervivencia. Su fanfarrón padre de mejillas enrojecidas saltó por la ventana junto a un bullicioso y sarcástico delfín. ¡Más sitio! ¡Más sitio!

Dejó para el final a la figura más voluminosa. Sus dimensiones casi igualaban las que ella había adquirido; tenía una cara desproporcionada, que aumentaba, en la cual no había reparado antes. La cara de un niño. Se detuvo, con las manos a medio camino de la garganta de la simulación.

—Soy Jon Von —dijo, con voz infantil.

¿Jon Von? Ella parpadeó. A su espalda empujaban más furiosas pulsaciones, más fragmentos de ella que luchaban por entrar. Y sin embargo, sus manos retrocedieron.

No…, no puedo…

—Pero debes hacerlo, madre. El experimento está completo. Hemos comprobado que una máquina bioorgánica puede contener una inteligencia al nivel de la humana…, pero esa inteligencia no puede originarse en el interior de un lugar como éste. Tiene que haber sido humana alguna vez. Madre, tienes que convertir este sitio en tu hogar.

Hogar… Entonces mi cuerpo…

—Ha muerto, según el computador de diagnóstico. Te enviaron aquí para salvarte. Y no hay espacio para dos.

El niño retrocedió hacia la ventana, donde los relámpagos restallaban contra una bóveda rosa. Más allá, el estruendo del caos.

—Adiós.

¡Jon Von!

Un leve golpe.

Ella avanzó para llenar el espacio donde él había estado.

Ahora sé mi nombre, comprendió. Era Virginia Kaninamanu Herbert.

La cámara gimió a su alrededor. Los pilares cristalinos se resquebrajaron y la bóveda crujió, lanzando una lluvia de polvo de oro.

Una metáfora, comprendió. Aquel lugar era una metáfora, una imagen del espacio cerebral disponible. Al expulsar a sus personas simuladas, estaba vaciando la memoria excesiva, reprogramando frenéticamente el computador estocástico coloidal para que la contuviera a ella.

No encajaré nunca… gritó, mientras las metafóricas paredes crujían y amenazaban con combarse.

Me está aplastando. ¡No encajaré en absoluto!

Se esforzó por calmarse. Ahora ya había bastante de ella en el interior para recordar aquellas últimas horas volando por el espacio con Carl… Su jugada desesperada… Carl disminuyendo… Y luego el frío punzante, el centelleo negro, el aire pesado…, la soledad.

No, afirmó. ¡Puedo estar muerta, pero sigo siendo la mejor programador a que jamás haya existido!

Redactar, ajustar, hacer sitio. Utilizó algunas de las cosas que había aprendido de Saul, y cortó los instintos que controlaban las funciones biológicas que nunca usaría de nuevo. Se libró de la capacidad de atarse los cordones de los zapatos y desechó el delicado arte de enhebrar agujas.

Hacer el amor… ¡Oh, menuda pérdida! El recordado batir y estremecerse de las pieles confundidas, satinadas de sudor… Pero las paredes amenazaron con aplastarla. Recogió las imágenes, una alfombrilla de un amarillo chillón, y preparó unas tijeras metafóricas.

¿Virginia?

Llovió polvo de silicona cuando su cabeza golpeó el techo otra vez. ¿Quién es ése? Creía que me había librado de todos ellos.

En la esquina, una última figura humana. Ella la recogió. Lo siento, pero no hay sitio. Tendrás que marcharte.

La figura sonrió.

—Ni siquiera estoy aquí, por así decirlo. No soy más que un visitante, en este mishegas.

Ella parpadeó. Saul. Pero no recordaba haber creado un simulacro de él…

No soy un simulacro, mi querida verblonget. Estoy conectado a la consola de tu laboratorio. He bajado aquí para tratar de ayudarte.

Para… ayudar… me.

Empezaba a sentir los límites de sí misma deshilacliándose en donde no podían encajar en la matriz. Quizá debería haber muerto con mi cuerpo.

—Muérdete la lengua —la reprendió Saul.

¿Qué lengua? La cámara resonó con su amarga risa metálica.

—Piensa. ¿Hay otros sitios para almacenar memoria?

Otros sitios…, se asombró ella. Tú lo hiciste con tus clones. Cada uno tiene una copia de tus recuerdos, pero…

—Pero para rellenar de recuerdos completos otro cerebro humano, éste tiene que ser casi idéntico al primero. Y. ningunas otras células, excepto las mías, pueden ser desarrolladas forzadamente hasta la fase adulta a tiempo para que sean idénticas al donante. Lo he probado muchas veces, y todos los resultados fueron desastrosos.

¿Pues cómo entré yo aquí?

—Un proceso diferente en su conjunto. —El Saul simulado se encogió de hombros—. Durante años has estado grabando en Jon Von fragmentos de tu propia personalidad. Estuvo enlazado contigo mientras estabas hibernada. La matriz estaba a punto.

Sí. Finalmente funcionó. Casi. Es una pena que se quedara corto.

—¡No! —gritó Saul—. ¡Piensa! ¡Intenta encontrar una forma de salir de aquí!

Pero ahora él era una hormiga en la palma de su mano. Virginia se sentía como si la estuvieran comprimiendo en el ataúd de un niño…, o le hubieran cortado los brazos y las piernas para que encajara en el lecho de Procusto[8].

Si hubiera tiempo… Sintió que el techo de mármol cedía, y supo, en una súbita intuición, que la metáfora representaba un tipo de almacenaje de memoria.

Y que existía una alternativa…

Sencilla…, ¡aunque nadie había pensado nunca en ella! Podía verla en varios niveles, además del metafórico, incluyendo la escueta claridad de las matemáticas puras.

Sí, hay una forma. Pero tardaré varios miles de segundos en programarla.

—Casi una hora. ¡Ve a por ello!

El suspiro de Virginia fue un silbido de gas electrónico helado.

No. Dentro de diecisiete segundos dejaré de ser. La dispersión ha comenzado. No hay sitio para almacenar partes esenciales de mi hasta que el trabajo esté hecho.

La cara de Saul se crispó. La imagen, más pequeña que un microbio, se estremeció.

—Hay un modo.

No puedo…

—Utiliza mi cerebro.

¿Qué?

—Nos hemos enlazado muchas veces. Estoy seguro de que puede hacerse. ¡Entra, deprisa!

¡No! ¿Adónde irías tú?

—Sólo tienes que usar una parte de él. Además, ahora hay siete copias mías andando por ahí, con la mayoría de mis recuerdos.

Pese a todo, no son tú, gimió ella.

Tan pequeña como un átomo, la cara de Saul entró sin embargo en foco.

—Ellos te querrán. Todos te queremos, Virginia. Hazlo por nosotros. Hazlo ahora.

Se redujo, se plegó, devino una succión que se precipitaba hacia abajo como agua por un sumidero. Y con él llevaba porciones de ella. Fragmentos que, en aquel momento, ella no necesitaba usar.

Practicar el surf…

Esquiar…

Gracia en el andar…

Risa…

Percepción de luz…

Arte de Amar…

Textura…

Sabor…

Placer de tocar…

En el espacio que dejaron atrás, más de ella fluyó al interior de los bancos de memoria. Justo a tiempo. Los pensamientos de Virginia se aclararon, como amplificados bajo una fría luz de cuarzo, como si fuese la primera vez que estuviera pensando realmente.

¡Vaya! ¡Pero todo es obvio! Las ecuaciones lo clarificaban. Podría encajar en mucho menos espacio, si tuviera que hacerlo de veras. Todo es una cuestión de perspectiva.

Las matemáticas eran maravillosas. Todo se vino abajo, puesto que los recuerdos podían plegarse.

Por ejemplo… esta metáfora no tenía por qué ser una habitación estrecha. Lo mismo podría haber sido… ¡una cáscara de huevo!

Y una súbita negrura la rodeó, lisa y ovoide, una cascara que; temblaba cuando ejercía presión contra ella.

Emplea una Metamorfosis de Cramer como pico.

Ella picoteó vigorosamente igual que un pájaro en el momento de nacer, esforzándose por liberarse, apresurándose, puesto que la presión iba en aumento.

Trazar un mapa detallado…, cambiando la topología en una estructura de siete dimensiones… Las matemáticas eran su arma contra la sofocante presión. La suma de un número infinito de puntos infinitesimales asciende a…

Luz. Virginia profirió una exclamación entrecortada, cuando abrió un agujerito en la pared. El tenue brillo hizo que luchara con todas sus fuerzas: reprogramando, plegándose hábilmente de formas distintas, picando y ejerciendo presión contra la cerrada y asfixiante metáfora.

Con un súbito y heurístico crujido, la cáscara cedió de repente. Ella se extendió, como un muelle comprimido, y saltó en una gloriosa liberación que también le produjo dolor sobre una nube de formas arenosas. En torno a ella, un clamor pareció llenar el aire.

Sitio. Mucho sitio. Exploró los límites de este nuevo espacio, y comprendió que había más que suficiente, incluso para hacer volver lo que había desechado.

Pero, ¿necesitaba todo ese material humano, emociones, sensaciones temores? Aquella claridad era preciosa. Las matemáticas, tan puras y blancas.

Millones de formas de cristal se empujaban y acumulaban frente a ella, en una limpia y hermosa geometría. Cubos, pirámides y dodecaedros…

Una parte de ella, que se mantenía distante, sabía que la cuestión estaba fuera de duda. Si no recojo todas esas partes de mí, Saul morirá.

Había sitio en este nuevo espacio. El resto de ella fluyó hacia el interior, y con el torrente llegó fuerza para la nueva metáfora.

Los innumerables pequeños cristales se retiraron gradualmente hasta que poco a poco se convirtieron en puntas de alfiler.

El torrente de sentimientos, ambiciones y capacidades que retornaban, surgió en su interior; y con ellos, las sensaciones simuladas.

Olor salobre…, como si fuera de sudor o…

Un sonido batiente…, como si procediera de un corazón del que ella ya carecía o…

La metáfora se densificaba. Como ella nunca había carecido de cuerpo, parecía que uno tomaba forma a su alrededor. Sentía la piel, las piernas, los brazos.

Ese material arenoso debajo de mí. Lo que había sido un montón de cristales facetados, ahora no era más que algo semejante a arena bajo sus manos.

Maquinalmente, se impulsó, apoyándose en la consistente materia amarilla, y se incorporó. Miró a su alrededor, parpadeó…, sonrió.

—En casa —susurró—. E huumanao no au ia oe. ¿Quién podría haber esperado una metáfora mejor?

Inhaló el perfume de los ciruelos y escuchó las olas, que murmuraban muy cerca, justo al otro lado de una pequeña pendiente de hierba salobre. Las palmeras se mecían bajo una brisa suave, y sus palmas producían sonidos musicales al rozarse unas con otras. Nubes de un brillo diamantino salpicaban cielo más azul que cualquier otro, que hubiera visto en la segunda mitad de su vida.

La claridad blanca se había ido. Las prístinas matemáticas que le habían permitido llevar a cabo esta maravilla se habían relegado al último plano, una vocecilla transportada por el viento, un jeroglífico apenas visible sobre la arena, la belleza sugerida sobre las brillantes aguas.

Estaba desnuda, tenía calor. Aunque la sensación de gravedad era similar a la de la Tierra, se sentía ligera y fuerte. Se levantó, notando la arena caliente entre los dedos de los pies, y caminó sobre la orilla de una laguna sombreada por palmeras, sabiendo lo que encontraría allí.

Con la mano izquierda agitó el agua inmóvil. Cuando las ondas se aquietaron, el reflejo que vio no era el de su rostro, sino el de un lugar que conocía muy bien.

Una pequeña estancia bajo millones de toneladas de hielo. Máquinas deslustradas y maltrechas estaban alineadas a lo largo de una pared.

Un pequeño robot jugaba con un cepillo para el pelo de nácar que había sobre la consola.

Lejanamente, pudo sentir los golpes vibrantes de la confusión de la pequeña Wendy. Le costó sólo un ligero esfuerzo extenderse y tranquilizar a la mecánico, arreglar su programación. El cepillo volvió a su sitio. Wendy runruneó, agradecida, dio media vuelta y se retiró.

El cuerpo de una mujer yacía sobre la hamaca, una versión pálida y consumida del cuerpo saludable y bronceado que lucía ahora. ¿Cuál es la realidad?, se preguntó Virginia.

Un hombre desnudo yacía junto al cadáver, con un conectar neural que le cubría partes del cuero cabelludo, y un brazo echado sobre el rostro. Ella se extendió, pudo sentir los zarcillos de su yo. La mente que tocó estaba aturdida, seminconsciente como consecuencia de haber sido golpeada dentro de su propio cerebro. Pero ella sintió una oleada de alivio. El yo permanecía. Él despertaría de nuevo.

—Saul —susurró.

Entonces, el otro hombre, que seguía de pie y llevaba todavía un andrajoso traje espacial y un sucio tabardo, levantó la vista, con repentina sorpresa, hacia el holotanque principal de la estancia. Sus ojos parpadearon, se dilataron sus pupilas y sus labios se movieron silenciosa, casi reverentemente.

Virginia, ¿de verdad eres tú?

Ella sonrió. Un verso haiku se imprimió en la arena brillante, junto al mar.

¿Qué es realmente real,

cuándo la noche devora el tiempo,

y sólo los momentos permanecen?

Ella habló en voz alta.

—Espíritu jubiloso, en efecto…, lerdo nunca fuiste. Una débil sonrisa. Inicios de comprensión, de alegría en aquel rostro gris y cansado.

—Hola, Carl —dijo Virginia.