VIRGINIA
Ella se apresuró a través del Túnel E, poniéndose un suéter de lana gris sobre el mono. Hacía frío.
Un frío de mil demonios, incluso para ella. Todo el personal de la misión era gente «cálida», que tenía una mínima respuesta a la agresión vascular. Los capilares de Virginia no se contraían mucho al enfriarse, lo cual significaba que se sentía cómoda cuando las personas más normales, los «helados», podían tiritar de frío. La mayor desventaja era que los «cálidos» perdían calor más deprisa y necesitaban comer más. El lado bueno era que no solían engordar. Los «cálidos» raramente necesitaban una dieta.
Pero ahora Carl había reducido de tal manera la temperatura del aire, que hasta ellos tenían frío. Virginia ignoraba si esta medida acabaría con la proliferación de algáceos, pero le resultaba deprimente.
Entró con alivio en la nave más caldeada de la Central. Las grandes pantallas de los monitores mostraban cambiantes diseños de color amarillo-verdoso. Los leyó de un vistazo; los de biología estaban manteniendo a raya la porquería, y las formas púrpura se habían reducido. Bien. Ya no constituían el problema principal.
Saul estaba conferenciando con Ould-Harrad. El hombretón sobresalía sobre la enjuta figura de Saul, con las manos en las caderas, moviendo lentamente la cabeza en solemne discrepancia. La boca de Saul se curvaba en un gesto severo que ella no había visto nunca. Se sujetó a un asidera, se desvió brusca y ágilmente y se deslizó hasta detenerse junto a ellos.
—He preparado el simulacro que pediste —le informó.
—Bien, bien —Saul parecía contento por poder apartarse de Ould-Harrad—. ¿Y?
—Puedo inutilizar la mayoría de sus controles si consigo llevar tres mecánicos a bordo del Edmund. Entonces necesitaré cinco minutos para utilizarlos. Saul se animó.
—¡Excelente! Estarán atentos a la carga de las cápsulas de sueño que pidieron, asegurándose de que no les colemos suministros inadecuados. Los preparativos para el rescate del Newburn no se habían completado cuando Ensing Kearns descubrió sus intenciones. Así que necesitarán más equipo antes de poder partir.
—¡Esos bastardos! —escupió Virginia—. ¡Arrojar al pobre Kearns por la escotilla! ¡Asesinato! ¡Si el procesador central de la misión no hubiera sido trasladado ya a Halley, podría introducirme en sus sistemas de control y quitarles el aire a todos!
Saul asintió.
—Feroz pero apropiado. Por desgracia tienen los controles en posición manual, y eso dificulta la posibilidad de anularlos. Sin embargo, hemos de considerar que no disponen de aire y comida suficientes a bordo para todo el vuelo de regreso. Tienen que estar condenadamente seguros de que les proporcionaremos bastantes cápsulas para poder emprenderlo. Dicen que son catorce. Ahora, si podemos encontrar una forma de distraerlos, para darle a Virginia una oportunidad…
—No —dijo Ould-Harrad tajantemente—. Hay pocas probabilidades de acercarse con mecánicos durante más de unos breves instantes. Ya oyó a Linbarger.
—Tienen que dejar que los mecánicos se aproximen al Edmund cuando les entreguemos esas cápsulas de sueño —respondió ella.
Ould-Harrad frunció el ceño.
—Vigilarán a las máquinas con atención. Y es seguro que no se equivocarán al contar las que vuelven a Halley. Por tanto, no permitirán que se queden tres.
Virginia sacudió la cabeza.
—Puedo hacerlo mientras están cargando las cápsulas de sueño en el compartimento de recepción. Los cables que cortaremos están cerca de la compuerta.
—Tu simulacro numérico… ¿estaba terminado? ¿Tratarías tú misma de conducir a los mecánicos hasta los cables y luego destruirlos? —preguntó Ould-Harrad.
—Pues… no, no conozco tan bien los sistemas del Edmund. Dejaré que Jon Von lo haga. He estado aumentando su control sobre los mecánicos y…
—Entonces no podemos estar seguros, ¿te das cuenta? —Sus cejas se alzaron en semicírculo sobre sus ojos negros, los iris nadando en los blancos, lo cual reveló un fino trazado de venas rojas—. Jon Von no está habituado a la manipulación directa de mecánicos. Los simulacros son siempre más fáciles que las operaciones reales. Yo…
—Carl podría hacerlo —dijo ella con rapidez—. Que venga y le dejamos probar mi simulacro.
La boca de Ould-Harrad se estiró en una expresión de cortés incredulidad. Luego suspiró, asintió y comenzó a hablar con el rápido parloteo espacial por un micro de garganta.
Virginia se volvió hacia Saul.
—¿Cuánto tiempo?
—Nos han dado dos horas.
—¡Eso es una locura! No pueden pretender que nosotros…
—Saben que podemos trasladar las cápsulas de sueño disponibles si empezamos en seguida.
—Recuerda el llamamiento a los «tipos normales» ofreciéndoles un pasaje gratis a la Tierra. Si algunos responden, Linbarger tendrá que esperar a que embarquen.
Saul sonrió distraídamente; sus ojos parecían recordar situaciones desesperadas de un lejano pasado.
—Una mente febril cree que el mundo puede girar sobre la punta de un dedo. Además, están llamando a cada uno de nosotros los, eh, normales por el comunicador. Para pedirnos que vayamos con ellos, lo dejemos todo y nos marchemos de inmediato…, siempre que estemos bien, por, supuesto.
—¿Te han llamado?
—Oh, sí. Estaba entre los primeros. Soy médico, y por tanto, valioso. No tienen vergüenza. Me preguntaba porque exigían verme con la cámara…, hasta que de pronto cortaron la comunicación y lo comprendí. —Se rió entre dientes y se limpió la nariz con un pañuelo arrugado.
—Tu… gripe o lo que sea. —Virginia sintió una cólera irracional—. Eso no quiere decir que estés realmente enfermo.
Saul sonrió sardónicamente.
—Para ellos, sí. ¿Sabes? Son como las obras de teatro de la época isabelina, incluyendo a Shakespeare. Si un personaje tose en el primer acto, puedes estar seguro de que tiene sífilis y morirá en el tercero.
—¡Están locos!
—¿Sólo porque no han querido llevarme? —Rió—. Debo elogiar su buen gusto, de veras. A pesar de mi profesión nunca me han gustado verdaderamente los enfermos, no en su descarnada realidad. Todas sus manías, sus tsuris. Los prefieo como abstracciones, como problemas en el arte genético.
Virginia tuvo que corresponder a su sonrisa. Saul era increíble; bromeando a su modo apacible, punteado por autorreproches, casi digno de un elfo, en medio de una crisis.
Ould-Harrad terminó sus comprobaciones con los equipos de túneles y superficie.
—No creo que importe mucho, pero Carl está en camino.
—Estupendo —dijo Virginia. Se sentía tranquilizada por la actitud irónica y sosegada de Saul.
Bien, al menos esto significa que no va a arriesgar el cuello yendo tras el Newburn, pensó. Entonces se sintió avergonzada de repente. También significa, probablemente, que la tripulación del Newburn seguirá a la deriva y morirá.
—Yo… sigo creyendo que mi simulacro demuestra que puede hacerse —dijo.
—Tal vez se pueda —contestó Ould-Harrad—. Pero que se deba es otro asunto.
—Tenemos que hacer algo —intervino Saul con aspereza. Olvidémonos del Newburn por un momento, o que necesitaremos el Edmund dentro de setenta años a partir de ahora. Nuestro problema más inmediato es que casi todos los hidropónicos…
—Ya, ya —Ould-Harrad levantó una mano con fatiga—. Pero uno se pregunta si valdría la pena dar la oportunidad de regresar a catorce personas.
Saul levantó los ojos hacia el techo.
—¡No podemos aceptar que las enfermedades van a vencernos! Mire…
Virginia observó cómo se sumergía en la misma explicación que le había dado a ella la noche anterior sobre prometedores métodos para curar las plagas.
Es maravilloso, y en realidad yo no debería quejarme, pensó. Pero Saul puede ser muy aburrido cuando conecta el canal pedante.
Sintiendo la calidez de la gran estancia filtrarse en sus músculos, se dispuso a relajarse. Allí, el paisaje mural era impresionante, con tanto espacio disponible. Mostraba una playa a media mañana, barrida por el viento. Más allá de las parpadeantes pantallas de datos, observó el avance de una ráfaga de viento del norte, que agitaba los gallardetes de una distante caseta de playa, arrancándolos de sus palos. El cielo se volvía denso, púrpura. Los cúmulos de nubes, que momentos antes sólo eran puntos aislados, se espesaban y agitaban sus oscuros centros aureolados de bordes traslúcidos.
Por pura casualidad, el programa en curso estaba suministrando una patética ironía. Una tormenta simulada en medio de una crisis auténtica. Si aquello hubiera tenido la finalidad de divertir, como antes de que comenzaran los problemas, hubiera estado provisto de sonido, e incluso de olor y modulaciones de presión. El revuelto océano se rizaba y crecía, arrastrando velozmente a su través sombras de nubes. Enormes gotas heladas batían contra la playa, con la fuerza del granizo. Un acantilado de aspecto sombrío entró en el encuadre, devanando rayos como si fueran hilo, lanzando relámpagos amarillos. Como si esperasen esta señal, diminutos cangrejos de arena moteados salieron de sus escondrijos y corrieron hacia el espumoso mar. Los relámpagos fulguraban una y otra vez, como si Dios estuviera tomando fotografías, pensó ella, aturdida, paralizada por la furia silenciosa que se encrespaba, salpicaba y se lanzaba de un lado a otro de las paredes. Deseó poder oír el murmullo del trueno que se alejaba, el suave siseo de la lluvia que caía sobre las dunas.
Desde lejos, llegó un perro corriendo, y escarbó en la arena, tratando de atrapar a los cangrejos. La niebla se concentraba en pequeños y pálidos nudosa Ella anheló sentir la lluvia purificadora atravesando sus ropas hasta llegar a la piel, calándola, cubriendo de brillo su pelo. Ni aun en mi mejor simulacro-sensorial con Jon Von, puedo evadirme por completo. Ahora mismo lo daría todo a cambio de un billete para volver a casa.
Reconoció que su mayor deseo era estar lejos de allí. Respirar aire salobre, sentir la arena crujiente, oler las ráfagas de viento. Entonces consiguió alejarlo de sí, regresar al presente. Si no hubiera sido capaz de hacerlo, nunca habría formado parte de la tripulación. Pero esos alocados ortos están arriesgando la misión con sus fantasías de fuga.
Llegó Carl, con la barbilla cubierta de pelos castaño-rojizos, pero sin mostrar fatiga. Se deslizó hacia una red que servía de mobiliario en la baja gravedad.
—Hice que un mecánico recuperase a Kearns. Es una estatua helada.
—¿Hay alguna…? —dijo Virginia.
—No hay ninguna posibilidad. Sus células están destrozadas. —Carl suspiró, pasándose la mano por la cara, como si quisiera desprenderse de todo aquello como de un mal sueño. Recuperó el autocontrol, y dijo, con deliberada calma—: He puesto los cierres de seguridad en las esclusas de la superficie, para el caso de que alguien intente unirse a ellos.
—Ah, bien —aprobó Ould-Harrad.
—He situado a Jeffers y algunos mecánicos armados con láseres en un lugar no visible desde el Edmund.
—¿Para qué? —preguntó Ould-Harrad fríamente.
—Por seguridad. Por si intentan alguna otra cosa. —Carl estudió a Ould-Harrad con detenimiento—. ¿Qué piensa usted hacer?
—Deseo echarle una ojeada al simulacro de Virginia —repuso Ould-Harrad.
Carl asintió y se dirigió hacia una consola de trabajo. Tecleó en la secuencia y emitió a través de ella, ajeno a la nerviosa atención que le prestaban los demás. Aguardaron con expectación hasta que se quitó el casco y lo dejó en su sitio.
—No dará resultado —dijo.
—¿Por qué no? —inquirió Virginia—. Me costó…
—Los mecánicos no son lo bastante rápidos en ese tipo de trabajos.
—¡Jon Von consiguió que lo fueran!
—Jon Von es estupendo para imitar movimientos, no cabe duda. Pero no tiene en cuenta los factores de seguridad ni los imprevistos. Siempre se producen algunos en esos trabajos.
—Podría hacer correcciones, introducir posibilidades fortuitas…
—No con el reloj en contra —convino Saul, con reluctancia—. Si un mecánico se encuentra alguna caja tirada por el camino, consultará a Jon Von y se producirá una pausa. Y no tenemos tiempo.
Virginia parpadeó, doliéndose de que Saul se hubiera puesto rápidamente de parte de Carl.
—Sigo diciendo…
—La cuestión está zanjada —dijo Ould-Harrad—. Dios y el Destino actúan juntos. Debemos dejarlos partir.
—No podemos —contestó Saul—. Los hidropónicos, el Newburn, las…
—Ya lo sé. Perderíamos una gran cantidad de equipo —admitió Ould-Harrad—. Incluso es posible que la carestía acelere nuestra condena. Pero no tenemos elección. No aceptaré que se ataque al Edmund.
—¡Esto es… una locura! —exclamó Virginia.
La cara de Ould-Harrad se mostraba impasible, distante.
—Cuando uno se enfrenta a la muerte, lo que importa es el honor. No haré daño a nadie.
Saul y Carl compartían una mirada de incredulidad y frustración. Ould-Harrad no quiere oponerse a una rebelión orto, pensó Virginia. Pero si los percells lo intentaran…
—¿Y si inutilizáramos la astronave? —preguntó Carl en tono indiferente, estirándose, con las manos detrás de la cabeza.
Ha renunciado al Newburn. Y evita exteriorizar sus sentimientos.
—Ya oíste a Linbarger —explicó Ould-Harrad pacientemente—. Si damos signos de sacar aparatos al exterior, algo que pueda emplearse como arma…
—Sí, usarán los grandes láseres. Seguro. Pero no podrán dispararte si ya estás dentro de la nave.
—Como he dicho, no hay ningún método… —Empezó Ould-Harrad.
Saul le interrumpió.
—Me parece que he encontrado uno: mandarles un caballo de Troya. ¿Qué les parece?
Carl sonrió.
—Muy bien. Dentro de las cápsulas de sueño que nos exigen.
Los ojos de Ould-Harrad se dilataron, mostrando el entramado de venillas rojas.
—¿Una bomba? Podría causar daños, herir a la gente, No habría control…
—Nada de bombas —Carl hizo una mueca—. Un auténtico caballo de Troya…, con hombres en su interior.
Se produjo un largo silencio mientras se estudiaban unos a otros. Virginia pudo advertir la confusión reluctante de Ould-Harrad. El hombre había decidido aceptar las exigencias de Linbarger y permitir que la expedición se las arreglara como pudiera durante los próximos setenta años. Su impasibilidad pan-ecuatorial se había impuesto.
Carl, en cambio, estaba casi alegre, convencido de que su plan funcionaría. Saul repasaba interiormente las múltiples posibilidades de error y desastre, pero se mordía los labios con inconsciente ilusión, tentado, casi divertido por aquella súbita esperanza.
¿Y yo que opino? Virginia comprendió que se había enfurecido ante la aceptación de Ould-Harrad de que Linbarger debía ser complacido. Ella había estudiado los mapas que los amotinados transmitieron. El Edmund tenía sólo el suficiente combustible para describir un arco hacia el exterior en algo denominado maniobra de Myrnes: rodear Júpiter valiéndose de una cercana oscilación gravitacional, dirigirse a la Tierra a alta velocidad e intentar una disminución de la misma antes del aterrizaje. Pero la ventana para esta estratagema se cerraba con rapidez, al quedar muy pocos días para llevarla a cabo.
¿Está Ould-Harrad representando un papel? ¿Podría ser que planeara escurrirse hacia el Edmund en el último minuto y regresar con ellos?
—No sé… —comenzó Ould-Harrad reflexivamente.
—Pensándolo bien —interrumpió Saul—, veo un problema más grave.
Carl frunció el ceño.
—Ese equipo es vital. Habrá muchos voluntarios.
—No lo pongo en duda. Pero una cápsula de sueño es estrecha y poco profunda. No se puede entrar en ella con el traje espacial puesto.
—¿Y qué…? Yo… —La voz de Carl se desvaneció.
—Sí. La defensa evidente para ellos es abrir las cápsulas para asegurarse de que no hay nadie dentro.
Carl se mordió los labios, pensando. Virginia era agudamente consciente de los segundos que pasaban. Le gustaba el plan de Carl, y no sólo porque les daría algo con lo que enfrentarse. Si Linbarger despegaba, la expedición tendría que construir su propia biosfera sin muchas dotaciones vitales. Una cosa era cultivar algunas semillas debajo de lámparas y otra muy distinta construir todo un ecosistema interconectado partiendo de cero. Como empezar a hacer juegos malabares con ocho pelotas. De todas formas tenemos que morir aquí, pero no había considerado la posibilidad de morir de hambre.
Irritado, Carl espetó:
—No había pensado en eso.
Un largo y agitado silencio. Los instantes cayendo en un abismo.
Virginia tenía una técnica para enfrentarse con problemas bajo la presión del tiempo. Cuando empezó a crear simulacros detallados en la Tierra, había desarrollado programas tan vastos que tenían que ser registrados, con días o semanas de antelación, en inmensos procesadores centrales. Si el programa iba mal, se podía detener sin que hubiese terminado. Entonces había unos cuantos minutos en los que el sistema podía hacer cálculos domésticos para otros usuarios. Se podía disponer del tiempo reservado y controlar el simulacro, si se localizaba el problema y se resolvía durante ese breve intervalo.
Bajo semejante presión, era fácil perder el control. Así que ella había desarrollado un procedimiento para lograr que su mente se desentendiera del problema, flotase, y permitiera que la intuición penetrase a través de la tensa ansiedad. Enfocándose fuera, dejaba que la mente superficial se relajara…
Notó que, en las paredes, la tormenta había adquirido una furia ciega e incontrolable, sin que ella se hubiera dado cuenta. El viento arrastraba corrientes de espuma desde la base de las olas, y enormes goterones castigaban las escasas hierbas de las dunas cercanas a la orilla, aplastándolas. El perro había desaparecido, los cangrejos erraban bajo las martilleantes e incesantes gotas. El pesado aire se agitaba, y daba la impresión de ser demasiado denso para posibilitar la respiración.
—Esperad —dijo—. Se me ha ocurrido algo.