VIRGINIA
Habían sido los dos peores días de su vida. Parecía que la separaban milenios de los soleados y brillantes días de cuando Saul estaba vivo y el amor le infundía su propio impulso, haciendo que superara dificultades, allanando la abrupta superficie de una vida que era, cuando se meditaba sobre ella, ingrata, desesperada, siempre a punto de romperse.
La imagen del cuerpo retorcido de Saul se había clavado en su mente, como un reproche grotesco y silencioso. Había parecido tan extraño, tan distinto en la muerte, como si fuera otra persona. Sosegado, a pesar de sus heridas. Rejuvenecido.
Tantos esfuerzos…
Si hubiera estado más cerca, pensado más deprisa, corrido con más rapidez…
No. Ya basta. Ella sabía que tales pensamientos sólo eran una espiral de muerte, que nada podría salir de un círculo cerrado de culpa y dolor.
Pero tan fáciles conclusiones no la liberaban.
Se encontraba entre corrientes de cólera, charla frenética e indisimulada tensión… Y apretaba las manos, frotando sin pausa una contra otra, incapaz de moverse, de pensar, ni siquiera de permitir que su creciente aflicción se desbordase en lágrimas.
Cualquier cosa que hiciera sería inútil y estúpida. No le importaba estar sentada así para siempre, rodeada por la almizcleña humedad, que se acumulaba con lentitud desde el regenerador de la cúpula. Las plantas habituadas al espacio eran capaces de resistir rápidas descompresiones y fríos. Se habían adaptado mucho mejor que los hombres a medio siglo de manipulaciones.
Algunos trataban de ayudarle. Lani era una presencia continua, suaves sibilantes en una agobiante quietud. Carl gesticulaba vivamente, diciendo cosas convencionales. Todas las caras parecían inexpresivas y lejanas bajo cristal.
El hecho de que los dementes ubers y sus aliados los retuvieran a todos dentro de la Cúpula 3, no cambiaba mucho las cosas. Se sentía tan abandonada como el silencioso hielo del exterior, en donde unas figuras giraban los impulsores hacia nuevas y bien calculadas direcciones, con las bocas apuntando a constelaciones diferentes. Ella miraba a los lejanos muñecos realizar sus tareas, sin preocuparse de su significado. La Tierra era un blanco más deseable que Marte, sin duda; pero no creía que tuvieran éxito.
Nada había funcionado nunca en aquella condenada expedición. La Tierra encontraría alguna forma de oponerse a ellos. ¿El plan era lanzarse al exterior en vehículos de aerofrenaje semejantes a globos? Cápsulas huecas que, bajo la aplastante presión del frenaje, sólo necesitaban el más leve defecto en su asimetría para retorcerse, agrietarse y romperse… No, la Tierra aprovecharía bien esa oportunidad. Un rayo láser, un haz de partículas, cualquier cosa que abriera un boquete en las cápsulas haría que todos ellos acabasen dentro de un ardiente caldero al rojo vivo. No tenía ninguna fe en el enfebrecido sueño astronómico de Sergeov.
Ni tampoco en la maniobra de Marte. Ella había guardado el secreto de Carl, nunca se lo había contado a nadie. Nos alimentamos de ficciones…
Pero la mentira de Sergeov era peor. No daría vida a ningún mundo muerto, y su destino sería como el de los condenados. ¿Y qué ocurriría si la cabeza del cometa era dirigida para que colisionase con la Tierra, como ella había oído que algunos ubers decían sin disimulo por el comunicador? ¿Qué sería de los suaves cielos y las brumosas tardes hawaianas? Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Quizá los humanos deberían extinguirse de la forma en que lo hicieron los dinosaurios.
—¿Virginia?
Era Carl, pálido y ojeroso, tratando de tomar contacto otra vez. Ella levantó los ojos hacia él, parpadeando.
—¿Es ya hora de comer?
—No, yo sólo… Mira, realmente, un poco de ayuda podría serme útil.
—¿Para hacer qué?
—Para imaginar alguna forma de salir de esto.
Ella dijo débilmente:
—Sergeov nos ha atrapado. ¿Quieres excavar a través de los túneles de desechos, usando palas de jardinería?
Los ubers habían derrumbado aquéllos con bastante efectividad.
—Tiene que haber…
—¿Probaste los autoconductos? ¿Las cintas transportadoras?
—Claro. Ayer. Tiene gente bloqueándolos.
Ella frunció el ceño. Era difícil pensar al viejo estilo…
—Mis mecánicos. Si pudiera conseguir la función de control sobre ellos desde aquí, con un remoto…
—Ya lo intentaste ayer—le recordó con suavidad.
Ella levantó la vista, sintiendo una oleada de rabia.
—Oh, sí. Han cambiado las matrices-T de entrada. Sergeov fue lo bastante listo para hacerlo de inmediato. Sólo podría arreglarlo desde la gran consola central, o desde mi laboratorio. Tengo que estar allí en persona.
Guardaron silencio. Ella pudo ver cómo la frustración invadía la cara de Carl.
Jeffers se acercó a toda prisa, con la tensión impresa en su rostro.
—Ocurre algo… Han vuelto a poner en marcha el láser.
Carl se impulsó, en un largo planeo, hasta el techo de la casilla de proceso, a cincuenta metros de distancia. Virginia estuvo tentada de recaer en la neutralidad y dejar que el mundo le resbalara. Pero en cambio, suspiró y se incorporó. Se dio impulso y siguió a los dos hombres en un lento deslizamiento.
—¡Están disparando contra alguien! —gritó Carl desde su aventajado puesto. Virginia tropezó con un cable y describió un arco hasta posarse con violencia en lo alto de la casilla.
—¿Lo ves? —Señaló Carl—. Sergeov está en aquella pendiente, allí, disparando contra gente procedente del sur.
Figuras como puntos voladores se esparcían rápidamente por la llanura gris surcada de vetas.
—¿Quiénes son? —preguntó ella.
Lani se paró a su lado.
—Arcistas, supongo —replicó—. La gente de Quiverian. Aún están allí abajo, en el sur, viviendo entre los escombros de los terremotos. Es natural que se opongan a un vuelo de acercamiento a la Tierra. Pero con los ubers al mando de los impulsores, quedarán hechos pedazos.
—¿Estás segura?
—No puedo ver…
Un enorme cúmulo de vapor brotó de la base de la colina donde estaba situado el láser uber. La nube la envolvió en un sudario de nieble. Antes de que ésta pudiera expandirse y disolverse, se encendió en la base otra chispa azul, enviando al cielo una bola blanca.
Virginia dijo con entusiasmo:
—Los arcistas están utilizando su gran láser. No es muy preciso, pero con que acierten en la colina…
—Cegarán con el vapor a los ubers que manejan el láser —concluyó Lani—. ¡Sí!
Se movían figuras en el horizonte, sus tabardos eran demasiado pequeños para identificarlos en el polvo que levantaban. Virginia nunca había pensado mucho en las tácticas en gravedad casi cero, pero podía advertir la lógica detrás de los cuernos que formaban las hileras de arcistas, y que convergían lentamente. Sus pinzas se cerraban hacia la fila ecuatorial de impulsores. La gente de Sergeov se debatía en los pozos de los mismos. Los grandes y pesados módulos de inducción eran difíciles de mover, en especial estando en declinación. Empezaron a desviarlos hacia el sur, pero sus cañones largos y delgados giraban con angustiosa lentitud.
—Mira —dijo Carl, señalando—. Los arcistas están tratando de llegar hasta nosotros. Conseguiremos escapar si…
Pero entonces un segundo láser uber abrió fuego desde una colina distante, arrancando esferas de vapor de la llanura y arrojándolas hacia lo alto. Pese a ser un tiro casi fallido, las diminutas figuras se alzaron y apartaron de las súbitas ráfagas.
—¿Por qué no atacan desde el cielo? —preguntó ella.
—Es probable que Sergeov disponga de algunos pequeños radares. Podría detectarlos, si estuvieran aislados ahí arriba. En el cielo no es fácil. Y el polvo actúa como escudo.
—Sí —dijo Jeffers—. ¿Qué te parecería estar colgando ahí arriba, desnudo como un pájaro sin plumas? Es mejor que haya un poco de hielo entre tú y ese gran mechero.
Los atacantes buscaron refugio. Disparaban pequeñas armas de corto alcance que sólo levantaban débiles humaredas de las barricadas de los ubers. Algunos utilizaban perforadoras de microondas portátiles, presumiblemente sintonizadas para romper las células humanas; pero a esa distancia, los rayos se desparramaban en exceso. De vez en cuando, los del interior de la cúpula oían leves chasquidos: las microondas que cosquilleaban suavemente el interior de sus oídos.
Mientras tanto, el gran láser arcista seguía bombardeando las colinas de los dos puestos fortificados de los ubers, evitando que pudieran apuntar con precisión. Observaron, durante una angustiosa media hora, cómo cada frente maniobraba, disparaba, esquivaba… con escasos efectos. La pugna era silenciosa y lenta hasta parecer irreal.
—Yo creo que han llegado a un punto muerto —dijo Carl, con palabras cargadas de fatiga.
—Nadie puede conseguir bastantes hombres para cubrir sus movimientos —opinó Jeffers—. Parece que aún hay gran número de arcistas, pero no es posible rodear todo un maldito ecuador.
—¿No podemos aprovecharnos de eso? —dijo Virginia, titubeando.
—¿Cómo? —pregunttó Carl.
—¡Para escapar! Si corremos un kilómetro, más o menos, entre esas pilas de escoria, hacia el norte…
—Nos matarían.
Jeffers asintió.
—¡Pero si logro entrar, recuperaré el control de mis mecánicos! Los ubers no resistirían un ataque kamikaze de mecánicos.
—Yo podría tratar de bajar hasta el Clan de la Roca Azul. Keoki Anuenue traería a sus hawaianos, si supiera que nos encontramos aquí —dijo Lani.
Jeffers abrió la boca, incrédulo.
—Vosotras dos estáis locas, mujeres. Nunca llegaríais al pozo.
—Creemos una distracción —lo desafió Virginia.
—¿Cómo?
Virginia pensó con rapidez. —Supongamos que vaciamos la cúpula entera de una vez…, con las cubas abiertas.
Carl frunció el ceño.
—¿Las cubas de agua? Hervirían y… Ya entiendo. Se formará una inmensa bola de vapor. Nadie podrá ver a través de ella.
Jeffers sacudió la cabeza.
—No hablemos de cuánto duraría.
Virginia se volvió hacia él.
—Tú te quedarás para manejar las bombas…, arrojando chorros de agua al exterior de la cúpula, en donde se evaporará inmediatamente.
Jeffers a6rió la boca para expresar alguna objeción, y luego la cerró.
—Hum, no sé. Quizás.
—¡Hagámoslo! Porque si Sergeov gana…
—Conforme—dijo Carl; sus labios se convirtieron en una línea blanquecina—. Adelante.
Tardaron diez minutos en prepararlo todo. Virginia trabajaba con enloquecida ferocidad, arrastrando mangueras, cerrando los depósitos de fermentos en floración, extendiendo sábanas de plástico de protección temporal sobre las plantas, sellando unidades en fase de crecimiento que eran demasiado delicadas para resistir un exceso de vapor y frío. Se sentía torpe el hacer una labor manual sin un mecánico.
Sin pensarlo antes, casi sin pensar en absoluto, se encontró agazapada en el interior de la compuerta junto a Carl y Lani. De repente, comprendió que su vida dependía de su capacidad para correr. ¡Imposible, absurdo! He pasado menos tiempo en la superficie que cualquier otra persona. Pero no veía otra salida. Estaba segura de que no iba a permitir que Sergeov la metiera para siempre en una cápsula. Ni a dejar que enterrase a Hawai bajo un manto de ceniza cósmica.
Desde el interior, Jeffers dijo:
—¿Preparados?
Ella asintió furiosamente. Imagínate que no estás aquí en persona. Debes creer que estás operando en el hielo, con un mecánico. Lo has hecho miles de veces.
—¡Sí! —respondió Carl.
La compuerta se abrió de golpe y ellos se lanzaron hacia adelante.
Se separaron en seguida. Lani se precipitó hacia el norte mientras Carl y Virginia corrían a grandes zancadas en dirección este. Se acordó de desconectar el comunicador. No había necesidad de alertar a nadie, en caso de que los ubers estuvieran rastreando transmisores de traje. Bajó la cabeza y se desplazó a toda prisa, empleando la técnica de impulsarse en el hielo, con la que se podía avanzar mucho más que deslizándose. Es lo mismo que conducir a un mecánico araña. La cabeza baja, encontrar la tracción. Evitar las capas de polvo profundas.
Miró hacia atrás justo a tiempo de ver cómo estallaban las junturas de la cúpula. La traslúcida estructura se hinchó por completo, igual que un pulmón colapsado, exhalando una niebla densa en el cielo salpicado de estrellas. Las oleadas la envolvieron. Entonces Jeffers abrió las corrientes apagafuegos de las cubas, finos surtidores que crecían y luego se expandían bruscamente. La niebla los cercaba por todos lados. El mundo se volvió blanco. Virginia tuvo que confiar en su impulso inicial para orientarse, puesto que ni siquiera podía ver el manchado hielo bajo sus pies.
Su receptor estaba conectado, y ella oyó gritos, palabrotas, exclamaciones. Pero nadie mencionaba sus nombres, nadie pedía que se emprendiera su persecución.
La niebla marfileña parecía apresarla, levantarla… Los gritos aumentaron… Ella se posó, hincó sus tachuelas en el hielo, se dio impulso… Pareció como si tuviera alas al abrazarse hasta una acogedora nube blanca… Volvió a posarse, sus botas crujieron en la escarcha…
… Y se encontró fuera, en la claridad, de vuelta a un mundo de hielo gris y cielo negro, y de muerte.
Miró a su alrededor. Carl estaba delante de ella en el momento en que abandonaba la larga y rasante parábola en que se había desplazado. Cuando el pie de él rozó el suelo, un veloz relámpago la cegó, un ardiente punto de luz azul…, a pocos metros de Carl. Al estrellarse contra el hielo arrancó una violenta nube de vapor, excavando un cráter de un metro de profundidad.
Virginia conectó el comunicador en la línea AF, como habían planeado.
—¡Vienen por nosotros!
—¡Sí!
La cabeza de Carl se movió a sacudidas, de un lado a otro, mientras él se desplazaba hacia la izquierda.
—¡Ponte ahí detrás!
A cincuenta metros había una gran plataforma para la reparación de mecánicos, apoyada contra una pila de rojiza escoria de hierro. Era, de hecho, una pieza del viejo ensamblador de carga externa del Edmund, llena de puntales y entrelazamientos de elementos estructurales, que habían soportado enormes masas en el largo viaje de partida de la Tierra. Al pisar de nuevo el suelo, Virginia giró, sintiendo una aguda punzada en sus músculos poco entrenados, y se dirigió hacia allí.
Una fugaz chispa azul le iluminó el camino. Su sombra se extendió como un delgado gigante que volaba a través del hielo bajo el súbito resplandor. No se volvió para ver hincharse la nube de niebla, pero se le erizó el pelo de la nuca. Ha caído cerca.
Se paró tras la plataforma, un instante después de Carl.
—Quédate aquí —le dijo él, innecesariamente.
—¿Qué haremos?
—Esperar a que se vayan. Encontrarán otros blancos. No saben con certeza quienes somos, así que…
Un zumbido le interrumpió cuando otro grupo conectó con el comunicador de larga distancia. La voz de Sergeov restalló en sus oídos.
—Lo sé. No soy tan estúpido para no poder imaginar quienes son los que huyen. Ni para encontrar el canal del comunicador.
—Oh, mierda —exclamó Carl.
Virginia comprendió que no tenían nada con que negociar, ninguna ayuda posible. Pulsó para abrir el canal.
—Atiende, Otis. Carl y yo podemos conseguir que los arcistas abandonen el ataque, si tu nos dejas hacerlo.
—¿Qué es lo que me ofreces? ¿Diplomacia? —El desprecio de Sergeov era evidente.
—Es todo lo que te queda.
—Os tengo cogidos. No os mováis ni un metro, u os quemo.
—¿Y de que sirve eso? Tu problema son los arcistas.
—Tú eres quién tiene problemas.
Sergeov empezó a dar rápidas instrucciones a alguien en ruso. Virginia recordó que había varios ex-soviéticos entre los ubers; la creencia en la propia perfección era compartida por ambos movimientos.
Ella apagó el comunicador y unió su casco al de Carl.
—¿Qué podemos hacer?
—Nada en absoluto.
Al otro lado de la llanura se movían figuras distantes, y en ocasiones se disparaba algún arma pequeña. Se agazaparon debajo de la mole, sujetándose a los puntales. Un brillante fogonazo brotó pocos metros más allá del borde irregular de su refugio, desprendiendo gotas de gas licuado. Un momento después, otra bola de fuego blanquiazul parpadeó en el extremo opuesto, y luego fue apagada por una creciente esfera marfileña.
—Está demostrándonos que nos tiene bloqueados —dijo Virginia.
—Es probable que luego empiece a agujerear esto. —Carl golpeó la plancha de metal con frustración—. Sin embargo, un solo rayo no la atravesará.
—¿Puede mantener uno de sus dos láseres apuntando hacia nosotros?
—No por mucho tiempo. Pero tampoco puede permitirse dejarnos escapar. No veo como…
Un fuerte golpe sacudió el puntal bajo las manos de Virginia.
—Eh, ¿qué…? —Otro sólido golpe, seguido por una vibración en el metal.
—¡Está intentando abrir un boquete!
Carl negó con la cabeza, atisbando a través de su mugriento visor.
—Un rayo láser no produce ese ruido. Eso…
La plataforma se inclinó sobre su lado derecho," clavándose en el hielo, levantando polvo. Carl presionó su casco contra un gran travesano de acero pretensado azul-grisáceo.
—¡Escucha!
Virginia apenas había tocado el metal, cuando oyó un sonoro crump seguido por un sordo y persistente zuníbido.
—¿Qué es eso? Yo…
La plataforma entera tembló. El siguiente golpe llegó sólo unos segundos más tarde. Esta vez ella estaba mirando en su dirección, y pudo ver que no se producía ningún relámpago azul que iluminase el hielo gris de las inmediaciones.
—Así que ha pensado en eso —dijo Carl, encolerizado.
Ella lo adivinó.
—Los impulsores.
—Sí. No puede malgastar el láser, de modo que ha orientado algún impulsor hacia nosotros. Arrojando cubiertas vacías a baja velocidad, para evitar una explosión. Disparando contra este montón de chatarra, en espera de liquidarnos si alguno de nosotros asoma la cabeza.
Una sacudida agitó la plataforma, y la levantó del hielo. Virginia sintió un crump crump crump a través de las manos, tres golpes en rápida sucesión que elevaron la plataforma a un metro del hielo. Se agarró, mirando a Carl con ojos de espanto.
—¡Nos quiere sacar de aquí!
—Sujétate fuerte —emitió Carl.
—¡Pero no podemos…!
—Sólo agárrate. Tendremos que movernos deprisa cuando…
Sergeov le interrumpió.
—Yo no esperaba esto, pero está bien.
—No puedes…
—El impulsor es para impedir que entréis. Pero sería mejor que os eliminara, ¿verdad?
Ahora la plataforma zumbaba y se sacudía bajo un continuo martilleo. Una vez orientado, el impulsor podía arrojarles una lluvia continua de postas huecas.
—Los proyectiles se aplastan como un malvavisco al hacer impacto. No pueden atravesar esta dura aleación. Pero nos están empujando —dijo Carl.
Virginia miró hacia abajo. Ahora estaban a bastante altura sobre la manchada llanura gris, y su velocidad aumentaba. Los embates del impulsor los habían conducido tangencialmente fuera de la superficie y, en aquellos momentos, estaban pasando sobre el escenario de la batalla. Azarosos relámpagos, crecientes ráfagas de gas. Ella oyó un clic y lo reconoció como un rayo de microondas perdido en las proximidades; las ondas hacían vibrar realmente los huesecillos del oído humano. Quienquiera que fuese, no volvió a dispararles.
Alguien corría hacia la protección de una hilera baja de bidones de combustible; ella vio que vestía el tabardo de Joao Quiverian. Un rayo láser alcanzó al líder arcista en mitad de una zancada y un sol azul estalló en su pecho. Una nubécula se desprendió del cuerpo todavía en movimiento hacia el suelo; sus brazos cayeron hacia delante, y giró inútilmente hasta que desapareció en un hoyo lleno de polvo.
Las figuras elevaban la vista hasta ellos, pero nadie trataba de ayudarles. Los de abajo podrían ver sin duda los resultados cuando una granizada constante de postas golpease el otro lado de la plataforma y supieran que quizá la próxima podía privarlos de su escudo protector.
—¡Sergeov! —llamó Virginia.
—Os di un lugar donde quedaros. Dejasteis la cúpula, pues arreglaos como podáis.
—Mira, iremos a…
—Es demasiado tarde para hablar. Tengo una batalla que ganar, arcistas que matar. Adiós.
—Carl, ¿qué vamos a…?
—¡No te sueltes!
Aún no pienso en eso, se dijo ella. Aunque todo este asunto me dé vértigo. Halley pareció inclinarse en el espacio, las manchadas llanuras grises rodaron y giraron mientras ellos se deslizaban por encima, elevándose.
—Justo lo que temía. Estamos girando.
Por supuesto, las postas no golpean uniformemente, así que la plataforma está adquiriendo rotación. Sergeov ya lo sabía…
—¿No podemos desplazarnos a su alrededor?
—Será complicado. De acuerdo, vayamos hacia la izquierda.
Carl se movió con una elegante facilidad que Virginia envidió al seguirle torpemente, sin atreverse a soltarse de un puntal antes de tener el otro cogido con firmeza. Para ella la plataforma era una montaña de filamentos de metal cruzados, en la cual trepaba poniendo una mano tras otra, con una ligera atracción centrífuga que tendía a empujarla hacia afuera, apartándola de la misma. Si la plataforma hubiera sido esférica, su maniobra ofrecería menos dificultades, sólo tendrían que mantenerse en el lado opuesto a Halley. Pero como la plancha giraba, se producía un breve intervalo en el cual quedaba inclinada hacia Halley y las postas del propulsor pasaban con invisible proximidad. Virginia y Carl se colgaban del borde llegado este momento, y después gateaban hasta la superficie que quedaba arriba, sintiendo como las postas se estrellaban en la que habían estado antes. Mientras se esforzaba por encontrar un asidero seguro, vio los cráteres de los impactos, profundos e irregulares. ¡Y. todo esto lo hacen cubiertas vacías, impulsadas a una millonésima de la energía normal!
La plancha parecía girar más deprisa.
—¿Lo están haciendo a propósito? —preguntó ella, jadeando.
—No me extrañaría.
—¿Cómo podremos…?
—¡Apresúrate!
Ella siguió a Carl hasta la esquina siguiente y esperó. El brillo metálico del frío acero reflejaba el mortecino resplandor gris de Halley mientras la cara plana daba vueltas lentamente, la curva de la cabeza cometaria se elevaba sobre una retorcida maraña de varillas y remaches. A aquella distancia no había ningún signo de importancia de batalla, ninguna señal de humanos y ni de sus vidas sin importancia… Sólo el rayado paisaje cubierto de polvo, como una accidental obra de arte abstracto brillando a la luz de las estrellas. Entonces ella vio la larga línea formada por los fosos de los impulsores ecuatoriales y comprendió que la máquina que los estaba propulsando también podía «verlos». Gateó hacia Carl, en torno al borde.
Sintió un estruendo metálico y vio desaparecer una varilla, cerca de su pierna, cuando algo difuso la alcanzó y la lanzó lejos, rodando por el espacio. Ella tomó aire y avanzó espasmódicamente alrededor del borde de la plataforma.
—Es…, es muy peligroso hacer esto.
—Si no conservamos la plataforma entre nosotros y las postas, estamos muertos. —Carl tenía los ojos muy abiertos, pero, de algún modo, serenos.
—¿No podemos saltar? Sin algo grande como blanco…
—Estupendo, ¿y qué hay de las postas que no aciertan la plataforma? Y si Sergeov sabe que hemos saltado, dejará vagar el propulsor alrededor del blanco para intentar alcanzarnos.
La voz de Carl era casi indiferente al valorar las posibilidades. Virginia se abrazó a un tubo, con las piernas extendidas hacia afuera, el regular zum zump zump recorriendo sus manos. Era difícil pensar.
—Mira, pongamos en marcha nuestros reactores de maniobra. Eso nos sacará de aquí en el acto.
—Sí, pero hará falta un montón de energía. Estos reactores no han sido revisados desde hace mucho tiempo.
—¡No tenemos otra alternativa!
—Aquí estamos a salvo.
A Virginia le disgustaba el gesto distante y resignado de la cara de Carl.
—¡Y a cada minuto estamos más lejos de Halley!
—Sí, tienes razón. —Frunció el ceño. Sacudiendo la cabeza. Tratando de pensar.
El pálido horizonte de Halley comenzó a elevarse por encima del borde de la plataforma.
—Saltemos directamente mientras gira. Sergeov no puede oírnos, con tanto metal bloqueando nuestro comunicador.
La miró con una indescifrable y ensimismada expresión. Ella se esforzó por subir hasta el borde de la plataforma, y aseguró el pie contra una maraña de cables.
—Di cuando.
—Aguarda… ¿Has activado el reactor? Ponlo en extrema emergencia para una ráfaga de veinte segundos, ¿ves? —Giró el botón por ella—. Bien, dale al máximo cuando yo… diga… ¡ya!
Virginia saltó, al tiempo que pulsaba el botón. Un puño golpeó su cintura para impulsarla. Se esforzó por mantener los pies y las manos alineados. El empujón pareció durar eternamente, y ella reprimió el deseo de encogerse, de ofrecer un blanco lo más pequeño posible a las postas que podía sentir brotando de Halley a toda velocidad, buscándola…
Reducción. El furioso empuje fue interrumpido por el cronómetro del traje. Agachó la cabeza y pudo ver la plataforma por entre sus pies, girando lentamente. Un reborde plateado parpadeó y cayó rodando mientras ella miraba, roto por el impacto de una posta. Si Sergeov no supiera lo que habían hecho…
Carl. ¿Dónde estaba?
Miró rápidamente a su alrededor, y no encontró nada. Si un proyectil te alcanza, ¿te atravesaría simplemente de parte a parte, o te daría el impulso suficiente para enviarte muy lejos en sólo unos momentos, fuera del alcance de la vista…?
Virginia no se atrevió a llamar por el comunicador. Se volvió hacia todas direcciones, recomendándose que no debía dejarse llevar por el pánico, que tenía que ser sistemática…; y por fin lo descubrió exactamente sobre su cabeza, una figura del tamaño de un muñeco.
El encuentro se produjo en sólo unos momentos. Él fue nadando hacia ella y, al llegar, frenó; se cogieron de las manos y unieron los cascos. Virginia había esperado un instante de alegría, puesto que ahora se encontraban fuera de la zona de peligro, pero Carl Osborn simplemente se limitó a decir:
—Ahora viene la parte difícil.
—¿Qué?
—Llegar a Halley.
—¿No vendrá alguien…? —Iba a decir a buscarnos, cuando comprendió que, evidentemente, nadie pensaría en un rescate en mitad de una batalla. Sin duda, los ubers y sus aliados habían cubierto los pozos, encerrando en su interior a cualquiera que pudiese ayudarles. Además, ¿cuántos sabían que se encontraban allí?
—¿A qué distancia estamos?
Carl sacó un tubito, lo dirigió hacia el disco menguante y cubierto de acné que era Halley, y leyó:
—A veintitrés punto cuatro kilómetros. Y aumentando a razón de unos tres kilómetros por minuto.
—¡Tan lejos!
—Fueron muchos proyectiles los que alcanzaron la plataforma.
—Estos trajes…
—Tienen una gran autonomía. El auténtico problema es volver antes de que sé nos agote el aire. —Señaló sus registros de inventario.
—No queda mucho, que digamos.
—¿Cuánto delta-V puedo conseguir?
Carl lo calculó mentalmente, frunció el ceño, y recurrió a su placa facial para efectuar una comprobación.
—No mucho.
—Todavía podemos llegar, ¿verdad?
—Sí… sólo que tres kilómetros por minuto consumirá casi todo el combustible que tenemos. Y luego recorrer los treinta kilómetros que hay, aproximadamente, hasta Halley…
Su voz dio paso a un gesto de frustración, a medida que introducía más cifras en su tablero, acoplado a un alimentador de cintura. Virginia se mordió el labio. Todo aquello era muy rápido, y no le dejaba tiempo para pensar.
Carl se detuvo, tecleó algo, apretó los labios hasta que se le pusieron blancos.
—Me parece que tenemos mal las cosas.
—¿Muy mal?
—Ninguno de los dos podremos llegar a tiempo para conseguir aire fresco.
—¿Ninguno?
—No podremos. Esos tres kilómetros por minuto consumen gran parte del combustible.
—Entonces… —Un oscuro presagio, la inquietud que acarreaba desde hacía tres días, creció en su interior. Iban a morir. El destino lo había dispuesto todo para que se enfrentasen a una muerte horrible, solos y asustados, allí afuera, en el frío abismo del olvido…
—Podemos superar los tres kilómetros por minuto, pero eso nos deja con una velocidad muy reducida. La gravedad del cometa no servirá de mucho. Tardaremos horas en volver a Halley.
Y el asunto empeora mientras hablamos. Cada segundo nos aleja más. Hacia el vacío, para reunimos con las almas heladas del Edmund. Sólo que primero hemos de morir…
—¿No puede llevar uno de nosotros las dos mochilas de los reactores?
Carl negó con la cabeza.
—Están integradas, ¿no te acuerdas? No podemos quitarlas sin romper el sello del aire.
Ella no se acordaba. En realidad, nunca lo había sabido, pero ahora su mente se deslizaba con rapidez, repasando sus conocimientos de dinámica. Si hubiese alguna forma…
—Espera. Sólo tiene que regresar uno de nosotros y obtener ayuda. ¿No hay algún modo de intercambiar impulso entre nosotros?
Carl pareció perplejo. Su cara estaba gris y cansada; círculos oscuros rodeaban sus ojos. Parecía más viejo y agotado que nunca, incluyendo los peores tiempos de las plagas. Sacudió la cabeza en silencio, con los labios aún firmemente apretados y los ojos llenos de desesperación.
Ella recordó vagamente algo ocurrido mucho tiempo atrás… Trató de atraparlo, y captó parte de una idea.
—Aguarda. Hay algo…