CARL

Carl estudió la pantalla principal sin poder creer lo que veía. Acababa de comunicarse mediante otra conversación inútil con el mayor Clay, el maravilloso hombre de palo que recibía todas las cuestiones enviadas a la Tierra con una suave aunque pétrea calma. La Tierra no mandaba consejos o información, ni siquiera mucha solidaridad, eso era cierto. El mayor Clay esquivaba todas las preguntas. Con el paso de los años, habían ido incrementando los canales de diversiones que emitían en la transmisión semanal, tratando de paliar su miedo. Eso dejaba menos tiempo para la auténtica comunicación.

En consecuencia, Carl había cortado impacientemente antes de que se agotara el tiempo destinado a la transmisión. Era muy irritante que nunca pudiera dejar plantado de veras al mayor Clay, puesto que la demora debida a la velocidad de la luz era ya de cinco horas. Nada permite esperar un rápido regreso, había pensado.

Era hora de preparar la reunión. Distraído, activó la pantalla, esperando ver el habitual gráfico de situación a cinco colores, pero no lo obtuvo. En su lugar, apareció un fragmento del fluido interno de Jon Von. Increíblemente, era otro poema. Mientras lo leía, Carl comenzó a sonreír.

Los Niveles Tres son simples, planos,

y no pueden liberar a los percells del dolor.

¡Llévanos a casa o cerca del calor del sol!

Aproxímanos a la Tierra y sálvanos del peligro.

Solamente Jon Von tiene la habilidad

de ocultar un acertijo entre otras cosas: ¡oro!

Trátanos como mineros,

comandante.

En el camino de Marte

ellos ven llegar su día de

golpear a un planeta rojo,

cuidadosamente, en la cabeza,

para animarlo con fluidos de sangre

de los descoyuntados y azules

muertos de Halley.

Gusanos, como resbaladizas perlas.

Órbitas, en líquidas espirales.

Ubers arrogantes, de pálidas mandíbulas,

fuertes y prominentes, machacan a los ortos

siempre que les es posible.

Todo por converger con precisión, tras Neptuno,

sobre una luna de hielo y hierro.

O quizá deslizar el cuchillo de

microbios y parásitos hacia la Tierra,

dejando caer la bomba en su bolsillo.

Los tristes y prepotentes arcistas

quieren girar para siempre.

¿No son inteligentes?

Fuertes rebuznos, roncos cloqueos,

ceños fruncidos, forman su cantinela.

Mantener la verdeazulada bola

libre de nosotros, de nuestro pus.

Carl se echó a reír. ¡Increíble! Aquélla no era su primera evidencia de que Jon Von coqueteaba con la poesía en sus ratos libres. Pero últimamente el cretino erudito bioorgánico se estaba volviendo misterioso. O quizá sólo demostraba que la poesía no era realmente una actividad de muy alto nivel, después de todo. La de Jon Von estaba constituida por un conglomerado de palabras desgarrado, vibrante y amargo que se tambaleaba de un verso a otro, carente de medida y de rima, con algún esporádico choque oblicuo con la razón.

¿Qué era el oro que Jon Von ocultaba? Se preguntó si Jon Von ya le habría enseñado esto a Virginia. Ella aún seguía recuperándose en la hibernación, pero pasaba varias horas diarias enlazada a su amigo cibernético. ¿Y qué ocurriría si, con el tiempo, la máquina llegaba a ser un buen poeta? Carl sonrió.

¿Y cómo había obtenido tan detallada información acerca de las nocivas facciones con las que Carl tenía que tratar? Tal vez debería convertir este trabajo en una subrutina.

Reuniones, siempre reuniones. Andy Carroll entró por la escotilla, delgado a causa de la hibernación y con el ceño fruncido.

—¡Esos arcistas vuelven a estar de huelga!

—¿Una huelga salvaje?

—No, Malcolm la convocó. Ha sido él quien me ha avisado.

—¿Cuál es la causa?

—Dice que esta semana su parte de hidro ha sido escasa. Su equipo de recolección volvió sin fruta alguna y con pocas hortalizas.

Carl frunció el ceño.

—Eso no tendría que haber ocurrido. Verifiqué la producción…

—Es cosa de Sergeov, estoy casi seguro. —Andy se golpeó la mano con el puño.

—¿Ha vuelto a robar?

Andy asintió.

—Tiene algún sistema de escamotear el material después de que haya sido contado y asignado. No puedo ni imaginármelo.

Carl dijo suavemente:

—Ése es tu departamento.

Andy era joven, y hacía poco que estaba despierto, pero había comprendido con rapidez los matices de la situación. Sus cejas oscuras se arquearon.

—Yo protejo cada entrada. No hay forma de que ningún hombre o mujer pueda pasar por allí.

Carl asintió comprensivamente.

—Uh-uh. ¿Y qué tal medio hombre?

—¿Por…? Oh. ¿Supone que Sergeov puede colarse por otros sitios?

—Sin piernas… Compruébalo.

Andy se quedó pensativo, sus pálidas facciones tensas, haciendo de su rostro una máscara de inquieta preocupación.

—No veo cómo, pero intentaré averiguarlo.

Carl suspiró y se estiró en la red.

—Ahora ya sabes cómo es este trabajo.

—Sí. ¡Son una pandilla de niños estúpidos!

—¿Cuánto hace que estás fuera? ¿Dos meses?

—Exacto. Aunque…

—Tardarás algún tiempo en ver de donde procede el odio. Trata de ignorar lo peor, procúralo.

—Estoy convencido de que Malcolm intenta crear problemas.

—Lo hace a menudo. ¿Con qué otra cosa puede negociar? Pero ¿crees que lo de ahora es más serio?

—Creo que sí. Examiné las vainas de sesgo que supuestamente terminaron hace tres meses…, abajo en el polo sur. Parecía como si las hubieran montado correctamente, pero quité algunas cubiertas. En el interior faltan conexiones, hay tanques sin blindaje…, un follón.

—¿Seguro que es culpa de Malcolm?

—Creo que están saboteando las vainas. —¿Rompieron algo?

—No, sólo desmontaron el material.

—Son astutos. Cualquier daño evidente, y pondríamos el grito en el cielo. En ese caso, muy bien podrías haber acusado a Malcolm en su cara de hacer mal el trabajo.

Andy se ruborizó.

—Bueno, en realidad ya lo hice.

Una pausa.

—¿Oh?

—Ya…, ya sé que primero tendría que haberme puesto en contacto con usted, pero ¡casi perdí el control! Llamé a Malcolm y empecé a reprochárselo. —Andy se detuvo, azorado.

—¿Y?

—Colgó antes de que pudiese pronunciar tres frases siquiera.

—Entonces es probable que opine que le hemos ofendido.

No aparentes demasiada despreocupación, se recordó Carl. No dejes que Andy se entere de lo que tú ya sabes… que, de cualquier forma, no hay manera de terminar a tiempo los impulsores de sesgo.

—¿Quién saldrá ganando si Malcolm y tú os sacáis los ojos mutuamente?

—Demonios, yo diría que casi nadie.

—No es que haya muchos.

—Pues… oh, sí. Quiverian. Es el único que siempre está provocando con las tonterías arcistas. ¿Cree que intenta retardar el trabajo de sesgo?

—Todo encaja. Los arcistas radicales no quieren que exista ninguna posibilidad de que el material cometario se aproxime a la Tierra. Ni órbitas lo bastante cercanas para realizar un encuentro satisfactorio. Nada de nada. Eso es para ellos preservar la biosfera de la Tierra. No les importa lo que nos ocurra a nosotros.

—Pero aún hay posibilidades que no suponen ninguna amenaza para la Tierra. Nos imponemos una órbita de corto período con los impulsores, metemos a todo el mundo en cápsulas…

—¿Y esperamos que una o dos décadas despejen la cabeza de los de la Tierra?

La cara de Andy era tan transparente, que resultaba casi doloroso leerla.

—Es… Hemos de tener esperanzas, ¿verdad?

—Claro —dijo Carl, tratando de poner un poco de sincero optimismo en su voz—. Claro.

Andy frunció los labios, absorto en sus sueños. Quizá no sea un optimismo estúpido, pensó Carl. Quizá tendremos una oportunidad. Sólo que me estoy cansando de desearlo.

Pensó en enseñarle a Andy el poema, y luego decidió olvidarlo. El humorismo taciturno que contenía podría resultarle perturbador. Es preferible dejar que se curta durante un año.

Y ¿quién sabe? Tal vez algún arqueólogo encontrará ese poema y lo declarará la gran obra de nuestra triste e infortunada expedición. Podrían ponerlo en una placa junto a la compuerta principal exterior, para etiquetar el colosal museo helado que giró a través de su cielo, como muestra de una gran idea fallida. Con nosotros, flotando permanentemente en los viscosos fluidos de las cápsulas, como principales piezas de la colección.