SAUL

Existencia. Vida. Conciencia.

Esas palabras se empleaban con frecuencia como sinónimos, pero él sabía que, en realidad, eran tres cosas muy distintas. Tres etapas en la Creación.

¿Hizo ruido el árbol proverbial al caer en el bosque vacío?

¿Podía haberse formulado esta pregunta antes de que las tres etapas se hubieran sucedido?

La Existencia comenzó, supuestamente, hacía casi veinte mil millones de años, en un cálido flujo de quarsk y leptones, cuando el tiempo giró sobre sí mismo, como si tuviera vendados los ojos, e irrumpió hacia algo que, por esa razón, fue llamado Futuro. El universo podía haber adquirido una miríada de otras formas por circunstancias fortuitas, por minúsculas variaciones de probabilidad y dimensión. Con sólo que una de las constantes físicas básicas hubiera estado ligeramente apartada del lugar adecuado, la vida nunca habría surgido de la química catalizada por la arcilla, millones de arbitrarios intervalos después.

Pero la Vida surgió… autoorganizándose, autorreproduciéndose, proyectándose. Desde su inicio, la Vida manifestó la tendencia de alterar su entorno, su ambiente.

Pero no todo terminó aquí. Después vino la tercera creación. Después vino la Conciencia…

Los pequeños gibones flotaban túnel abajo, delante de Saul, cotorreando entre sí y balanceándose ágilmente de los cables fijados en el hielo cubiertos de musgo.

En una intersección se volvieron y miraron a Saul, con los grandes ojos castaños parpadeando inquisitivos.

—Paciencia, hijos —les dijo—. Dejad que papá lea las señales del túnel. Se supone que hemos de encontrar una Ginnie en la Caverna de la Piedra Azul.

Los dos monos pequeños aguardaron, suspendidos en las cercanías, mientras él se deslizaba hasta la confluencia de dos pasadizos. Una densa pelusa verde cubría el viejo pozo y los códigos del túnel, pero bajo las manchas ennegrecidas destacaban profundas incisiones, que revelaban el oscuro y reluciente conglomerado de hielo, pintado con una sustancia venenosa para las formas de Halley.

Una flecha en diagonal, atravesando una gran S.

S de supervivientes.

—Sí, éste es el camino. —Se ajustó la mochila—. Vamos Max. Vamos Sylvie.

Los dos pequeños gibones se acomodaron en sus hombros. Se dio impulso, siguiendo la difusa fosforescencia de los líquenoides.

Dos años, pensó. Han pasado dos años desde que él universo pareció levantar la mano opresora que mantenía sobre nosotros. Desde que la letanía de matas noticias se interrumpió.

Me pregunto cuánto durará aún este encantamiento. Todo el mundo atribuía este giro radical de las vicisitudes de la colonia a los sueros de Saul y a los mecánicos milagrosos de Virginia. Pero él sabía que una parte del problema había sido la pura y simple soledad.

Las cosas cambiaron desde aquella tarde en el laboratorio de Virginia, cuando los bloques de memoria de Jon Von afectados por la enfermedad, fueron abiertos y descubrieron que, después de todo, no los habían olvidado.

No hubo más mensajes de sus benefactores secretos. Pero ya no importaba. Más valioso aún que las técnicas recibidas, había sido el estímulo moral, el saber que alguien, allá en casa, todavía se preocupaba.

Hasta daba la impresión de que los funcionarios de la Tierra se habían ablandado. La colonia estaba pendiente del embalaje de seguridad que pronto llegaría a Halley, enviado a alta velocidad por un Control de la Tierra al que sus anteriores negligencias parecían atormentar.

No es extraño que los equipos de Jeffers trabajen a marchas forzadas, allá en el polo sur. Virginia calcula que este mes ya estarán preparados para comenzar el sesgo.

Si dura la paz entre los clanes, por supuesto…

El pasadizo se iluminó frente a ellos. Max y Sylvie saltaron de su espalda y se adelantaron a lo largo del cable de pared, precipitándose hacia el lugar de donde provenía un ruidoso saludo.

—¿Quién es, Hokulele? ¿Quién viene? —preguntó una voz profunda, desde el otro lado de un arco de piedra—. Oh, cálmate, mono tontaina, ¿no ves que no son más que Max y Sylvie? ¡Pase, pase, doctor Lintz!

La sonrisa de Keoki Anuenue era sincera y sus manos seguras cuando izaron a Saul hasta una espaciosa cámara de ambiguo aspecto, puesto que tanto parecía un palacio de hielo como el laboratorio de un científico loco. Grietas grandes como cuevas partían de todas direcciones, bordeadas de relucientes y facetadas estructuras de cristal endurecido. Podían verse grupos de personas que se movían en algunas de las estancias, ocupadas en tareas diversas. Varias se detuvieron y saludaron a Saul.

En el centro de la cámara se destacaba una enorme masa de algún conglomerado metálico azulado, una singular formación que le había dado su nombre al grupo que vivía allí.

El suave verdor de la exuberante vida vegetal destacaba por doquier. Aquí, una extensión como de césped de trifolium halleyense, cuyo aspecto recordaba el de los tréboles; allá un tapiz de caléndulas imitadas, que brotaban del suelo negro en formas estilizadas que nunca habrían sido posibles en su mundo.

—Me alegro mucho de volver a verle, doctor —dijo Anuenue—. A mi gente siempre le complacen sus visitas.

Saul había renunciado a sus tentativas para convencer a Keoki de que le llamara Saul, como todo el mundo hacía. Que el corpulento hawaiano fuera ahora más viejo que él, que su pelo, negro-azabache de otros tiempos, se hubiera convertido en plata, y sus ojos mostraran profundas arrugas al sonreír, apenas parecía importarle.

—Hola, Keoki. Tienes buen aspecto.

—¿Por qué no? Nunca he estado realmente enfermo, como tantos otros; pero esos tratamientos suyos hacen que me sienta como si pudiera montarme en una ala y llegar a Molokai.

Su risa era contagiosa. Saul alargó la mano y acarició el monito capuchino que estaba sobre el hombro de su amigo, el cual se escondió tras la cabeza de Anuenue y miró con recelo a los gibones.

—¿Y cómo está Hokulele? ¿Sigue con tanto apetito?

Keoki se rió.

—No hemos visto ni el menor rastro de púrpuras cerca de la Caverna de la Roca Azul desde hace semanas. Últimamente tiene que vivir de las sobras de comida, ¡y lo detesta!

—Bueno. —Saul sonrió—. Estoy seguro de que la maternidad la mantendrá bastante ocupada.

—¿Está usted seguro? —Anuenue levantó al monito—. Ua huna au la mea… No sabía si decírselo, puesto que usted quería que tuviésemos cuidado antes de permitir que cualquier especie terrestre se independizara de sus cámaras de clonaje. Pero Virgil Simms vino de la Central a visitarnos y trajo consigo su macho…

Saul agitó la mano.

—No importa. Los capuchinos modificados son un éxito indiscutible. Convendría ver si se reproducen satisfactoriamente.

Los datos de la Tierra habían sido la clave. Aunque la ciencia, allá en casa, no era objeto de mucha atención, era inevitable cierto progreso. Saul nunca habría sido capaz de desarrollar sin ayuda las máquinas de clonaje, ni siquiera utilizando piezas de una docena de cápsulas de sueño desechadas. Pero al poner en práctica diseños procedentes de las desatascadas memorias de Jon Von, había podido construir aparatos asombrosos.

Usando muestras tomadas de su «zoo» de animales de laboratorio todavía en hibernación, ahora podía acelerar el desarrollo de un mono o un simio, de célula latente a feto y de ahí a adulto, en un mes. Un mes.

Francamente, como biólogo, tal cosa estaba casi más allá de su comprensión. Saul se sentía satisfecho de que Jon Von pudiera ocuparse de la mitad del proceso, eximiéndole de la necesidad de comprenderlo. Él podía centrar casi toda su atención en modificar los genes originales, un arte en el cual su destreza permanecía vigente, dotándolos de una herencia artificial para que prosperasen en el nuevo ecosistema que se estaba constituyendo en el interior de Halley.

Anuenue intercambiaba muecas con Max y Sylvie, haciendo que Hokulele se sintiera terriblemente celosa.

—Sigo sin entender muy bien por qué quiso que sus perros guardianes fueran gibones, doctor. Sin una cola prensil, son casi tan torpes como un hombre.

—Siento debilidad por los monos —comenzó Saul—. Tienen una…

—¡Saul! —Dos voces femeninas le llamaron, casi al unísono.

Miró hacia arriba y vio a una joven vestida con un mono de fibrocubierta, toscamente confeccionado, saltar desde un pozo y posarse sobre la roca azul. Una estilizada máquina cayó a continuación, y ella la cogió hábilmente, depositándola en el suelo con delicadeza. El runruneante mecánico, de apariencia arácnida, adelantó velozmente a Lani para llegar hasta Saul en primer lugar.

—¡Hola, Saulie! —. La máquina hablaba con la voz de Virginia, pero en un registro ligeramente más agudo, con un tono menos educado. Era fácil advertir que Virginia no estaba «presente» en persona, que no operaba a aquel mecánico en particular, y esto decepcionó un poco a Saul.

—Hola, pequeña Ginnie —le dijo al aparato construido en la colonia, cuya semejanza con una máquina normal era muy remota, cuando extendió un brazo y le acarició la mano.

El aparato era otro híbrido basado en los de la Tierra, pero fruto también de sus propias investigaciones. Una mezcla de los nuevos diseños remitidos por sus benefactores secretos, la brillantez mecánica de Jeffers y D'Amaria, y la hipermoderna aproximación de Virginia a la programación basada en la personalidad.

—Te amo, Saul —dijo la voz infantil con ternura. La pequeña persona artificial era una reproducción de Virginia.

En ocasiones como ésta, la máquina le causaba turbación. Keoki tosió, sonriendo divertido detrás de la mano. Saul se sintió particularmente desmoralizado, puesto que, en esos momentos, Virginia estaba furiosa con él. Y ni siquiera puedes culparla, pensó.

—Hola, Lani —le dijo a la joven que seguía al robot, y ella le rodeó en un cálido abrazo—. Tienes un aspecto estupendo —aseguró Saul, separándola a la distancia de sus brazos.

Ella se ruborizó, hurtando ligeramente el rostro, como si quisiera ocultar las cicatrices que la viruela galopante había dejado en su mejilla lisa en otro tiempo.

—Es usted un magnífico mentiroso, Saul. Casi tan buen mentiroso como médico.

Sin embargo, para él, Lani tenía un aspecto estupendo. Se acordaba de cuando había sido hibernada. En aquel momento, le había parecido algo tan inútil como almacenar un cadáver. Ahora la palidez del profundo sueño había casi abandonado su cara, y sus párpados azules infundían a sus facciones semiorientales un aire más seductor y enigmático.

Virginia nunca debiera haberme hablado de la secreta reserva de Lani Nguyen de esperma y óvulos humanos. He estado a punto de interrogarla varias veces desde su deshibernación para averiguar dónde la oculta.

Ah, pero si tuviera ese plasma en mis manos podría sentirme excesivamente tentado…

—¿Cuándo podré volver a trabajar, Saul? Quiero unirme a los equipos que montan los impulsores de sesgo antes de que terminen con el trabajo verdaderamente importante.

Astronauta hasta él fin, pensó.

—Aunque empecemos con los impulsores en un mes aproximadamente, Lani, el trabajo se prolongará durante años, con infinidad de motores que construir. Te llegará tu turno, no te preocupes. Ahora, sin embargo, tu misión es descansar, ponerte al día.

Lani asintió. El monito capuchino pasó del hombro de Keoki al suyo, y ella le rascó.

—Trataré de tener paciencia, Saul. De todas formas, he de darle las gracias por asignarme al Clan de la Roca Azul para mi recuperación. He estado en algunos de los otros grupos con la intención de visitar a gente… —parpadeó, recordándolo—. Saul, ¿cómo puede la gente, la gente profesional, con títulos académicos, actuar tan… tan…? —Se esforzó por encontrar la palabra adecuada.

—¿Tan meshuggenuh? —sugirió él.

Lani rió y su risa sonó como una campana.

—Sí. Tan meshuggenuh.

Anuenue le puso el brazo sobre los hombros.

—Estamos muy contentos de tener a Lani. Cualquiera de los clanes de las facciones supervivientes la aceptaría como miembro permanente.

Lani parpadeó.

—¿Su… supongo que tendré que elegir uno, verdad? Aún no me he acostumbrado a pensar así.

A Saul tampoco le gustaba que lo hiciera. Había sustentado la esperanza de que el faccionalismo de los últimos treinta años se extinguiría al liberarse a un mayor número de los primeros hibernados, tras haberlos tratado con su suero. Cuando la población activa del cometa aumentase, predominarían aquellos cuyos recuerdos de la Tierra eran más recientes, aquellos que conservaban nítidamente en su memoria el emocionante discurso que el capitán Cruz pronunció desde el armazón del Sekanina, y las esperanzas que todos habían compartido.

Pero no había resultado así. Los últimos revividos, desorientados, débiles y temerosos, se encontraron en un mundo tan distinto de la colonia de Halley que recordaban como aquélla lo había sido de la apacible Base Lunar 1. Rápidamente derivaron hacia los grupos con que más congeniaban, adoptaron sus ideologías y se convirtieron en personas de clan.

Saul no le mencionó a Lani que había tres personas que parecían excepciones a esta pauta. Por razones diversas, Virginia, Carl Osborn y él permanecían aislados…, respetados tal vez, pero incómodos en todas partes.

Lani se encogió de hombros.

—Bueno, estoy segura de que no iré al sur para unirme a Quiverían y a sus ortos radicales…

—Arcistas —rectificó Keoki, como un paciente profesor de lengua, indicándole la palabra correcta.

—Sí, arcistas —repitió—. Y cuando llegué a su zona e intenté visitar a algunos de mis amigos percells en territorio uber, ¡Sergeov me dijo que quitara de en medio mi maldito cuerpo! Los chicos de Marte no se comportaron de forma mucho más amable, aunque Andy Carroll y yo fuéramos amigos en otro tiempo.

»Por tanto, ¿qué alternativa me queda? Esa muchedumbre del Estadio Tres de ahí arriba, en el Nivel B, es una mezcla de ortos y percells, pero a los E-Tres se les nota un destello en los ojos, ¿sabe lo que quiero decir, Saul? ¡De astronautas han pasado a ser misioneros! No parece que vivir o morir tenga importancia para ellos, con tal que los billones de toneladas de hielo del Halley sean entregados según el plan del capitán Cruz.

Saul sonrió.

—Yo diría que has encontrado un hogar aquí mismo, Lani.

—Exacto —afirmó Keoki—. No tienes más que comunicárnoslo. Te pintaremos un nuevo tabardo y celebraremos una ceremonia.

Lani asintió, pero se mordió el labio durante un momento.

—Os lo diré tan pronto como haya tenido la oportunidad de hablar con Carl.

Bajó la vista, sabiendo lo transparente que debía parecer, pero sin avergonzarse de ello ante sus dos amigos. Quedaban muy pocas cosas que decir.

—Trataré de conseguirte cuanto antes alguna tarea ligera en la superficie —le aseguró Saul. Lani asintió, con gratitud en los ojos.

El pequeño capuchino lanzó pequeños gritos. Los gibones negros, Max y Sylvie, se dieron la vuelta y miraron hacia el corredor, impacientándose por momentos.

Keoki escudriñó en esa dirección, llevándose la mano automáticamente al cuchillo de cinto.

—Alguien viene.

Hombres y mujeres empezaron a emerger de los laboratorios y las cuevas destinadas a dormir, empuñando nerviosamente bastones hechos de hierro meteórico. Un par de ellos aferraron la pesada puerta y se dispusieron a cerrarla. Entonces se oyó un silbido estridente: dos notas uniformes y un trino, que se repitieron dos veces.

Keoki se relajó sólo un poco.

—La llamada que acordamos —informó—. E wehe i ka puka —les dijo a los hombres, y ellos dejaron de empujar. La puerta quedó entreabierta.

En el túnel apareció una luz, y dos pequeñas figuras marrones cayeron hasta detenerse sólo a unos seis metros de la entrada, con las lenguas colgando de bocas estrechas, bordeadas de dientes puntiagudos como agujas.

Nunca debí dejar que me persuadiera Quiverian para que le proporcionara nutrias, pensó Saul, contemplando las ágiles criaturas. Son demasiado peligrosas.

Pero si no hubiera aceptado la propuesta del líder arcista, Saul podría haber perdido su posición neutral cuidadosamente conservada. Había sido duro desempeñar la función de intermediario, al negociar un pacto por el que los emigrantes al polo sur siguieran colaborando con los equipos de Carl Osborn. Las nutrias estuvieron incluidas en el precio.

No obstante, para su sorpresa, la figura que apareció detrás de los sonrientes animales no era Joao Quiverian, ni siquiera uno de los principales ayudantes del líder arcista. El revuelto cabello blanco y la barba flotaban como un halo alrededor de un rostro tan oscuro como las ricas vetas carbonosas que rayaban el helado vestíbulo.

—… Kela ao —musitó Anuenue asombrado—. Es Ould-Harrad.

Aquellos intensos ojos marrones estaban ahora bordeados de profundas arrugas. El ex-oficial astronauta vestía una ondeante toga marrón de fibrocubierta, que reforzaba su aspecto de patriarca antiguo. Hizo un gesto con la mano.

—Saul Lintz.

Lani apretó el brazo de Saul, y Keoki Anuenue se movió como si fuera a detenerlo, pero él les indicó que se apartaran con un movimiento de los hombros.

—No dejéis que Max y Sylvie me sigan —dijo, y se encaminó hacia el vestíbulo.

Las nutrias se apretaron contra la túnica de Ould-Harrad, mirando a Saul con gesto feroz. En cierto modo, Saul no se sentía especialmente seguro por haber sido su «creador». En la casi total ingravidez, las criaturas eran bestias temibles.

Si Joao Quiverian era el líder de los arcistas radicales, Ould-Harrad era su guía espiritual, su sacerdote. La llama de su complejo de culpa parecía enardecerlo mucho más de lo que podría estar cualquier otro de los pobladores de aquella vieja mota estelar.

Al acercarse, Saul sentía cierto recelo en lo concerniente a su propia seguridad. Aun cuando la facción arcista parecía aceptar su neutralidad, aquel hombre era un ser aparte.

—Coronel Ould-Harrad —lo saludó parándose a tres metros de distancia.

Saul dejó que su pie se posara en el suelo con suavidad, apoyando los dedos sobre la blanda capa híbrida de color verde.

—No me llame así —entonó el africano, con una mano alzada—. Ya no soy oficial, ni astronauta, ni habitante de la Tierra.

Saul parpadeó. Había visto a Ould-Harrad por última vez durante el Gran Éxodo, con el blanco tabardo de su traje espacial adornado por una única y refulgente estrella, al frente de los exiliados arcistas que emprendían su viaje, mientras Quiverian y sus hombres cubrían la retaguardia. En el transcurso de las breves visitas posteriores de Saul a las antípodas, sus caminos nunca se habían cruzado. Sin embargo, recordaba algo que el hombre había dicho hacía muchísimo tiempo, en su laboratorio a bordo del Edmund:

Aquél a quien Alláh decide tocar, llevará para siempre las huellas de sus dedos…

—Muy bien, Suleiman —Saul lo saludó con una inclinación de cabeza—. Veo que las nutrias evolucionan bien.

Ould-Harrad miró a las criaturas. Su mano acarició suavemente su piel lustrosa, adaptada genéticamente a la vida en las heladas galerías, en sustitución de la espuma salobre del mar.

—Una vez más me ha demostrado que lo había juzgado mal, Saul Lintz. En el papel que ha desempeñado al producir estas hermosas criaturas, no puede haber maldad.

Saul no consiguió sustraerse de aquello. Sintió una oleada de alivio ante las palabras de Ould-Harrad, como si hubiera estado inquieto precisamente por ese asunto y el hombre tuviera el poder de la absolución. Representa muy bien el papel de profeta, observó Saul.

—¿Sé las ha prestado Joao para que le acompañasen en su camino hacia el norte?

Los ojos de Ould-Harrad parecieron destellar.

—Ya no son suyas para que pueda prestarlas. Ésa es una de las razones por las que he venido a buscarlo. Para decirle que en las antípodas del sur sólo hay tres monos para vigilar a los púrpuras y proteger a la gente mientras duerme. Tendrá usted que sustituir por otras a estas nutrias.

—¿Cómo? ¿Adónde va a llevarlas?

—Usted merece saberlo. —Ould-Harrad hizo una pausa, con la mirada perdida en la lejanía—. Durante años he salido a la superficie y he meditado bajo las estrellas, como han hecho los místicos desde épocas remotas, rezando y esperando una señal. Descubrí que eran hipnóticas, esas luces que brillan en la oscuridad. Tras un largo tiempo, pensé que, sin duda, había comenzado a oír la voz de Dios. Pero no podía ser eso.

—¿Por qué no? —Saul tenía curiosidad.

La voz de Ould-Harrad rebosaba de dolor.

—¡Porque todo lo que llegaba hasta mí eran risas!

Saul supo que eso iba más allá de la simple locura. Casi podía sentir la intensidad del tormento espiritual de Ould-Harrad.

—Creo que lo entiendo —dijo suavemente.

No añadió que no veía nada incongruente en la experiencia del hombre. ¿Quién había dicho que el Creador debía estar serio? El universo ha sido creado para provocar la risa, o para hacernos llorar.

Ould-Harrad asintió. Durante un largo momento las palabras estuvieron ausentes. Luego volvió a levantar los ojos.

—Había algo más.

—¿Qué?

—Ya… ya no quiero tomar parte en los planes de Quiverian y su grupo banal. Ellos…

—¿Los arcistas?

—Sí. —La barba flotó al sacudir Ould-Harrad la cabeza. Su voz apenas fue audible—. Las guerras que trajimos con nosotros de la Tierra, son como la niebla del verano, que se disuelve y se olvida con la llegada del invierno. Y he llegado a darme cuenta de que las discusiones referentes a la dirección que se debe imponer en esta enorme y congelada gota de lágrima carecen por completo de sentido.

—¿Adónde quiere ir, entonces?

Ould-Harrad miró al suelo un instante.

—Debo descender, penetrar en el hielo. Bajar a las profundidades adonde nadie ha ido…, excepto Ingersoll, a quien ahora llaman el Viejo de las Cavernas, y esas pobres criaturas que le siguieron. Me alimentaré de vegetación, buscando su rastro. Les ayudaré si aún viven. Y pensaré.

Saul asintió. Bajo la visión del mundo de Ould-Harrad, era evidente que aquello tenía sentido. No hizo ningún esfuerzo para disuadirlo.

—Le deseo suerte. Y sabiduría.

Ould-Harrad asintió. Miró a sus animales.

—Al menos, he empezado a comprender un aspecto de eso que usted predica…, esa simbiosis. Al principio no lo comprendía, pero ahora… —Hizo una pausa—. Usted no está haciendo un mal, Saul Lintz. Por ese motivo le aviso. Cuídese de Quiverian. Planea algo. Yo lo sé. Quiere hacer daño, a usted en particular. Y a Carl Osborn.

Saul no supo qué decir.

—Tendré cuidado.

—Se tenga o no se tenga cuidado. —Ould-Harrad se encogió de hombros—. Se haga algo o no se haga nada. Al final todo ocurre según la voluntad de Dios. Somos incapaces de evitarlo.

Las nutrias parecieron notar algo, incluso antes de que él se moviera. Saltaron hacia adelante y desaparecieron con rapidez por la larga y oscura galería. Ould-Harrad se volvió con rigidez y se alejó.

Realmente da la impresión de que camine, como si estuviera en la luna o en la Tierra, pensó Saul mientras lo miraba partir. Me pregunto cuál es su técnica.

Giró y se deslizó, de regreso a la Caverna de la Roca Azul, considerando los efectos de la gravedad personal.