Capítulo 24

TRES meses después...

—Paula, ¿estás lista? ¡Es tarde y nos espera el agente inmobiliario!

Alex había entrado en su despacho con cierta inquietud y ella le hizo señas de que esperase, que terminaba en seguida con la llamada telefónica que estaba atendiendo.

—Señor Masslow, cuánta urgencia, parece usted muy ansioso.

—Perdón, pero creo que anoche la ansiosa eras vos —inclinó la cabeza y levantó una ceja—. Cuando llamó Anne Rosen confirmando la cita, tuve la sensación de que no dejarías de hablar de la casa, ¿ya se te pasó el entusiasmo?

—¡No, amor! ¡Qué ocurrencia! Sólo que vamos bien de tiempo, tranquilo.

Se abrazaron y se dieron un cálido beso; luego, Alex se inclinó y también besó su barriga.

Salieron de Mindland; Heller los esperaba afuera para llevarlos hasta Great Neck. Emprendieron el viaje por carretera y, en menos de treinta minutos, llegaron al lugar: el número 30 de Lighthouse Road. Heller giró en una rotonda y atravesó el portón de hierro de la entrada.

—¡Guau! Me gusta la piedra con la que está revestida la fachada, ¿y a vos?

—A mí también, Pau, es una casona de estilo americano muy suntuosa; a mí me agrada especialmente la puerta de acceso a la residencia.

La agente inmobiliaria los esperaba en la entrada. Alex bajó primero y fue a ayudar a Paula. Se acercaron de la mano a Anne Rosen, que los saludó muy cordialmente.

—Buenas tardes, señor y señora Masslow, adelante.

Ambos le estrecharon la mano y la siguieron hasta el interior de la casa.

La mujer les flanqueó la entrada y penetraron en un vestíbulo con el suelo de madera de pino tea en un tono claro que parecía impecable. Desde allí se podía acceder a la cocina y a los dormitorios. Frente a ellos, había dos imponentes columnas que delimitaban la entrada al salón principal, que tenía una vista increíble de Long Island Sound; a lo lejos, a través de los amplios ventanales, podían divisarse el muelle y los veleros navegando en la lejanía. Mientras la mujer les hablaba de las texturas y acabados de la casa, Paula apretó la mano a Alex emocionada. La construcción era un gran mirador; las paredes, hechas con paneles vidriados, les daban una panorámica inmejorable de toda la ribera. Anne, toda una experta en ventas, les hablaba sin respiro y se deshacía en esfuerzos para explicarles las características del lugar, pero ellos se habían quedado obnubilados con la imponente imagen del atardecer neoyorquino. La agente inmobiliaria los guió por todas las estancias de la casa, recorrieron los amplios dormitorios, el estudio, la moderna y muy bien equipada cocina, que tenía una isla central con taburetes altos y desde donde se accedía al comedor formal y al diario, dos exquisitos miradores íntegramente vidriados y con techos artesonados. El comedor diario tenía dos puertas por donde se salía a la terraza de piedra caliza que bordeaba la casa, con jacuzzi exterior y piscina. Recorrieron la terraza, pasaron por la barbacoa y, cuando llegaron al otro extremo, se metieron en una piscina cubierta y un gimnasio que, a su vez, comunicaba con una pista de baloncesto también cubierta. Paula no paraba de darle apretones de manos a Alex cada vez que entraban en un nuevo ambiente y él se los devolvía guiñándole el ojo. Mientras tanto, seguían en silencio y escuchaban a la vendedora con mucha atención. Al final del recorrido, fueron hasta el garaje, que tenía capacidad hasta para cinco coches y que separaba la casa principal de la de los empleados domésticos. La vivienda destinada para el personal de servicio era mucho menos suntuosa, pero seguía las líneas de la casa y sus acabados, y contaba además con un salón bastante extenso, una cocina comedor, dos dormitorios bastante amplios y un lugar destinado para el lavado. Volvieron tras sus pasos por la terraza y descendieron los escalones para ir hasta la pista de tenis. Tras recorrerlo todo, y como faltaba muy poco para que el sol se terminara de esconder, Anne se disculpó y se alejó, dejándolos solos durante unos minutos, para encender las luces interiores de la casa. Ellos caminaron por el prado, pasaron por un estanque y, finalmente, llegaron a la zona de la playa privada.

—Alex, me encanta este lugar. A vos, ¿te gusta?

—También me fascina.

—Mi amor, definitivamente, creo que acá es donde quiero que crezcan nuestros hijos, esto es... —las palabras le fallaban por la emoción— es hermoso.

Se estrecharon y se besaron bajo el cielo purpúreo, con mezclas de rojo y anaranjado, y así permanecieron en silencio durante un buen rato. El sol se perdía en el horizonte y la brisa marina agitaba sus cabellos; de fondo, se oía el murmullo del oleaje. Poco a poco, a lo lejos empezaron a distinguir las luces de la ciudad en la orilla contraria del río. Alex la abrazó por detrás, mientras le acariciaba el abultado vientre de cuatro meses.

—¿Te gusta de verdad, Paula? ¿Querés que la compremos?

—Yo quiero, pero ¿vos querés? Ésta es una decisión que debemos tomar entre los dos. Quiero saber tu opinión, pues yo estoy demasiado embelesada por esta postal que tenemos enfrente.

—Mi amor, me encanta la paz que se respira, creo que es el lugar perfecto para disfrutar de nosotros y de nuestros retoños, para que crezcan rodeados de naturaleza.

—Entonces, ¿la compramos?

—La compramos, señora Masslow.

Paula largó un gritito.

—¿Lo notaste?

—¿Qué?

—¡Se han movido! ¡Los bebés se han movido!

—No me di cuenta, ¿estás segura?

—Te digo que sí, Alex, sentí claramente cómo se movían, ¿y ahora? ¿Lo notaste? Se movieron otra vez.

—Sí, ahora sí, en mi mano derecha. —Alex abrió los ojos como platos y, de pronto, soltó una carcajada—. ¡Ahora en mi otra mano!

Ambos se reían; Alex la giró y se acuclilló para besarle la barriga. En ese instante, los bebés volvieron a moverse sobre sus labios.

—Creo que están felices porque vamos a comprar la casa —afirmó Paula—. Fue increíble cómo se movieron y me emociona mucho que también los hayas podido sentir vos.

—¡Hey! Papá y mamá les comprarán una casa muy bonita para que puedan corretear y jugar bajo el sol y, además, ¿saben una cosa? Voy a contarles otro secreto: estoy seguro de que la cabecita de mamá ya va a mil por hora pensando en cómo decorarles las habitaciones.

Paula se carcajeó mientras él le hablaba a su barriga.

—¡Cómo me conocés, mi amor! —Ella le hundió los dedos en los mechones del cabello—. No he parado de imaginarlo desde que entramos. Habrá que comprar muchos muebles para llenar semejante casa.

Alex se levantó y le rodeó la cintura con las manos, descansándolas en la redondez del nacimiento de sus prominentes nalgas.

—¡Uf!, creo que no le costará mucho trabajo salir de compras, señora Masslow, ¿verdad? —Entrecerró los ojos y frunció la boca—. Presiento que se sentirá a sus anchas con esa labor. Me atrevo a asegurar sin temor a equivocarme que será una gran tarea para usted.

—¡Sí!, creo que será algo muy placentero. —Lo cogió por la nuca y apresó sus labios. Alex le devolvió el beso gustoso y se acariciaron las lenguas con mucho mimo—. Pero quiero que lo hagamos juntos.

—Hum, pero será tu casa, mi amor, quiero que esté todo a tu gusto.

—No, Alex, será nuestra casa. Ansío que todo lo que pongamos en ella nos agrade a ambos para que la sintamos propia. —Él sonrió y le encajó un sonoro beso.

—Por supuesto, sabés que no puedo negarme a ninguna petición tuya.

—Te amo, Alex.

—Te infinito. —Volvieron a besarse y Paula sintió de nuevo un movimiento en la barriga. Ambos sonrieron y luego miraron hacia la casa, que ya sentían como su hogar. Una emoción infinita los invadió pues, con todas las luces encendidas, parecía muchísimo más majestuosa.

Estaban ambos durmiendo abrazados en el apartamento de la calle Greene, cuando de madrugada sonó el teléfono de Alex. Paula se despertó sobresaltada.

—Alex, mi amor, suena tu teléfono.

Adormilado, después de que su mujer lo zarandease para despertarlo, atendió la llamada. Era Chad.

—Hello...

—Cuñado, estamos en la clínica, Bianca está a punto de nacer.

—¿Cómo está Amanda?

—Está bien, todo está bajo control, pero vení, tu hermana quiere que estés acá con ella.

—Sí, por supuesto, se lo prometí; ya mismo voy para allá.

Paula, que había escuchado la conversación, ya estaba en el vestidor buscando ropa que ponerse.

—¿Adónde vas?

—A la clínica, ¿dónde creés que voy a ir a estas horas? —le contestó muy fresca.

—Quedate descansando, estabas agotada.

—Estás bromeando, ¿no? ¿Mi sobrina está a punto de nacer y suponés que voy a quedarme durmiendo? ¡Ni lo sueñes! Si no me llevás, llamo a Heller para que venga a buscarme.

Alex sabía que era inútil discutir, pero al menos lo había intentado.

Llegaron a la clínica y se encontraron con la noticia de que Amanda ya estaba en la sala de partos. La familia Masslow en pleno estaba ahí, junto a la familia de Chad, todos expectantes. No había pasado ni media hora cuando éste salió con una sonrisa de oreja a oreja y cargando a su hija. Todos se abalanzaron de inmediato para conocer a la pequeña, que era idéntica a su padre. Después de que todos babearan durante un rato, Bárbara preguntó:

—¿Cómo está Amanda?

—Perfecta, el parto fue muy rápido, por suerte. Voy a devolverle a Bianca y a ver si ya la han trasladado a la habitación. Suban y esperen allá.

Hicieron lo que Chad les decía y, a los pocos minutos de entrar en la habitación, trajeron a Amanda en camilla y a Bianca en una cuna. El orgulloso padre iba con ellas.

A pesar del esfuerzo, Amanda estaba radiante. Todos se centraron en la recién nacida, salvo Paula que quiso informarse sobre el parto.

—Contame, Amanda, ¿los dolores son muy fuertes?

—No lo sé, pues cuando empezaron, pedí la epidural, pero ya sé que vos no la querés.

—No, por ahora es lo que pienso, aunque Alex no está del todo de acuerdo. Igual, te confieso que tengo un poquito de miedo a que los dolores sean realmente demasiado intensos.

—Bueno, en ese caso, siempre podrás pedirla.

—Sólo espero que pueda tener un parto natural, aunque sé que siendo dos es bastante improbable.

—Tranquila, te aseguro que en ese momento lo único que querés es ver a tu hija en tus brazos; todo el resto pasa a un segundo plano.

—Bianca es hermosa, Amanda, me siento sumamente emocionada.

Se abrazaron con mucho cariño. En ese momento, y aunque Amanda era la dueña de la clínica, entró la tocóloga que había asistido su parto y, como si se tratara de una paciente más, les pidió a todos que se retiraran para dejarlas descansar a ella y a la niña.