Capítulo 5

POR la mañana, Paula despertó con las piernas enredadas a Alex, que aún dormía. Tenía la mano aferrada a sus nalgas y ella se quedó extasiada mirándolo dormir; como cada día que abría los ojos, le pareció que estaba soñando despierta. La alarma empezó a sonar, pero Paula no se pudo dar la vuelta con rapidez para detenerla. Le extrañó que él la hubiera puesto, sobre todo porque estaban Maxi y Daniela en la casa. «Qué raro, no me dijo que pensaba ir a la empresa», pensó.

Alex abrió los ojos y la vio observándolo; le dio un beso, luego se estiró por encima de su cuerpo y apagó la alarma del teléfono, que había quedado sobre la mesilla de noche.

—¡Buenos días!

—Buenos días, lindo, ¿vas a ir a la empresa que pusiste la alarma tan temprano?

—No, vamos a salir de paseo. ¿Dormiste bien? —le preguntó algo adormilado aún.

—¿De paseo? ¿Adónde? Ayer no me dijiste nada —dijo ella intrigada.

—Porque quería sorprenderte otra vez. ¿Dormiste bien? —volvió a insistir.

—Espectacularmente bien.

—Vamos a levantarnos o se hará tarde, Maxi y Daniela ya deben de estar poniéndose en marcha.

—¿Ellos sabían que íbamos a salir?

—Todos lo saben, por eso ayer tu mamá se fue al Belaire; la sorpresa es para vos.

—Pues gracias por la sorpresa, pero me siento la más estúpida. Esto es como que te pongan los cuernos, parece que soy la última en enterarme.

—Si te ofende, no vamos.

—No, no es eso. —Paula se sintió apenada por su falta de tacto—. ¡Ay, no me hagas caso, Alex! Soy una bruta, perdoname; sé que es con buena intención. En realidad, creo que sentí celos de tu complicidad con ellos.

—¡Ah, no me digas eso!, porque entonces el que se pondrá celoso seré yo por querer la exclusividad con tus amigos. —Se rieron y Alex le dio un sonoro beso—. Vamos o va a hacerse tarde.

—¿Adónde vamos? Supongo que debe de ser algo tranquilo, porque, si no, no lo hubieses planeado.

—Chis, por supuesto que tomé todas las precauciones, tu salud es lo primero; ¡ahora a vestirse!

Alexander ya se había levantado y estaba dentro de unos vaqueros que le quedaban que ni pintados. Se estaba poniendo una camiseta blanca, cuando Paula justo empezaba a incorporarse en la cama.

—¿Te ayudo?

—No, amor, está bien, aunque lo haga lentamente, tengo que comenzar a arreglármelas sola. No puedo depender siempre de vos y mamá. Aspiro a que cada uno vaya recobrando su vida poco a poco.

—Bien, pero te echo una mano con la ropa, Paula, para mí no es molestia.

—Si no puedo, te aviso.

—Vestite con ropa liviana, con algo informal.

—¿Adónde vamos?

—No seas curiosa, ya te enterarás.

Alex y los demás estaban en la cocina preparando el desayuno y parloteando cuando ella entró en el salón.

Estaba impecable: se había vestido con unos vaqueros blancos, una camisola que parecía un pañuelo, ceñida a la cintura con un lazo, en tonos blancos, celestes y azules, y unas sandalias a juego.

—¡No sean tan obvios! Ya sé que no debo enterarme de adónde vamos, pero dejen de cuchichear y disimulen un poco cuando entro.

—¿Y para qué vamos a disimular si ya estás enterada? No te hagas la ofendida, que no te pega —le dijo Maxi cuando se acercó para darle un beso en la mejilla—. ¡La sorpresa te va a gustar!

—¡Traidor! —le espetó Paula en la cara.

—¡Ah, ya veo por dónde va la cosa! —Maxi levantó un dedo a modo de advertencia—. ¡Traidor no! —Le aclaró—. Vos sos mi amiga y como tal deberías saber que sé guardar un secreto. Sentate que ahora te servimos el desayuno.

Cuando terminaron de almorzar, acabaron de prepararse; Paula fue a por su bolso y, finalmente, salieron todos juntos del apartamento. En la calle, estaba estacionado el automóvil de Paula.

—Le pedí a Heller que trajera tu coche, en el mío no íbamos a caber.

—¿Éste es tu coche, Pau?

—Sí, amiguito mío, ¿te gusta? Me lo regaló Alex.

Maxi silbó.

—¿Que si me gusta? ¡Está de muerte!

A mitad de camino, Paula volvió a insistir.

—¿Adónde vamos, Alex?

—Ya estamos a punto de llegar.

—¿Me parece a mí que estamos yendo hacia el aeropuerto? —Él la miró y sonrió, pero no le contestó—. ¡Ay, díganme, ya no aguanto más la intriga! —Entraron en el estacionamiento del aeropuerto—. ¿Adónde vamos, el doctor autorizó este viaje?

—Tranquila, es un trayecto muy corto. Lo llamé y te dio permiso, aunque me extraña que lo preguntes, ya sabés que no haría nada que él no autorizase. Además, no será un viaje común. Esperá un poco y vas a ver.

Dentro de la terminal, Alex sacó el móvil y llamó a Heller, que se había encargado del equipaje de todos. Después de facturar, les indicaron la puerta, pasaron por migraciones y fueron directos a la pista.

Un jet Bombardier Challenger 850 los esperaba allí.

—¿Vamos a viajar en un jet privado?

—¡Ajá! Necesitaba cerciorarme de que ibas a poder viajar cómoda y de que no serían muchas horas de vuelo.

—¡Alex, esto es una exageración! —Iban caminando de la mano; cuando llegaron a los pies de la escalinata, la azafata los aguardaba con una silla de ruedas—. No voy a sentarme ahí —protestó Paula—, voy a subir por la escalera; no estoy enferma.

—No lo harás, no te esforzarás y, con respecto a que no estés enferma, no es del todo cierto, porque estás en pleno postoperatorio —la retó Alex en tono autoritario.

—¡No quiero que me suban en una silla de ruedas!

—Muy bien, entonces te levantaré yo y no habrá más discusión.

—¡Alex!

—¡Paula! ¿Vamos a seguir discutiendo? Por más privado que sea el vuelo, debe salir en hora. Basta de caprichos, no pienso ceder. Si no, nos volveremos a casa y les arruinaremos la estancia a tus amigos, vos decidís. —Se quedaron mirando a los ojos fijamente.

—Está bien, subiré como vos creas que es mejor.

—¿Silla o...? —Levantó los brazos y se los enseñó.

—Como vos quieras.

La levantó y la llevó en brazos hasta que entraron en la cabina, donde estaban todos ya acomodados. Los demás habían subido mientras ellos discutían a los pies de la escalera. Al entrar, el piloto les dio la bienvenida y les presentó a la tripulación. Paula y Alex los saludaron amablemente con un apretón de manos, entraron y allí se encontraron con sus amigos.

La tapicería de la aeronave era de cuero en las butacas y de felpilla gris en el diván emplazado en el segundo compartimento del reactor. La mesa extensible era de madera lacada oscura, igual que el resto de los espacios para almacenaje que había en el jet. Se colocaron en las butacas y, entonces, el piloto dio las indicaciones del vuelo por el altavoz, el tiempo aproximado para llegar a destino y les contó, además, que el clima era excelente. Paula se enteró en ese momento adónde iban.

—¿Vamos a Miami?

—Así es, pasaremos la semana en compañía de nuestros amigos. Te lo dije en el hospital, cuando te despertaste de la sedación. ¿No te acordás de que te avisé de que iríamos a terminar tu recuperación allá? Creí que, a estas alturas, ya te habrías dado cuenta del destino. —Paula cogió su cara entre las manos y lo besó apasionadamente delante de todos.

—Alex, basta de tantas atenciones. La verdad es que no lo recordaba, esos días en el hospital estaba bastante aturdida.

—Todos queremos colaborar en tu recuperación, así que te vamos a mimar mucho, Pau —dijo Mauricio.

—Tenerlos acá para mí es más que suficiente, debo confesar que los extrañaba mucho.

—Y nosotros a vos. Ahora, dejame decirte algo: sea acá o en Argentina, los problemas te siguen, Paula, ¿cómo mierda hacés para conseguirte tantos?

—¡Ay, Mauri, tengo que reconocer que tenés razón! Soy una experta en atraerlos, ya sabés que es lo que les digo siempre, conmigo jamás se van a aburrir. —Todos se rieron—. Aunque hoy, en particular, deberían agradecérmelo —bromeó mientras asentía con la cabeza—. ¡Sí, miren dónde estamos, en un avión de lujo volando hacia Miami! —Se carcajearon—. Y, a propósito, déjenme decirles que son todos unos traidores, porque estaban confabulados con Alex y yo no sabía nada.

—¿Te miman así y encima te quejás? —Maxi puso los ojos en blanco—. Lo tuyo es vergonzoso.

—No me quejo de Alex. —Lo miró y levantó la mano que tenía aferrada a la suya para besársela—. Lo digo por ustedes, que se alían con él y dicen después que son mis amigos.

—Lo que pasa es que estás celosa. Creo que Alex te está consintiendo más de la cuenta, estás realmente insufrible; sé lo que te digo, hombre, estás alimentando a un monstruo.

—¡Maximiliano García! No puedo creer lo que estoy oyendo, ese comentario podía haberlo esperado de Mauricio, pero ¿de vos? ¡Y después te atrevés a decir que sos mi mejor amigo!

—¡Basta! Empiezan bromeando y terminan enojándose en serio, los conozco —los amonestó Daniela.

—Paula, no puedo creer que nos vayamos a pasar una semanita en Miami, ¡y pensar que nosotras teníamos planes para venir en estas vacaciones de invierno! —María Pía se estiró y aferró la mano de su amiga.

—¿Pensabas venir a Miami?

—Sí, Alex, ésos eran nuestros planes. Había arreglado mis vacaciones de verano con Maxi y Dani, y las de invierno con Mapi.

—¡Vaya! ¡Cómo han cambiado las cosas! —intervino Mikel cogiendo la cara de su chica y estampándole un beso en los labios.

—Ya lo creo. Ese viaje a Argentina nos cambió la vida, amigo. —Alex y Mikel chocaron sus puños.

—¡Y menos mal que fuimos a Argentina y las conocimos! ¡No quiero ni imaginarme lo que hubieran hecho ellas dos solas en Miami!

—Yo tampoco quiero imaginármelo.

—¡Uf! ¿Estas dos solas en Miami? No, Alex, mejor no te lo imagines —se carcajearon todos con la última acotación de Maxi.

—¿Conocés Miami, María Pía?

—Sí, Alex, y como me gustó tanto, tenté a Paula para que viniéramos durante el invierno argentino.

—¡Estás jodido, primo, tu chica ya estuvo en Miami! ¡Ja! Vos te salvaste, Alex.

—¡Ja! Esa acotación estuvo de más, Mauricio Estanislao, pues tu novia es como la cuarta vez que viene, así que mejor callate. —María Pía le sacó la lengua.

—Conmigo no se metan, que yo no me metí con nadie. Además, no entiendo qué tiene de malo venir a Miami con amigas.

Alex y Mikel se miraron con complicidad.

—Mejor acabemos esta conversación aquí —dijo Alexander con rotundidad.

—¿De qué te estarás acordando que querés que esto se acabe? Sos un zorro, ya vi cómo mirabas a Mikel —le espetó Paula pellizcándole el brazo a Alex—. Creo que nosotras distamos mucho de las señoritas que frecuentarían ustedes dos.

—¡Ay, eso ha dolido!

—Fue lo que quería, listillo. —Alex se llevó la mano de Paula a la boca y le besó los nudillos—. No sé a qué amiguitas habrán conocido, pero seguro que ninguna de nosotras somos como ésas.

—¡Eso, amiga! —contestaron al unísono las implicadas.

—¿Y tu anillo de compromiso, Paula? —preguntó Daniela al no vérselo puesto en la mano.

—Me lo quitó la zorra de Rachel en el ataque —contestó Paula con verdadero pesar y Dani no supo dónde meterse; se sintió fatal por haber preguntado y haberla hecho recordar ese trago—. No te apenes, no podías saberlo.

—Lo siento, pregunté sin pensar.

—Pronto le regalaré otro, pero no tuve tiempo de comprarlo.

—Cambiando de tema, Paulita, amiga de mi corazón... Cuando regresemos a Nueva York, quiero conducir tu coche. —Maxi buscó la mirada de su amigo para desviar el tema a propósito—. ¡Mauricio, esta pendeja lleva un Maserati GranTurismo!

—¿Qué? —exclamó Mauri abriendo los ojos como platos.

—Me lo ha regalado Alex —contó Paula, mientras le acariciaba el mentón.

—Me lo tenés que agradecer a mí también, Paulita, si no hubiera sido por mis contactos no hubiese conseguido ese coche —se pavoneó Mikel.

—Sí, es cierto. Mikel lo encontró idéntico al que quería y en un tiempo récord. En realidad, todos mis vehículos me los ha procurado él, también los de la compañía —explicó Alexander.

—¿Qué coches tenés, Alex? —le preguntó Mauricio con verdadero interés.

—En Nueva York, tengo un Alfa-Competizione y también uso los Audi de la empresa.

—No les cuentes los que tenés en Miami —lo interrumpió Mikel—. Dejá que se sorprendan cuando los vean, les aseguro que se volverán locos por conducirlos.

—¿Qué vehículos tenés, mi amor? Yo tampoco lo sé, aunque recuerdo una conversación en tu casa cuando compraste el mío. Tu madre dijo, en esa oportunidad, que en Miami tenías otros coches italianos.

—¡Ah, bueno! Ya estoy intrigado yo también. ¿Tenés un Ferrari? —preguntó Maxi sin contenerse.

—No —dijo Alex con una sonrisa—. En realidad, era lo que pensaba comprarme, pero acá mi adorado amigo me terminó convenciendo de que optara por los dos que tengo.

La voz del piloto interrumpió la conversación de repente y les anunció que estaban aproximándose al aeropuerto internacional de Miami y les pidió que se ajustaran los cinturones.

—¡Que rápido se pasó el viaje! —exclamó Paula y suspiró sobresaltada—: ¡Alex, no traje equipaje y vos tampoco!

—Tranquila, mi amor, ayer cuando nos fuimos al médico, Julia nos preparó todo y Heller nos lo ha traído.

—¡Qué bien que lo organizaron todo! Me tenés tan atarantada que no me di ni cuenta. Y también tenés de cómplice a mi mamá, ¿eh? Ojitos, sos realmente peligroso. —Lo cogió por el mentón y le dio un besazo.

Habían llegado a la ciudad del sol, el cielo era azul intenso y la temperatura muy cálida. Descendieron del jet, Alex llevaba abrazada a Paula como si fuese su trofeo, caminaba feliz a su lado y estaba exultante, pues los amigos les habían levantado el ánimo.

Se acercaron a la oficina de alquiler de vehículos, en la que, el día anterior, Alexander había encargado una furgoneta por teléfono para que pudieran trasladarse juntos hasta su apartamento. Mikel, que conocía muy bien el camino, se puso al volante y se encaminó hacia Miami Beach. El trecho que debían recorrer no era extenso, tan sólo estaban a veinte minutos de su destino. Llegaron a la carretera estatal de Florida, pasaron por la isla Watson, cruzaron el McArthur y tomaron Alton Road hasta llegar al 100 de South Point Drive.

—¡Vaya! ¡Ese edificio es enorme! Miami es como la imaginaba —acotó Paula, mientras miraba los alrededores.

—Lo pasaremos muy bien, mi amor. Este lugar es muy tranquilo, propicio para que descanses y te recuperes del todo.

—Siempre y cuando esté a tu lado, estoy bien; no me importa dónde.

Bajaron de la furgoneta y accedieron al vestíbulo del edificio. Tras saludar al portero, Alex los guió hasta la zona de los ascensores, donde tuvieron que subir en diferentes aparatos. En el ático, Alex, aferrado a Paula y con su llave en la mano, abrió la puerta. Al entrar, dejó el equipaje de ambos en el recibidor.

Un pasillo revestido en madera oscura les dio la bienvenida. Pasaron frente a un ascensor y a una escalera, siguieron caminando por el pasillo hasta acceder al salón principal, de grandes dimensiones, cuyas paredes estaban vidriadas por todos lados, ofreciendo una espectacular vista del mar.

—¿Dios, Alex, este lugar es tuyo?

—Mi amor, lo usamos todos, es patrimonio de la familia.

—¡Es enorme! No sé qué es más impactante, si la casa de Los Hamptons o esto.

Como Mikel ya lo conocía, no estaba asombrado, pero los demás se habían quedado boquiabiertos.

—Es un lugar precioso —dijo María Pía. Los otros estaban tan apabullados por el lujo que no emitían sonido alguno.

—Siéntanse como si estuvieran en su casa. Sé que, a simple vista, este lugar intimida, pero, por favor, no quiero que lo sientan así. Lo digo con humildad, pues que mi familia tenga una buena posición económica no cambia la esencia de las personas, sigo siendo el mismo que conocieron en Buenos Aires, ¿verdad, mi amor?

—Sí, por supuesto. Si no fuera así, no podría estar con él, ustedes me conocen. Quiero pasear por este lugar, mostranos las estancias, mi vida.

—Claro, ¡hey, vamos! Relájense o me van a hacer sentir mal —les pidió Alex, mientras le palmeaba la espalda a Maxi, al tiempo que Mikel hacía lo mismo con su primo.

—Perdón, Alex, es que este lugar es realmente apabullante. Tu apartamento es muy bonito, pero esto es increíble —se sinceró Maxi.

—Hace muchos años que pertenece a mi familia, pero mi hermana, mi cuñada y mi madre se encargaron de remodelarlo hace un par de años.

—¡Vaya! Tienen un gusto espectacular —exclamó Daniela.

—Sí, mi suegra y mi cuñada son exquisitas y Lorraine, la cuñada de Alex, también lo es. No me extraña que hayan dejado este lugar así.

—¡Yo quiero una foto en cada rincón para mostrar en la empresa que estuve en la casa del big boss!

—¡Ay, Maxi, sos tremendo! —dijo Clarisa—. ¡Sólo a vos se te puede ocurrir decir eso! —Todos se carcajearon.

—Alex acaba de decir que me sienta como en mi casa, así que no me voy a poner a fingir, soy así.

—Me parece perfecto, Maxi, vamos a recorrer el ático.

El comedor y el salón estaban integrados; en el espacio había una mesa para doce comensales, sobre la cual pendía una lámpara de caireles enorme y majestuosa; a su alrededor, sillas de estilo barroco español con altos cabezales. La fastuosa sala, en tonos crema, que había dejado a todos patidifusos, tenía tres lugares de reunión delimitados y, en el punto central, había un armario de ébano de grandes dimensiones, que llegaba hasta el techo artesonado; una obra arquitectónica que parecía el altar de una iglesia. Esa pieza antigua contrastaba con el estilo moderno del resto de los muebles y del ambiente en sí.

Salieron a la terraza que rodeaba el piso. Desde la altura, el mar ofrecía un espectáculo indescriptible. Caminaron hasta dar con una glorieta, montada sobre una plataforma de madera, donde había sillones preparados para disfrutar de la pantalla que ocupaba toda la pared trasera. Junto a la construcción había una mesa para catorce personas, armarios de almacenaje, un bar y una barbacoa.

Desde ahí, se podía subir por una escalera hasta la otra planta del ático, donde estaban las otras habitaciones.

Siguieron recorriendo la terraza y bordeando el apartamento. Así llegaron a la sauna y a una piscina climatizada con pérgolas alrededor, donde estaban montadas algunas tumbonas sobre plataformas de madera y un jacuzzi al aire libre.

—Alex, este lugar es precioso, gracias por invitarnos —dijo nuevamente María Pía.

—Vamos a disfrutar mucho —le contestó él. Los demás siguieron paseando por la terraza, pero Paula y Alexander se quedaron un poco rezagados.

—Te odio, porque no te voy a poder disfrutar en esta casa como me gustaría —le dijo Paula al oído y él echó su cabeza hacia atrás y sonrió en silencio. Iba con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, sacó una y la aferró por la cintura.

—Tranquila, la tortura será mutua. Ambos imaginaremos lo que podríamos hacer pero no podemos —enarcó una ceja—; apenas estés repuesta, volveremos —le susurró—. Te prometo que, cuando regresemos, te haré el amor en cada uno de estos lugares. —Paula se tapó la cara.

—Dios, no te digo lo que me acaba de pasar, porque en el estado en el que estoy creo que es hasta vergonzoso sentirse así.

—Te amo, Paula, quiero que toda esta pesadilla se acabe pronto, que recuperemos nuestra vida, que llegue la fecha de nuestra boda y que el mundo entero se entere de que sos mi esposa, porque no hay otra cosa que desee más en este momento; sólo sueño con el día en que te conviertas en la señora Masslow.

—Alexander Joseph Masslow, no hay nada que anhele más que llevar tu apellido, aunque ya me siento tuya en todos los sentidos. —Mientras le hablaba, le acariciaba la frente, él se acercó seductoramente y la besó.

—Perdón, señor Alex, bienvenidos.

—Oh, Berta, ¡buenos días!

—Mi amor, ella es la casera del lugar y será la responsable de nuestra alimentación durante nuestra estadía. Berta cocina como los dioses, ya verás. Le presento a mi prometida, la señorita Paula.

—Un gusto, señorita.

—El gusto es mío, Berta. —Paula le extendió la mano—. La felicito, este sitio está impecable.

—Muchas gracias, pero no lo atiendo sola; la verdad, no creo que pudiera, es tan grande... aunque casi nunca hay gente. Cuento con la colaboración de mi esposo.

—Por cierto, ¿y Felipe?

—Fue a buscar las compras que hice esta mañana temprano, como usted me avisó ayer de que vendría, hubo que surtir la despensa.

—Claro, Berta. Venga que voy a presentarle al resto de nuestros invitados.

—Déjeme decirle a la señorita que arreglé la habitación grande para ustedes. Si falta algo, sólo tiene que avisarme y, con gusto, se lo solucionaré.

—Tranquila, Berta, soy muy sencilla, seguro que todo va a estar perfecto.

Se acercaron a los demás, que se habían quedado en el borde de la piscina climatizada. Mikel ya conocía a Berta, así es que se levantó para saludarla y le presentó a María Pía en seguida, dándola a conocer como su pareja. Después de los saludos, entraron en la casa y terminaron de recorrerla.

—Hagan y deshagan en la casa como si fuera de ustedes —les volvió a repetir Alexander, para que se sintieran verdaderamente a gusto—. Hagan uso de todo y siéntanse muy cómodos, por favor.

Paula y Alex se fueron hasta la habitación principal; Berta se había encargado de subir sus pertenencias cuando aún estaban de paseo por el ático.

Paula se detuvo frente a uno de los ventanales y se quedó con la vista perdida, extasiada mirando al infinito. Y es que el diseño de la vivienda invitaba a ello, pues parecía un mirador gigante con vistas a la bahía, al mar y a la ciudad. Alex se acercó por detrás y la abrazó cogiéndola por sorpresa.

—¿No estás cansada? —le preguntó al oído, mientras le besaba el cuello.

—No, me siento increíblemente bien, no te preocupes.

—Hum, me gusta mucho cómo te vestiste hoy. Ese color te sienta muy bien.

Paula levantó su mano sin darse la vuelta y le acarició la nuca. Alex le rozaba el torso con cuidado, sus manos la recorrían y la adoraban; ella cerró los ojos para percibir mejor la magia de sus caricias... En ese instante sintió un tirón en la herida, pero se aguantó e intentó que Alex no lo notara. Desde el ataque, los momentos íntimos con él habían sido muy pocos y no quería estropearlo. Se volvió, le ofreció la boca de manera muy seductora y lo besó.

Sus lenguas se encontraron de forma exquisita. Entonces, se arrullaron y se mimaron como pudieron, pero sus cuerpos no lograban detener las sensaciones que se les despertaban. Alex le recorría la espalda con las palmas de las manos, quería devorarla y, de pronto, se apartó, porque a ambos les faltaba el aire. La miró con amor y deseo y, sin contenerse, la levantó para depositarla en la cama. Se quedó unos instantes mirándola, se acostó a su lado, le apartó el pelo de la cara y le acarició los labios con sus manos. La besó con desenfreno, apresó su boca y mordió sus labios, le dio pequeños tironcitos y luego se los lamió.

—Hermosa.

—Hermoso.

Volvió a lamérselos y Paula le dio entrada a su boca. Alex no pudo controlarse más y la besó de forma arrebatadora, desató el lazo de la blusa y metió su mano bajo la tela hasta apoderarse de sus senos. Desmedido y sediento de su cuerpo, los acarició sobre el encaje del sostén, violento, ardiente. Su mano le apretaba uno de sus pechos y se sintió su dueño. Con su boca, bajó hasta el cuello y dejó un sendero de besos en él, hundió su cara por encima de la blusa, pero, de pronto, reaccionó y se quedó estático, suspirando con dificultad.

—Perdón, mi amor, no sé lo que me pasó.

—No, Alex, no te disculpes. Tus besos y tus caricias son la evidencia de que estoy viva para sentirte.

—Me dejé llevar, Paula, parezco muy inmaduro.

—Durante el tiempo que dure mi postoperatorio, quizá podríamos mimarnos como si fuéramos adolescentes. No está mal, después de todo, besos, caricias y guardarnos las ganas de algo más para cuando pueda. A mí no me molesta... Ahora, si para vos es muy incómodo, podemos evitarlo.

—Dios, me había olvidado de cómo era quedarse con tantas ganas de más —suspiró Alex y recostó la cabeza en los senos de Paula mientras intentaba calmar su respiración—. Hum, es hermoso sentir cómo late tu corazón.