Capítulo 6

—¿Alex, te dormiste? —Se habían quedado en silencio.

—No —contestó él con la voz bastante adormilada—, pero falta poco. Sabés que me encanta que me toques el cabello, me relaja.

—Creo que estás muy cansado, fueron demasiados días durmiendo mal en el hospital.

—Chis, seguí jugando con mi pelo.

—Tengo hambre, debería comer algo, acordate que debo consumir alimentos en pequeñas cantidades.

—¿Qué querés comer?

—Quedate descansando, voy a la cocina y a ver qué encuentro.

—De acuerdo, creo que aceptaré tu propuesta.

Alex estaba muy aletargado, así que no se opuso al ofrecimiento; se acomodó en su lado de la cama y se abrazó a la almohada, mientras Paula se levantaba despacio. Ella fue al baño primero y luego salió hacia la cocina. Allí se encontró con Berta, que estaba empezando a preparar la comida.

—¿Necesita algo, señorita?

—Hola, Berta, busco alguna cosa para comer. No sé si Alex le explicó que tengo que ingerir pequeñas cantidades cada tres o cuatro horas, para poder asimilar bien los alimentos.

—Sí, no se preocupe. Él ayer me dio todas las indicaciones y le he preparado compota de frutas y gelatina; también tiene frutas frescas, porque él me dijo que es lo que más consumía entre comidas. Para el mediodía, le estoy cocinando un pescadito marinado y vegetales frescos.

—Hum, suena tentador.

—Se va a chupar los dedos, señorita, se lo estoy preparando con mucho amor.

—Gracias, Berta, es usted muy amable.

—Dígame qué quiere comer ahora y en seguida se lo preparo, señorita Paula.

—No se preocupe, Berta, yo me sirvo. No quiero atrasarla en sus quehaceres, además, está cocinando para un batallón. —Paula le acarició la espalda—. Y dígame Paula a secas, ese «señorita» nos impone una gran distancia.

—Usted no me retrasa.

Paula seleccionó algunas frutas de las que estaban en la encimera y las acomodó en un plato que sacó del compartimento donde Berta le indicó que se guardaban, y en uno de los cajones, consiguió un cuchillo y se sentó a la mesa de la cocina; mientras comía, miraba embelesada el paisaje marítimo.

—¿Cuánto hace que trabaja acá, Berta?

—Ocho años. ¿Sabe? Mi marido es el primo de Ofelia.

—¿En serio? ¡Mi viejita querida! Adoro a Ofelia.

—No vaya a creer que andamos chismorreando, pero ella también la quiere mucho a usted. No sé si lo sabe, pero el señor Alex es su preferido.

—Sí, claro que lo sé.

La mente de Paula empezó a ir a mil: «Berta también debió de conocer a Janice. ¿Habrá venido muchas veces con Alex acá? Tal vez podría preguntarle. No, no quedaría bien».

—Señorita Paula, le presento a mi esposo, Felipe. —La voz de la sirvienta la hizo salir de su abstracción.

—Un gusto, Felipe —se limpió las manos y le ofreció una a modo de saludo.

—El gusto es mío, señorita.

—¿Ustedes son mexicanos, como Ofelia?

—Sí, de ahí mismito.

—Yo soy argentina.

—¡Ah, como la señora Bárbara! —acotó Felipe.

—Sí, claro, como ella.

Felipe se disculpó y se retiró para seguir con sus tareas.

—¿Viene muy seguido la familia, Berta?

—Durante los primeros años sí, pero cuando compraron la casa de Los Hamptons, dejaron de hacerlo. Mientras hacían las remodelaciones, la señorita Amanda venía a menudo, pero luego ya no. Los demás, cada tanto, se pasan por acá algún fin de semana, pero quien más la usa es el señor Alex.

—Ah, y... ¿viene solo?

—Suele venir con el señor Mikel.

«Canallas —pensó Paula—, deben de salir de andanzas. Dale, animate, Paula y preguntale en confianza.»

Tomó coraje y formuló la pregunta:

—¿Con la señora Janice venía seguido?

—¿Por qué no me preguntás a mí en vez de a Berta? —Alexander entró en la cocina, descalzo y con el pelo revuelto.

—¡Alex! Creí que dormías.

—No, sólo dormité un rato. —Se apoyó en la mesa y en el respaldo de la silla y le dio un ruidoso beso en los labios. Cuando se apartó, Paula le introdujo una fresa en la boca y ambos determinaron dejar el tema de lado.

—Están todos en la piscina, ¿vamos para allá?

—Dejame ponerme ropa más cómoda.

Paula quiso recoger el plato, pero Berta no se lo permitió.

—Berta, cuando nos vayamos a la terraza, ¿podrías acomodar nuestras prendas en el guardarropa?

—Por supuesto, señor Alex, yo me encargo.

—Muchas gracias.

Se metieron en el dormitorio para cambiarse.

—¿Te coloco un parche impermeable para proteger la herida? ¿Por si querés que entremos en el jacuzzi?

—¿Los trajiste? —Él se los enseñó—. Alex, sencillamente, pensaste en todo, mi amor. —Le tiró un beso y él le guiñó un ojo—. ¿Y este traje de baño? Esto no es mío. —Sacó un bañador entero de entre sus pertenencias.

—Sí es tuyo, Amanda te lo compró para que la herida no quedase expuesta con tu biquini. —Ella lo miró asombrada—. Cuando llamé al doctor, me dijo que la protegieras del sol. Creo que debe de haber otro más; si no te gustan después nos vamos de compras y elegís un par a tu gusto.

—O sea que todos eran cómplices en esta sorpresa. Y vos anoche me mandaste a hablar con Amanda por teléfono, vení acá.

Lo llamó con el dedo índice y su requerimiento fue casi una orden para él, que se aproximó a ella sin chistar. Tenía los vaqueros desabrochados y se había quitado la camiseta; estaba muy sensual. Ella se sentó en el borde de la cama—. Ayudame a quitarme los pantalones.

Alex la asistió y aprovechó para besarle las piernas.

—Hum, adoro el aroma de tu piel. —Le sonrió con picardía—. ¿Necesitás más ayuda?

—El parche impermeable —le dijo Paula con voz seductora mientras se quitaba la blusa y le enseñaba dónde colocárselo.

—Estoy tan caliente, Paula, que hasta ponerte el parche me resulta excitante. —Se carcajearon—. Listo. ¿Vas a colocarte la faja?

—Debería.

—Sí, deberías.

Pasaron el tiempo en la terraza, disfrutando del sol de Miami. Almorzaron ahí y luego siguieron gozando del relax al que se habían entregado. Alex y Paula no pararon de mimarse, recostados en la pérgola junto a la piscina.

—¿Estás cansada?

—Un poquito.

—Hoy anduviste mucho.

—No fue tanto, pero aún no estoy recuperada del todo, no les puedo seguir el ritmo.

—Chis, cerrá los ojos, dejame acariciarte así. —Le masajeó la frente, las cejas, le besó los ojos y le recorrió la nariz—. ¿Qué estabas preguntándole a Berta cuando entré en la cocina? —Paula abrió los ojos y lo miró fijamente.

—No me acuerdo.

—Mentirosa, te acordás muy bien. Le estabas preguntando si yo venía a menudo acá con Janice.

—Si lo sabías, ¿para qué me preguntás? Es de mala educación escuchar tras las puertas.

—Es de muy mala educación interrogar al personal doméstico sobre cosas pasadas.

—Precisamente por eso, como no te gusta hablar del pasado, me animé a preguntarle a Berta.

—¿Y por qué querías saber eso?

—Primero decime vos y yo después te digo el porqué —contestó ella. Él le dio un beso en los labios.

—Aunque no me creas, Janice nunca durmió acá.

—Alex, me estás mintiendo, ¿tanta cara de estúpida tengo? ¿Cómo puede ser que, en tantos años, nunca se hayan quedado en esta casa?

—No te miento, a ella no le caía bien mi familia.

—Pero ¡si tu familia es fantástica! —Paula abrió todavía más los ojos; sus manos estaban entrelazadas y jugaban con sus dedos—. ¿Qué problema había entre ellos? —Recordó la conversación que había tenido con Amanda.

—Janice siempre creyó que ellos no la querían.

—¿Y era así?

—Pues un poco sí y un poco no, pero creo que en realidad ella no se hizo querer demasiado.

El rictus de Alex evidenciaba su incomodidad, se mordía el interior de sus mejillas y de los labios.

—¿Te incomoda que hablemos de esto? —Ella le apartó el pelo de la frente.

—Sí, Paula, pero quiero ser sincero con vos y, si es lo que querés saber, necesito que te enteres por mí. No me gusta que tengas que preguntarle al personal doméstico sobre mi vida privada.

—Lo siento, estuvo mal, tenés razón, pero Berta dijo que vos venías con frecuencia.

—Pero Berta se estaba refiriendo a esta última época, desde hace dos años; antes, cuando venía, nunca lo hacía con ella. Y si viajábamos a Miami juntos, íbamos a algún hotel. Yo pensaba que si ella no quería dormir en el ático cuando estaba mi familia, no era adecuado que viniéramos cuando ellos no estaban. Como mucho, si mi familia estaba en la ciudad, nos acercábamos a almorzar. ¿Sabés? Creo que Amanda tiene razón y, aunque me duela reconocerlo, ella quería alejarme de mi entorno, así sentía que me controlaba más.

—¿Por qué permitías eso?

—No lo sé, Paula, hice muchas cosas estúpidas en mi vida. Ahora es tu turno, ¿por qué querías saber si yo venía acá con Janice?

—De pronto, te imaginé aquí con ella y me sentí celosa —le acarició la boca, esa boca que la perdía y la extasiaba, y le recorrió el medio corazón y lo deseó—. Pensé que ella podía haber estado acostada en la misma cama que yo, que le habías hecho el amor por toda la casa, como me dijiste que me lo harías a mí. En el apartamento de Nueva York, sé que no estuvo. Lo siento, nunca antes me había pasado esto que me ocurre con vos. —Cuando ella nombró el apartamento neoyorquino, Alex recordó el revolcón que se había dado con Rachel en el sillón y supo que, tarde o temprano, iba a enterarse, sobre todo con el juicio a la vuelta de la esquina.

—No puedo borrar el pasado, mi amor, pero si te deja más tranquila, mi relación con ella no se pareció en nada a la que tenemos nosotros.

Por la noche, con Mikel como guía, que conocía Miami de cabo a rabo, se fueron todos a cenar, aunque Paula y Alex prefirieron quedarse, pues ella estaba cansada. Cenaron en el comedor diario y luego Alexander se fue al despacho a trabajar un rato. Paula, después de comer, se acostó, agotada.

Durante la madrugada, ella se despertó sobresaltada, otra vez con pesadillas. Alex dormía a su lado y, como no quería despertarlo, se levantó en silencio y fue hasta el salón. Allí se apoyó contra el cristal del ventanal y lloró amargamente, aterrada, sin paz. Sintió que una mano se posaba sobre su hombro y se sobresaltó. Dio un respingo y se dio la vuelta. Allí encontró a su querido amigo, Maxi, que se había levantado a tomar agua y la había descubierto llorando. En ese instante y sin pensarlo, Paula se abrazó a él y abrió las compuertas de su llanto, sin contención.

—¿Qué pasa, Paula? ¿Discutiste con Alex?

—No —negó con la cabeza sin dejar de llorar.

—Entonces, ¿por qué estás así?

—No aguanto más.

—Chis, vamos a sentarnos y me contás, pero tranquilizate un poco. —Paula se recostó en el sillón, con la cabeza apoyada en las piernas de Maxi, y lloró hasta que finalmente pareció que se calmaba—. Bueno, ¿me vas a contar o vamos a amanecer acá? Te aviso de que tengo todo el pijama mojado con tantas lágrimas.

—Lo siento, no fue mi intención mojarte. Tengo pesadillas, en mis sueños ella me apunta con una pistola; el de hoy fue horrible, me disparaba más de una vez.

—¿Y por qué estabas acá sola?

—Porque Alex ya no tiene vida por mi culpa. No trabaja, no duerme, vive pendiente de mí y no quiero seguir angustiándolo, pero desde que el abogado me dijo que podrían alojarla en un psiquiátrico, no encuentro la paz, tengo mucho miedo, Maxi.

—Bueno, veamos. Para empezar, no está dicha la última palabra.

—Eso mismo me dijo Alex.

—Es que estás muy fatalista, Paula. Yo entiendo que lo que estás pasando no es fácil, pero no tenés que estar tan negativa. Además, estoy seguro de que Alex hará todo lo posible para que no salga de la cárcel.

—Todo eso lo sé, Maxi, por eso es que no quiero seguir angustiándolo con mis miedos, porque él ya no sabe qué hacer. De todas formas, y aunque lo intento, no puedo evitarlo, siento terror. Los sueños parecen tan reales... Tengo el ruido del disparo grabado en mi mente. Cuando yo caí al suelo, ella se reía y lo disfrutaba tanto... Me miró con tanto odio que tuve miedo de que siguiera acribillándome a balazos. No sabés la suerte que tuve de que no lo hiciera, hasta me quitó el anillo y se lo puso.

—Un momento, un momento, me estás mareando. ¿Lo que me estás contando es lo que pasó o lo que soñás?

—Ambas cosas, porque sueño con lo que pasó, todas las horas del día. Si me quedo dormida, me despierto de la misma manera. Mi cerebro no deja de repasar, una y otra vez, lo que pasó. Voy a volverme loca, Maxi, no puedo superarlo, quiero olvidarlo pero las pesadillas no me dejan. No puedo parar de pensar que ella podría salir en libertad bajo tratamiento psiquiátrico.

—Dejame decirte algo, aunque sé que te va a entrar por un oído y te va a salir por el otro, pero necesito que me expliques algo: Paula, ¿por qué tenés la bendita costumbre de creer que siempre sos una carga para los que te quieren? No es así; estoy seguro de que Alex lo hace con gusto. Todo ese sacrificio para él no es tal, porque el cariño que siente por vos hace que le salga de forma natural. —Ella asintió de manera imperceptible con la cabeza—. En segundo lugar, estuvimos hablando con Mauricio y él me contó que, preocupado por tu causa, comentó tu caso con algunos colegas que tienen amigos abogados acá en Estados Unidos. Precisamente, para que le averiguasen cuán diferentes eran las leyes a nuestro país. Ellos estuvieron investigando y, en conclusión, me dijo que, por más deterioro que demuestren las personas con enfermedades mentales, no significa que no sean responsables de sus actos; su deterioro mental debería ser muy grave. En la mayoría de los casos, sus enfermedades pueden afectar a sus comportamientos, pero rara vez eliminan toda capacidad para elegir lo que hacen o dicen. Los abogados de esa mujer tendrán que demostrar que ella realmente no era consciente de sus actos, y tu abogado y el fiscal del distrito no se quedarán de manos cruzadas, buscarán pruebas que demuestren lo contrario. Quizá estaría bien que mañana nos sentáramos con Mauricio y, tal vez, con María Pía un rato; estoy seguro de que ellos podrán aclararte esto mejor que yo. En tercer lugar, en cuanto a tus pesadillas, ¿no pensaste en hacer terapia? —Ella lo había escuchado hasta ese momento en absoluto silencio.

—No quiero angustiar más a Alex, Maxi.

—Pero no podés seguir así, de esta manera lo estás angustiando mucho más, porque él no sabe cómo ayudarte. Me acabás de decir que se desvive por vos, y me consta, pero parece no ser suficiente, y por eso se preocupa tanto. Paula, necesitás ayuda profesional para afrontar esto, para aliviarte vos y para descargarlo a él del peso emocional que lleva encima.

—Siempre tenés razón, amigo, por eso me gusta hablar con vos. No sé cómo hacés, pero siempre me obligás a ver lo necesario, lo verdadero; siempre das con la palabra justa, con la que necesito escuchar. Prometeme que nunca vamos a dejar de ser amigos.

—¡Ah, bueno, creo que a vos el balazo no te tocó el hígado, sino el cerebro! ¿No será que tenés una bala ahí y no se dieron cuenta? —bromeó mientras le daba un golpecito en la cabeza—. Sos pelotuda, Paula, ¿qué me estás haciendo prometer? Creo que necesitás una vacuna contra la pelotudez.

Alex apareció por el pasillo con el cabello revuelto y pinta de asustado. Paula y Maxi estaban sentados en uno de los sofás y él le secaba las últimas lágrimas que habían rodado por su cara.

—¿Qué pasa? ¿Te sentís mal?

—No. —Paula sacudió la cabeza.

—Me voy a buscar mi vaso de agua y me voy a dormir. Paula te contará. —Le hizo un guiño de ojo que ella no advirtió porque estaba mirando al suelo.

—Gracias, amigo.

—No, gracias no. Está desvelada. Esto te va a costar caro, pienso aprovecharme y pedirte un aumento en Mindland.

—Idiota.

—¡Ja! ¿Yo soy idiota y vos qué sos?

Maxi los dejó solos.

—¿Qué pasa, mi amor, estuviste llorando? —Alexander se pasó la mano por el pelo, nervioso. Se frotó la barbilla y cogió las manos de Paula, mientras se acuclillaba frente a ella.

—Tuve una pesadilla y, como no quería despertarte para que no te angustiases, me vine para acá y Maxi me encontró llorando.

—¿Por qué no me despertaste?

—Porque necesitás descansar y últimamente no lo hacés, tampoco trabajás, sólo vivís pendiente de mí.

—Y si fuera al revés, Paula, ¿vos no lo harías por mí?

—Por vos daría mi vida.

—¿Y vos creés que yo por vos no? Me enoja que actúes así. Se supone que tenemos que compartirlo todo y, en ese sentido, que aún no estemos casados no significa nada para mí. ¿Querés que te recite mis votos de matrimonio ahora? Porque no me interesa hacerlo acá o frente a un sacerdote, lo que de verdad me importa es que vos lo tengas claro. Prometo cuidarte en la salud y en la enfermedad, en los buenos y en los malos momentos, prometo amarte y respetarte siempre...

—Chis, no hace falta, ya lo sé.

—Pues no lo parece. Sólo quiero que nos casemos para afirmar estos votos que ya siento, porque yo ya te considero mi mujer aunque no existan papeles. La palabra «novia» o «prometida» son formalismos para los extraños, Paula.

—Bueno, ésta es la segunda regañina de la noche.

—Ah, ¿Maxi te ha regañado?

—Más o menos por lo mismo, pero además cree que debo conseguir ayuda de un terapeuta para enfrentar mis miedos. Él cree que, de esa manera, nos aliviaremos los dos de esta mierda por la que estamos pasando.

Alex asintió.

—¿Qué pensás hacer?

—Nunca fui a terapia. ¿Vos fuiste alguna vez?

—No, la verdad que no, aunque varias veces la necesité, nunca acepté ir. Pero, ahora, en verdad, creo que nos ayudaría. Incluso si yo también debo ir, estoy dispuesto a hacerlo. Podríamos pedirle a Edward que nos recomiende a alguien, ¿te parece? Porque creo que con él no querrás. ¿Te parece que le pregunte por un colega suyo o querés hacer terapia con mi hermano?

—Sí, me parece bien preguntarle a tu hermano por algún colega, porque con él me da vergüenza.

—Muy bien, ahora vayamos a dormir.

Se cogieron de la mano y subieron en el ascensor hasta la planta donde estaba su dormitorio. Cuando entraron en la habitación, las tonalidades rojizas teñían el ambiente. Paula, tentada, abrió uno de los cortinajes. Alex la ayudó y la abrazó por detrás; se quedaron mirando en silencio la salida del sol: era una extraordinaria postal sobre el mar.

—Esto a tu lado es simplemente sublime, quiero ver muchos amaneceres junto a vos.

—Hum, sin duda así será. —Alex sonó muy seguro.

Le dio la vuelta y la besó, probó su boca, saboreó su lengua, hurgó cada espacio con la suya rozando sus dientes, buscando, mordiendo sus labios que, a ratos, asomaban y, a ratos, se perdían en el interior de su fuego, silencioso y ávido. Hincó sus manos en los mechones de su cabello, le sostuvo la nuca y se afirmó sosteniéndola contra su pecho. Movió su boca con vivacidad y siguió palpándola con su lengua hasta que la recorrió por completo, aunque sólo pensaba en volver al principio, en volver a saborearla una y otra y otra vez.

Se alejó un poco, la miró a los ojos y le tocó los labios con los dedos, los acarició al verlos enrojecidos por el fragor de su beso, pero, aun así, tuvo el instinto de poseerlos nuevamente y volvió a tomarlos sin permiso. No lo necesitaba porque eran suyos, volvió a degustarlos, a mezclarse con su sabor, a acariciar su lengua, a mezclar su respiración con la de ella, a absorber su aliento y a beberla íntegra.

Les faltaba el aire, Paula fue la que se apartó esta vez y clavó sus pupilas en las de él, lo traspasó con la mirada.

Intentaron serenarse; abrazados y en silencio, volvieron la vista al sol saliente; el mar, en conjunción perfecta con el astro rey, los había vuelto ambiciosos, avaros, había transformado sus sentidos y los había arrojado al abismo de sus sensaciones. Cerraron los cortinajes de nuevo, se cogieron de la mano y caminaron hacia la cama, donde se recostaron. Entonces, Alex la abrazó por detrás y, en la misma perfecta armonía que el mar y el sol, ajustó su cuerpo al de ella.

—Hum, qué maravilla despertar con tantos besos.

—¡Dormilón, es casi media mañana!

Alex se desperezó y abrió los ojos a desgana. Una mesa con ruedas estaba al lado de la cama y, sobre ella, había un desayuno variado al que no le faltaba absolutamente nada.

—¿Y todo esto? ¿Cómo lo subiste?

—Chis, no me regañes, todo el esfuerzo lo hizo Berta, yo sólo lo acarreé de la entrada hasta acá. Sentate, hoy me toca mimarte a mí.

Desayunaron en la habitación. Zumo de frutas, café, té, diferentes tipos de rosquillas, otras piezas de bollería, donuts, mantequilla, queso cremoso, jalea, mermeladas, también había frutas frescas, cereales secos con yogur, gofres, cruasanes, huevos revueltos con tocino, crepes, sándwiches, tostadas francesas con jarabe de arce y chocolate, huevos fritos sobre tostadas y algo de jamón.

—Cuánto hacía que no comía porridge —dijo Alex refiriéndose a una especie de papilla de avena. Paula le daba de comer en la boca y, con cada cucharada, recibía un guiño y un beso—. ¡Mi amor, cuánta comida!

—¡Ah! Es que te quiero fuerte. Hoy estoy exigente y ese cuerpo hay que mantenerlo bien alimentado... Yo he adelgazado y vos también.

—Es que no quiero ser menos que vos —se rieron—. ¡Te despertaste de muy buen humor!

—Sí, despertarme a tu lado me pone de buen humor. ¿Sabés? Se me ocurrió que, después de desayunar, podríamos bajar a la playa a caminar un rato, ya que el doctor dijo que debía hacerlo.

—Me parece una idea perfecta, pero iremos a recorrer las playas del Soho que son más tranquilas que las de acá. Luego podemos ir a almorzar al Soho Beach House.

—Como siempre, me pondré en tus manos.

—Me gusta cómo suena eso. —Alex se incorporó ligeramente en la cama y se quedó a centímetros de ella. Se la bebió con la mirada—. ¿Te gusta ponerte en mis manos? —le habló seductoramente mientras enarcaba una ceja y clavaba sus profunda mirada azul en la de ella, y recorría con sus ojos la boca de Paula.

—Amo ponerme en tus manos, confío plenamente en ellas.

—Hum, cómo quisiera, en este momento, poder hacerte con ellas todo lo que estoy imaginando; pero mejor me voy a bañar, así salimos; presiento que estos días van a ser cada vez más tortuosos. —Le comió la boca de un beso, luego se apartó y se levantó.

Ya estaban listos para salir y se dirigieron al garaje del edificio. Felipe se había encargado de devolver la furgoneta con la que habían llegado desde el aeropuerto, así que estaban esperando que trajeran los dos coches de Alex y el BMW Serie 6 que normalmente usaba la familia cuando estaba en Miami; tenían planeado ir a las playas del norte. Cuando el aparcacoches aparcó el Bugatti Veyron azul y negro de Alex, Mauricio y Maxi no podían creer lo que estaban viendo; se habían quedado alucinados con el automóvil.

—¡Noooooo, esto es una nave!

—Tomá, Maxi, conducilo vos —lo invitó Alex mientras le daba las llaves.

—¿Yo voy a ir en este bólido?

—¡Ah, bueno! Me voy a poner celoso, creo que tenés preferencia por Maximiliano...

En ese preciso momento, llegó el aparcacoches de nuevo con un Lamborghini Veneno rojo que rajaba la tierra.

—¿De qué te quejabas? —ironizó Alex mientras le arrojaba las llaves al aire para que las pillara al vuelo—. Nosotros iremos en el BMW y, de regreso, cambiamos. ¿O preferís éste?

—¡Alex, sos un condenado presuntuoso! Durante el vuelo, cuando Mikel dijo que nos moriríamos cuando los viésemos, nunca creí que tenías estos coches.

Mauricio y todos los demás no salían de su asombro; Paula no tanto: ya había empezado a acostumbrarse a la familia Masslow.

—Tranquilos, no es para tanto; son sólo automóviles. Espero que disfruten del paseo... Sé que los dejo en buenas manos; yo iré adelante para guiarlos.

Llegaron al Soho Beach House, un hotel situado en el paseo marítimo de Miami Beach, entregaron las llaves a los aparcacoches y entraron. Alex se presentó en la recepción donde, por supuesto, ya lo conocían porque era miembro del Club House; los demás entraron como sus invitados.

—Buenos días, señor Masslow, bienvenido; es un gusto tenerlo aquí nuevamente.

—Buenos días, he venido a pasar el día con unos amigos y voy a necesitar que registren como miembro también a mi prometida.

—Por supuesto, será un honor contarla entre nuestros socios.

Alex hizo todos los trámites para que pudieran acceder al exclusivo club, aunque el verdadero pase para todos era su Morgan Palladium.

—Adelante, les deseamos una magnífica estancia en el Club House.

El lugar era un paraíso, con tumbonas y cabañas de playa entre el paseo marítimo y el océano Atlántico. Se acomodaron y en seguida se les aproximó un camarero. Después de consultar brevemente con todos, Alex hizo el pedido: frutas frescas, salpicón de mariscos, guacamole y patatas fritas, agua mineral para Paula, pues no podía beber alcohol, daiquiris de la casa y un Perrier Jouet Grand Brut; la atención en el lugar era excelente. Todos decidieron bañarse en el mar, pero ellos se quedaron recostados en las tumbonas, cogidos de la mano, bajo una sombrilla.

—¿Dónde te gustaría ir de luna de miel, Paula?

—La verdad es que no lo sé, no lo he pensado, pero me encantaría viajar a un lugar con playa; me encanta el mar.

—¿Querés ir a Europa? Me dijiste que no la conocías.

—Pues no lo tengo claro, porque ahora, con Mindland en París y en Italia, supongo que iremos seguido para allá; creo que preferiría un lugar caribeño. No sé, sorprendeme, me fascina que lo hagas.

—¿De verdad no querés elegir el lugar?

—Alex, mi amor, aunque lo pasemos bajo un puente, si es con vos, no me importa dónde. Ya te expliqué más o menos mis gustos, decidí vos, pues estoy segura de que allá donde me lleves me placerá.

—Muy bien, intentaré sorprenderte, veré qué puedo hacer. ¿Tenés ganas de caminar un rato?

—Sí, por supuesto.

—Dejame pasarte un poco de protector solar y poneme un poco a mí también, por favor; el sol está muy fuerte. —Salieron caminando hacia el norte, cogidos de la mano por la orilla del mar—. En cuanto te canses, me avisás y volvemos.

—Sí, tranquilo, recién empezamos a andar.

—Acá se casó Amanda, en el Fontainebleau. —A medida que avanzaban, él le describía los lugares que iban dejando atrás; parecía que se los conocía todos.

—¡Vaya, es muy bonito!

—Durante la semana, vendremos para que lo conozcas; hay tiendas donde podés comprarte cosas muy bellas. También hay restaurantes; iremos a cenar a Scarpetta, te encantará. Y podríamos alquilar algún bote y salir a navegar. Aquí hay uno de los clubes nocturnos más famosos de Miami... En fin, aún nos quedan varios días para disfrutar.

—¿Estamos muy lejos de Hollywood?

—No, ¿querés que vayamos?

—Sí, me gustaría.

—Muy bien, también iremos; quiero que te distraigas y que dejes de pensar en cosas feas, porque todo lo que nos espera de ahora en adelante es felicidad; ya verás, voy a hacerte la mujer más feliz del mundo.

—Soy la mujer más feliz del mundo sólo con despertar a tu lado cada día.

Se detuvieron un instante, él cogió su rostro entre las manos, la besó y reanudaron la caminata.

—¡Alex...! —llamó alguien desde lejos—. ¡Alex Masslow! —volvieron a repetir.

—Es a vos a quien llaman. —Paula se detuvo para ver de dónde venían los gritos; se hizo sombra con la mano para evitar el sol y divisar a la persona—. ¿Quiénes son? —Él agitó su mano y quiso seguir la marcha.

—Unos amigos.

—¿No querés saludarlos?

—No, está bien, sigamos. —Él frunció la nariz, pero aquellos individuos siguieron vociferando.

—¡Vamos! No seas descortés con tus amigos, parece que se alegran de verte. Además, el único amigo tuyo que conozco es Mikel, ¿tan desagradables son que no querés presentármelos? —Alex aceptó ir a desgana.

—¡Alex, estabas perdido! —Una rubia se acercó a saludarlo a medio camino.

—Hola, Audrey, te presento a Paula.

—¡Hola, Paula!

—¡Hola!

Se saludaron con un beso en la mejilla y él siguió con las presentaciones.

—Brenda, Michelle, Liliam, Brandon, David, Jacob, os presento a Paula, mi prometida.

Alex la mantenía aferrada de la cintura; ella advirtió que la primera rubia buscaba el anillo de compromiso en su mano.

—¡Vaya, felicidades! Ahora entendemos por qué estabas tan ausente —lo palmeó Brandon en la espalda.

—Gracias.

—¿Dónde os hospedáis? —preguntó Michelle.

—Estamos en mi casa, pero hemos venido a pasar el día al Soho.

—¿Mikel? —se interesó Jacob.

—Se ha quedado en el Club House.

—¡No me ha llamado! —se quejó Michelle y Alexander sonrió.

—Suelta a tu novia, Alex, no le vamos a hacer nada —bromeó la rubia, que lo había llamado insistentemente, y a quien él había presentado como Audrey.

—¡Qué ocurrencias, Audrey! —le dijo Alex pausadamente.

—Paula es un nombre latino, ¿verdad? —preguntó Liliam.

—Sí, soy argentina —le contestó ella.

—Ven, Paula, siéntate —la invitó Brenda, mientras se incorporaba en la tumbona y le dejaba un sitio.

Alexander se quedó hablando con sus amigos y las mujeres rodearon a Paula, le ofrecieron champán y los cócteles que bebían, pero ella los rechazó.

—Te lo agradezco mucho, Liliam. ¿Es ése tu nombre?

—Sí, así me llamo.

—Es que no puedo beber alcohol —les explicó—. Me operaron hace poco y aún no me lo permiten.

—¿Hace mucho que conoces a Alex? —se interesó Audrey, mientras bebía un cóctel y la miraba por encima de sus gafas de sol. Paula se dio la vuelta y admiró a su hombre antes de contestarle.

—Casi cinco meses.

—Alex dijo que estáis comprometidos, pero ¿no te ha regalado un anillo?

Paula levantó la mano y les enseñó que no lo llevaba. «Sabía que me estaba mirando la mano», pensó para sí misma y respondió:

—Me lo robaron en un asalto en Nueva York —sintetizó. No tenía ganas de dar demasiadas explicaciones. Todas se azoraron. A Paula no le gustaba la forma en que Audrey la interrogaba.

—Alex es un hueso duro de roer... ¿Cómo has conseguido atraparlo, nena? Porque mira que a Janice le costó y, pobrecita, cuando lo consiguió...

No terminó la frase. «¡Qué comentario tan odioso y fuera de lugar. Sabía que no me había equivocado con esta tipa. Menuda grosera. ¿Acaso habrá tenido algo que ver con Alex? ¿Se habrá acostado con ella?», caviló Paula con rapidez y, después de mirarla de hito en hito, le contestó:

—¿Atraparlo? No, no lo considero así, nos hemos enamorado —le respondió con serenidad y sorna.

—Sabías que Alex estuvo casado, ¿no?

—Sí, Audrey, estoy a punto de casarme con él, sé todo acerca de su vida. —Paula fue muy tajante. Las otras tres mujeres se notaban incómodas ante la falta de tacto en los comentarios de su amiga.

—¿Cuándo os casáis? —preguntó Liliam.

—En agosto. —No quiso dar la fecha exacta.

—¡Ah, no falta nada! Supongo que estarás a tope con los preparativos.

—Ahora estoy en un impasse, precisamente vinimos a Miami para terminar de recuperarme de mi operación y luego poder continuar con todo lo que falta. ¿Hace mucho que conocen a Alex?

—¡Uf, nos conocemos desde el bachillerato! —le aseguró Brenda.

—¡Ah...! —Paula comenzaba a entender: «Quizá por eso Alex no quería que nos acercáramos; todas eran amigas de Janice».

—No tienes ni idea de quién soy, ¿verdad?

—¿Debería? Ilumíname, Audrey.

—Basta, Audrey —la amonestó Michelle.

—¿Qué? ¿Acaso no acaba de contestarme que está a punto de casarse con él y que sabe todo de su vida? —Se quedó mirándola desafiante e hizo una pausa—. Soy su cuñada, la hermana de Janice.

Paula, en un primer momento, se sintió turbada, pero en seguida intentó recobrar la calma.

—Creo que Alex no tenía obligación de hablarme de ti; sí de tu hermana, por supuesto. Aunque no me creas, siento mucho lo que le pasó. —Se puso de pie.

—Paula, nos encantará contarte entre nuestros amigos, apreciamos mucho a Alex.

—Gracias, Brenda.

Audrey dio media vuelta y se alejó sin despedirse.

—Lo siento, no ha estado bien lo que ha hecho. Ya han pasado dos años, Alex tiene derecho a ser feliz.

—¡Qué puedo decirte, Michelle! Supongo que hay que entenderla, para ella debe de ser doloroso verme con el marido de su hermana.

—Alex no se merece esto —afirmó Liliam—. ¡Por favor! Además, ¿se hace la ofendida? Si Alexander le diera una mínima oportunidad, te aseguro que de inmediato se olvidaría de su hermana muerta... ¡No la soporto cuando se pone en plan de mártir! Como si no supiéramos que siempre le quiso quitar el novio a Janice. —Paula no podía creer de lo que se estaba enterando.

—Bueno, bueno, cambiemos de tema —sugirió Michelle—. Estamos incomodando a Paula, que nos acaba de conocer. A este paso, presiento que no querrá vernos más.

—¡Mira, Michelle, que no me toquen a Alex porque me pongo como una fiera! Él merece ser feliz —le espetó Liliam mientras cogía de una mano a Paula—. ¿Sabes, Paula? Lo aprecio mucho, es una gran persona y sólo hace falta ver cómo te mira para darse cuenta de lo que siente por ti. Yo, que lo conozco, te lo puedo garantizar. Audrey estaba aquí por casualidad, no vino con nosotros; sólo se había acercado a saludar. Ya me he dado cuenta de que Alex dudaba en acercarse cuando ella lo ha llamado. No sé a vosotras, pero a mí no me interesa caerle bien a ella: si no me habla más, no me importará; en cambio a ti, que serás la esposa de mi amigo, sí quiero conocerte. No voy a seguirle el juego a esa zorra... Ella buscó nuestra complicidad para hacerte sentir mal y no lo voy a permitir. Déjame decirte que, además, no pudiste contestarle de mejor manera.

Paula se quedó en silencio, sonrió incómodamente sin saber muy bien qué decir, pero notó que Liliam era muy sincera con ella.

—Dime, ¿así que Mikel está con vosotros? —la interrogó Michelle—. Como te habrás dado cuenta, me vuelve loca.

—Sí, él también ha venido, estamos con otros amigos —contestó Paula con timidez, no sabía cómo decirle que Mikel estaba con su amiga.

—Hace meses que no lo veo, pero ¿cómo explicarte?, la relación con él es así. Paula, ¿no me digas que está con alguien?

Ella se mordió los labios e hizo un mohín; no quería meterse en la vida de Mikel, pero tampoco iba a ser cómplice de una aventura; no estaba bien para María Pía.

—No te aflijas, Paula, entre él y yo funciona así, es una ida y vuelta continua; yo también tengo lo mío.

—¿Alguno de ellos es vuestra pareja? —preguntó Paula para cambiar de tema.

—Jacob y yo somos pareja —contestó Liliam—, estamos casados.

—¿En serio? ¡Felicidades! ¿Y hace mucho?

—Dos años, nos encontramos en bachillerato; todos somos amigos desde ese entonces.

—¿Cómo conociste a Alex? —la interrogó Brenda.

—Por casualidad. Mikel es primo de uno de mis mejores amigos.

—¿En Nueva York?

—No, Michelle, en mi país.

—¿Alex y Mikel estuvieron en Argentina? Esos dos, de un tiempo a esta parte, se han vuelto inseparables —dijo Liliam con convicción.

—Sí, creo que se llevan muy bien. Alex fue por trabajo y Mikel lo acompañó y aprovechó para visitar a su familia.

—¿Interrogatorio exhaustivo? —Alex se había acercado y abrazó a Paula por detrás; los demás también se arrimaron.

—Intentando averiguar cómo os conocisteis —le contestó Brenda.

—Nos presentó Mikel —corroboró él.

—Sí, Paula nos lo estaba contando.

—Así que les estabas contando... —La miró y le besó el carrillo—. ¿Les estabas contando todo?

—No, chismoso, no se lo he explicado todo.

—Hablad, quiero saber.

—¡Ah, Liliam! Nos conocimos un fin de semana y pensamos que no nos veríamos más, pero luego nos encontramos en la empresa y resultó que yo era su jefe.

—¡Noooo, me muero! —Las tres mujeres no podían salir de su asombro.

—¿Y de qué hablasteis para no daros cuenta?

—Piensa, mi amor, piensa un poquito; es obvio que no hablaron demasiado —le dijo Jacob a Liliam. Paula estaba tan roja como el Bloody Mary que Brandon se estaba tomando.

—¡Oh, Dios mío! ¡No hablaron, claro!

—No te avergüences, amor, son de confianza; ellos, para mí, son como tus amigos para ti.

—Sí, Paula, no te sientas mal, somos de confianza —intentó tranquilizarla Jacob.

—¿Por qué no venís a cenar a casa esta noche? ¿O tenéis otros planes? —Todos se apuntaron a la invitación de Alexander—. Perfecto, haremos una barbacoa.

Alex se mostró entusiasmado y Paula se puso feliz al verlo tan contento y distendido.