Prólogo

ABRIL de 2013

Hotel Four Seasons, Nueva York

Rachel había intentado aproximarse a Alex por todos los medios antes de entrar, pero él la ignoró y se preocupó, en todo momento, de mantenerse apartado para no tener que cruzar con ella ni una palabra. Al final, llegó el momento de entrar en el salón y no tuvo más remedio que acercarse a ella, quien volvió a la carga con su acoso. Él no le hizo ni caso.

—¿Vamos, bombón? ¡Qué guapo estás! Hoy no me has saludado. —Le dio un beso, pero él movió su cara a tiempo para ofrecerle su mejilla—. ¿Me das tu brazo? —Alex puso los ojos en blanco, le brindó su apoyo con desgana, ya que no tenía otra posibilidad, y empezaron su marcha—. Hum, apuesto a que seremos la pareja más atractiva del cortejo.

Los acordes de la canción que marcaba su entrada comenzaron a sonar y, entonces, el cortejo nupcial hizo su ingreso. Ahí iba Alex, caminando con un porte impecable, ataviado con su traje de padrino. Paula intentaba centrarse en él y hacía esfuerzos para alejar de su mente a la persona que iba de su brazo.

«A él sólo le importo yo», se repetía una y otra vez mientras miraba a su hombre, que en cuanto entró, fijó su atención en sus ojos, dándole la total y plena seguridad de que las cosas eran tal como ella pensaba. Alex, por su parte, también había decidido borrar de su cabeza que iba con Rachel del brazo; la rubia no le importaba lo más mínimo.

En su camino hacia el altar fijó sus ojos cristalinos en los profundos iris verdes de Paula, porque no estaba dispuesto a que hubiese ningún malentendido. Que él hubiera tenido que entrar con Rachel fue una circunstancia especial que no había podido obviar; pero, aun así, quería que supiera que sólo tenía pensamientos para ella.

Cuando dejó a su amor atrás, clavó su vista al frente, buscó a su hermano y a sus padres, que estaban expectantes en el altar, y una inmensa felicidad lo embargó. Jeffrey por fin uniría su vida a la de Alison y no pudo evitar soñar que muy pronto sería él quien estuviera en ese lugar, esperando para unirse con la mujer de sus sueños, la única que le había robado el corazón, el alma y todos los sentidos.

Imaginó ese momento y, por un instante, vislumbró lo bonita que estaría Paula con su vestido de novia. Una sonrisa se dibujó en sus labios. El trayecto al altar terminó y cada uno ocupó su lugar. Desde su ubicación, buscó con rapidez la mirada de su chica, que allí estaba, pendiente de la suya. Entonces, le ofreció un guiño cómplice y le lanzó un beso casi imperceptible, pero que ella notó y festejó sonriendo satisfecha.

La ceremonia fue corta, pero entrañable. Alex nunca había visto emocionarse a su hermano y le encantó su sensibilidad.

Tras los novios y los padres de ambos cónyuges, el cortejo nupcial se puso en marcha de nuevo.

Alex se encontró con Rachel en el pasillo y le ofreció su brazo. Paula se adelantó para salir e intercambiar impresiones con él, antes de que fuera a hacerse las fotografías de rigor con los recién casados. En cuanto salieron del recinto, Alex se desprendió de Rachel, buscó a Jeffrey para fundirse con él en un abrazo, y luego también felicitó a su flamante cuñada, demostrándoles cuánto se alegraba de que hubieran podido cumplir sus sueños. Amanda y Edward también se sumaron y los cuatro hermanos Masslow se fundieron en un abrazo colectivo. Los demás esperaban a que ellos terminaran con el ritual para acercarse a besar a los novios.

—Hey, bonita, saliste antes que todos —dijo Alex mientras se giraba para encontrarse con Paula; la abrazó y le dio un beso en el cuello para no quitarle el carmín.

—Quería saludarte antes de que te fueras otra vez; estuvo hermosa la ceremonia, ¿no?

—¡Sí y muy pronto seremos nosotros los protagonistas! No veo la hora —respondió él.

Paula se arrebujó entre sus brazos; no había otro lugar donde quisiera estar. El cortejo se reunió en seguida para partir con los novios, y Alex y Paula tuvieron que despedirse.

—No te preocupes, la abuela y Ofelia están pendientes de mí. Ve y disfruta de este momento con tu hermano.

—Prometo que cuando regrese no me apartaré de tu lado.

—Hum, te tomo la palabra. Y quiero que estés bien alejadito de quien ya sabés.

—No tendrás queja alguna, te lo aseguro.

Aunque no quería especular e intentaba, por todos los medios, borrar de su mente esos pensamientos, a medida que pasaba el tiempo y esperaba que Alex regresara, no podía dejar de imaginar que quizá Rachel estuviese tratando de acercarse a él; sólo pensarlo la enardecía. Sus celos eran difíciles de manejar y empezó a sentirse desanimada. Por muchos esfuerzos que hiciera por evitarlo, recordaba cómo ella se había colgado de su cuello en la puerta del hotel y, si cerraba los ojos, podía verlos haciendo el amor. «Tengo que tranquilizarme, no estoy pensando con cordura. Además, Amanda está con ellos», se repetía para calmarse.

Había pasado una hora cuando Alex entró en el salón con la mirada ávida, escrutando las mesas para descubrir dónde estaba Paula, que se encontraba acompañada de Lorraine, Chad, los abuelos, Ofelia y sus padres. Sus miradas se cruzaron pronto y él atravesó el recinto como un ciclón, abriéndose paso entre la gente.

Se abrazaron como si hubiesen pasado días sin verse; Alex no podía explicarse por qué sentía esa necesidad de regresar cuanto antes a su lado y, con ese abrazo desmedido, le hizo saber cuánto la había echado de menos. Bailaron y se divirtieron mucho durante toda la noche. La fiesta estaba muy animada y el buen humor de los novios se había contagiado a toda la familia.

Alex, muy atento y solícito, no se alejó ni un instante de ella, tal como le había prometido, y se deshizo en atenciones, bajo la mirada de todo el mundo. Se sentía feliz y no lo ocultaba; estaba dichoso y orgulloso junto a Paula y deseaba que todos los presentes se enterasen.

Entrada la madrugada, llamaron a todas las solteras porque Alison iba a tirar el ramo.

—Dale, Paula, andá —la animó Amanda.

—No. Me da vergüenza.

—No seas tímida. Sos la única soltera de la familia, andá en representación nuestra. —Lorraine, también la alentó.

—Andá, mi amor, ¡y atrapá ese ramo! —la conminó Alex, que la puso de pie y le dio un ligero empujoncito.

Paula accedió y se acercó al centro de la pista. Alison arrojó las flores que, como por arte de magia, acabaron cayendo en sus manos. Paula saltó, a su alrededor se hizo un círculo y, entonces, con la mano en alto, se lo enseñó a Alex, que empezó a silbar para vitorearla. Chad, Jeffrey y Edward también se sumaron a los vítores; Amanda aplaudía enloquecida y daba saltitos en su lugar y Lorraine no paraba de reírse. La mesa de los Masslow era una algarabía celebrando la suerte de Paula.

Después de hacerse una fotografía con Alison, regresó a su sitio, donde su hombre la besó y la abrazó con dulzura.

—No cabe duda de que serás la próxima novia y la más hermosa —afirmó éste con una caricia.

—Bueno, bueno, conténgase, jovencitos —bromeó Ofelia mientras ellos se besaban.

—No te pongas celosa, vos siempre tendrás un lugar en mi corazón.

—Callate, mocoso, no reveles nuestros secretos.

Todos soltaron una carcajada. Alex dejó a Paula, se acercó a el ama de llaves y le dio un sonoro beso en la mejilla.

—Me parece, Ofelia, que usted está muy lanzada con mi nieto y recibe más besos que yo, que soy su abuela.

—Para vos también hay, abuela, no te pongas celosa.

Joseph y Bárbara no estaban ya en la mesa, ya que habían ido a despedirse de Jeffrey y Alison, que estaban a punto de irse. En ese instante, el maestro de ceremonias invitó a todos a levantarse para hacer un corro alrededor de los novios y decirles adiós. Alex cogió a Paula de la mano y se acercaron para escoltarlos, también Lorraine, Edward, Amanda y Chad.

Entre aplausos, pétalos de flores y silbidos, los novios partieron para disfrutar de su noche de bodas y de la posterior luna de miel.

—Mi amor, parecían tan felices... ¡la fiesta ha sido hermosa!

—Sí, realmente mi hermano estaba muy feliz, nunca había visto a Jeffrey tan alegre como hoy —convino Alex, que la mantenía aferrada por la parte baja de la cintura, mientras con su mano plana acariciaba la zona desnuda de su piel, en el escote de la espalda—. Volvamos a la mesa —sugirió.

A unos metros de ellos, Rachel los observaba maliciosa; odiaba verlos tan juntos. No podía dejar de luchar por Alex, aborrecía la cercanía que demostraban y consideraba que Paula sólo estaba a su lado por interés. Le causaba un enorme dolor ver que él, siempre que podía, se deshacía en halagos y caricias con la chica. «Zorra trepadora, no vas a salirte con la tuya. Alex es mío, no permitiré que me lo quites», pensó y montó en cólera. Ofuscada, dio media vuelta para dirigirse al baño, no soportaba verlos tan acaramelados.

En la soledad del váter, se echó a llorar desconsolada, pero muy pronto pasó de la pena a la ira. Al abrigar ese sentimiento se recompuso y regresó al salón.

Desde su mesa, el enfado fue in crescendo, los observaba a distancia sin poder apartar sus ojos de ellos; así había sido durante toda la noche. Cada sonrisa, cada atención de Alex para con Paula la cegaba más; la rabia la consumía y estaba dispuesta a hacer lo que fuera para no seguir sintiéndose así.

—Voy al baño, mi amor —le dijo Paula a Alex.

—Te acompaño.

—No es necesario, Alex, además —le susurró al oído para hablarle—, Ojitos, sos un peligro adorable en el baño de mujeres. —Ambos sonrieron recordando lo ocurrido en Lupa.

—Cuando quieras, repetimos —él se lo dijo en voz alta con una expresión pícara, mientras le guiñaba un ojo, y Paula se ruborizó, aunque nadie podía entender el porqué. Sus mejillas se encendieron, así que, sin más dilación, agitó su cabeza y se encaminó hacia el tocador.

Cuando salió del baño, se colocó frente al espejo para retocar su maquillaje. De pronto, vio a Rachel tras ella. De inmediato, pensó que ignorarla era lo mejor.

—Miserable, te has vestido como una golfa —la insultó Rachel.

Paula cerró los ojos e intentó eliminarla de sus pensamientos. No pensaba entrar en su juego. Toda la familia de Alex estaba allí y no iba a quedar como una vulgar por culpa de esa zorra.

—Lo siento, Rachel. Mal que te pese, Alex no opina lo mismo, a él le encanta mi vestido y, ¿sabes qué?, no ve la hora de que estemos solos para poder quitármelo. —Se rió de forma socarrona—. ¿Qué pasa? ¿Estás ofuscada porque no te ha prestado atención durante toda la noche? ¡Cuánto lo siento! —exclamó e hizo un mohín—. Creo que es hora de que empieces a darte cuenta de que no existes para él.

—¿Por qué no te quedaste en tu país? Si no hubieras venido... —empezó a decir, pero no terminó la frase.

—Sólo te folló, estúpida. Se quitó las ganas contigo como se las habría podido quitar con una prostituta. —Rachel se asombró de que Paula estuviera al tanto de lo que había ocurrido entre ellos—. Y lo hizo porque no podía tenerme a mí; ese revolcón nunca contó para él: lo olvidó tan pronto como se corrió.

Se clavaron las miradas y ambas sintieron asco y odio la una de la otra. Paula no quería terminar dando un espectáculo lamentable y, después de retomar la cordura, hizo un amago para retirarse del lugar. Pero cuando estaba a punto de salir, Rachel sacó la mano que tenía tras la espalda y le enseñó un arma. No la apuntaba, sólo la empuñaba con su brazo relajado al costado de su cuerpo; sin embargo, fue suficiente para que Paula se quedara congelada.

—Tenías que haberte quedado en tu país, Paulita, tendrías que haberme hecho caso. Y eso que te lo advertí muchas veces por teléfono... Deberías haberte alejado de él, pero eres tan buscona que no pudiste hacerlo. Alex es mío. He esperado muchos años a que Janice desapareciera de su vida y, ahora que él comienza a mostrarse interesado por mí, ni una zorra como tú ni nadie podrán apartarme de él. —Paula descubrió entonces que había sido ella quien había hecho las llamadas a Buenos Aires; no se había equivocado al pensarlo, Rachel era quien había conseguido separarlos aquella vez—. ¿Te das cuenta de lo que me estás obligando a hacer? No te vas a quedar con Alex, no vas a aparecer de la nada para arruinar mis planes, golfa; no voy a permitirlo, voy a salvarlo. Hasta que te plantaste en su vida, yo tenía una excelente relación con él y no me lo quitarás —decía Rachel amenazadora mientras movía la mano que empuñaba el arma—. Voy a remediar esto de inmediato; sí, voy a hacerlo, voy a librarlo de ti.

—Estás loca... ¿Eras tú la que me llamaba acosándome? Pero... yo no tengo la culpa de que Alex no se haya interesado por ti.

Rachel largó una risotada desquiciada:

—No, no estoy loca —le aseguró mientras seguía riéndose con una extraña expresión—. Estoy enamorada, amo a Alex, lo he querido durante toda mi vida y, cuando tú ya no existas, Alexander me amará —lo dijo ilusionada—, porque él antes estaba interesado en mí. Hasta que te conoció, nosotros estábamos muy unidos, él me necesitaba y, con tu aparición, lo arruinaste todo. Por eso debo terminar con esa obsesión que lo ata a ti. —Su mirada, de golpe, se tornó agresiva—. Para que podamos ser felices, tengo que ayudarlo, ¡voy a salvarlo!

—Guarda ese arma, Rachel, tranquilízate, se te puede escapar un tiro. —Paula estaba pálida. Rachel decía incoherencias con la mirada ida; su voz sonaba sin sentimientos, sin inflexiones, vacía.

—¿Qué pasa, Paula, estás asustada? ¿Esto te da miedo? —Rachel levantó el arma y se la enseñó, mientras la movía y, a ratos, la apuntaba. Paula pensó en tirarse sobre ella y arrebatársela, pero tenía tanto miedo que estaba paralizada—. ¿Piensas que no sé cómo usarla? Pobrecita, ¿creíste que me asustabas con tu estúpida advertencia? Ayer te lo dije —se rió burlona—, te advertí que no sabías con quién te habías metido. ¡Eres una trepa! —le gritó Rachel y la apuntó con la mano muy firme. Paula se sobresaltó—. Haces muy bien en tener miedo. ¡Uy, qué miedo, Paulita! Puedo ver el temor en tus ojos. Créeme que lo estoy disfrutando, me encanta que tiembles así. A ver si, de una vez por todas, te enteras de quién soy —soltó otra risotada y luego...

Rachel apretó el gatillo de la Walther PPK calibre 380 y el proyectil hizo su camino e impactó en el vientre de Paula. La expresión de su agresora era monstruosa, estaba furiosa y la miraba con tanto odio que Paula pensó que iba a vaciar el resto del cargador en ella. Se agarró el abdomen con ambas manos y, en un principio, no sintió dolor, pero muy pronto la sangre empezó a manar de la herida y a quemarla por dentro. Sus manos estaban cubiertas por su propia sangre, su cuerpo comenzó a entumecerse, las piernas a flaquearle y se deslizó amargamente hasta quedar de espaldas en el suelo. Rachel la observaba sonriente mientras la miraba caer; se acercó despacio y le quitó el anillo de compromiso para colocarlo en su dedo.

—Aquí es donde debe estar —sentenció y luego se marchó, dejándola abatida en el suelo del baño.

A diferencia de lo que suele ocurrir en las películas, la bala que la hirió no había silbado. Sólo había sentido el golpe del impacto en su carne y cómo la desgarraba a su paso. Su mente estaba nublada, su cuerpo ya no le pertenecía y esperaba despertar pronto y que todo sólo fuera una pesadilla. Aunque intentaba gritar para pedir auxilio, las palabras simplemente no le salían. De todos modos, el estridente sonido de la música no hubiera dejado que nadie la oyese.

—Alex —alcanzó a decir casi sin aliento.

En ese instante, empezaron a pasar por su mente los recuerdos de momentos vividos junto a él: ambos amándose de forma desmedida, abrazados en el muelle de Los Hamptons, durmiendo con los cuerpos entrelazados, cocinando, bailando en Tequila, reencontrándose en el aeropuerto, pugnando en la empresa por un contrato, extasiados y embadurnados de chocolate y sirope.

Como un relámpago, vinieron a ella algunas frases del poema «Inesperado amor», de su amiga Anabel Espinoza Higuera, y empezó a recitarlo en silencio:

[...] El amor es algo irracional, por más que pienso no comprendo, pues bastó sólo ese beso para mi corazón quererte entregar [...]

[...] Me has enamorado, me has hipnotizado con tu boca y tu olor, con esa voz has hecho que caiga rendida a tus pies, tú eres mi delirio, mi pecado, sólo sueño con tenerte aquí a mi lado. Con sólo escucharte, con sólo mirarte enciendes estrellas en mi interior, eres la luz que toca mi corazón, no puedo imaginar ya mi vida sin tu amor, eres parte de mi ser mi locura y mi pasión. [...]

No sabía cuánto rato había pasado, había perdido la noción del tiempo cuando creyó oír que alguien se le acercaba y le hablaba... pero Paula no podía atender bien, sólo pensaba en Alex.

No se había equivocado, Lorraine la había descubierto en el suelo del baño, malherida, y había corrido despavorida para buscar ayuda. Paula no apartaba de sus pensamientos todos los momentos vividos junto a Alexander, pero sentía frío y no paraba de temblar. Imaginaba escenas oníricas que la transportaban a momentos felices y eso le daba esperanzas, sólo deseaba volver a vivir todo aquello y mucho más junto al hombre que amaba.

De pronto, se dio cuenta de que sus ojos estaban ahí, junto a ella, adorándola; esos iris que la extasiaban y la descontrolaban, pero que también le regalaban calma y certeza; esa mirada que vivía en la suya y que, en ese momento, estaba anegada en lágrimas.

Alex se había quitado la chaqueta y había cubierto su gélido cuerpo. Amanda, a su vez, había juntado toallas de papel del baño y hacía presión en la herida para detener la hemorragia. Alexander lloraba de manera desconsolada, mientras Edward llamaba al servicio de urgencias.

—Sé fuerte, mi amor, sé fuerte. Te necesito, no me dejes, por favor. Ya vienen los médicos —le pedía él entre sollozos—. Te amo, mi amor, te amo, Paula, quedate acá conmigo, no me abandones, mi vida.

—Alex, por favor, calmate; así no ayudás. Edward, traeme más toallas —ordenó Amanda, que intentaba calmarlo mientras taponaba la herida.

Joseph y Bárbara acudieron al lugar después de que su yerno los fuera a buscar. Chad se cogió la cabeza con las manos al ver el cuerpo de Paula con convulsiones. Lorraine lloraba sin consuelo en brazos de su esposo; Edward la apartó de su lado unos instantes y se agachó para tomarle el pulso a Paula.

—Está muy débil y la ambulancia no llega. —Edward volvió a levantarse y, entonces, Bárbara se arrodilló junto a ella, le sostuvo la mano y le acarició la frente mientras le hablaba.

—Tranquila, mi cielo, los médicos llegarán en seguida. Te pondrás bien.

—Edward, por favor, andá a buscar a Bob, él es cirujano. ¡Mierda!, ¿qué hacemos todos acá sin hacer nada? —se preguntó Joseph en un momento de lucidez—. Alex, tranquilizate un poco, hijo, la estás angustiando. Fijate en cómo te mira —lo instó su padre.

—Lo siento. El tío Bob, Serena y Rachel ya se han ido. Estoy intentando llamarlos al móvil pero no me atienden —informó Edward, que había regresado a la carrera.

—¡Fue esa malnacida, fue ella! ¡Estoy seguro! —Alex soltó la mano de Paula y empezó a golpear las paredes. Amanda, al darse cuenta de lo que él estaba diciendo, empezó a llorar también. Su hermano estaba desesperado y Paula se estaba desangrando en sus manos.

—¿Qué decís, Alex? ¿De qué mierda estás hablando? —Joseph cogió a su hijo por los hombros y lo zarandeó, luego lo abrazó y fue correspondido por Alexander.

—Fue ella, papá, fue Rachel, estoy seguro. Yo la rechacé y ella no se conformaba. Una de las últimas veces que hablamos parecía perturbada, me hablaba de forma extraña —le contó entre hipos y sollozos—. Todo esto es culpa mía, debí prestar más atención. Paula se va a morir por mi culpa, no la protegí lo suficiente, soy una mierda. ¿Por qué dejé que viniese sola al baño?

—¡Ya está, Alex, ya es suficiente! —le chilló Amanda. Joseph no entendía nada, nadie entendía, excepto su hermana.

Alex se alejó de su padre y volvió a inclinarse sobre Paula. Ella quería hablarle, tranquilizarlo, veía que estaba desesperado, pero lo escuchaba como si estuviera muy lejos, su voz resonaba en sus oídos cada vez más lejana.

—Mi amor, mirame, Paula, por favor, mirame. ¿Fue Rachel? ¿Te lastimó ella?

—¿Qué intentás hacer, Alex? ¡Dejala en paz! —lo reprendió Amanda—. No es el momento, hermanito, por favor, no la angusties más.

De pronto, Paula empezó a sentir que las fuerzas la abandonaban y que ya no podía mantener los ojos abiertos durante más tiempo. Aunque no quería cerrarlos, los párpados le pesaban; oía otros gritos, otras voces, pero no quería alejar la vista de Alex, de su Alex, no le interesaba saber de quién eran las otras voces, temía no volver a ver aquellos ojos que tanto amaba; ése era su mayor temor.

La mirada de Paula quedó perdida, clavada en un punto fijo, en nadie en particular. Todo se oscureció para ella.

Alex empezó a gritar de manera desgarradora.

—¡No, no, no, por Dios, noooo, Paula, no me dejes, mirame...! ¡Paula... Paula... Paula, mi amor, mi vida...!