Capítulo 21
ATERRIZARON en el aeropuerto JFK y, después de todos los trámites, salieron por la puerta de llegadas. Heller estaba allí, muy atento, y les hizo señas de inmediato para que lo vieran. Alex empujaba el carrito con las maletas de ambos.
—Bienvenido, señor, señora... Espero que lo hayan pasado muy bien, traen un muy buen bronceado caribeño.
—Lo pasamos genial, Heller, gracias por venir a buscarnos.
—Sí, Heller, gracias. Lo hemos disfrutado tanto que los días pasaron volado.
—Me alegro. Señor, señora, para mí es un placer haber venido a recibirlos.
—Me parece todo tan extraño; siempre me ocurre lo mismo cuando regreso de viaje —dijo Paula. Alex sonrió y le besó el cabello mientras la abrazaba más fuerte todavía.
Llegaron al apartamento de la calle Greene y se encontraron con la señora Doreen, que estaba guardando las compras que había realizado por la mañana.
—Señor, señora, ¡bienvenidos! Espero que disfrutaran.
—Ha sido espectacular, Doreen —le contestó Alex y Paula lo corroboró; como ella era más cálida, se acercó y le dio un beso a la empleada.
—Gracias, Doreen, por esperarnos con la despensa y la nevera llenas.
En ese momento, Astrid, la niña de la señora Doreen, salió del baño, y al ver a Heller salió corriendo hacia él y se echó en sus brazos.
—¡Papá!
Paula miró sin entender.
—Lo siento, señora, he traído a Astrid conmigo porque su maestra estaba enferma; espero que no le moleste.
—¡No, Doreen! ¿Cómo va a molestarme Astrid? No se preocupe por eso, pero, perdone, ¿he oído mal o Astrid le ha dicho «papá» a Heller?
—Sí, señora, él es el padre; Heller es mi esposo —contestó extrañada la señora Doreen.
—¿Qué pasa? —preguntó Alex mientras se acercaba a la cocina, donde ellas estaban hablando.
—Me siento la mujer más idiota y despistada del mundo. ¿Heller y Doreen son matrimonio?
—¡Claro, mi amor! ¿Acaso no lo sabías?
—¡No, Alex, acabo de enterarme! ¡Nunca me lo habían dicho! Bueno, claro, no es que tengan ninguna obligación de comunicarme nada, pero... Heller, lo siento, le juro que asumí que usted era soltero.
—Perdón, mi amor, porque nunca te lo haya explicado, creo que di por supuesto que lo sabías.
—Juro que me siento muy estúpida. ¡Astrid, no me has saludado! —exclamó Paula y la señora Doreen y Heller regañaron a la niña. Alex sonrió por el asombro de Paula—. ¡No la regañen, por favor! —Astrid fue con timidez hacia Paula y ella se agachó y le señaló su mejilla para que le diera un beso; la pequeña, que tan sólo tenía cuatro años, se aproximó—. ¿Te acuerdas de mí, Astrid? —La niña asintió con la cabeza—. ¡Ah, qué bueno, porque tengo un regalo para ti!
—Señora, no hacía falta que le trajera nada.
—Sí que hacía falta, Doreen, he traído regalos para todos, para usted también, Heller; así que prepare un rico café mientras yo los busco en las maletas; así compartimos la entrega entre todos. —La mujer la miró algo cohibida.
—Vamos, Doreen, ya ha oído a la señora. —Alex le guiñó un ojo.
—Sí, señor Alex, claro.
Paula se acercó a la entrada, donde Heller había dejado el equipaje, con la niña de la mano.
—Permiso, yo me retiro.
—¿Adónde va, Heller? ¡Tengo un obsequio para usted también! Además, su señora está preparando café para todos. —Heller miró a Alex.
—¡Basta, Heller! ¿Tú también me miras? ¿Soy un ogro acaso? Para empezar, me siento supermal porque Paula no sabía que los dos estabais casados; después, si ella os dice que quiere tomar café con vosotros, tiene tanta autoridad como yo para decidirlo. ¿No os dais cuenta, acaso, de que ya ha acabado la luna de miel? Presiento que su duro carácter, cuando algo no le guste, ha acabado muy pronto. ¡Aprovechemos!
Todos se rieron, incluso Paula. Mientras ella buscaba los regalos, Heller se acercó a Doreen para ayudarla con el café y Alex se metió en el baño. Paula le regaló a Doreen unas piezas de joyería de plata que habían comprado en Todos Santos. A la niña, le puso una cadenita con la virgen de Guadalupe y le dio un juego artesanal tallado en madera; Astrid estaba fascinada. Y Heller recibió una botella de mezcal y un jarocho mexicano, un sombrero hecho de palma.
—Heller, tienes que tomar el mezcal con sal y limón, como el tequila. Allí escarchan el vasito con ambos ingredientes, así nos lo sirvieron.
—Gracias, señora, ha sido muy considerada en pensar en todos nosotros.
—¡Cómo no voy a hacerlo, si vosotros vivís pensando en mí y en Alex!
—Además, no os imagináis con el gusto que eligió cada uno de los obsequios —agregó Alexander.
—Gracias a los dos, señor Alex —dijo la señora Doreen.
—Astrid, ¿te gusta tu virgencita?
—Sí, Alex, además Paula dice que me protegerá.
—Tienes que decirle «señor Alex», Astrid, ¿desde cuándo tanta confianza? —la regañó su padre.
—Está bien, Heller. Sabes que hace mucho que pretendo que tanto tú como Doreen me llaméis simplemente «Alex», sólo que os empeñáis en no hacerlo; al menos dejad que Astrid lo diga así. —Paula le acarició la cara a su esposo, satisfecha por su sencillez.
Por la noche, tenían una cita impostergable en el Belaire con la familia Masslow, en la que Paula siguió repartiendo obsequios para todos. Ofelia estaba exaltada con su huipil yucateco, el vestido tradicional bordado de la península del Yucatán.
—Mi niña, hermosa, te juro que cuando me enteré de adónde iban, rogué para mis adentros que me trajeran uno de éstos. ¿Qué te pareció mi tierra?
—¡Hermosa, Ofelia! Me encantó cada rincón que recorrimos y lo más fascinante es la historia que guardan esas tierras.
—¿Así que fueron a Todos Santos? Ése es mi pueblo.
—Sí, Alex me lo dijo cuando estuvimos allí.
—¿Te gustá tu hamaca, Bárbara? Es para que te recuestes a leer en Los Hamptons.
—Me encantó. Todo lo que trajeron es bellísimo, esas estatuas y las artesanías también lo son. Me fascina lo que le regalaron a Joseph. Estará muy apuesto con su camisa guayabera.
En ese momento, entraron en la sala Amanda y Chad, que eran los únicos que faltaban por llegar. Paula pegó un grito cuando vio la enorme barriga de su cuñada y se levantó a abrazarla.
—¡Me muero, Amanda, cómo te creció! —Paula se tapó la boca y se agachó para besársela.
—¿Viste? Y, además, ¿saben qué? Alex ya podés empezar a pagarme tu apuesta, porque perdiste: ¡es una niña!
Todos se reían y se mostraban muy felices.
—¡Ay, Dios! Te compadezco, cuñado, ¡dos mujeres cuando mi hermana ya vale por tres! —bromeó Alexander.
—Y embarazada todo se potencia, ¡no te imaginás lo histérica y caprichosa que está! —afirmó Chad y Amanda lo miró fulminándolo.
—¡Qué hermoso bronceado caribeño traen! —añadió Alison.
—Mi hijo está hermoso —dijo Bárbara, mientras se acurrucaba entre sus brazos—. ¡Sus ojos están de infarto con ese bronceado!
—Mejor no toquemos ese temita —sugirió Paula—, ni te imaginás los piropos que recibía en la playa y cómo lo miraban en todas partes. No me hagas recordar, porque yo hervía de celos y él se desternillaba de risa.
—Lo más importante es que lo disfrutaron —intervino su otra cuñada.
—Ni te imaginás, Lorraine. Lo pasamos espectacularmente bien cada día, a veces no nos alcanzaban las horas para todos los planes que hacíamos.
—Hermanito, te veo muy bien, creo que el matrimonio te sienta de maravilla, se te ve muy feliz. —Alex chocó las manos con Jeffrey.
—¿Muchos temas pendientes en la empresa? —le preguntó Alexander a Alison.
—¡Ah, no! Hoy es domingo y acá ninguno es mi jefe. Ni se te ocurra pensar que voy a ponerme a hablar de trabajo ahora; mañana arrancamos.
—Mi esposa tiene razón, durante el fin de semana, nada de hablar de trabajo. Vos vendrás muy descansado, pero nosotros no.
—Y nosotros, Bárbara y Ofelia, ahora que Alex y Paula ya están acá, mañana mismo nos mudamos a Los Hamptons —aseguró Joseph.
—¡Qué buena noticia, querido!
—Lamento el juicio que están teniendo que afrontar en la clínica —les dijo Alex a Edward y Amanda, muy apenado; ese tema lo tenía bastante inquieto.
—Me tiene sin cuidado la zorra de tu exsuegra, sólo es una pérdida de tiempo, quiere hincharte las pelotas —dijo Amanda y Edward le dio un puñetazo a Alex en el brazo.
—¡Cambiá esa cara! Los contratos que firmó Janice son legales, no conseguirán nada, sólo que perdamos el tiempo nosotros y ellos.