Capítulo 75
¿De dónde vienen los niños?
Vivir en Alemania es, para mí, un reto perpetuo.
Sortear según qué obstáculos culturales y protocolarios me mantiene en forma el intelecto y me proporciona un montón de excusas legítimas para discutir con mi Maromen cuando estoy premenstrual.
Sobre todo cuando de educar a los frutos de nuestro amor se trata. Porque es que, verán, como aquí la letrada soy yo, me toca lidiar a mí solita con la instrucción teórica de los polluelos. Él ya se los lleva a cortar leña, dice el traidor.
Pero no se vayan a creer que es que me desagrada esto de la pedagogía especulativa casera, no, que con lo que me gusta a mí pegar la hebra y viviendo en el país de las formalidades y la racanería verbal por excelencia, la oportunidad me venía de perlas.
Serán unos repelentes adorables, frotábame yo las manos, unos feministas instruidos, los mejores de su clase. Contestaré a todas sus preguntas y jugaremos al Trivial. Leerán a Kant y discutirán sobre política sin insultarse. Un primor de niños, los yernos más codiciados, y todo gracias a mí (y a mi padre, que a bien tuvo pagarme la carrera).
Con lo que, empero, no había contado yo entonces era con mi sensibilidad desmesurada y mis nervios delicados. Que yo parloteo mucho y con gusto, sí, pero hay temas y coyunturas en las que más guapa estaría calladita. Me viene de lejos, no crean, que ya desde pequeña soy proclive a meter la pata y a tomar derroteros discursivos un tanto anómalos y perjudiciales.
Para que se hagan una idea, les diré que un día, en pleno borboteo adolescente, me armé de valor y le confesé mi pasión al platónico amor que me amargaba esos días por sms. Sin perder la dignidad, eso sí, que lo soberbio no quita lo valiente. Veinte minutos de monólogo después, convencida de haber evidenciado con claridad mis intenciones de inaugurar una relación formal, le pregunté al afectado que qué pensaba. ¿Quieren saber qué pasó? Pues que me abrazó. Y me dijo que consideraba un honor ser el primero al que notificaba mi cambio de acera.
Esa soy yo cuando me pongo nerviosa, para que vean.
Así que imagínense mi jeta cuando el Mayor, con sus cinco años recién cumplidos y en un alarde de amnesia fraternal, apareció un día por casa preguntando por la oronda panza de mi amiga la Ayurveda.
Su cara de pánico al saber que ahí dentro se alojaba un bebé me hizo aclararle apresurada que no era que se lo hubiese comido, sino que lo tenía de mimado inquilino hasta que se dignase a salir de ahí. ¿No te acuerdas de mamá cuando tenía a tus hermanos en la tripa?
Sí, sí que se acordaba, claro. Y ahora, además, quería saber cómo narices hacíamos eso las madres.
Tentada estuve de recurrir a la génesis espontánea o al Espíritu Santo, no crean, pero, tras una colleja cortesía de mi maternal conciencia, decidí depilarme la lengua. Otro día, eso sí, que ahora me pillas un poco desprevenida.
Les juro que estuve una semana entera dándole a la mollera, mirando en Internet, preguntando a diestro y siniestro; hasta me hice un croquis y ensayé delante del espejo. Y, cuando me sentí preparada, agarré el toro por los cuernos y le anuncié al niño la inminencia de la Charla.
—No hace falta, mamá —dijo él—, ya me lo ha explicado mi amigo Timo.
—¿Tu amigo Timo? ¿Y qué te ha explicado, si se puede saber?
—Pues todo eso de los huevitos, los bichitos que entran dentro de los huevitos y se convierten en bebés y eso.
—Ah. Bueno, pues nada. Pero si quieres saber algo más me lo preguntas, ¿vale?
—Vale.
—Bien.
—Mamá, hay una cosa que no entiendo muy bien.
—¿El qué, cariño?
—Si papá solo tiene dos huevitos… ¿de quién es el huevito del que ha salido el del Rizo?
Si les digo que decidí mandarle directamente a su padre me entenderán, ¿verdad que sí?