Capítulo 21
Pelillos a la mar
En un país en el que más de uno se habrá llevado una reprimenda por comerse el embutido sin pan —¡menudo despilfarro!, ¿verdad?—, que depilarse cueste casi lo que un neumático de invierno puede dar una idea general de la estética veraniega de sus autóctonos.
En los albores de la inestable primavera teutona, es común contemplar por sus calles el armonioso pulule de forros polares combinados con sandalias (sobre níveos calcetines, por supuesto). Si algún día se encuentran por estos lares en época estival y tienen oportunidad de disfrutar de tal exhibición, sepan ustedes que esas piernas lechosas y peludas no son fruto de la desprevención y las prisas ante las inconstantes temperaturas nórdicas. Vamos, que aquí nadie se ha olvidado de depilarse, es que directamente no conocen cera.
Este respeto que parecen profesarle los germanos a la cabellera corporal suele tener sus ventajas, no se crean, que ser la tuerta en un universo de ciegos le añade unas lorzas a la vanidad de cualquiera.
El problema es cuando se exportan invidentes a un lugar en el que todos se han hecho el láser. Como por ejemplo una boda en Madrid. La mía, sin ir más lejos. En septiembre y a la española; y tirando a tradicional. Ya saben, traje blanco y mantilla, chaqué y vals.
Sorprendentemente se apuntaron un porrón de teutones y yo, consciente de lo que puede arruinarle a uno la velada el sentirse over- o underdressed, sentí la moral obligación de aclararle a la parte viajera que aquí las bodas son… bodas.
Arreglados y formales, bitte: las sandalias sin calcetín, pasarse un peine —que una vez al año no hace daño, palabrita— y cambiarse el forro polar por un chal o similar bastará.
Maromen, abducido por su guapura en versión pingüino, persuadió a su Herr Padre para que se le aconjuntase con un chaqué. Y el resto, en cuanto avizoraron las levitas, sacaron sus corbatas y chaquetas —de cuyas tonalidades fosforescentes no hablaré— y guardaron las Nike Air. Danke sehr.
Ese día, incluso mi biocuñada decidió que la naturaleza y su sabiduría podían irse a tomar vientos y se despejó los sobaquen —que tampoco le supuso un gran sacrificio, por mucho que así me lo vendiese, que me consta que la Natur se la pasa por el forro cuando se trata de sus cejas, sea el día que sea.
A posteriori se me informó de la insurrección de la madrina. Por lo visto, muy a pesar de la machaconería de su hija, la buena mujer se negó en rotundo a podarse las piernas. Ni de koñen, vamos, encima de que se ponía falda corta, lo que le faltaba era depilarse.
Tanto le dieron la murga a la matriarca, que acabó marcando mi número a pocas horas del enlace para preguntarme dónde podía comprar medias. ¿Medias? ¿A 30 °C y después de una semana en la Costa Brava? Como se podrán imaginar, la mandé a El Corte Inglés.
Supongo que serían los nervios o los dos vodkas que me suministró mi madre antes de salir de casa y ese día no me fijé. Lo que, sin embargo, sí que recuerdo es haber tenido un fugaz pensamiento al verla. ¿No habían ido a la playa? ¿No quería unas medias? ¡Se ha depilado!
Pero no fue hasta unas semanas después, recién entregado el álbum oficial del evento y paseando a una íntima que no pudo presenciar el mismo, cuando me oí decir a mí misma: «Esta de aquí es mi suegra…, la del vestido berenjena y… ¡¿medias blancas?!».
En ese momento decidí que, si por algún casual nos daba por renovar votos en algún momento, lo haríamos en Siberia.