Capítulo 10

Falsos amigos

Imagino que por costumbre, cuando se habla de falsos amigos, la gente tiende a acordarse de la arpía de la oficina —y de toda su familia— o a rememorar sus clases de inglés.

Pero lo bueno de la semántica es que sus falsos amigos no son tan perniciosos como los de la vida real. Al fin y al cabo, ¿qué mal puede ocasionarle a nadie la similitud fonética de una exótica palabrita con sus vocablos maternos? ¿O ha dejado de hablarle alguien por pensar que exit significa «éxito»?

Otra cosa es cuando la falsedad del camarada es subliminal y, así en crudo, no produce ni jolgorio ni sabiduría intercultural, sino más bien perplejidad y repudio personal. Entenderán pues que el desenmascaramiento de estos amigotes es fundamental para la exitosa integración del migrante y la integridad física de su galán autóctono, ¿no?

Así que, como yo soy tan simpática y me consta que muchos compatriotas se están viniendo pa Alemania, voy a destaparles una nociva pareja de enemigos encubiertos de esos que les acecharán nada más pisar tierras germanas.

Se trata, nada más y nada menos, que de la diferencia entre «bañar» y «fregar»; que a ustedes les parecerá una frivolidad, no digo que no, pero eso mismo es lo que multiplica su peligrosidad.

Por estos lares, a bañar se le dice baden, y significa lo mismo que en la lengua quijotera. Lo que ocurre es que aquí bañar, lo que se dice bañar de sumergir en agua y friccionar, no se baña nadie. Y mucho menos si es menor de edad.

La hora de spa que disfrutan religiosamente todos los rorros ibéricos a eso de las ocho de la tarde, aquí se considera atentado contra la fauna bacterial y el aroma particular de cada uno. En cualquier caso, cada par de semanas se hace una excepción y se asean en la tina los gérmenes adoptados en parques y guarderías; pero el resto de los días, con celeridad y eficacia germana, lo que se hace es refregar a los niños en seco. Con Spontex también, sí, lo que ocurre es que aquí disimulan llamándolas Waschlappen y son de felpa.

Al que, empero, sí bañan a diario es al ajuar de cocina. Platos, cubiertos, ollas y sartenes son sumergidos juntitos en la pila, donde chapotean ufanos hasta que se desprenden de remanentes alimenticios. Como podrán deducir ustedes con sencillez, pasados unos minutos la cristalinidad del agua sucumbe y comienzan a brotar desordenados tropezones sin identificar e islotes espumosos. Les aseguro que extraer la loza de ese chapapote lo suficientemente rápido como para evitar adhesiones flotantes requiere de un avanzado estado de manía patológica al enjuague y de mucha maestría. Y esta última no la tienen todos. ¿O por qué si no iba a espumear en Alemania el agua de los espaguetis?

Confieso que la primera vez que observé a un teutón en proceso de aseo cacharril lo taché de gorrino, sin piedad. Y, por supuesto, no me casé con él. Tuvieron que pasar unos meses de aclimatación instructiva y desenvolvimiento social para poder comprender que lo que le pasaba es que era alemán; y que si me enamoraba de otro, no me importaría su dinero, sino solo su lavavajillas.

Y así acabé, claro, en el culen del mundo pero con un Miele en la cocina. Y bañando yo sola a los tres niños todos los días.