Capítulo 74

De umbrales y fronteras

Tengo una noticia que darles y no sé por dónde empezar.

Bueno, sí, por el principio, claro, que es que yo me he pasado años negándome a ver lo evidente.

Verán, resulta que Maromen es español. Y a mucha honrrra, me dice.

Hasta hace poco estuve haciéndoles el vacío a los indicios, que iban desde el descojone general cuando le presentaba como alemán, hasta el desgañitamiento absoluto cuando lo juraba por Gott. Y es que es verdad que mucha pinta de teutón no tiene.

Empezando por su pelo renegrío, su nariz aristotélica y una perturbadora tendencia al cañí en los meses estivales, el padre de mis polluelos podría pasar perfectamente por el hijo de Manolete. Es más, no hay verano en las Hispanias que no tenga que desmentir el parentesco.

Pero a pesar de esto, yo siempre le había creído de alma germana.

Esa manía de mezclar zumos con agua, las reprimendas por embucharme el embutido sin pan, esa sujeción de tenedor, la ausencia de pan en las comidas…, todo apuntaba a un ejemplar ordinario de teutón común.

Pero, sobre todo, lo que más me reafirmaba en mis pesquisas genealógicas era su estoicismo ante los achaques varios y su fe ciega en la troleopatía y demás remedios abueliles. Desde que le conozco, Maromen solo toma tés varios y bolitas con denominaciones sobrecogedoras cuando está krank.

Y además intenta proselitizarme. A mí. Que vengo del país del Gelocatil de un gramo y los antibióticos regalados. Sí, a mí.

De exagerados nos ha tachado a los ibéricos los casi ocho años que llevamos conyugados. Tiempo durante el que, por cierto, ha estado batallando sin piedad contra cualquier manifestación llorosa o sofá-manta de mis indisposiciones.

Hombre, yo no les voy a negar que mi naturaleza sensible me hace a veces inclinarme hacia el engrandecimiento de algunos síntomas, y que más de un dolor de cabeza no era tal sino extenuación extrema y pocas ganas de verbena; pero de ahí a ignorar mis doloridos riñones gestantes o mis episiotomías hay un paso. En falso.

Mas la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, y un otoñal domingo nos dio una detrás de otra. La primera de todas fue el monzón, que nos pilló desprevenidos aquí tan lejos de la India; después fueron unas rocas del jardín de mis suegren, que llevan ahí treinta años ignoradas pero que había que mover ese día o se acababa el mundo; más tarde fue una de esas rocas, que se puso juguetona y le dio por hacerse la resbaladiza; y la última fue la mano del Maromen, que se metió rápidamente debajo del pedrusco durante la caída.

El resultado fue un dedo corazón fracturado por tres sitios y dos puntos de sutura. Y una receta de ibuprofeno de 400.

Han leído perfectamente: fractura, sutura, ibuprofeno de 400. Alemania.

Mis dotes de enfermera serena, pulidas con fervor por los polluelen desde hace ya muchas primaveras, me mantuvieron diligente al pie de la tetera. Y así estuvimos dos días enteros, hasta que mi sufrido germano no pudo más y estampó los glóbulis en el retrete suplicándome que saliera en busca de una farmacia.

—No hace falta, cariño —le tranquilicé amablemente—, que yo tengo fármacos de esos, de cuando di a luz. ¿No te acuerdas de que me los dieron para los dolores derivados?

Y ahí que empezó a prepararse el Herr, envalentonado ante esa extraordinaria coincidencia entre nuestras recomendaciones analgésicas y la equivalencia soñada por cualquier hombre entre un parto y cualquier cosa que le pase, a golpearse el pecho y soltar un lamento histérico y —ahora sí— justificado, cuando le entregué la mitad de una gragea.

—¿¡La mitad?!

—Sí, cariño, la mitad.

—¡Me muerrrrrrrro! ¡Dámela enterrrra!

—Cariño, en la receta pone de 400. Los que yo tengo son de 800; y sí, es porque dolía el doble.

Sin compasión alguna les informo de que no tardó más de veinte minutos en implorar la otra mitad. Y que, antes de entregársela, le hice jurar que nunca más me cuestionaría un quejido menstrual. Hua hua hua.