Capítulo 43

De segunda

De todos es sabido que las segundas generaciones lo tienen complicado. Les acecha un mal terrible, de esos que nadie se toma en serio, que todos ningunean, pero que puede tener consecuencias devastadoras. Y si no me creen, miren a los Flores o a Paris Hilton, que no terminan de hallarse ni en su propio caldo.

Este mal es inevitable. Lo sufren todos los de segunda (generación). (¿Ven? Si hasta el nombre es despectivo).

Son pero sin serlo del todo; tienen un concepto de hogar dulce hogar bipolarizado; ni chicha ni limoná, ni contigo ni sin ti. Viven aquí pero son de allí. Pero también de aquí. Pero las fiestas de guardar las pasan allí. Algunas. Otras solo las hay allí pero otras solo aquí. Y a veces las de allí las celebran aquí y las de aquí allí.

¿Se han liado? Pues imagínense a una pobre criaturita sin voz ni voto ni culpa ninguna de que, en este caso particular que nos ocupa, su madre conociese a un teutón macizo la segunda semana de su ciclo coincidiendo con luna llena en una fiesta rockera en los Berlines.

Imagínense a esa pobre alma cándida paseada en faldón con lazos por Friedrichshain —no pongan esa cara, que por aquel entonces estaba lleno de punkis con tutú y juro por Gott que no desentonaba nada—, dejándose consolar ahora por mamá ahora por papá y sus respectivos y opuestos registros fonéticos, que el infeliz ya no sabía si le regañaban por caerse o le festejaban la metida de dedos en el enchufe.

Figúrense la vida social de ese pobre niño, conjuntado y oloroso en un parque lleno de congéneres de uñas negras y padres… ¿daltónicos?

Imaginen por un momento vivir en un mundo en el que le han prometido que un obispo barbudo le traerá golosinas a principios de diciembre y que lo que le traiga sea una bolsa costrosa de mandarinas y cacahuetes. Un mundo en el que no existen esos Reyes molones que montan en camello y se la agarran parda cambiando copas de champán por regalos en todas las casas a tres horas de avión de aquí. Y en el que sus compis de guardería no le creen cuando lo cuenta.

Un desgarro existencial, una angustia incomprendida, una dicotomía anímica. Un lío de cojones.

Y un día, además, ese angelito descubre que está solo. Un día cualquiera, no se crean, en el que se le ocurre pedirle a su madre que le deje ver esas tarjetitas con foto que le ha hecho en Madrid este verano —el DNI, le dices, pues eso, el dameamí, te confirma— y le contestas que vale. Y te dice que qué pasa ahora con los libritos esos con foto —los pasaportes, le dices, pues eso, los pasapuertas, te corrobora— y le dices que nada, que qué va a pasar; que son más o menos lo mismo pero unos son alemanes y los otros españoles.

—¿Y eso por qué, mamá?

—Pues porque eres español y alemán, cariño.

—Que no, que no, mamá, que yo soy español.

—Que sí, que sí, español. Y alemán, mi vida.

—Que no, que no, que no te enteras, mamá, que España ha ganado la Eurocopa, que yo soy español.

—Que ya, cariño, pero que eso no tiene nada que ver, que tu madre es española y tu padre es alemán y por eso vosotros sois las dos cosas.

Y se armó la marimorena, señores. Porque eso de que su padre fuese una cosa y su madre otra distinta y por eso él otra más, y encima doble, que no. Que ni de koñen. Les confirmo que llegó al pataleo y la llantina sofocada; y que aquello se convirtió en el yo soy español, español, españooooool versionado por el Cigala.

Pero ya tuvimos que salir de casa, a trabajar unos y al Kindergarten otros, y mientras le arrastraba de la manga hacia el coche, entre llantos y golpes de pecho, se me revolvió un momento y se liberó de mi zarpa.

Mas no se escapó, no. Resulta que, en el apogeo de su berrinche, había detectado dos pares de zapatos descuadrados y no pudo resistirse a colocarlos —entre lágrimas y espasmos llorosos— antes de meterse en el coche a cumplir resignado con su deber guarderil.

No quise joderle más la marrana al pobre, que bastante mal lo estaba pasando ya, pero me quedó cristalino que este es totalmente alemán, alemán, alemááááán. Snif.