Capítulo 8
Consultorio troleopático
Aquí en el motor de Europa, paraíso de ingenieros y profesionales de la tecnología, cuna de la filosofía más racionalista, país de correctismos y formalidades por antonomasia, lo que se estila, señores, es la medicina alternativa.
Más concretamente, la homeopatía. Como lo leen.
Por estos lares, tener un homeópata en la familia está más valorado que ser hijo de neurocirujano. Y con razón, no crean, que después de saber que los seguros no cubren los cincuenta leuros mínimos por consulta que cuesta un homeópata, sale más a cuenta tener el chamán a mano que un médico de los de toda la vida.
Pero yo les voy a confesar algo; y es que, muy a mi pesar, le di una oportunidad a la troleopatía. Fugaz y fallida, sí, pero oportunidad al fin y al cabo.
Consciente del exceso de banalidad medicamentosa que se estila por las Españas, y habiendo ya eliminado el Gelocatil diario de mi dieta importada, me encontraba yo en estado de admiración profunda hacia la austeridad terapéutica teutona cuando mi Maromen decidió introducirme en el fascinante mundo de la homeopatía.
Fue así como quien no quiere la cosa, se lo juro, un cúmulo de casualidades propiciado, sobre todo, por mi primerismo maternal, un bebé catarroso y la tía homeópata que justo ese día pasaba por ahí. Porque, por si no lo sabían, la tía de mi marido es homeópata.
Considerada por mis polítiquen como una autoridad en materia de salud y bienestar, a ella acuden raudos y veloces para aliviar sus males, ya sea un dolor de mollera, un bulto en el pecho o un grano en el pandero. Digo yo que en las escuelas de homeopatía alemanas deben de ser todos muy listos, porque esa versatilidad médica que despliegan sus egresados sin haber pisado una universidad ya la quisiera para sí el doctor House.
Y ya que estaba ahí la buena mujer, Maromen insistía, el niño carraspeaba, Maromen insistía, llovía, Maromen insistía, el niño volvía a carraspear y el Maromen insistía más, abrí mi mente y me dejé engatusar.
Reconozco que empezó con buen pie y que tenía todas las de ganar. De un maletín muy cuco y profesional, la mujer extrajo unos veinte botecitos idénticos, correctamente etiquetados y rebosantes todos de diminutas bolitas blancas. Todo muy técnico, muy serio y con denominaciones muy imponentes, tales como Aconitum, Tartarus Emeticus y Rumex Crispus. ¿A que impresiona? Pues imagínense mi frontal boquiabierto y mi creciente determinación a unirme a tan aparentemente científica y alternativa causa.
Cuando, para más inri, la amable parienta permitió al tosiente maraquear a voluntad con sus preciados tarritos, me dispuse a entregarle mi corazón y mi credulidad sin dilación. Ya mismo y para siempre.
Mas de pronto y con diligencia, la tía homeópata empezó a guardar los frasquitos que, para tristeza del rorro achacoso, fueron desapareciendo uno a uno en el interior de su valija. Solo dejó dos, a los que el niño se aferraba con angustia y mucho brío, y la precisa indicación de suministrarle al doliente dos bolitas de cada uno cada cuatro horas.
Mi cara de estupefacción entonces debió de confundir al personal que, a mi pregunta sobre ¿y la consulta?, decidió deslumbrarme con su método diagnosticante basado en la falta de prejuicios sociales de los infantes y su —por ende— propicia intuición para discernir el fármaco que necesitan ellos solitos.
Ya.
Porque no tenía ninguno a mano y carecía de receta, pero les juro que me dieron ganas de escaparme a una farmacia y ofrecerle al mico un colorado y reluciente Lexatin, para que viese la chamana lo que hacía la infantil intuición con sus anodinas bolitas.
Huelga decir que no se las di, y que las que ocupan parte de mi botiquín son para uso exclusivo del Maromen. Bueno, yo las usé una vez; pero es que no quedaba azúcar en casa y no hay cosa que más me irrite que el café amargo por las mañanas.