Capítulo 53
Yo Tarzán, tú mamá
De sobra conocido es aquel aforismo que amablemente informa sobre la buena dosis de culpabilidad que los niños traen bajo sus rechonchos brazos. No importa lo mucho que se lea, lo que una se informe, haga, piense, a lo que renuncie o se afilie por y para ellos, las madres nos sentimos mediocres tirando a reguleras muchas veces. Al día.
Esta sensación no desaparece nunca, ni se empequeñece de ninguna manera pero, según van aumentando los polluelen, nos suele quedar menos tiempo para recrearnos en los golpes de pecho.
Yo no sé cómo estarán —de locas, quiero decir— las madres de familias más numerosas que la mía; pero lo que sí sé es que yo, en un desesperado intento por no dejar expirar la poca cordura que me queda, me he vuelto de un pasota preocupante.
Son recurrentes las situaciones en las que mis amigas —por el momento en su mayoría primíparas— revolotean alrededor de sus infantes sacudiendo arenita, colocando el gorrito, abrochando el zapatito, bajando al angelito del acojotobogán o apartándolo del radio del columpio. Y, por supuesto, llamando mi atención sobre que «eeeeeh… tu niño está a punto de caerse del banco» o «eeeeh… tu niño tiene media lombriz en la mano… ¡y la otra media en la boca!», mientras yo me hago eco de la advertencia y valoro a ojo —así un momentín nada más— el peligro potencial o real, la intensidad de la caída o la calidad de la lombriz y me giro con parsimonia y paz interior a raudales para proseguir la conversación sobre… niños, claro.
Tras el alucine general, se suceden las más dispares reacciones; desde fruncimientos de ceño recriminatorios a cavilaciones sobre si acaso no voy tan desencaminada, estando todos los niños vivitos y coleantes como están, pasando por intervenciones salvadoras tipo abuela-que-no-puede-ver-eso.
Personalmente estoy convencida de que, si ellos mismos se sobreviven recíprocamente en casa, poco mal pueden hacer una simple lombriz o un tobogancito de na.
Reconozco además que el hecho de que vivamos en la campiñen teutona y se pasen el día correteando al aire libre añade algo de temeridad y salvajismo a mis tormentitos que, comparados con los rorros de pantalón corto y calcetín de borlas que proliferan por los parques madrileños, parecen recién salidos de una madriguera cualquiera.
Y es que con tanto aire libre y tanto pasotismo parental, los míos son unos niños hechos a sí mismos, unos supervivientes que no se achantan ante las menudencias de la civilización moderna. Por ponerles un ejemplo: ¿que no hay baño a la vista? Pues al árbol más cercano…
Y sí, ya sé que lo del árbol es muy útil y probablemente lo hagan muchos cosmopolitas no tan jóvenes cuando estén de copeo y no se puedan aguantar las ganas; pero de ahí a convertir la meada perril en una filosofía de vida hay un trecho; y una merecida colleja de mi madre.
Imagínense una escapadita a la capital ibérica, una soleada mañana de sábado y el sacrosanto aperitivo en una terracita de las de bien (de patatas). Los padres charlan, los niños corretean, los padres miran el móvil, traen más patatas, los pajarillos cantan y las nubes se levantan. Y, de pronto, un murmullo apocalíptico que se apodera del gentío.
No me cupo duda de que alguno de los míos fuese el causante de aquel rumor desconcertado; y no me equivoqué, natürlichmente. Porque cuando seguí la mirada estupefacta del público me topé con ese conocido culete preescolar al aire, pantalones en los tobillos, minipito bien agarradito y, como objetivo del chorro urético, la maceta de boj a la entrada del bar.
Menos mal que Spain is different y el sol alegra los humores, que en las Teutonias de seguro que no les habría dado por carcajearse. Ni habría estado mi madre para collejearme.