Capítulo 4

No sabes alemán si…

Pensarán ustedes que, habiendo estudiado algo de letras, el teutón hablado y escrito se me da muy bien. Tienen ustedes toda la razón: en alemán soy una pedante de cuidado.

Yo intento ocultarlo, no se crean, que con lo que me gusta a mí pegar la hebra solo me faltaba ir por la vida como la versión femenina de Juan Manuel de Prada y quedarme sin amigos; pero es que pasarse todo el día rodeada de latinismos germanizados, frases interminables y reflexiones trascendentales e inútiles es lo que tiene. Que como no es hermosura, pues se pega.

El problema es cuando alguien vive en una lengua que no ha aprendido de su santa madre y los inputs se restringen a sus necesidades primarias. Su desenvoltura léxica crecerá siempre en proporción al número de situaciones que haya vivido para contar, pero su abanico conceptual se limitará al tipo de las mismas.

Les hago un croquis: aunque usted lleve solo seis meses por las Teutonias, si resulta que se ha enamorado de un autóctono, es seguro que manejará con soltura expresiones como «¿en tu casa o en la mía?», «jijiji jajaja» o «cabronazo». Por esta misma regla, también puede ocurrir que usted lleve cinco años por aquí, esté licenciado en Filosofía y le tenga que preguntar a su mico de tres cómo se dice «sacapuntas», porque se ha sacado la carrera con los Pilots de toda la vida.

¿Entienden lo que les digo?

Bien, entonces comprenderán que, por muchas humanidades y a pesar de encontrarme en amorío estable con teutón, cuando se nos acopló el primero de nuestros polluelos, conceptos como «cólico del lactante», «prueba del talón» o «meconio» no formaban parte de mi colchón idiomático. No la formaban de mi español, pues figúrense de mi alemán.

Yo me apliqué, no se crean, que, como buena estudiosa de la lengua y solitaria hostigadora del pediatra, ir cargando con el diccionario a todas partes era para mí novatismo de manual. Inconcebible.

Así que ufana me fui un día, bien comida, bien bebida y bien estudiada a mi primera cita con el pediatra, segurísima de la buena impresión que causaría como madre preocupada y preguntona.

Todo estaba saliendo rodado, de verdad de la buena; incluso juraría que estaba impresionando a la enfermera con un dominio más que aceptable del glosario pediátrico alemán. Tendrían que haberme visto: un aplomo, una soltura, un desparpajo dignos de una Mutter de pro.

Y me pudo la vanidad, claro; y me emocioné un poquito y le pregunté hasta por el número de flatulencias que recomienda la OMS, no fuese a ser que el niño eructase poco. Y en esto que me acordé de mi incultura varonil —que yo solo tengo hermana— y se me ocurrió comentarle que «no sé si será normal, pero el niño tiene un poco roja la… la… eeee… la…».

La enfermera esperaba.

Y yo mientras rebuscaba en mi sesera cómo se decía «la… la… ¿pollita?».

El ojiplatismo de la buena mujer me confirmó que mis intentos por inocentar la palabrita de marras no habían sido suficientes. Y que aunque conceptos como «colita» no se consideren erudición médica ni se prodiguen en conversaciones adultas, bien merecen un lugar en el manual de la madre expatriada. Subrayados.