Capítulo 72
¿El huevo o la gallina?
Hace ya un tiempo, en los albores de mi desintegración cerebral, leí en algún sitio que las mujeres que tienen solo un hijo están mejor de la azotea que las que tienen dos; y las que tienen dos mejor que las que tienen tres y así en sucesivo.
Vamos, que el número de hijos es inversamente proporcional a la firmeza sesera de la madre que los parió (y a la dermatológica también, por cierto).
Lo que el relato de marras no especificaba —o sí, no olviden que yo ya tengo tres— es si la locura de la moza era de serie o si acaso prosperaba con cada horneada infantil. O lo que viene a ser la perpetua incógnita del huevo y su gallina de toda la vida de Dios.
Díganme ustedes, ¿estaba yo así de mal ya antes de pasar por el paritorio? (Inciso: la opinión de mi madre es subjetiva y no tiene validez alguna en este asunto). ¿Supuso Destroyer un punto de inflexión y desplome en mi armonía interior? ¿Eran las voces igual de pesadas antes de nacer el del Rizo?
Estas y otras cuestiones de índole emparentada me atormentan ocasionalmente. Pero en épocas invernales en las que la nieve, el frío, el viento y el tajo del Maromen conspiran con éxito para recluirme durante horas en pueril compañía de tres, pasan a convertirse en obsesión enfermiza.
Hacerle vudú mental a la profesora del Mayor a la par que explico con candor la técnica de la sustracción por enésima vez requiere el funcionamiento de personalidades autoexcluyentes de forma simultánea. Si a esto le añaden una reprimenda contundente al del Rizo por atornasolamiento de paredes, son tres identidades y dos de ellas en voz alta. Si además resulta que los rotuladores del delito son de Destroyer y este quiere reconquistarlos por la fuerza, no queda más remedio que invitar a la personalidad consolante para el herido, redirigir la amonestación al hiriente y tratar de suplicarle con sosiego al primogénito desatendido que se espere un momentito. Todo esto a la vez; en tandas de diez a quince minutos; cada tarde durante semanas.
Me entienden, ¿verdad? ¡¿Verdad?!
Pues bien, creo que he resuelto el enigma.
Fue sin querer queriendo, como suelen pasar estas cosas, que ya me dirán ustedes si una escapada de consumismo navideño con el Maromen y el Mayor a la metrópoli, en plena ventisca del infierno, les parece un entorno apropiado para revelaciones metafísicas.
No, claro que no lo es. Porque nos pasamos el día patinando de tienda en tienda, cargados de cajas y bolsas, con una hora para comer y mucho tráfico por delante. Y el niño —que no me pregunten por qué tipo de asamblea pedagógica se le cerró ese martes el colegio— pisándonos los talones. Sin rechistar; ni llorar; sin piruetear por el restaurante; sin despedazar adornos purpurinosos, ni desvalijar acicalados abetos; sin pañal, ni chupete, ni siesta. Un deleite de mesura y discreción todo él.
A mí, por mi parte, no me habrían reconocido: peinada, sin gritar ni amenazar, sin chorretones en la ropa, con el bolso libre de galletas. ¡Un primor de mujer! ¡Un ejemplo de sosiego maternal!
Pero esa dama expiró; exactamente diez minutos después de recaudarle los otros dos a su abuela.
He vuelto a ser la calamidad anímica de antes. Aunque más sabia, eso sí, no olviden que resolví el enigma de la demencia materna:
Señoras, ya sé que huelen muy bien y tienen esos piececitos, pero… plántese quien pueda.