Capítulo 62
Las camas musicales
Supóngome yo que estarán todos familiarizados con el mundialmente famoso juego de las sillas, ¿no? Un must de toda celebración infantil, método certero para agrupar crías al borde del colapso glucoso y agotarlas con mareación y alevosía.
Por si a alguno no le suena la flauta, le aclaro que Wikipedia lo define, en varios idiomas, como un «juego competitivo, utilizado en animación sociocultural o dinámica de grupos, en el que la música marca el ritmo y la emoción». Consiste en colocar con pericia una cantidad de sillas inferior al número de culetes presente, darle al play, que correteen, darle al stop y siéntese quien pueda. El que no haya podido es desterrado del grupo y puede ahogar su pena en el bol de gusanitos. El resto vuelve a levantar posaderas y, previa retirada de otro aposento, el adulto al mando reanuda la melodía. Esta operación se repite ex novo hasta que solo quedan un niño, una silla y ningún gusanito.
Reconozco que este tipo de pasatiempos infantiles me han resultado siempre de lo más enrevesados. Digo yo que sería mi obsesión por el carácter educativo de toda actividad polluelil lo que me impedía comprender, en todo su esplendor, la necesidad de correr en círculos y matarse por poseer, durante unos minutitos, un emplazamiento estático.
No obstante, una instructiva noche del pasado octubre me dejó claro que el jueguecito de marras no tiene utilidad pedagógica ninguna; se trata más bien de una performance conceptual de índole cósmica, una reinterpretación universal con visos a mediar figurativamente entre culturas de todo tipo.
Porque, por si no lo sabían, el juego de las sillas musicales está basado en hechos reales. Como lo leen.
Obviamente, esos acontecimientos inspiradores nada tienen que ver con sillas y melodías de Shakira; pero sí con camas, terrores nocturnos y llantos estridentes.
Teniendo en cuenta que en esta nuestra humilde morada cada uno tiene asignado un lecho a su medida, no les costará entender que, en cuanto el del Rizo se fuga de su cuna y se acomoda en mitad del catre conyugal, el número de camas resulta inferior al de durmientes. Básicamente porque en esa cuna solo cabe ese niño. Si bien, de momento, dos adultos y un minúsculo niño en una cama de 1,40 sigue siendo algo viable.
Lo que empieza a ser cojonero —pero sigue siendo factible— es cuando, minutos después, Destroyer empantana su habitáculo nocturno a base de regurgitaciones y ha de ser salvado, limpiado y reacomodado en la cama marital. Llegados a este punto del entretenimiento queda retirada otra superficie pernoctante y, aunque el Maromen no hubiese abandonado hasta el momento ni su sueño ni su lecho, queda eliminado y se marcha al sofá. Me hubiese ido yo, no se crean, pero el vomitón me incrustó sus piececitos helados entre los muslos buscando calor y consuelo y ya saben que la carne es débil y las madres, coraje.
Al volver de un paseo al baño para saciar la sed de los okupas rollizos, me encontré con otros 116 centímetros menos. Algo relacionado con un árbol de castañas, un monstruo con fuego y no sé qué más de yo-también-quiero-dormir-contigo había arrancado al Mayor de su sueño y le había lanzado bajo mi edredón. De perdidos al río, me dije. Y qué razón tuve, señores, porque, apenas veinte minutos después, un calorcito húmedo comenzó a expandirse por la piltra.
«Mamá, me he hecho pis» anunció el comienzo de la gran final: todos los participantes nos lanzamos como locos al acuéstese quien pueda. Eran las 2.52 de la mañana.
Como en esta casa no nos gusta mucho lo de la competitividad, se obviaron las degradantes eliminaciones y nadie durmió en el suelo. No me pregunten cómo lo hicimos, pero conseguimos sobrevivir lo que quedaba de noche en una cama de 90. Los cuatro.
Lo que todavía no sé es cómo llegué yo con decencia al final de aquel día.