Capítulo 1

La receta

El día que el Predictor, todo amable y aséptico él, me informó sobre el origen de ese sueño que me tenía desvaneciéndome por las esquinas, mi corta vida pasó por delante de mis ojos.

Que mis padres hubiesen conocido al implantador de la semilla cuatro días antes —en Nochevieja y con la boca llena de uvas—, que no hubiese terminado la carrera y que viviese exactamente a 2301 kilómetros del clan ibérico que me crio me animó a rebobinar la película varias veces, a ver si así conseguía retrasar algo la caída en la cuenta de que mi madre me iba a matar.

Se aguantó las ganas, como habrán notado ya, aunque me consta que le sobraban. Después del disgusto inaugural, que me la tuvo lagrimeando dos días enteritos, mi santa madre se acabó reintegrando para entregarse al llanto más desconsolado.

Pero no se vayan a creer que lloraba por mí, qué va, que después de la adolescencia que le regalé, su único consuelo era la inminencia de su revancha. ¿O no se dice, con razón, que los nietos son los justicieros de sus abuelos?

Mi agorera progenitora por quien se lamentaba de verdad de la buena era por aquella bola de carne rosa y divina que iba a asomar la cocorota al mundo desde mis muslos. Según ella, le iba a tocar en suerte la madre más inútil del mundo; o sea, yo.

Razón no le faltaba, desde luego. Año y pico llevaba ya instalada en la capital teutona y seguía provocándole a diario sacudidas de cabeza y suspiros abismales. Pero es que tener una hija que te llama al borde del colapso nervioso jurando que hay una rata debajo de su cama, para acabar descubriendo que no, falsa alarma, que solo es una pelusa un poco gorda, que «es que no he tenido tiempo de limpiar todavía», no es para menos, ¿no creen? Sobre todo si hacía ya más de un mes que la niña se había independizado.

La angustia por mi próxima maternidad traía pues a la futura abuela por el camino de la amargura. Que tú leerás a Kant, cariño, pero no sabes hacer la O con un canuto, me decía entre sollozos.

Cuando mi bombo empezó a ser evidente, mi madre decidió secarse las lágrimas, sonarse los mocos y poner remedio a mi incompetencia. La distancia hizo que el adiestramiento tuviese que efectuarse por teléfono. Una pena, pensarán ustedes, y se equivocarán de pleno; porque, aunque es verdad que la eché de menos haciendo croquis a mi vera, me ahorré una de collejas que ni se imaginan.

El primer día de instrucción, sin ir más lejos, mi santa madre decidió dedicarlo a la gastronomía saludable y empezar con un sencillo puré. De esos verdes de toda la vida.

—Facilísimo —me dijo—, esto lo puede hacer hasta un mono con los ojos vendados.

A pesar de la inmerecida comparación me animé, apunté la receta y prometí volver a llamarla en cuanto terminara. Enseguida reuní los ingredientes; los lavé, pelé, corté y zambullí en el puchero. Incluso juraría que me puse un delantal y tarareé alegremente.

Unas dos horas más tarde marqué enfurecida el número de mi instructora.

—¡Mamá, me has dado mal la receta! —le espeté en la oreja con toda la indignación que pude amontonar.

—¡¿Yo?! —me contestó ella sorprendida—. ¡Pero si te la he leído del Simone Ortega, niña!

—Que no, mamá, que está mal, que te habrás saltado algo…

Dudosa y desconcertada, volvió a sacar el librito de marras y, punto por punto, me repitió las directrices de la receta. Y no, no se había saltado nada.

—Pues no lo entiendo, mamá, pero aquí algo ha salido mal.

—¿El qué, mi vida? ¿Qué va a haber salido mal? —me preguntó exasperada.

—Pues no lo sé, mamá, pero desde luego que no me ha salido el puré; he estado más de una hora cociendo las verduras y, cuando he abierto la tapa… ¡seguían en trozos!

Esta fue la primera gran colleja merecida —de muchas— que me ahorré.