Capítulo 70

Donde las dan, las toman

Hay cosas —por peligrosas— con las que uno no debería jugar nunca; como por ejemplo el fuego, una embarazada sin desayunar o los sentimientos del maromen.

El primero te puede quemar, la segunda morder y el tercero… conocerte mejor de lo que tú pensabas.

Ruego no se me tache ahora de pérfida sin sentimientos, que el órdago estaba más que justificado. Al parecer, en esta casa la única que padece de empatía crónica y se pasa el día procurando incrementar la dicha doméstica soy yo. Y no es justo.

Que si uno prefiere el chupete azul, que si a otro le gusta la comida templada, que si el de más allá solo duerme bien con su edredón de cojonitos, que si el más grande se inclina por las películas de macizas combativas… y un larguísimo etcétera.

¿Y yo qué?, pensarán ustedes; y lo harán con toda la razón del mundo.

Porque yo, que estaba llena de ambiciones y creía tener las ideas claras, ya no me reconozco: pienso en añil, como del tiempo, no compro nada que no lleve un conejo zurcido y Lara Croft se ha convertido en mi ideal de mujer. Deprimente.

Pero entonces llegó el fútbol a mi vida y el muy mamón quiso quedarse. Yo, que siempre he renegado de este deporte, que solo me interesa cuando juega España contra Alemania —y solo cuando gana la patria—, me encontré un buen día con un escolar aficionado y cabezota, blandiendo exigente los horarios de entrenamientos y partidos. Acabáramos.

A mi favor diré que fui aplicada y complaciente. El niño fue llevado, animado, recogido, consolado y felicitado todos los miércoles y algunos sábados desde el inicio del curso. Por mí, claro, que al Maromen eso del fútbol no le interesa y según él su madre nunca le compró una pelota. ¡Ja!

Entenderán pues que cuando se me presentó una oportunidad para contagiarle algo de empatía doméstica a mi consorte no pudiese negarme, ¿no?

Resulta que el entrenador —un pedazo de turco de segunda generación recién separado y cuya visión en chándal, me consta, es una de las razones por las que las Übermutter siguen con pasión los entrenamientos de sus polluelos— hace un tiempo me citó por equivocación a siete pueblos de aquí para un partido. Un sábado a las ocho de la mañana. Supongo que para no morir lenta y dolorosamente a manos de una madre desquiciada, me sobornó con un café en el descanso.

Bocazas que es una, cuando llegamos a casa le relaté al Maromen nuestra aventura, café incluido. Él, de natural horchatoso, me sorprendió con un retintín celoso al preguntarme si era simpático el entrenador ese.

Y yo le dije que sí, que mucho. Y la semana siguiente que con los niños es un encanto, oye. Y la siguiente que, fíjate tú, creo que le gusto un poco.

Rodada me ha salido la jugada, pensé el siguiente miércoles mientras despedía a la división masculina al completo de mi hogar. Se acabó el fútbol para mí.

Feliz cual perdiz empecé a hacer planes de futuro, asignándome para esos días la manicura, un baño con sales y la lectura del periódico.

Bien, pues fui gilipollas integral. A la pregunta de qué tal cuando regresaron al nido, mi señor marido me dijo que guay. G-u-a-y. ¿Guay? Sí, guay. Estaba la madre del italiano, esa bajita tan guapa, ¿sabes quién es? Pues es muy simpática.

Y ya. A mí no me hace falta nada más. Ya se imaginarán quién se ha quedado los miércoles sin manicura, sin baño y sin periódico, ¿no?