Capítulo 17
Manos libres
Dicen las malas lenguas que la consagración social de cualquier artefacto le llega cuando, para su utilización, dejas de requerir la intervención de las manos. El móvil, los robots aspiradora o la Thermomix constituyen flamantes arquetipos de esta manía humana por el multiusismo y la omnipotencia. La finalidad última sería, en esta época acelerada en la que el tiempo cotiza más que el oro, poder hacer un porrón de cosas a la vez.
Supóngome yo que este afán de optimización minutera ha tenido algo que ver con el rescate, hace ya algunas primaveras, de una ancestral costumbre que, para más inri, parece tener cantidad de beneficios para los rorros. Se trata del famoso porteo; vamos, lo que de toda la vida se ha conocido como colgarse al niño y punto.
Confieso que cuando nació mi primer hijo me dejé llevar. Teniendo en cuenta que en el Berlín de entonces solo se veían Bugaboos y fulares, opté por no maltratar más mi demacradísima cuenta corriente y sucumbir solo a este último.
Que usé dos días.
El primero coincidió con la introducción de alimentos complementarios al bebé: dos flecos de bufanda y varias pelotillas de jersey. Espero que sin gluten.
La segunda oportunidad al trapito de marras casi me cuesta una pulmonía y deleitó a media capital teutona con una inoportuna panorámica de mis pechugas; pero es que a –15 °C que hacía aquel día, el dilema entre mis pulmones y la respiración del niño se resolvió a favor de este último y no pude cerrarme el abrigo. Ya ven, una que era primeriza de manual.
Después de ese episodio concluí que para los fulares, como para la cocina, hay que tener talento, que yo carecía de él y que, además, mi hijo estaba de acuerdo.
Mas una tarde que me encontraba yo sacando billetes de avión para machacar unos días el temple de mis progenitores, cuando el tercero se encontraba aún en fase de cocción uterina, tuve una premonición espeluznante. Me visualicé sola, en el aeropuerto, con los tres y al borde de un colapso nervioso. Fue entonces cuando la opción de colgarme un niño volvió a rondarme la cabeza.
Juré por Gott que esta vez no volvería a equivocarme y me informé a conciencia. Después de mucho pesquisar, me decidí por una mochila ultra-súper-chachi-modernísima-y-ergonómica, a precio de Vuitton.
Por si las moscas, me la fui a probar con Pepe —el Nenuco de los niños, que hace patria— y abrigo de invierno en pleno agosto. Pepe parecía feliz y confortable. Lo que se me había olvidado es que Pepe también parece feliz y confortable debajo del pandero de Destroyer, o en pijama a la intemperie. Así que, cuando nació el del Rizo en noviembre y resultó que había que empaquetarlo en plumífero antes de cada paseíto, la acojomochila quedó relegada a temporadas cálidas y ligeritas de ropa. Creo recordar que, por aquel entonces, mi biocuñada me habló de fulares elásticos y yo, que me dejé llevar por los prejuicios, para una cosa inteligente que dice voy y no le hago caso.
Pero la primavera llegó y con ella el sol y algo de calor. Rauda y veloz me dispuse a amortizar mi inversión.
Mi entusiasmo dejó paso, con bastante rapidez, a la decepción más absoluta; porque aunque es verdad que el rorro queda adherido, las manos libres de ese niño no me quedaron nunca: con una tenía que sujetarle el chupete y con la otra las garritas. Además, dejar al mediano andar solo por la calle no era opción segura y, por empujar su cochecito con las rodillas, me había granjeado las burlas de varios transeúntes.
Inclinada ya a colgar el zurrón y olvidarme de él para siempre jamás, una tarde soleada de miércoles me vi en un apuro, de esos que, con pocas horas de sueño, se te hacen un mundo. Después de una noche movidita, el nuevo se amodorró al fin en su capazo… cinco minutos antes de tener que llevar al mayor a su clase de gimnasia. Ilusa de mí, no se me ocurrió otra que colgarme al mediano a la espalda y no rozar al pequeño. Resistirá, pensé, que no ha dormido en todo el día.
Ilusa, he dicho; porque no resistió, claro. Fue llegar a la mitad del camino y ponerse a berrear. Y yo, mirando al cielo por agarramiento coletero del de detrás, que no atinaba con el chupete, ni con el muñeco, ni con nada de nada.
La cosa se resolvió con brazos para el pequeño, la espalda pulverizada por el mediano y el cochecito a rodillazos. La mochila, por si les interesa, fue abandonada allí mismo en el vestuario, a la espera de alguna madre talentosa que sepa qué leches hacer con ella.