Capítulo 44

Amores reñidos

No sabría decirles con exactitud cuál fue el día en el que, en esta casa, el silencio dejó de ser síntoma de maldades muy malas in progress o coma roncante de los polluelos.

Ahora, si a mitad del día se escucha zumbar a una mosca, lo más probable es que mis dos mayores se estén dando de leches. O incrustándose los legos en los ojos mutuamente, tirándose del pelo, dándose mordiscos de monja o clavándose los tenedores de la cocinita de Ikea. Lo que sea, pero doloroso y concentrado.

Será que, como recompensa a mi fiel e ininterrumpido seguimiento de Jackass durante estos últimos años —tarifa plana y en directo—, me merezco un poco de variedad y han decidido aderezarme las tardes con frecuentes episodios de Pressing Catch. Lo que me faltaba.

Durante muchas semanas, yo, de natural materno-paranoica y experta en el arte de la abstracción práctica durante los múltiples e interminables cura-cura-sana, me vi obligada a relegar mi lista de la compra y dedicarme a cuestiones mucho más trascendentales. ¿Llegarán enteros a la adolescencia? ¿Será inherente a su masculinidad aporrearse por un Nenuco? ¿Es biológicamente común a su género pellizcarse por un puzle?… ¡¿Se odian?!

Si les digo que, para colmo, los contrincantes padecen orgullo ibérico terminal y que pedir perdón no suele ser opción ni cuando ha sido sin querer queriendo, entenderán mi creciente preocupación por el futuro de nuestra armonía familiar, ¿verdad?

Pero, cómo no, hasta en estos casos la sabiduría popular tiene respuesta. Y no por eso de que los amores reñidos son los más queridos, que también, oigan, sino más bien por aquello de que hay veces que es peor el remedio que la enfermedad y que a lo hecho, pecho.

Porque es que verán, yo me obsesioné con esa pésima y belicosa relación entre hermanos; les vigilaba interactuar e interzurrarse a solas, tomando notas y diseñando estrategias de hermanamiento a la fuerza, les di charlas, grité y creo que incluso amenacé con separarlos. Y, claro, con ese percal no vi más allá.

Ni siquiera aquel día en el que el Cuñao destructivo alardeó del apogeo de su época rabietil, que a todo era «no», «no usta» y «no quero».

Uno de esos días cualesquiera, no crean, en los que iba cargada con todo y con todos, que el rubio coge y se me para por el camino; y que no avanza, oigan, que no, no quero, ni por unos Lacasitos. Yo pasé, no crean, total, es el segundo y ya se sabe que solo hay que decir eso de «pues nada, guapo, ahí te quedas. ¡Adióóóóóóós!» y que vendrá corriendo en cuanto la escenificación de madre desnaturalizada cuadre, ¿no?

Pues no. Porque resultó que ahí se me paró el otro por el camino, y se me puso a berrear. Que no quiero dejarle ahí, decía. Tócate los cojonen. Y dio igual que le explicase que no le iba a dejar de verdad, que solo estaba haciendo-como-si; al final me tocó doblar la oferta de Lacasitos y llegar tarde, para variar.

Habrá sido por el chocolate, pensaba yo recordando la escena en una de mis trifulcas mentales.

Pero no era el cacao, no. Poco después, en esa cámara de torturas —también conocida como «coche» por los solteros— con todos otra vez, se hizo el silencio y divisé por el retrovisor la mano izquierda del Mayor en la boca de Destroyer y el pelo de este en el puño derecho de aquel; y no pude más. Vociferando que se acabó, que se fuesen andando, reduje la velocidad con mucho dramatismo y aspavientos desmesurados. Destroyer echó mano de su especialidad en cara de angelito asustado y dijo «nonononono» con tono dulce y victimista. Lo normal. El Mayor, en cambio, puso cara de indignado y, hablándome como a una déspota idiota, me recordó que no podía dejarlos ahí solos… ¿o no sabía que todavía eran muy pequeños?

Cojonudo, seguro que la próxima vez me amenazan con llamar a los servicios sociales. Juntitos, eso sí.