Capítulo 58

Mi café, mi tesoro

Tengo una duda enorme y, por más vueltas que le doy al tema, no consigo aclarármela.

Ustedes no sabrán, por algún casual, a qué edad empiezan a ir solas al baño, ¿verdad?

Me refiero a las madres, claro. Porque es que, verán, desde hace seis primaveras, no ha habido micción, ducha o acicale de melena caseros en los que no me haya acompañado ese creciente tropel de groupies canijos y preguntones que he tenido a bien parir voluntariamente.

Ni una, oigan. Si les digo que hasta el baño de una macrodiscoteca me parece el súmmum de la privacidad, se harán una idea de la gravedad de mi percal, ¿no?

Mis polluelos me acosan, señores. Ya está, ya lo he dicho.

Sin piedad, ni vergüenza, ni atisbo de duda o arrepentimiento, me persiguen, me acorralan y se cuelgan de mis zancas. No importa lo que esté haciendo o, lo que es peor, lo que estén haciendo ellos. Es dejar de compartir habitáculo y empezar con el ¡maaaaaamiiiiii! para acabar rastreándome allá donde esté y proseguir con su atosigamiento infantil y estridente; y muy muy demandante.

Lo más grave del asunto es que, ilusa de mí, pensé que, teniéndolos seguiditos, jugarían juntos y se entretendrían los unos a los otros. Y que a mí me relegarían, al fin, de esas interminables tardes invernales de noes, puzles de perritos y melodías sin sentido. Especulé con que un día podría volver a leer el periódico, tomarme un café o hablar por teléfono en paz. Un ratito nada más, no crean, que tan tonta no soy y tampoco es plan de exagerar; lo justo para despejar un poco la sesera y recomponerme la paciencia.

Pero nada, que no, que no hay manera.

Con esto espero haberles aclarado a ustedes cómo anda mi patio y que se les haya despabilado la empatía. Y es que me gustaría mucho confiar en su criterio para entender mis actos de aquel día, que me palmeen el lomo y se pongan de mi parte.

Porque estarán de acuerdo en que me merezco un descanso, ¿no? Y que hay situaciones extremas en las que algunos fines sí que justifican los medios, ¿verdad?

Además, que no fue ni premeditado ni alevoso. Lo juro. Yo estaba como siempre, dispuesta a hacerles caso, a no sentarme en toda la tarde, a dejarme perseguir e interpelar; incluso había descolgado el teléfono para evitar tentaciones cotorreras. Palabrita.

Pero cuando pusieron rumbo al baño para evacuar en fraternal sincronía, decidí aprovechar el periquete y les dije que ahora mismo iba, un momentito, niños, lo que tardo en poner la lavadora, ¿vale? Sí, sí, , mami.

Y ahí estaba yo, separando veloz la ropa blanca y la de color —que así cómo no van a estar la mitad de los calzoncillos rosas— cuando un ¡mamááááááááááá! aterrorizado me instó a abandonar la colada y apresurarme hacia el baño. Pero a medida que iba subiendo escalones, fui enterándome de lo que arriba ocurría y así, de pronto, sin comerlo ni beberlo, acabé en la cocina. Frente a la máquina de café. Voces interiores me manipularon para que aprovechase la oportunidad, que no pasaba nada, que estaban bien, que luego tendría que limpiar un poco, pero que iba a merecer la pena.

Y tenían razón, miren ustedes por dónde, que el café me supo a gloria bendita. Para colmo debieron de alinearse los astros porque, cuando aparecí por el baño, todavía no habían conseguido sacar a Destroyer y no habían manchado nada.

Lo único malo es que, desde entonces, no han vuelto a retarse a ver quién hunde más el culo en el váter. Y yo fantaseo todos los días con volver a repetir ese café.