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OPÚSCULO III
(80)

Vida de san Epifanio, obispo de la iglesia ticinesa

RESUMEN

Después de un proemio muy elaborado (1-6), se menciona el lugar de nacimiento, la nobleza de su origen familiar y se narra el milagro que llevó a sus padres a destinar el hijo a la Iglesia: por eso ya a los ocho años fue lector y más tarde exceptor, a las órdenes del obispo Crispino (7-9). Sigue una enumeración de las virtudes del joven (10-12), una larga descripción de su aspecto físico (13-16) y la alabanza de su forma de hablar (17).

Con sólo dieciocho años Epifanio recibe el subdiaconado y dos años después el diaconado (18-20). Antes de desempeñar este cargo da pruebas de su mansedumbre en una disputa con un tal Burcón (21-25). Durante el diaconado lleva una vida activa y ascética a la vez, como administrador de los bienes de la iglesia de Pavía y árbitro en las cuestiones que se plantean y le encarga su obispo (26-35). El mismo Crispino, a punto de morir, recomienda a los nobles milaneses que elijan como su sucesor al diácono, que a la sazón tiene veintiocho años (36-39).

La ordenación episcopal de Epifanio tiene lugar en Milán, con gran participación del pueblo (40-42). De vuelta a Pavía, el nuevo obispo dirige al clero local un discurso que le acarrea estima y afecto (43-46); al mismo tiempo, se impone a sí mismo reglas de vida rigurosas y continúa su obra de mediador, sobre todo a favor de los pobres (47-50).

A partir de este punto comienza la parte más interesante de la vida, desde el punto de vista histórico, que consiste, salvo breves paréntesis, en una larga sucesión de embajadas: en 471, por consejo de la nobleza de la Liguria, Ricimer le encarga un viaje a Roma para conseguir la paz con el emperador Antemio, objetivo que logra y le procura el reconocimiento de los milaneses (51-75).

Tras una breve digresión, dedicada a la hermana de Epifanio, Honorata, (76-78) y una poco clara referencia a su mediación con el emperador Glicerio (79), se abre el capítulo de su viaje de 475, como embajador de Julio Nepote a Tolosa, la corte de Eurico. En el viaje de vuelta de esta misión, también coronada por el éxito, el obispo visita Lerins (80-94).

Sigue la dramática descripción de la guerra entre Orestes, que se había refugiado en Pavía, y Odoacro, cuyas tropas conquistan y saquean la ciudad: el obispo se empeña en la labor de rescate de prisioneros y en la reconstrucción de las iglesias destruidas, en cuanto vuelve la paz (95-104). En ese tiempo hace sus primeros milagros: salva de un accidente a los obreros que se ocupan de los trabajos de reconstrucción y realiza también exorcismos (105).

A continuación, interviene repetidas veces ante Odoacro, de una parte denunciando la arbitrariedad de su praefectus praetorio y de otra obteniendo exenciones fiscales (106-108). A la llegada del rey ostrogodo Teodorico a Milán, Epifanio corre a rendirle homenaje. El rey reconoce enseguida sus dotes (109-110) y, después de la traición de Tufa, decide hacerse fuerte en Pavía. Durante el tiempo del asedio, Epifanio da una vez más muestras de sus dotes como intermediario entre los contendientes y alivia la situación de los prisioneros (111-117). También respetan al santo los rugos, que ocupan la ciudad al retirarse los godos (118-119). Acabada la guerra, el obispo se ocupa de la repoblación de Pavía (120-121) y, junto con Lorenzo, obispo de Milán, se dirige a Rávena, la capital del reino ostrogodo de Teodorico, para pedirle la derogación de las medidas tomadas contra los partidarios de su rival Odoacro (122-135). El rey no se limita a atender las súplicas de Epifanio, sino que le propone que actúe de mediador entre él y Gundobado, rey de los burgundios, para conseguir el rescate de los habitantes de la Liguria que éste había tomado prisioneros (136-146). Junto con Víctor, obispo de Turin, Epifanio viaja a Lyon, donde obtiene la liberación sin rescate de muchos cautivos (147-174); con igual fortuna acude también a Ginebra (175).

La vuelta a Italia es triunfal y la benevolencia divina se manifiesta con otro milagro de Epifanio sobre un alma poseída por el demonio (176-177). Además, sin necesidad de desplazarse personalmente a Rávena, consigue que Teodorico devuelva sus propiedades a los prisioneros (178-181); dos años después, a ruegos de sus fieles, debe hacer otro viaje a la corte y el rey le concede otras ventajas fiscales (182-189). En el camino de vuelta enferma Epifanio y muere poco después de haber entrado en la ciudad de Pavía (190-195). A la descripción de sus funerales (196-197), sigue la exhortación final de consuelo y el ruego de Ennodio al santo para que le proteja (198-199).

Aunque237 una doble obligación me impulsa a emprender [1] esta tarea y se me ha impuesto una obra para mí no exenta de dificultades ni libre de críticas malévolas, en la que una doble cautela estilística de un lado exige riqueza de ingenio y de otro impone un freno a los más ricos en recursos lingüísticos...238 Pero los personajes más eminentes —tenidos por tales por la hueca vanidad de este mundo—juzgarán desagradables ambas soluciones: ya sea el intento de ensalzarlas con alabanzas demasiado pomposas, ya sea el mantenerse —por pobreza en el lenguaje— por debajo del límite exigido por sus proezas. [2] Porque así como en los elogios es vergonzoso inventarse méritos que ni siquiera la persona de quien se habla reconoce como propios, del mismo modo resulta ofensivo y deplorable pasar en silencio aquello que una narración sincera podría resaltar. En efecto, los buenos comportamientos de nuestros mayores tienen para nosotros un valor proporcionado a la habilidad de [3] quienes los han relatado. En verdad, todo lo que un escritor pobre de palabras se ha propuesto exponer, o se pierde o llega a la posteridad atenuado, mientras que un elogio excesivo y que va más allá de lo justo, quita a la verdadera gloria tanto como ha añadido de falsedad. Incluso ocurre a veces que, al faltar la credibilidad, la acumulación de elogios disminuye el valor de las acciones de muchos, y queda sin ningún efecto una narración que se alimenta de mentiras, del mismo modo que es inapropiada, e incluso digna de compasión, aquella que se queda por debajo del límite justo239.

[4] Así pues, al disponerme a narrar la vida del insigne Epifanio, obispo de Pavía, invoco al Espíritu Santo, testigo y compañero de sus acciones, a fin de que, con su ayuda, pueda yo confiar a páginas que perduren por los siglos la gloria de la conciencia limpísima, que le fue concedida por el mismo Espíritu, de modo que su fama sea imperecedera y ofrezca un ejemplo de virtud. En esta tarea no me sentiré obligado por [5] las reglas estrictas de la elocuencia, por lo cual me limitaré a exponer por orden, sin embellecerlos, sus hechos meritorios. Sin embargo, ninguna de sus acciones la encontraré tan banal o humilde que me sienta en el deber de sublimarla con la obligada ampulosidad de un lenguaje brillante, como le pasa a la mayoría. Citaré como testigos a sus obras, que aún hoy [6] día conservan su calor y mostraré sus trofeos que aún humean, así como los adornos de los vestidos arrancados al demonio. Pues nadie recuerda las acciones que están a la vista de todos y son demasiado conocidas, sino el que es consciente de su autenticidad, de modo que yo hablaré a personas que han visto con sus propios ojos y trataré de evitar, en cuanto soy consciente de mi propia desvergüenza, arriesgarme en cualquier momento a decir algo falso.

El susodicho insigne Epifanio, al nacer, tuvo Pavía por [7] patria. Quien le engendró fue su padre Mauro y quien le dio a luz su madre Focaria: entrambos descendían de la más pura nobleza. La madre estaba emparentada con el santo confesor240 y obispo Mirocles. Pero, ¿para qué voy a evocar la excelente parentela de aquellos, cuyo linaje y familia han venido a ser [8] ilustres por el hijo241? Éste comenzó el aprendizaje de la milicia celeste bajo su predecesor, el obispo Crispino —hombre en sumo grado íntegro— y desempeñó el encargo de lector eclesiástico a los ocho años a consecuencia de una señal del cielo242. En efecto, cuando aún estaba entre los sonajeros de una infancia alimentada al pecho de la madre, muchos vieron que su cuna resplandecía con luz divina, como si esta luz, iluminándolo de un modo profético, mostrase la futura luminosidad de su ingenio y ya entonces aquel fulgor simbólico fuera una señal del esplendor de sus virtudes243.

[9] Una vez aprendidas con prontitud las abreviaciones de la escritura y los diferentes signos estenográficos para significar muchas palabras, y admitido en el grupo de los escribanos, se distinguió y comenzó a copiar al dictado con una habilidad tal que podía ejercer este oficio sin desaprobación de los expertos244. [10] Y así, con el trascurso del tiempo y su aplicación, llegó por gracia divina a los dieciséis años, y en esa edad juvenil maduraba ideas dignas de un anciano. En él florecía como en ningún otro la virtud de la modestia, madre de las buenas obras245. Servía a su obispo tan de buen grado, que si algún otro llevaba a cabo una tarea cualquiera, él sufría como si se le hubiese privado de una ocasión de servir. Acogía con respeto a los ancianos, con afabilidad a los jóvenes y ya [11] desde entonces sabía dominar con valentía a los prepotentes. Sometido a sus superiores, obedecía a los ancianos que le imponían encargos saludables a su alma, con sus iguales era dulce y educado, con los inferiores disponible y amable; no se imponía a nadie, aunque superaba a todos en el camino espiritual de la perfección divina; estaba desprendido del deseo de alabanza, por más que, de día en día, aumentaban en él las dotes dignas de elogio. Y, aunque realizaba en todo [12] momento acciones dignas del cielo, pensaba que el fruto y la recompensa de la gloria se habrían perdido si los hombres hubiesen hecho público aquello que él mostraba, en secreto, sólo a Dios. En resumen, recordando las palabras santas del apóstol y rechazando las adulaciones, se alegraba en lo más profundo de su ser cuando su conciencia le decía que había realizado una buena obra246.

Pienso que debo aludir, al menos de pasada, al hecho [13] de que en él el esplendor de la belleza física reflejaba la del alma247. Sin él desearlo, la perfección de su aspecto resplandecía de tal modo que no podía ser anulada por más que lo intentara con todas sus fuerzas. Sus mejillas sonreían, aún cuando el ánimo estuviera triste, sus labios bien trazados hacían dos veces agradable la dulzura de su discurso y adondequiera que volviera sus ojos, su mirada revelaba la serenidad del alma. [14] Su frente tenía la belleza y el blanco brillo de la cera, que, expuesta a los rayos del sol, toma del cielo su color. La nariz era tan hermosa por naturaleza que ningún pintor habría sido capaz de reproducirla. Manos delicadas, de largos dedos, de los que incluso un extranjero desearía recibir algo; su estatura era alta, manteniéndose en los límites de una altura proporcionada, prefigurando en el físico la eminencia de la dignidad que la acompañaba.

[15] Mas ningún lector malicioso me reproche que no es oportuno mencionar la belleza del cuerpo en un personaje de virtudes tan grandes: en efecto, en los libros que constituyen la base antigua de los preceptos divinos está escrito que el cuerpo de los sacerdotes debe ser examinado con cuidadosa atención, para que no suceda que se encuentren en ellos enfermedades o deformaciones, miembros demasiado grandes o demasiado pequeños, para que una piel llena de manchas no les haga desagradables a la vista, ni una fractura de la mano o del pie o una giba hagan indigno del altar al que preside el culto248. Además, el mismo doctor de las gentes y vaso de elección proclama que debe desempeñar tal oficio un hombre privado de defectos, refiriéndose, en mi opinión, no sólo a la [16] pureza de alma sino también a la del cuerpo249. Sobre todo, Aquél que exige mantener alejados de las ofrendas de sacrificios a los deformes y a los débiles, acoge benignamente a cuantos le son gratos en cualquier modo, sobre todo a aquel cuyo esplendor de alma supera el del cuerpo, sin que esta belleza física, don de la naturaleza, reciba cualquier tipo de ayuda artificial.

Tras haber aludido brevemente a lo que era oportuno no [17] omitir, de manera que el gran personaje quedara presentado también en su aspecto físico a quien no conoce sus obras, pasaré a las cualidades que se presentan dignas de no pequeña alabanza y que se narran siempre a propósito de los siervos de nuestro Dios. Su manera de hablar era conforme a su doctrina y estaba compuesta para agradar. Para aquel entonces era ya habilísimo en interceder250 por los demás, con autoridad para corregir, dulcísimo al exhortar con la gracia oportuna. La voz sonora dotada de un timbre de elegancia viril, sin ser dura ni rústica o quebrada y desprovista en algunos tonos de la solidez propia de un hombre251. Quien lo vio antes de empezar su carrera, creyó que había logrado ya todos los honores que habría de conseguir en lo sucesivo.

Con estas cualidades llegó a los dieciocho años, momento [18] en el que fue ordenado de subdiácono y, siendo un joven, se sumó a los gremios de los ancianos. Muchos se extrañaron, pero eran personas ajenas, que relacionaban sus costumbres con la falta de madurez propia de su edad252; quienes le conocían pensaban que ese cargo le había sido conferido con retraso.

[19] Mas el venerable obispo Crispino, persona inasequible al favoritismo, que mantenía una constante postura de severidad y que podía ser inducido a prestar su apoyo sólo por una buena conciencia, le aprobaba en su interior con tanta más complacencia cuanto más daba muestras de reprenderlo con su mirada y bajo una severa apariencia alimentaba un secreto afecto por su discípulo. El padre se alegraba de la conducta irreprochable del alumno y se complacía en todas sus acciones. [20] Éste, en verdad, no permaneció en el grado del subdiaconado más de dos años253; salió, elevado por la excelencia de sus méritos, y su alma grande no soportó quedar encerrada por largo tiempo en los reducidos límites de un cargo poco importante. Su conciencia le impulsaba hacia la dignidad de diácono, que nunca había osado pedir en sus oraciones: su comportamiento imponía lo que sus aspiraciones ignoraban por completo.

[21] Convendrá sin embargo mencionar un pequeño hecho sucedido hacia el final del período en que revistió el susodicho cargo. Se llama Sumias un campo situado en un lugar donde la impetuosa corriente del Pó corroe las orillas y el río, en su curso sinuoso, da a una lo que quita a la otra, de modo que la ruina de la primera se transforma en ganancia para la segunda. [22] Un tal Burcón254 estaba desde tiempo atrás en litigio con los clérigos por los confines de aquella tierra y el aún joven Epifanio fue enviado a dirimir aquel pleito, que venía de largo y más viejo de cuanto uno se puede imaginar. Se escogió pues a uno que fuera capaz de afrontar con firmeza las acusaciones recibidas y moderar con madurez de juicio las que debían presentársele.

Pero la disputa, que es la madre de todos los delitos, trajo [23] consigo las habituales consecuencias: en efecto, a medida que la discusión se transformaba en riña, Burcón, siguiendo con vergonzoso asentimiento su maldad, cometió un enorme crimen sin ningún temor: en efecto, golpeó al santo varón con tanta violencia que de inmediato brotó la sangre. Pero éste, con gran dominio sobre sí mismo, reprimió la ira y, aunque había sido provocado, no se dejó arrastrar por el deseo de venganza. Al contrario, calmaba con palabras amables a quien le había golpeado, que estaba turbado y atónito.

De repente acudió Capraria, la madre de Burcón, diciendo [24] a gritos que era una desgraciada y que había perdido a su hijo por la atrocidad de lo que éste había hecho: se habría podido pensar que se desesperaba por la muerte del hijo, entregándose a las lamentaciones por las que se pierde la razón cuando muere una persona querida. La madre abrazaba entre gemidos los pies del santísimo joven y pedía perdón a quien jamás una violencia había impulsado a la ira. Éste por su parte trataba de evitar que la suplicante, con sus ruegos, levantara contra él más odio y le impidiera, aunque indigno, llevar la honrosa carga que le había sido impuesta.

Enseguida la ciudad se inquietó, los ánimos de todos los [25] cristianos se enfurecieron: se pedía a Burcón para ajusticiarlo y entre tanta gente permanecía tranquilo solamente aquel que había sido injuriado. El ilustre obispo se afligía, mientras el discípulo se alegraba por las heridas y las molestias que había sufrido. En efecto, intercedía por quien era tenido por enemigo suyo, de modo tal que no buscaba la gloria perdonando con arrogancia ni transgredía el mandamiento de Dios, recurriendo a la venganza.

[26] Poco después cumplió veinte años y fue elevado a los honores del diaconado255, cuando su rostro no estaba aún cubierto de barba. Y aquel hombre, que ya podía desempeñar el oficio de guía de cristianos, se sentía turbado al asumir este cargo. Precisamente él, a quien la ciudad entera miraba como si fuese un símbolo de salvación, evitaba por timidez las miradas de la gente.

[27] Entretanto Crispino le entregó la administración de todos los bienes eclesiásticos y las riquezas a distribuir entre los pobres256, queriendo conocer, antes de nombrarle, las cualidades de aquel a quien preparaba como obispo para el futuro. Y mientras raramente sucede que no se envidie a quienes se supone serán nuestros sucesores, este santo padre, en su amor por Epifanio, consideraba una pérdida para sí mismo cualquier cualidad que no se manifestaba aún suficientemente: quería que en el joven algunas virtudes fueran parejas a las suyas y otras, superiores.

Y éste, con sus progresos diarios, superaba incluso las [28] aspiraciones formuladas en la oración por aquel padre sumamente exigente. Y verdaderamente era un padre para él porque, preñado de la simiente de la palabra divina, había engendrado a Epifanio, concebido a través del Evangelio257. ¿Qué podría yo decir de la honestidad de mi joven? La castidad había puesto su morada en él y la continencia había fijado profundas raíces en su ánimo. No daba muestras de ser [29] varón, salvo en la forma de soportar los esfuerzos físicos; no era consciente de tener un cuerpo, salvo cuando se acordaba de que tendría que morir. Cuando el apetito camal lo tentaba con sueños o visiones, como supe de sus labios258, recurría inmediatamente con gran celo a santas vigilias, a prolongados ayunos, a tareas que exigían permanecer de pie largo tiempo. Y la mano guerrera del alma dominaba con sus luchas la carne, hasta tal punto que después era necesario acudir en ayuda de ésta.

Pero ni siquiera después de haber reanimado el cuerpo [30] se dedicaba al ocio: en vez de descansar se dedicaba a la lectura de libros piadosos, procurándose instrumentos de perfección, que no de entretenimiento. Repetía de memoria lo que había leído una sola vez y para no dar la impresión de que se había limitado a leer por encima las Escrituras sagradas ilustraba la página leída con sus obras. Si había tenido entre sus manos un [31] profeta, daba la impresión de ver al lector profetizar, tras haber dejado de lado el códice. Si había releído los libros del Antiguo Testamento avanzaba, digno imitador de Moisés, como si las turbas de Israel le siguieran a través del desierto. Si la Escritura le revelaba la leche de las palabras de los apóstoles y la miel de la Pasión del Señor, que dulcificó la severidad de la ley, inmediatamente fluían de su boca palabras más dulces que panales de miel. En resumen, su vida daba testimonio de lo que los libros le habían enseñado.

[32] Administraba los bienes de la Iglesia de modo tal que no agotaba con profusión desmesurada las provisiones que le habían sido confiadas, pero tampoco provocaba el odio por una sórdida parquedad259. Ya entonces se preparaba para las luchas propias de las intercesiones: en efecto, doquiera que se le enviaba en ayuda de los desventurados por encargo del obispo, conseguía un buen resultado con tanta habilidad en la súplica que muchos consideraban que incluso la ausencia del [33] obispo les había sido favorable260. El afecto del pueblo hacia él aumentaba de día en día y el amor, fruto de la opinión pública, se acrecentaba a causa de sus grandes éxitos. Se deseaba que llegara a ser obispo, aunque nadie pidiera la muerte de quien le había educado. Sin embargo, el perfume de estas opiniones no le infló y consideraba que, para el provecho de su alma, bastaba con servir, manteniendo la estima de todos.

[34] Mas cuando la vejez débil y siempre quejosa de sus males tomó posesión del venerable obispo Crispino, las manos de Epifanio eran las que le sostenían, el anciano se apoyaba en sus brazos para levantarse: él era su pie, su ojo, su mano derecha. Y gracias a sus servicios veía cumplidos todos sus deseos, aún antes de haber expresado una orden: en efecto, las mentes nobles prevén la voluntad de aquellos a quienes sirven desinteresadamente. Así cumplió ocho años de diaconado, habiéndolos comenzado con veinte. En aquel tiempo, la situación de la iglesia de Pavía era verdaderamente floreciente con una buena cosecha de clérigos. Eran hombres de Dios aquellos a cuya cabeza iba éste, comenzando por la santidad.

Por entonces vivía el archidiácono Silvestre261, hombre [35] expertísimo en la enseñanza de las disciplinas antiguas; contemporáneo era también aquel hombre excepcional, el sacerdote Bonoso, noble tanto por la sangre como por su santidad, galo de origen pero ciudadano del cielo. Y había todavía otros, muchos y virtuosos; los menciono, porque merece poca alabanza quien supera solamente a gente miserable.

Hacia el final de su vida, que ya presentía en su espíritu, [36] el santo obispo fue a la ciudad de Milán, donde la simiente de la nobleza había cuajado en una cosecha del más puro linaje. Habiéndolos buscado para visitarlos, el hombre de Dios les dirigió estas palabras:

«He aquí, hijos, que la edad me empuja a pasar a la otra [37] vida. La tierra reclama sus derechos sobre esta pequeña parte que ha tenido en ella su origen262. Os encomiendo mi ciudad, mi iglesia y aquel a cuyos cuidados y a cuyo afecto debo el haber vivido hasta ahora, aunque viejo y débil. Su robustez física y su fuerza de ánimo han sostenido sin fastidio mi debilidad; con sus pies he caminado, con sus manos he podido sostener las cosas, con sus ojos he visto, con sus palabras he dado órdenes. Parecíamos dos a quien nos veía, pero la unión había hecho de nosotros una sola persona».

[38] Estas palabras penetraron profundamente en el ánimo del ilustre Rustido263, que, experto en discursos de todo tipo, le replicó:

«Sabemos bien, Padre Santo, y hemos observado con profunda atención que este joven no debe ser juzgado según su edad poco madura y que la juventud no debe ser contada como obstáculo para las personas que son ponderadas. Pues un varón encomiable por la integridad de sus costumbres merece una doble alabanza si un cuerpo joven es el que le hace obedecer a los razonables mandamientos del alma. Mas tú, vive, vive como ejemplo y modelo de obras buenas y, si es posible, haz crecer en él frutos aún más ricos de comportamiento que nos iluminen».

[39] Dicho esto, se calló. Mas aquel piadosísimo obispo, agradeciendo su benevolencia, porque coincidía con él en una estima pareja por su discípulo, tras saludarlo partió y se volvió a Pavía, como si se apresurara hacia el sepulcro. Y tras algunos días, enfermo de la dolencia real264, cambió la luz de este mundo por la morada celestial.

[40] Enseguida el consenso de todos los buenos cayó sobre Epifanio265; en toda la ciudad se produce una imprevista carrera en masa a su encuentro: es arrancado de los lamentos fúnebres a la alegría por un pueblo que desea consagrarle obispo. Él lloraba desconsoladamente por el dolor que le causaba la muerte de un padre, por quien la alegría de una multitud de todo tipo no permitía que fueran derramadas las debidas lágrimas. Oponía resistencia en cuanto le era posible y aseguraba que era indigno de imitar a los apóstoles. Pero tanto más aumentaba el amor de todos por él, cuanto más él solo, en medio de una muchedumbre tan grande, se empeñaba en declararse indigno.

Pero, ¿para qué voy a utilizar más palabras, si no estoy en [41] condiciones de narrar todo en detalle? Se sumó el empeño de las ciudades vecinas266 y se reunió una multitud tan ingente, que parecía que se tratara de elegir al obispo de todo el orbe. Resistiéndose todavía, es conducido a Milán, mientras prometía grandes regalos si le dejaban irse; él que no había querido prometerlos pequeños, para que lo eligieran. Es consagrado en presencia de todos: el mundo exultaba ante la ordenación de una persona tan santa. Los habitantes de las otras ciudades [42] se alegraban como si hubiera recibido los ornamentos episcopales para ayudarles a ellos. A otros habitantes de grandes ciudades les consumía una envidia devoradora porque la pequeña ciudad de Pavía había merecido un obispo tan grande, mientras que en sus respectivas diócesis tan sólo el título de metropolita daba lustre a sus obispos.

Pasado el día de su ordenación, Epifanio volvió a Pavía [43] y, convocados todos los sacerdotes y ministros del culto, les instruyó y confortó con estas palabras:

«Queridísimos hermanos, aunque dudando y en edad inmadura267, he sido cargado con el peso de la dignidad que he asumido y el de vuestra estima, tengo presente sin embargo que debo mucho a vuestra benevolencia por haberme conferido [44] un supremo honor. Y aunque habría preferido obedecer más que dar órdenes, con la carga he cambiado el papel de servidor, no la intención de serlo. Sed pacíficos, sed un solo corazón, compartid conmigo el cargo, pues resulta fácil de llevar el peso sostenido por muchos. Prometo conservar con toda humildad la comunión con vosotros y también que jamás nadie me podrá ofender, sino cuando ofenda a nuestro [45] Dios. Guardad la pureza, que da origen a buenas acciones y no consideréis una ofensa el hecho de que un joven os exhorte a vosotros, sacerdotes y ancianos, a conservar la castidad y la continencia: la juventud o la vejez las revelan, no los años, sino la conducta. Examinad con atención los aspectos más profundos de mi comportamiento y corregidme si apreciáis algo indigno. Aunque sea un guía de la Iglesia, nadie tema advertirme si demuestra que estoy en el error».

[46] Después de haber hablado así, se calló. Todos se alzaron y a una voz, como si lo hubieran pensado antes, pero en realidad de un modo espontáneo, dijeron:

«¡Ea, padre prudentísimo, ea, pontífice inigualable! La unanimidad en tu elección ha probado que eres bueno, pero tus palabras dan prueba de que lo eres en sumo grado. Gracias a tus dotes de santidad te haces aún más digno de nuestro respeto y con el esplendor de tus obras te muestras superior a la estima en que ya te tenemos».

Dichas estas breves palabras se fueron tras haber recibido cada uno un encargo.

[47] Inmediatamente el buen obispo se impuso a sí mismo las reglas a las que quería atenerse. Primeramente decidió no acudir a los baños públicos para que esos lugares, amigos de la sordidez moral, no empañaran el candor de su alma ni su fuerza interior. Después, su intención era no comer, pero para que la llegada de huéspedes no cuarteara su resolución y su reputación no fuese nublada por el velo de la vanagloria o por la fama de que era avaricioso, decidió en cambio no cenar nunca, de modo que la sucesión de las horas le llevase a comer una sola vez al día. Se obligó a sí [48] mismo a apreciar las comidas más desagradables y quiso que en los platos que se le servían ninguno excitara su olfato y su gusto, salvo lo que era cocinado con aromas. Se alimentaba de verduras y legumbres, pero nunca comía hasta saciarse. Bebía un poco de vino y tomaba alguna pequeña dosis para evitar la debilidad de estómago, recordando la advertencia del apóstol268. Juzgó que debía ir por delante de [49] todos, aún en caso de mal tiempo, de modo que el obispo, precediéndolos en el oficio divino, sirviera de ejemplo a los lectores en las vigilias religiosas. Y estableció que, una vez llegado al altar, ninguna necesidad lo alejaría de allí, hasta que hubiera acabado los ritos sagrados. Se impuso mantenerse derecho con los pies juntos hasta la conclusión del santo sacrificio, y así dejar las huellas de sus pies en el lugar en el que había permanecido y hacerse visible también para el que miraba desde lejos. Se propuso ocuparse tanto [50] de las mediaciones269 que pensaba que él mismo infligía una ofensa a los pobres si había permitido por negligencia que alguno les ofendiese. Habituó a su cuerpo a soportar la fatiga durante el tiempo destinado al reposo, descansando sólo cuando era indispensable. Esta fue la praxis de vida o la regla de conducta que se propuso, llevó a la práctica, mantuvo y cumplió hasta el fondo.

[51] Muy pronto, la fama270, la cual, por más que se trate de acciones gloriosas, suele ser lenta, extendió por todo el mundo la noticia de su comportamiento santo y la llevó hasta los oídos de Ricimer271, que por entonces gobernaba el estado en una posición sólo subordinada a la de Antemio. Pero mientras el emperador estaba en Roma, la envidia que divide a los gobernantes y la emulación en el poder, que es causa de confrontaciones, sembraron entre ellos simientes de discordia. [52] Surgieron tanto rencor y tan gran disensión entre ellos, que ambos se preparaban a hacerse la guerra y, aparte de que el origen de la animosidad era alimentado por motivos personales, la rivalidad era fomentada por los consejos de quienes estaban a su alrededor272. Vacilaba la situación de una Italia en peligro, la cual estaba profundamente afligida por estos enfrentamientos, mientras la esperaban aún más pruebas en el futuro.

Mientras tanto, la nobleza de la Liguria273 se reunió con [53] el patricio Ricimer, que entonces residía en Milán: éstos, de rodillas y postrados en el suelo, rogaban la paz entre los príncipes y pedían que cualquiera de las dos partes tuviera a bien ofrecer posibilidades de concordia para que entrambos dejaran de litigar. ¿Para qué decir más? Ricimer se aplaca y, llevado por el llanto de muchos de ellos, promete que restablecerá la paz. «Mas —dice— ¿quién asumirá el gravísimo peso de esta embajada?; ¿sobre quién caerá la responsabilidad de una carga tan enorme?; ¿quién podrá hacer volver en sí a un gálata274 irritado y además, un príncipe? Porque siempre, el que no pone límites a su ira con la propia moderación natural, se exalta aún más cuando se le ruega».

A este punto respondieron todos a una voz: «Es suficiente [54] vuestro consentimiento a la paz. Nosotros tenemos a disposición un hombre, recientemente elegido obispo de Pavía, frente al cual incluso las fieras salvajes doblan el cuello y al que cualquiera le otorga el favor que ha venido a solicitar, aún antes de que lo pida275. Su aspecto refleja su conducta: cualquiera que sea católico romano le ama con toda certeza e incluso [55] un griego, si es digno de llegar a verlo. Si pasamos a hablar de su elocuencia, jamás un encantador de Tesalia276 fue tan hábil en atraer, con poderosos encantamientos y con la fuerza de sus palabras, serpientes venenosas, como éste es capaz de arrancar lo que pide incluso a quienes tienen la intención de negárselo. Cuando ha empezado a hablar, la opinión de quien le escucha depende de su voluntad; si se le permite pronunciar un alegato, quien estaba decidido a presentar argumentos en contra, pierde la facultad de hacerlo».

[56] El patricio Ricimer responde así: «Hasta mí ha llegado la fama de este hombre lleno de gloria de quien habláis y yo le admiro particularmente por el hecho de que, mientras todos le alaban, su reciente elección no ha revelado la existencia de ningún adversario, por más que los tales abundan en análogas ocasiones a causa de la envidia. Id, pues, y rogad a este hombre de Dios277 que se ponga en camino; añadid mis ruegos a los vuestros».

[57] Salidos de la reunión, se dirigen inmediatamente a Pavía y exponen la situación. Llorando ruegan al beato Epifanio que acepte esta tarea y él, para no anular la buena acción obligando a sus hijos a rogarle insistentemente, se adelanta al deseo de los peticionarios, a quienes dirige estas palabras:

«Aunque la gravedad de un asunto de tanta importancia requiere el prestigio de un personaje rico en experiencia y el inexperto que con él carga se tambalea bajo el pesado fardo, sin embargo no negaré a mi patria el amor que le debo».

Tras haber hablado así brevemente, porque era parco en [58] palabras, fue al patricio Ricimer, que lo eligió apenas lo hubo visto.

Aceptado pues el encargo de llevar la embajada, se dirigió a Roma. Dejo de lado, apresurándome hacia asuntos más importantes, la descripción de las molestias que soportó en el curso de este viaje y los actos dignos de alabanza que cumplió. Apenas había traspuesto las puertas de dicha ciudad, la fama, [59] que lo había hecho célebre en su ausencia278, comenzó a señalarlo con el dedo; todos volvieron de inmediato sus ojos hacia él y las gentes se quedaron atónitas porque su aspecto, testigo de su santidad, exigía que se le deparara una gran reverencia. Personajes poderosos de todo tipo se confesaban reos de culpas inexpiables, con sólo abrazar sus rodillas279. El clamor subía hasta el cielo: nadie le contaba entre los mortales porque en él tenían su sede los dones de la gracia celestial.

Se comunica al emperador Antemio la llegada como embajador [60] de un obispo de la Liguria, cuyas alabanzas nadie estaba en condiciones de entonar, por más elocuente que fuera. Pero él (dijo):

«Ricimer recurre a la astucia, aún en sus embajadas: envía personajes que pueden vencer con súplicas a aquellos a quienes él ha provocado con sus ofensas. No obstante, traed a mi presencia a este hombre de Dios: si me pide cosas posibles, se las concederé; si son difíciles, le rogaré que se digne aceptar mis excusas. En cualquier caso dudo de que Ricimer [61] pueda obtener de mí lo que pretende: sé que es intemperante en sus deseos y que no establece límites razonables al poner condiciones. Mas que venga el obispo enviado y me muestre su aspecto, que ya previamente me ha sido elogiado».

Los funcionarios de palacio salen280; en toda la ciudad el obispo oía decir: «Por favor, se te busca».

[62] El obispo venerable y en todo momento digno de alabanza, tras haber entrado y obtenido permiso para hablar, si bien había eclipsado ya con su aspecto, que imponía respeto, las brillantes joyas y la púrpura, insignias de un poder efímero —efectivamente había atraído sobre sí la mirada de todos, como si el emperador estuviera ausente—, dio comienzo a su discurso con estas palabras:

[63] «Oh emperador digno de respeto, por suprema providencia del Señor celestial ha sido dispuesto que aquel a quien se ha confiado el cuidado de un estado tan grande reconozca a Dios por creador y amante de la caridad, según el dogma de la fe católica. Gracias a Dios, las armas de la paz quiebran la locura de la guerra y la concordia, haciendo pedazos la soberbia, vence todo aquello que la fuerza es incapaz de superar. Así, fue su disposición a perdonar al enemigo, más que el deseo de venganza, lo que hizo a David digno de alabanza281. Así, los mejores reyes y soberanos de los pasados siglos aprendieron a ser misericordiosos para quienes suplicaban, según la enseñanza divina. Quien enaltece el propio reino con la misericordia [64] imita el modelo del reino celestial. Así pues, basándose en esta consideración, vuestra Italia y el patricio Ricimer han enviado mi insignificante persona a rogaros, suponiendo sin duda que un romano quiera hacer a Dios el regalo de la paz, aunque sea a ruegos de un bárbaro. En efecto, una victoria sin derramamiento de sangre será un triunfo que dará verdadero esplendor a los anales de vuestro reino. Al mismo tiempo, ignoro qué tipo de guerra puede ser más noble que el combatir contra la ira y gravar el pudor de un ferocísimo godo282 a base de favores. En efecto, es herido más gravemente si obtiene lo que pide, uno que hasta el momento ha tenido vergüenza para suplicar. Hay que tener en cuenta finalmente que el éxito de [65] la lucha es incierto: en ella, sin embargo —en el caso de que las culpas de ambas partes llegaran a tanto—, vuestro reino se vería defraudado en todo aquello que perdieran ambas partes. En efecto, todo lo que está en poder de Ricimer está a salvo, mientras sea amigo, puesto que, siendo él patricio, lo poseéis también vos. Considerad igualmente que cuida bien la propia causa quien primero ha ofrecido la paz».

En este punto el admirable obispo terminó su discurso. [66] Entonces el emperador, alzando los ojos, se vio abandonado de los ojos de todos, porque estaban atraídos por aquel a quien él mismo no dejaba de admirar. Entonces, con un profundo suspiro, comenzó a hablar así:

«Santo obispo, los motivos de mi amargura con respecto [67] a Ricimer no pueden expresarse en palabras y no ha servido para nada haberlo honrado con mis mayores favores283. Incluso —y esto no puede decirse sin vergüenza para mi reino y para mi sangre —lo hemos acogido en nuestra propia familia, consintiendo, por amor al estado, en lo que parecía llegar hasta el odio a los nuestros: ¿cuál de mis predecesores, por amor a la paz común, puso la propia hija entre los presentes que era necesario dar a un godo cubierto de pieles284? Para salvar la sangre común no hemos querido tener piedad de [68] la nuestra. Mas ninguno piense que yo lo he hecho porque tenía miedo de mi vida. En efecto, en medio de una preocupación tan grande por la salvación común, solamente no hemos conocido el miedo por nosotros mismos. Sabemos bien, en verdad, que un emperador pierde la gloria debida a su valor cuando no se ha preocupado por la salvación de los demás. Pero, para explicar completamente a tu veneranda persona el sentido de los intentos de éste, he de decirte que Ricimer se ha mostrado como un enemigo tanto más acérrimo cuanto más le hemos cubierto de los mayores presentes285. ¿Cuántas guerras ha preparado contra el estado? ¿Cuántas fuerzas ha cobrado gracias a él el furor de los pueblos extranjeros? [69] Finalmente, allí donde no ha podido hacernos daño directamente, ha favorecido a quien podía hacerlo286. ¿A éste voy a darle yo la paz? ¿Voy a soportar a este enemigo interno bajo la capa de amigo, a quien ni siquiera los lazos de parentesco han mantenido ligado al pacto de concordia? Conocer el alma del adversario es una gran garantía: más aún, conocer los sentimientos del enemigo equivale a haberlo vencido. Los odios desenmascarados pierden siempre la virulencia que poseían [70] cuando permanecían ocultos. Pero si en todo esto287 se presenta tu reverencia como fiador y mediador —tú que, leyendo en las almas, puedes descubrir los proyectos inconfesables y cambiarlos una vez descubiertos—, no me atrevo a rehusar una paz solicitada por ti. En fin, si te ha engañado también a ti con sus acostumbradas astucias fraudulentas, comenzará la lucha ya herido. Te recomiendo y me pongo en tus manos y soy el primero en ofrecer, por mediación tuya, la gracia que me había propuesto negar a Ricimer, si hubiese venido personalmente, aunque hubiera sido suplicante y postrado en tierra. Pues hemos servido nuestros intereses con profunda sabiduría [71] si, en el incierto vagar por un mar tempestuoso, hacemos cambiar el rumbo de la nave bajo la guía de un buen timonel. Y ¿quién puede arrogarse el derecho de rehusar un favor cuando quien lo pide eres tú, a quien se le habría debido ofrecer antes de que tú lo pidieras?».

Así habló el emperador y el venerable obispo dijo:

«Demos gracias al Dios omnipotente, que ha puesto su paz en la mente del príncipe, queriendo que fuese para los mortales el vicario de su poder, a la manera del reino celestial»288.

Después de este breve discurso, habiendo recibido de Antemio [72] también un juramento sobre la estabilidad de la paz, partió preparándose para volver a la Liguria porque estaba cerca el tiempo de la Resurrección del Señor, cuando la carne está fría por la mortificación de los ayunos, mas el espíritu alegre se calienta y, mientras nuestro Redentor con su muerte vence a la muerte, el alma devota se nutre con el alimento de la esperanza.

El día en que salió de Roma era el vigésimo primero antes [73] de la Pascua, pero hizo el viaje con tanta rapidez que, al décimo cuarto, entró en Pavía, cuando aún no era esperado y precedido por la fama, dejando por el camino muchos compañeros que no podían soportar ni sus ayunos ni sus fatigas289. [74] He aquí que se reúnen todos aquellos que esperaban la llegada del obispo: lo vieron ya en su patria quienes no sabían aún que había salido de Roma. Ricimer estupefacto asiste a la alegría de la ciudad en fiesta; todos proclaman en alta voz que se ha conseguido la paz. La exultación de las provincias es sin límites y, dado que los hombres acostumbran a apreciar lo que les es restituido más que aquello que nunca han perdido, la concordia restablecida tras el litigio les resultaba más dulce, [75] así como la paz, conseguida cuando ya no se esperaba. Los milaneses invitaban al reverendo obispo a que concediera a su ciudad la alegría de verle, que esperaban desde hacía tiempo. Mas él, para no dar la impresión de que con su presencia venía a exigir el agradecimiento que quizás le era debido, declinaba sus invitaciones con pretextos simulados.

[76] Así, con el paso del tiempo y la fatiga, gracias a los éxitos cosechados día a día, se multiplicaban sus méritos. Tenía una hermana, llamada Honorata, menor en edad pero igual a él en la piedad, cuya vida sería largo describir si se enumeraran cada una de sus virtudes: baste decir brevemente, como resumen de sus loas, que era una hermana digna de un hombre [77] tan grande. Él, en persona, la consagró el mismo año en que volvió de su embajada y, como si no tuviera suficientes dotes naturales de santidad de las que instruirse en las disciplinas sagradas, la confió a Luminosa, una mujer de espléndida piedad y vida ejemplar, la nobleza de cuya cuna quizás sería necesario recordar, si su vida no hubiese sido superior a su linaje. Era tan virtuosa que Epifanio, al confiarle la instrucción de su hermana, pensaba que tenía algo que aprender de ella. Y efectivamente la prenda del obispo, puesta bajo su dirección, floreció en corto tiempo y llevó a su madurez plantas llenas de buenos frutos290.

Mientras tanto el venerable prelado avanzaba a paso veloz [78] por el camino que se había propuesto y seguía dedicándose a la distribución de limosnas: con la dulzura de su rostro y de su alma aumentaba el valor de los dones que repartía; tanto que, si uno hubiese recibido solamente la gracia de su palabra, se habría alejado convencido de que había recibido una limosna. En efecto, era un grandísimo privilegio haber contemplado al menos a un obispo semejante. Su fama crecía de día en día por sus acciones gloriosas y llenaba casi todo el mundo con sus alabanzas.

Entretanto, muertos Antemio y Ricimer, subió al trono [79] Olibrio, que falleció casi al principio de su reinado. Tras él, se convirtió en emperador Glicerio291: por mor de la brevedad silencio todo lo que Epifanio emprendió con él para salvar a muchos: efectivamente, gracias a las súplicas del santo, el emperador perdonó la ofensa que hombres bajo su mando habían infligido a su madre292, porque el respeto que sentía por el obispo superaba incluso al que le había profesado su predecesor.

[80] A Glicerio le sucedió Nepote y de nuevo entre éste y los godos residentes en Tolosa, gobernados con mano férrea por Eurico293, surgió un conflicto, dado que éstos no cesaban de asaltar los confines del imperio itálico (que Nepote había extendido más allá de los Alpes de la Galia), despreciando al nuevo emperador, mientras, por su parte, Nepote, para que esa temeridad de los godos, siempre mal consejera, no se convirtiera en algo habitual, insistía en reivindicar la frontera del reino que Dios le había concedido. De ambas partes, por lo tanto, comenzaban a surgir ocasiones de conflictos y mientras ninguna de ellas abandonaba el orgullo nacido del deseo de vencer, los motivos de discordia crecían de día en día294.

[81] Este hombre beatísimo estaba en su octavo año de episcopado cuando, de repente, el deseo de acabar con la disensión llevó al ánimo de Nepote a que, alejado el veneno de la hostilidad, el amor entre los reyes preservase lo que las armas a duras penas podían defender295. Son convocados a consejo los personajes más ilustres de la Liguria, cuyas decisiones permitirían imprimir nueva vida al estado vacilante y llevarlo a la antigua grandeza y a la estabilidad que ahora no cabía esperar. Por orden del emperador intervinieron todos aquellos que podían desempeñar cargos de relieve. Se habla de mandar [82] una embajada: todos vuelven su pensamiento y su mirada al beatísimo Epifanio; el parecer de todos se expresa como si viniese de la boca y el corazón de uno solo. ¿Para qué emplear más palabras? El soldado de Cristo abraza con alegría esta ocasión de actuar y lleno de esperanza percibe el éxito de antemano; confiando en una exacta valoración del asunto busca el mejor modo de actuar; con la ayuda divina se informó acerca de la misión casi desesperada y sobremanera difícil, la asumió y la llevó a término.

No seré capaz de exponer por orden las vicisitudes y [83] las molestias de su viaje, aunque mis palabras corrieran por caminos regados por ríos de cien lenguas296. En efecto, una vez salido de Pavía, hasta llegar a su destino, multiplicó la fatiga del viaje con este modo de actuar: si sus compañeros, considerando el cansancio de los caballos, se retiraban demasiado pronto a las habitaciones de la que iba a ser su posada, él, aparte de continuar la recitación de los salmos y perseverar en la lectura de la Escritura —cosa que no hacía, sino de pie—, escogía para sí un lugar apartado, rodeado de un bosque. Y allí donde las ramas de los árboles que se entrecruzaban [84] ofrecían una oscuridad acogedora, en un suelo desconocido para el sol, puesto en fuga por la oscuridad del lugar umbroso, donde la naturaleza amiga había extendido un lecho de hierbas verdes; allí, sumido en oración, bañaba con el flujo de sus lágrimas la tierra privada de lluvias. Aquellos campos que no podían ser fecundos de mieses, lo eran de abundantes oraciones.

[85] Castigándose con tales prácticas de penitencia entró en la ciudad de Tolosa297, donde entonces residía el rey Eurico. Y ya la fama, precediéndolo, había hecho saber a los galos qué tipo de hombre era y sobre todo a los sacerdotes de aquella región, quienes estupefactos se preguntaban con curiosidad quién estaba llegando. Árbitro y moderador de los consejos del príncipe era a la sazón un tal León298 que, por su elocuencia, había merecido más de un premio de declamación. Fue él quien hizo pública la noticia de la llegada del obispo con mucha alegría.

[86] Inmediatamente se llama al obispo para que comparezca ante el rey y, apenas admitido a su presencia, lo vio, lo saludó y le dirigió estas palabras:

«Oh príncipe admirable, si bien la fama de tu valor te hace terrible a los oídos de muchos y las espadas, con las que acosas a tus vecinos con devastaciones continuas, siegan la juventud enemiga, sin embargo el cruel deseo de combatir no te atrae ningún favor de la parte del Dios supremo, ni el hierro protege los confines del imperio, si el Señor del cielo [87] es ofendido. Recuerda que Dios es tu rey, y que debes tener presente lo que le place: El, elevando al cielo la naturaleza humana que había asumido, como don inconmensurable de Su heredad, recomienda a sus discípulos la paz con reiteradas advertencias299. Debemos guardar su voluntad sobre todo sabiendo que no se puede considerar fuerte a un hombre que ha sido dominado por la ira. En segundo lugar, nos conviene considerar que nadie protege mejor los suyos que quien no desea los bienes ajenos. Por eso Nepote, a quien el querer [88] divino ha confiado el gobierno de Italia, me ha mandado para obtener que, vueltos vuestros ánimos a la confianza recíproca, las tierras colindantes se unan con lazos de afecto. Y aunque no teme las luchas, él es el primero que desea la paz. Sabes bien con qué fronteras han sido delimitados desde antiguo estos dominios, con qué espíritu de servicio estas regiones han tolerado a los señores de aquéllas. Baste decir que prefiere, o al menos tolera, ser llamado amigo aquel a quien correspondería el título de señor».

Así habló el muy insigne Epifanio.

Y Eurico, profiriendo no sé qué murmullo en lengua bárbara, [89] da muestras con la serenidad de su rostro de haber sido apaciguado por las exhortaciones de Epifanio. Mas el ya citado León había sido cautivado tanto por el admirable discurso del obispo, que creía que palabras de este tipo podrían, si es lícito decirlo, conquistar los ánimos aunque hubiera presentado pretensiones contrarias a la justicia. Se cuenta que el rey [90] habló así al intérprete300:

«Si bien es verdad que pocas veces mi pecho está sin coraza y que el escudo de bronce cubre siempre mi mano y que la funda de la espada defiende mi costado, sin embargo he encontrado un hombre que, con sus palabras, es capaz de vencerme, aunque yo esté armado. Se equivoca quien afirma que los romanos no tienen escudos ni flechas en sus discursos: en realidad saben rechazar las palabras que les hemos dirigido y también golpear lo más profundo de nuestro corazón con [91] las que ellos nos dirigen. Hago pues, venerable obispo301, lo que me pides porque a mis ojos la persona del embajador es más grande que el poder de quien le ha enviado. Así pues, tienes mi palabra y promete, por cuenta de Nepote, que él mantendrá intacta la paz, porque una promesa tuya equivale a un juramento».

Tras este cambio de palabras y cerrado el vínculo de una [92] alianza, el reverendo obispo se despidió y partió. E inmediatamente le fue enviado un grupo de cortesanos que le rogaron que participara al día siguiente en un banquete del rey. Mas él sabía que estas comidas estaban contaminadas por sus sacerdotes302. Por tanto se excusó, diciendo que no tenía la costumbre de participar en convites fuera de su país y que prefería marcharse de ahí a dos días. Se apresuró a cumplir este programa y salió de Tolosa acompañado de una multitud tal que, a la salida de nuestro legado, la ciudad parecía casi desierta: en efecto, con sincero afecto, había atraído a sí a tantas personas que cuantos debían quedarse necesariamente en su patria lloraban como si fueran prisioneros.

Durante el viaje de vuelta visitó uno a uno los lugares [93] habitados por monjes: las islas mediterráneas303, las Estécades, Lero y la llana Lerins, cuna de egregios obispos304; de todas estas localidades recogió, una a una, pequeñas flores de vida, para ponerlas en su corazón como gérmenes de buena semilla, de las que surgiría un árbol cargado de frutos celestiales. Mientras tanto aquella luz tan esperada es restituida a Italia y, [94] a la vuelta del extraordinario obispo, un astro resplandeciente aparece en el cielo sereno. Entra en Pavía, donde desde tiempo atrás se deseaba su vuelta, comunica a Nepote el éxito de la embajada que ha llevado a cabo y, mientras aumentaban las alabanzas que se le dirigían, crecía en él, al mismo paso, la humildad305.

Así pues mientras aquel operario de Cristo y de nuestro [95] Dios se ejercitaba en tales actividades y esfuerzos, he aquí que el diablo, que no conoce la paz, autor de crímenes, trama planes que pueden provocar grandes dolores y busca sufrimientos con los que asaltar a aquel hombre sumamente íntegro. Hace que el ejército se rebele contra el patricio Orestes306 y, con engaños ocultos, siembra nuevas ocasiones de discordia. Agita el ánimo de los malvados con la esperanza de una revolución y, para que esta desgracia ocurriera en la ciudad de Pavía, aguijonea a Orestes, que confiaba en sus fortificaciones307.

[96] El obispo está presente con todos los suyos: la ciudad es teatro de encuentros violentos, se desencadena la furia de conseguir botín; por doquier luto, por doquier terror y son muchos los rostros de la muerte308. Él corría solícito por todas partes; era buscado para ser castigado todo aquel que se había hecho famoso por sus riquezas, gracias a la vieja fidelidad de sus amistades. Algunos incendiaban edificios que habían de venirse abajo, otros pedían la muerte del señor [97] por cuya salvación habrían debido combatir309. Corren al obispado, enardecidos por el ardor del saqueo, porque sospechaban que escondería riquezas inmensas aquel a quien veían distribuir tantas. ¡Cosa insensata! La cruel barbarie buscaba en la tierra los tesoros que él había confiado al cielo310. También le es raptada su santa hermana y es puesta en prisión lejos de él; todas las familias de los nobles son dispersadas; la ilustrísima Luminosa es víctima de una suerte análoga. ¡Oh dolor! Ambas iglesias son pasto de las hostiles [98] llamas311: toda la ciudad arde como en una sola hoguera. Se oyen los gritos de todos los ciudadanos, que buscan al obispo; nadie se acuerda de su propio peligro, mientras la parte más importante de su salvación312 corre el riesgo de ser separada de ellos. Y aunque la multitud hervía, pronta a matar a cualquiera, le rendía honor aún en medio de la violencia de las espadas. En efecto, él no pudo soportar el ver [99] prisioneros en esta situación: liberó a su venerable hermana antes de que la luz funesta de aquel día se deslizara hacia el atardecer y liberó con sus ruegos a muchos ciudadanos antes de que sintieran las cadenas de su durísima situación; sobre todo a las madres de familia, para quienes habría podido ser especialmente cruel la permanencia en prisión. En resumen, [100] la ciudad, abatida por la multitud salvaje, resucitaba gracias al apoyo de esta única, firmísima columna313, y ni siquiera el ejército daba abasto para destruir todo lo que la sola persona del obispo era suficiente para reparar. Sin embargo, sólo cuando Orestes desapareció, caído junto a Piacenza, se aplacó el ímpetu de la deDredación.

[101] Odoacro, subido al trono después de Orestes, comenzó a honrar a este hombre insigne con tanta deferencia que sobrepasó el respeto que todos sus predecesores le habían profesado314. Mientras tanto, para que las casas de Dios no permanecieran mucho tiempo cubiertas por las cenizas, el glorioso obispo decidió reconstruirlas, aún antes de haber preparado el dinero o el material necesario. No temió poner mano a la costosa construcción sin tener recursos, consciente de la advertencia apostólica según la cual para quienes aspiran al reino de los cielos abundan las riquezas y siempre reparte de una caja llena el que no es pobre en la voluntad de [102] dar315. Decía en efecto: «Raramente ocurre que la posibilidad de dar abandone a un hombre rico, pero es muy difícil que la abundancia se ponga al alcance de quien tiene mentalidad de mendigo».

Mas apenas se acabó la construcción de la iglesia mayor y el edificio estaba adornado con los estandartes de la consagración, de repente la pared de columnas de la otra iglesia se vino abajo por iniciativa de la astuta serpiente316 que quiso [103] intentar si podría perderlo con pruebas de todo tipo. Él sin embargo se alzó aún con más firmeza para no ceder a los maleficios diabólicos e inmediatamente, sin dar señales de sufrimiento, se aplicó a la restauración con todo el ardor de que era capaz. No obstante, todos estaban admirados por un milagro grandísimo que sucedió entonces: unos obreros se precipitaron a la caída del templo con el enorme peso de la mole, pero ninguno resultó inválido en las piernas o mutilado en alguna otra parte del cuerpo. Para todos quedó claro que sólo gracias a las plegarias del obispo la pared que se había venido abajo sostuvo su propio peso y las piedras fueron contenidas al caer. Gracias a sus admirables disposiciones se llevó [104] a término el trabajo de la susodicha obra; una vez realizado éste, se inició la restauración de la iglesia mayor: se vio la casa de Dios resurgir rápidamente en su primitiva integridad desde el fundamento hasta el techo, aún antes de que se supiera que se había comenzado la tarea. Y tras haber realizado con toda rapidez estos trabajos, en seguida se manifestó el favor divino para con él. En el curso del mismo año, en efecto, una [105] turbamulta de demonios comenzó a gritar desde los cuerpos de los posesos, diciendo que se les obligaba a huir, acosados con muchos sufrimientos por orden del obispo Epifanio. Y él, con oraciones breves bañadas en llanto, les enviaba a los últimos confines de la tierra y les acosaba con el poder de sus méritos, mientras ellos gritaban con voces disonantes. Mas realizando de continuo tales milagros por la gracia de Cristo, no se hinchaba de orgullo vano: la soberbia en efecto quita el mérito a una conducta recta a quienes la presunción de bondad hace levantar la frente.

Mientras tanto, para que no pareciera que había dado a la [106] ciudad solamente iglesias, proveyó de ayudas útiles a los agotados ciudadanos: en efecto, enviada una embajada a Odoacro, obtuvo el perdón de los impuestos fiscales durante cinco años y al repartir tales beneficios entre los particulares se comportó con tanto desinterés que ninguno recibió menos que aquel por cuya intervención habían sido agraciados317. Mas, mientras se [107] arreglaban todas estas cosas, entró en efervescencia, para ruina de los propietarios de la Liguria, la solapada malignidad de Pelagio318, que entonces era prefecto del pretorio. Éste, en efecto, a través de exorbitantes transacciones redoblaba los tributos ya gravísimos y duplicaba un gravamen que ya de por sí era intolerable. La multitud de los oprimidos acudió pronto al santo varón y él, abrazando con alegría esta ocasión de proporcionar ayuda, salió con prontitud en defensa de todos, pidió, obtuvo. [108] Mas, ¿por qué me esfuerzo en vano en describir los modos y formas de todos sus afanes? El amor acepta todo lo que no es posible explicar, mientras la limitación de las palabras pone una frontera a los pensamientos más dilatados. Pues estos fueron los deseos del santísimo obispo: al realizar innumerables obras, quería que se dijese poco o nada en alabanza suya. Dejo por tanto a la comprensión de los oyentes y lectores todo lo que yo, con mi pobreza de lenguaje, no he puesto de relieve de un modo adecuado.

[109] Después de que el obispo llevara a término muchas embajadas junto al rey Odoacro319 logró con la fuerza de sus súplicas, por disposición del emperador celeste, que viniera a Italia el rey Teodorico con la multitud inmensa de su ejército; y a él, que ya se había establecido en Milán, acudió aquel hombre, en sumo grado íntegro320. Apenas el más insigne de todos los reyes lo vio con los ojos del corazón y lo sopesó con su habitual juicio ecuánime, encontró en él todas las virtudes, cuya integridad midió —por así decir con el hilo de [110] plomo— hasta la profundidad del alma. Y lo presentó a los suyos, así:

«He aquí un hombre, semejante al cual no tiene todo el Oriente a nadie; haberlo visto, constituye ya un premio; habitar con él, da seguridad. Mientras él permanezca incólume, Pavía está protegida por un muro321 solidísimo, que ninguna fuerza asaltante puede conquistar, insuperable incluso para una onda balear322. Si entre el oleaje de las batallas se presentase una dificultad de cualquier tipo, lo seguro es dejar a su lado a las madres y las familias y, una vez libres, enfrentarse a los azares de la guerra».

Mientras tanto el deseo de cambios inflama los ánimos [111] hostiles del ejército que se había rendido y cuyo jefe era Tufa323, un hombre manchado desde hacía tiempo por la infamia de sus deserciones; éste pensó, con ambiciosos proyectos, pasarse junto con un gran número de soldados a la parte que parecía perdida. Cuando el rey Teodorico, con la solicitud de un príncipe, se enteró, concentró inmediatamente aquel ejército al que todo el Oriente había resistido a duras penas y se dirigió a la pequeña ciudad de Pavía324.

[112] La ciudad se presentaba rebosante de familias; casas enormes y altísimas eran redistribuidas y convertidas en reducidísimos tugurios; se podían ver edificios inmensos transformados desde sus cimientos, y que no podía bastar el propio suelo para acoger a la masa de habitantes.

[113] En estas circunstancias, aquel hombre tan acostumbrado a las buenas obras, cuyo gran corazón estaba abierto a todos, pensaba que se le había presentado la oportunidad de desplegar al viento las velas de su generosidad y de alcanzar el puerto de la gloria con navegación favorable, gracias a su fama entre las diversas gentes y a la notoriedad de sus acciones. En primer lugar, (cosa que ni los antiguos escritos ni los anales cuentan de nadie325; cosa que el cronista debe afirmar con estupor y el lector reconocer con admiración), él —aún viviendo en medio de un pueblo extremadamente cauteloso, a quien no pasa oculta la mínima ocasión de sospecha, además en condiciones inciertas, cuando el temor al peligro excita contra cualquiera incluso los ánimos serenos— consiguió permanecer fiel a aquellos hombres, de tal modo que mantuvo unidos con todo afecto a sus enemigos, de manera que durante la lucha entre los dos príncipes era él el único que estaba en [114] paz con ambos. De hecho usaba a favor del uno lo que el otro le había proporcionado y, con la dulzura y el respeto que su persona sabía inspirar, moderaba el ánimo del donante de modo que no se irritaba si era el enemigo, gracias al obispo, el que tomaba el don que él había hecho. Él fue también aquel en tomo al cual incluso los combatientes mantenían la concordia y esta paz no era afectada por las guerras.

Mas pasemos a narrar cómo, con caridad diaria, alimentaba [115] a los mismos rapiñadores y en el interior de la ciudad distribuía lo necesario a aquellos que, fuera de ella, habían destruido sus posesiones con continuas devastaciones326. Efectivamente él sabía al mismo tiempo animar con la dulzura, humillar con su elocuencia y alimentar con sus limosnas a tantos millares de personas que pedían cosas diferentes. Si los hijos o la mujer de alguien habían sido capturados por el enemigo de cualquiera de las dos partes en el curso de los saqueos, en seguida aquellos prisioneros, a los que un rescate de oro no habría podido liberar, eran restituidos a sus personas queridas al precio único de sus súplicas. Era útilísimo al rey, [116] quien lleno de veneración lo ponía por encima de todos los santos, hasta el punto de devolverle (a él que, como sabía, se enriquecía con la libertad de los demás) a todos los romanos que el derecho de guerra había hecho prisioneros de sus hombres. No soy capaz de enumerar cuántas unidades de vencidos restituyó a su patria y cuántas ordenó que no sufrieran vejaciones327. Y si evocase cuántas insolencias de los enemigos tuvo [117] que padecer, qué ataques soportar, con qué firmeza arrostró las tempestades provocadas por los malvados, mi lengua no bastaría para narrarlo todo. Y aun cuando lo que se podría contar es admirable, me parece oportuno escoger algunos episodios concretos. Vivió tres años entre estos tormentos, manifestando sus dolores ocultos sólo a Dios y rogando para que le ayudara en secreto.

[118] A continuación, cuando partieron los godos, la ciudad de Pavía cayó en manos de los rugos328, hombres crueles en barbaridades de todo tipo, a quienes una fuerza de ánimo atroz y dura impulsaba a delitos diarios: a sus ojos había sido desperdiciado el día que, por cualquier motivo, se les había escapado sin cometer un crimen329. Sin embargo el bondadosísimo obispo los dulcificaba con la miel de sus palabras para que sometieran sus crueles corazones a su autoridad sacerdotal y para que aprendieran a amar; ellos, cuyos pechos nos consta que habían estado siempre consagrados al [119] odio. Gracias a él la innata perversidad de estos hombres se transformó, mientras en aquellas almas repugnantes fue introducida la raíz de un afecto que hasta entonces les era desconocido. ¿Quién puede creer sin gran asombro que los rugos han amado y respetado a un obispo, y además católico y romano, ellos que a duras penas se pliegan a obedecer al rey? Lo cierto es que convivió con ellos durante casi dos años enteros de tal modo que en el momento de separarse de él lloraban, por más que partían hacia sus padres y hacia sus familias.

Cuando este asunto se acabó con una guerra miserable y [120] mortífera330 y venció aquel cuya espada después del triunfo nadie vio ensangrentada, aquel que puso fin contemporáneamente a la guerra y a la presunción de su ejército, a renglón seguido el obispo venerable comenzó a pensar en la reconstrucción de su ciudad y, con decisión inspirada por el cielo, proveyó para que, en primer lugar, se llenara de habitantes dignos. Y aunque, gracias a sus oraciones, ningún torbellino [121] tempestuoso había envuelto y dispersado a la ciudadanía, sin embargo, él no creía suficiente el hecho de que Pavía, después de la ruina de todas las ciudades lígures, exultara sólo contenta con sus ciudadanos. Comenzó a escoger a la flor y nata entre los habitantes de las ciudades vecinas, trasplantando a sus huertos, como un jardinero diligente, plantas ya probadas de las que un propietario prudente y hábil pudiera cosechar óptimos frutos.

Entre tanto el eximio rey Teodorico decidió de improviso [122] conceder el derecho de la libertad romana solamente a aquellos a los que una probada fidelidad hubiera unido a su partido; a aquellos, por el contrario, a los que cualquier obligación hubiera apartado de él, les impuso que les fuera negada la facultad de testar y de disponer libremente de sus propios bienes. Promulgado este decreto y abolidas las leyes con tal orden, que afectaba a muchísimos, Italia entera se encontró sometida a una situación deplorable.

Se recurre nuevamente a quien, con tacto de médico, [123] acostumbraba a curar las heridas públicas, a aquel cuya fuente muchas veces había hecho extinguirse el fuego de la adversidad. Mas como afirmaba que él solo no era capaz de sostener una carga tan grande, fue solicitado también el venerable Lorenzo, obispo de Milán331. Habiendo partido juntos, juntos llegaron a Rávena, donde fueron acogidos con respeto. [124] Tras habérseles dado permiso para hablar, el beato Lorenzo juzgó oportuno dejar la palabra a aquel cuyos pies habían sido encallecidos por las sendas llenas de fatigas de tantas embajadas y que al recorrer el camino muchas veces el polvo de los campamentos le había dado un aspecto desarreglado. Y Epifanio comenzó a exponer las peticiones públicas de esta manera:

[125] «¡Oh, príncipe invicto!, si yo mostrase en detalle qué grande es el favor divino332 que, a través de los innumerables sucesos ha ensalzado tu suerte, deberías reconocer que tú, moderado en los deseos, has recibido siempre de nuestro Dios beneficios mayores de los que puedes recordar haber deseado. Baste mencionar uno solo de ellos, el más grande: que en tu presencia, príncipe, defendemos la causa de tus siervos, allí donde tu enemigo se gozaba en poseer este trono, [126] que ahora es tuyo. Debes mucho a Cristo, nuestro Redentor. Él mismo te ha entregado a aquellos por los que ahora nosotros intercedemos. Es necesario evitar hacer una ofensa a quien nos concede un don, al no amar aquello que él nos ha dado. Pero retraso demasiado algo en lo que tengo puesta mi confianza: quisiera ahora recorrer, uno por uno, los beneficios que has obtenido con la ayuda de Dios; aquellos de los que he oído hablar y aquellos de los que yo mismo he sido [127] testigo. Sabes qué prometías hacer cuando te asediaban las numerosísimas tropas enemigas y el fragor de las hostilidades retumbaba en tomo a los muros de la ciudadela de Pavía, o cuando los adversarios, superiores a ti en número y en armas, no podían resistir porque el poder divino, invisible, combatía contigo desde el cielo333. Quien valoraba tus fuerzas sólo a partir de la entidad de las mismas osaba atacarte, mas ningún ingenio bélico pudo hacer frente a la potencia de quien te sostenía. Recuerda cuántas veces también las condiciones [128] meteorológicas han estado de tu parte: el cielo sereno ha sido tu aliado y las fases celestiales han volcado lluvias según tus deseos334. ¿Quién ha osado resistir a tu espada, que combatía con el apoyo de la gracia divina? ¿Cuántas veces tus adversarios han caído bajo la espada de sus aliados? ¿En cuántas ocasiones venció en provecho tuyo el que combatía en la facción de tus enemigos? Restituye pues estos dones [129] divinos con una generosidad llena de misericordia hacia los hombres. No despreciar las lágrimas de los suplicantes es el signo supremo de una ofrenda agradable a Dios335. Piensa en todos aquellos que han reinado antes de ti: si, como es evidente, han sido expulsados por su propia maldad, es bueno que sus sucesores tengan en cuenta la causa de su ruina. La destrucción de los antecesores ilustra a los sucesores, la caída de quienes han precedido es siempre un aviso para el futuro336. No combate privado de un punto de referencia el que tiene en cuenta los motivos por los que su predecesor [130] ha sido derrocado. Teniendo en cuenta todo esto, vuestra337 Liguria, de rodillas junto a nosotros, os suplica que, así como concedéis a los inocentes los beneficios de vuestras leyes, absolváis a los culpables. A los ojos de nuestro Dios cuenta poco una misericordia que se limita a no golpear a los inocentes: perdonar las culpas es propio del cielo, vengarlas es humano». Dicho esto, se calló.

[131] Mas el eminentísimo rey comenzó a responder y, mientras hablaba, el temor atenazaba los corazones, impacientes por conocer su voluntad:

«Si bien, oh venerable obispo, yo te honro como exige el esplendor de tus méritos, y si bien durante el tiempo de las turbulencias tú me has hecho muchos favores, que es justo veas compensados una vez restablecida la paz, sin embargo las férreas leyes del gobierno, que limitan mi libertad, no siempre permiten abrir el acceso a la misericordia que tú me pides y, en medio de la dureza de un reino que comienza, las ventajas de ser riguroso destierran a la dulzura de la piedad. [132] Mi afirmación encuentra apoyo en el testimonio de los ejemplos divinos338. Leemos que pecó aquel príncipe que evitó la muerte al enemigo destinado a ella por el cielo: ser indulgente le valió la misma pena que él habría podido infligir, si hubiera sido riguroso. Quien renuncia a vengarse acaba por ser objeto de venganza; el que es indulgente frente al enemigo del que se apodera, o atenúa la fuerza del juicio divino o da muestras [133] incluso de despreciarla. Es justo que sean castigados aquellos que son conscientes de no haber secundado la gracia divina. Quien perdona las culpas presentes transmite los errores a la posteridad. Respecto a lo que dices sobre la paciencia de nuestro Redentor, en realidad la leche de la gracia339 acoge a quien se conforma a la austeridad de la ley. Un enfermo nunca fue curado completamente, sino por el médico que, como primera medida, cortó con el bisturí los miembros podridos e hizo salir del interior de las vísceras el pus escondido. Quien tolera que los culpables no sean castigados, impulsa a los que son inocentes a cometer crímenes.

«Sin embargo, puesto que la tierra no puede oponer resistencia [134] a vuestras súplicas, a las que el cielo da su asentimiento, concedemos una amnistía general. Nadie doblará la cabeza bajo el castigo340, puesto que también podéis obtener de nuestro Dios que los ánimos depravados se alejen de la perversidad de su conducta. No obstante, a los pocos que sé que han sido instigadores de malas acciones, les privaré tan sólo del derecho a residir en sus propiedades para impedir que, si de improviso surgiera una situación crítica, haya hombres cerca que la alimenten y que puedan surgir guerras fomentadas por la impunidad de los malos».

Dicho esto, el excelente rey ordenó que compareciera el [135] ilustrísimo señor Úrbico341, quien como superintendente general de palacio había superado a Cicerón en elocuencia y a Catón en sentido de la justicia, y le ordenó que proclamara la amnistía general. Éste, siempre pronto a cualquier acción generosa, lo hizo de inmediato, con tanta concisión y claridad que fueron sobreseídos incluso tipos de culpa que se pensaba habían sido reservados para el castigo.

[136] Mientras tanto, el insigne rey hace llamar en privado al venerable obispo Epifanio y se dirige a él con las siguientes palabras342:

«Oh glorioso obispo, mi decisión te demuestra cuán grande es la estima en que te tengo: aunque parece que en el ámbito de nuestro reino hay tantos prelados, en un asunto de tanta importancia te he elegido a ti como si fueses el único. Y cuantos valoran así tus méritos no han sido llamados a engaño por [137] una opinión mal fundada. Con razón se piensa que tú eres el único: frente a tu resplandor, como ante el de la luna, la luz de las estrellas menores se ensombrece y los rayos de una luz modesta se oscurecen ante la luz luminosa de tu conciencia. ¿Quién va a buscar la luna cuando resplandece la luz del sol? ¿Quién quiere la ayuda de candelas, cuando la hoguera de la fe se enciende con fuegos inextinguibles? En fin, debo enviar a un embajador a quien el destinatario escuche con placer.

[138] «Ves que todas las tierras de Italia están privadas de sus primitivos habitantes. Para mi tristeza, el campo feraz produce espinas y plantas silvestres y la Liguria, antes famosa madre de mies humana, que solía tener una prole numerosa de ciudadanos, ahora, privada de hijos y estéril, muestra a nuestros ojos un césped desnudo. A dondequiera que vuelvo la mirada, recordando una superficie rica en viñedos, la tierra se vuelve [139] a mí y me entristece, privada de campos arados. ¡Oh, dolor! Ningún jugo se vierte ahora en los labios de aquellos a quienes la antigüedad llamó enotrios343, a causa de la abundancia de su vino. Y aunque el brutal burgundio sea responsable de esto, si no ponemos remedio seremos sus cómplices. ¿Dejaremos de ayudar a la patria devastada, mientras el oro yace en nuestros depósitos? ¿Qué diferencia hay entre doblegar los ánimos del adversario con la espada o con el dinero? Ofrecer al enemigo lo que capta su mente equivale a vencerle; esconderlo, a ser vencido.

«Asume pues, con la ayuda de Cristo, la carga de esta [140] tarea de la cual podemos recibir el premio compartido de la gracia celestial, porque el triunfo sobre mis enemigos gracias a ti, sin derramamiento de sangre, es un nuevo título de gloria que se une a mis hazañas. Su rey es Gundobado344, que desde tiempo ha te respeta y tiene un gran deseo de verte. [141] Créeme, tu sola presencia será el precio para el rescate de los prisioneros itálicos. Yo, por mi parte, tendré fe en que serán liberados aquellos que deseo, si un libertador como tú va a aquellas tierras. ¡Con qué gran apoyo se rinde aquel a cuyos ojos te presentamos! Mas, ¿por qué tardo en proporcionar brazos a los campos que los están pidiendo345? Te prometo el renacimiento de la Liguria, prometo que la fertilidad y la fecundidad del suelo volverán tras tu peregrinación transalpina. De los fondos a nuestra disposición se te concede el oro para la importante empresa que va a llevar a cabo un legado de tu categoría346».

[142] Epifanio, lumbrera de los obispos, responde a esto:

«Príncipe venerable, si pudiera expresarse en un discurso la alegría inmensa con la que has llenado mi corazón, pronunciaría una alabanza espontánea e interminable a tus méritos. Mas las lágrimas, que, normalmente provocadas por el dolor, me vienen ahora del gozo, muestran cómo un nudo en la garganta [143] me impide hablar. Comprende, pues, cómo siento dentro de mí —más de cuanto soy capaz de expresarlo—, el reconocimiento debido a un rey óptimo, tanto para nosotros como para sí mismo. ¿De qué haré mención en primer lugar? ¿De tu superioridad frente a todos los emperadores precedentes en la justicia347, o en la habilidad para la guerra, o en el amor hacia los súbditos, dote aún más excelente que las anteriores? Tú tienes verdaderamente de qué acusar a los gobernantes de nuestro pueblo: redimes a aquellos a los que los demás dejaron repetidas veces caer prisioneros o hicieron prisioneros ellos mismos.

[144] «Leemos como ejemplo digno de una alabanza excepcional que David se acercó al cielo sobre todo por este motivo: tuvo piedad de Saúl, su enemigo, cuando lo tenía a su merced y que, en testimonio de todo lo que habría podido hacerle, tomó solamente una parte de su manto, como prueba de la posibilidad que había tenido de matarlo y de su lealtad. ¡Oh, buen Dios, en qué medida compensarás la acción de éste que trata de libertar a tantos oprimidos, Tú, que has ensalzado a [145] David por haber salvado la vida a uno solo348! Lleva pues a término, diligente, lo que has comenzado; lleva con alegría el ofrecimiento que te hará feliz y estimúlame, aunque yo ya esté dispuesto, a fin de que, al ofrecer un sacrificio tan agradable, no te frene el obstáculo de mi lentitud. De la voluntad de Cristo, nuestro Redentor, dependerá el conceder —y sabemos que ocurrirá, porque nos ha dado pruebas de ello en el pasado— que realmente puedas ofrecer tus holocaustos a través de mis manos. Te ruego además que tu clemencia me permita tener [146] como compañero y participante en este viaje a Víctor, obispo de Turín, que es un claro compendio de todas las virtudes349. Junto con un compañero tal prometo, seguro de nuestro Dios, que todos nuestros ruegos serán atendidos».

Oído esto, el eminentísimo rey dio su consentimiento. Y el [147] reverendo obispo, saludándolo, salió. Inmediatamente se puso a su disposición el dinero que debía transportar para el rescate; el obispo lo recibió, partió y llegó aprisa a Pavía. Y aunque el mes de marzo imponía todavía a los ríos frenos de hielo, con una pesadez invernal y las cimas de los Alpes, blancas de nieve, amenazaban de muerte a quien las atravesaba, el calor de la fe supera el frío mortal y las tierras ateridas por el hielo350. Quien ha puesto su fundamento en la piedra no resbala nunca sobre el hielo. Así pues, preparado el equipaje para el [148] viaje, partió351. Se diría que todo lo que podía haberle retenido le servía de estímulo y que prescindía incluso del reposo para tomar alimento; y que, mientras aquel recorrido lleno de dificultades perturbaba a todos sus compañeros, él, acompañado de una segura esperanza de vida, era el único que no conocía el miedo en medio de los peligros.

[149] Entre tanto, la fama que siempre le precedía en sus viajes y era diligente en prepararle la acogida, llegó antes que él y expuso sus cualidades a los galos con tales relatos que éstos se turbaron, como ante la llegada o la presencia de una divinidad celestial. Acudían personas de toda edad y sexo y aquel que estaba lejos del camino por él recorrido, se acercaba con el deseo ardiente de verlo. Cada uno llevó todo lo que tenía de valor y, si no lo poseía, lo compró de cualquier parte. Doquier [150] encontraban la patria, doquier la acogida generosa. Sus mesas estaban llenas de regalos no comprados352 y ellos, que eran extranjeros, obtenían sin pagar aquellos víveres que los habitantes sólo podían tener después de haberlos adquirido. Él distribuyó los bienes recibidos entre todos los indigentes que encontró: alimentaba a los pobres tanto en su patria como en el extranjero y nunca ocurrió que lo que se le traía fuera sustraído a los pobres.

[151] De este modo entró con asombrosa rapidez en Lyon, donde a la sazón ocupaba la sede episcopal Rústico, un hombre que siempre se comportó como obispo, incluso durante la magistratura que había desempeñado anteriormente, y que, bajo la toga del foro, había actuado como si fuera jerarca de la Iglesia353. Éste acudió a recibirle a la otra orilla del Ródano, lleno de alegría espiritual por la llegada de Epifanio, se informó del motivo del viaje, lo instruyó sobre las argucias del rey. Y para que no le cogiera de improviso la astucia de éste al responder o al hacer objeciones, Epifanio, en el fondo de su pecho, se fortificaba, preparándose para la confrontación.

Y cuando Gundobado, señor de aquel país, supo que Epifanio [152] había llegado, dijo a los suyos:

«Id y ved al hombre que, por sus méritos y su aspecto, he comparado siempre con el mártir Lorenzo354. Preguntadle cuándo desea verme, e invitadlo una vez que lo haya decidido».

Pronto acudió a él la multitud de cristianos que rodeaban al príncipe, estupefactos porque aquella fama difundida por tantas lenguas, por más que fuera grande, se mostraba mucho menor que la realidad; y es que, en relación con él, sólo las palabras no bastaban para describirlo, mientras que, en relación con los demás, la fama superaba siempre la realidad. Se [153] fijó por tanto el día en que vería al rey. Cuando entró en su presencia, lo saludó y ambos se alegraron mutuamente del encuentro. Epifanio dio a Víctor, persona notabilísima, el permiso para abrir la embajada, si quería; mas éste, pronto como estaba a cualquier acto de humildad, le devolvió el honor a él. [154] Enseguida nuestro obispo, honra de Italia, comenzó su discurso con estas palabras:

«Nobilísimo príncipe, el inmenso amor que siento por vos me ha llevado en el curso de este viaje a luchar contra el tiempo y la naturaleza, a no temer los peligros de los montes helados que, convirtiendo las aguas en algo duro como el metal, amenazan con la muerte por congelación. He atravesado en meses inadecuados puertos nevados, caminando mientras el hielo retenía los pies allí donde estos se posaban; en resumen, no he temido la muerte con tal de traerte con rapidez [155] el don de la salvación eterna. Soy llamado a dar testimonio en asuntos celestiales entre dos óptimos reyes en el caso de que tú, en tu clemencia, accedas a lo que él, en su generosidad, te pide. Dividid en partes iguales el don que Dios ha prometido y ninguno lamentará ningún daño; es más, ambos sacaréis provecho. Combatid, generales invictos, y superaos mutuamente en poner en práctica los preceptos divinos. En conflicto semejante, el vencedor obtendrá el premio, sin que el vencido pierda su recompensa. Seguid mi consejo y ambos seréis iguales en la victoria.

[156] «Él desea rescatar a los prisioneros: tú restitúyelos a su tierra nativa sin pedir rescate. Creedme, en esta contienda ninguno de los dos recibirá algo más valioso ni más grande que quien no haya recibido nada. El premio, es decir la parte que corresponde al rival, le será quitado y, créeme, su ganancia pasa a tu favor, si decides regalarle aquellos a quienes no sería vergonzoso vender. En este negocio, ¡qué gran pérdida de la recompensa divina acarrea el oro a quien lo ofrece, si el destinatario lo restituye; y cuánta pobreza aporta, [157] si lo acepta355! El desprecio del dinero hará ricos a tus ejércitos; la aceptación del mismo, los hará pobres. Escucha la voz de los itálicos que te suplican y acoge con serenidad los ruegos de quien confía en ti. Escucha a la Italia que jamás se ha apartado de ti y que espera mucho de tu clemencia; la Italia que, si hablase, diría a una voz: “¿Cuántas veces, si es que te acuerdas, has ofrecido en mi defensa tu pecho armado a los enemigos?356 ¿Cuántas veces te opusiste con tu consejo a que se desencadenaran guerras para que ninguno de los míos fuese conducido prisionero a cualquier parte de la tierra? Has sido tú el que ha alimentado a esos a quienes ahora retienes como prisioneros. Tu valor me ha beneficiado de un modo [158] engañoso, si el guardián se vuelve ahora contra aquellos a quienes ha defendido frente a los extranjeros. ¿Quién, cargado de cadenas, no lloraría aún más su dura suerte, si es su antiguo libertador quien le precipita en esa situación? Y, ¿quién huiría al oír el estrépito de tus armas que, en la dificultad, constituyeron un refugio segurísimo?”.

«Las ilustres matronas, al ser llevadas a la esclavitud, con [159] las manos cruzadas sobre el cuello, prometían que tú serías su vengador; las vírgenes estaban convencidas de que, si perdían su pudor por el asedio de violadores, eso podría disgustarte. En resumen, nadie fue hecho prisionero mientras huía357. Las laboriosas familias de campesinos y sus hijos, acostumbrados a las duras azadas, a quienes una noble sencillez alimenta en su tierra, con los cuellos ligados con cinchas y las manos atadas con un nudo estrecho, no decían en su propia defensa más que:

“Lo sabemos y lo reconocemos sin ninguna duda: ¿acaso [160] no sois vosotros nuestros burgundios? Guardaos de no tener que excusaros de vuestras acciones ante vuestro piadoso rey y de no tener que esconder esos crímenes como hacen los habitantes de la ciudad. ¿Cuántas veces estas manos que ahora pretendéis atar han pagado tributos a nuestro señor común? Sabemos que él no ha ordenado todo esto”.

[161] «Aquellos desventurados se valían de tu autoridad como sostén. Y la confianza en tu integridad fue la causa de la muerte para muchos que, capturados, respondían con excesiva soberbia. Devuelve, pues, a la patria a los supervivientes, devuélvelos a su tierra de origen, devuélvelos para tu gloria. Tú, antiguo señor de esta provincia, ámala aunque ahora esté en manos de un nuevo soberano; restituye, aunque sea al poder de otro, a aquellos que, aun allí asentados, saben que todavía te pertenecen. [162] En efecto, somos poco agradecidos al gobierno de aquel a cuya bondad no debemos nada. Libera de abrojos a la Liguria que bien conoces y llénala de cultivos: si un día puede volver a contemplar su aspecto propio, comprenderá en qué medida lo debe a tus favores. Es costumbre tuya ser indulgente con quienes te suplican y oprimir a los soberbios358. Así lograrás grandes triunfos, en un sentido con la espada y en el otro con la moderación. Conmuévete ante los llantos nuestros y los de [163] nuestros conciudadanos. Y así, ojalá crezca para ti un legítimo heredero359, que te suceda en este reino, y puedas tú revivir para gobernar a los burgundios por medio de la esperanza en una descendencia adulta. Y aunque tú hagas este regalo a Dios, añade además que no lo haces a extranjeros: el señor de Italia se une a ti con un vínculo de parentesco: que el regalo de boda de tu hijo hacia su esposa del Lacio sea la liberación de los prisioneros y que ofrezca a su prometida esposa un don que Cristo tenga a bien aceptar360».

Dicho esto, después de hacer una seña a su santo colega [164] Víctor se puso de pie y ambos se dirigieron al rey llorando e inclinaron la cabeza junto con todos los que estaban presentes.

Entonces el rey nobilísimo, hábil como era para hablar, rico en elocuencia y dotado orador, replicó a sus palabras con estas otras:

«Tú que me animas a la paz, ignoras los derechos de la [165] guerra y, al hacerte promotor de la concordia, quitas fuerza a la situación establecida por las armas. Lo que tú tienes por un error, es la ley de quien combate; las hostilidades ignoran el freno que tú, astro de luz cristiana, nos muestras. Nadie practica en la guerra, ¡oh, egregio moderador!, ese comedimiento que tu discurso, lleno de elegancia, enaltece. Es ley de guerra que sea lícito todo lo que normalmente no lo es. Es [166] posible que esta paz exija para sí las medidas por ti descritas, pero quien no castiga a su enemigo, lo favorece. Si cortamos una tras otra las raíces del poder de nuestro adversario, éste es privado poco a poco de la fuerza de su reino. He devuelto al rey de aquellas tierras la injuria que tú piensas que yo le he inferido. Engañado por una alianza falaz, no he hecho otra cosa que reconocer abiertamente a los enemigos, lo cual es una medida de precaución. Quiera Dios, no obstante, que el [167] tratado firmado entre nosotros se mantenga por mucho tiempo: encontrarán constante en la amistad a aquel cuya dureza han experimentado en la guerra. Mas vosotros, santos varones, volved tranquilos a las casas en que os alojáis, mientras yo, tras considerar lo que conviene a mi alma y a mi reino, os anuncio lo que me convenga hacer». Oído esto, los obispos se marcharon.

[168] Entonces el rey hizo llamar a Laconio, quien siempre había cumplido con lealtad sus encargos, ya con sus acciones, ya con sus palabras, y a quien hacían ilustre su cuna noble y la dignidad consular de sus antepasados, gracias a su honradez ejemplar. Con él solía discutir el rey cuando pensaba realizar acciones justas y buenas; y así como la nobleza no es compatible con los vicios, ni el esplendor natural se asocia a las adulaciones, cada vez que el rey quería tomar una medida bondadosa, Laconio, tras haber sido consultado, le animaba a [169] redoblarla. El rey dijo a éste:

«Ve, Laconio, y despliega todas las velas de tus deseos361. Hemos oído con gusto a un obispo y al beato Epifanio; las lágrimas, reveladoras del alma, dan fe de que estabas conmovido por sus ruegos, mientras hablaba en nuestra presencia. Ve y dicta con toda libertad los decretos con los que puedes romper [170] los durísimos lazos de aquel pacto362. Sea permitido que ahora el nuestro363 (consentimiento) libere a todos los italianos a quienes el temor a la cautividad ha hecho prisioneros de nuestros burgundios; a aquellos que cayeron en la servidumbre empujados por el hambre o por el miedo al peligro; en fin, a aquellos que nos fueron concedidos o asignados por el consentimiento de su príncipe. Mas aquellos pocos, a quienes los nuestros arrancaron de las manos del enemigo en el fragor del combate; de ellos, reciban un rescate, aunque sea limitado, no vaya a ser que no aprendan a detestar situaciones de guerra, cuyas ventajas no conocen, por haber soportado sus inconvenientes»364.

Recibida la orden del rey venerable, Laconio, celoso, con [171] expresión concisa, expuso las diferentes formas de indulgencia y entregó las cartas al insigne obispo, quien las tomó con respetuosísima expectación y abrazó con entusiasmo al portador de tamaña gracia. Y cuando se difundió la noticia, se agolpó en torno a él una multitud tan grande de gente ya libre, que se habría podido creer que los campos de la Galia se habían quedado sin habitantes. Yo soy testigo365 de que sólo en la ciudad de Lyon fueron liberados, para que volvieran a Italia, cuatrocientos hombres en un solo dia: en efecto, por mis manos, por orden del obispo, fueron llevadas a las cárceles las listas de rescate de los prisioneros366. Y sabemos [172] con certeza que lo mismo ocurrió en todas las ciudades de la Saboya o de las demás provincias, de modo que fueron devueltas a las tierras patrias más de seis mil almas, liberadas tan sólo por los ruegos del beatísimo varón. No he podido averiguar el número exacto de los que fueron rescatados con dinero, porque, de entre ellos, muchos se dieron a la fuga; y sucedió que entonces a todos los prisioneros, para librarse, les bastaba aprovechar la oportunidad que se les dio de pasarse a los burgundios367.

[173] Después de que se invirtió aquella gran cantidad de dinero, enseguida aportó oro para los gastos del rescate la famosa Siagria, que constituye un tesoro para la Iglesia, cuya vida requeriría una larga narración368. Pero basta conocerla por sus obras, que son superiores a cuanto se podría decir sobre ella. Y fue una ayuda también Avito, obispo de Vienne, el varón más insigne de la Galia, en quien la sabiduría se había refugiado [174] como bajo el techo de una casa resplandeciente369. ¿Qué más? Sobre todo gracias al oro de Avito y Siagria fue posible que la juventud de la Liguria no sirviera más a los galos. El santísimo varón no se detuvo ni en una sola localidad de aquella región, para evitar que la crueldad de los señores pudiese retener a quien se encontraba lejos de su casa. Estuvo en Ginebra donde había puesto su sede Godigisclo, el hermano del rey; y éste, siguiendo el ejemplo de la decisión fraterna, se asoció a sus buenas obras370.

En breve espacio de tiempo regresaron tantas falanges [175] de liberados que se habría visto por doquier bullir los caminos de soldados que volvían a la patria alabando a nuestro Dios y al brillantísimo obispo Epifanio, que con su afanosa obra de mediación, les había arrancado de la esclavitud. Y para que Epifanio, nuestra lumbrera, no quedara al margen de un triunfo tan grande y un espectáculo tan maravilloso no fuera hurtado a sus ojos, él en persona volvió con ellos. Se habría podido ver la muchedumbre libre conducida como para un triunfo celestial y la tierra bañada con lágrimas de alegría, en vez de con la sangre de las víctimas, mientras el general de estas cohortes saltaba sobre el carro de Elías371 y, gracias a sus méritos, era arrebatado al cielo en una cuadriga a la carrera.

Alejandro372, príncipe de Pela, a quien una falsa alabanza [176] llamó pacificador de la tierra, no condujo a una multitud de prisioneros de todos los pueblos tal como éste devolvió a la patria. He aquí que ahora sabemos que verdaderamente los ánimos de los guerreros fueron vencidos por la santidad y que cedió a los ruegos de un elegido aquel príncipe que siempre había expuesto su pecho a las lanzas. En este ejemplo reconoce, lector, cuánto más afilada estuvo la hoja de las palabras que la de la espada: la elocuencia venció a aquel a quien se habían sometido las espadas373.

[177] Así pues, mientras, pasados tres meses, el obispo volvía a Pavía con este trofeo, llega a Taransia374 —así se llama una ciudad cercana a los Alpes—, donde una mujer sufría por el acoso grave de un espíritu inmundo: e, inmediatamente después de recibir su bendición, se retiró, una vez liberada. Él, por su parte, apareció de modo insospechado ante los ojos de sus fieles que no lo esperaban: de improviso fue visto aquel de quien apenas se creía posible recibir noticias.

[178] Y en cuanto volvió, se preocupa, como era habitual en él, de que aquellos a quienes Dios, gracias a él, había concedido la libertad no tuvieran problemas para volver a entrar en posesión de sus propios bienes: sobre todo se ocupaba de la suerte de los nobles, para quienes la ruina podía ser aún más gravosa en la patria si, al volver, vivieran pobremente y si, de las escaseces del destierro, hubieran perdido sólo las ayudas [179] de la caridad375. No quiso inmediatamente ir en persona al invictísimo rey Teodorico para que, puesto delante de él, no pareciera que solicitaba una compensación a su esfuerzo, enumerando los favores y los servicios que le había rendido. En efecto, es como si pidiese el premio que se le debe, todo aquel que, tras cumplir las órdenes del príncipe, va personalmente a anunciar todo lo que ha hecho. Así pues, considerando esto, aquel hombre de exquisita prudencia se mantenía a distancia. [180] Sin embargo, escribió al rey y confió a una carta la relación de los hechos, para no ser considerado despectivo, si hubiese callado, ni arrogante si hubiera corrido a presentarse en la corte.

¡Que digan aquellos a quienes, de desterrados, convertiste en personas riquísimas, oh venerable obispo, cuánto más logró tu ausencia, cuánto obtuvo el espectáculo de tu humildad! En efecto, todo lo que aquel obispo excepcional pidió al rey [181] por escrito a favor de los desventurados, lo consiguió inmediatamente: el príncipe se alegró al dar en abundancia al que le suplicaba, pensando que era suficiente, como recompensa a sus afanes, cualquier beneficio que gracias a él hubieran obtenido los pobres y los rescatados376.

Cuando todos los liberados fueron reintegrados en sus [182] derechos por concesión del mejor de los príncipes, el admirable obispo pensaba haber llevado a término ya sus pesadas fatigas; cuando, tras ni siquiera dos años, es arrancado del seno de su tranquilidad tan deseada, como una navecilla es arrojada del puerto por una tempestad que hincha sus velas. En efecto, se impone a las espaldas enfermas y débiles de los ligures un peso de tributos casi intolerables. De nuevo se recurre [183] a ti, consolador de los afligidos: se te explica que en vano has conducido a los ciudadanos a la patria, si no les socorres cuando están en peligro en el suelo patrio. Y como nunca fue rechazado quien presentó una petición ante ti, hiciste tuya la causa de los infelices y te preparaste inmediatamente para nuevas empresas.

Para implorar al rey en nuestro favor, corriste a Rávena, ciudad que habías evitado para que ninguno pudiera dirigirte alabanzas, tras tus triunfos en la Galia. Vences las amenazas del cielo y los peligros de las tempestades, como si aún tuvieras la robusta salud de los años mozos. Nunca tus miembros, [184] de por sí inválidos, se te negaron en el servicio de las almas. El frío, las lluvias, el río Pó, los ayunos, la navegación, el peligro, los truenos, las paradas al raso a las orillas de los ríos, los puertos inseguros sin apenas tierra firme; todo esto fue agradable para tu virtud y grato en vista del éxito. El eminentísimo rey, que deseaba ardientemente verte, se entristeció ante tu presencia: con tu misma llegada, aún antes de hablar, explicaste nuestras dificultades y los peligros que habías superado dieron muestras de cuántas lágrimas de tus conciudadanos te habían empujado.

[185] Y cuando estuvo en presencia del príncipe, comenzó a hablar así: «Oh rey venerable, escucha con tu habitual serenidad de juicio las súplicas de tus siervos: la costumbre, que me ha enseñado a mí a pedir lo necesario, te ha educado a ti en concederlo. Es norma tuya, oh caudillo invicto, dar siempre prueba de comprensión; has alimentado siempre las esperanzas a futuras peticiones, no oponiéndote a las que se te presentaban. La confiada convicción de haber obtenido siempre de vos los fa-vores solicitados ha abierto el camino a nuestros ruegos para pedirlos de nuevo. Concede a tus figures aquello con lo que tú mismo puedes favorecerte; dales lo que tú puedes recobrar. [186] La indulgencia en el presente es ganancia para el futuro. Es habitual en un buen príncipe amar la fama, junto con las virtudes y ordenar su reino como si fuera a pasar a descendientes de su estirpe. Los señores cuyo poder es inseguro quieren solamente lo que consiguen, mientras que quienes están firmes [187] en el trono valoran sobre todo lo que conceden. Así confiamos a la tierra pequeñas simientes para recogerlas multiplicadas: el fruto se triplica, sin cometer por ello un injusticia. Es propio de un buen emperador poseer las riquezas de un gran señor. Concede a la Liguria la inmunidad para este año, tú que has devuelto desde una tierra extranjera a los mismos que ahora te suplican. Interrogue vuestra clemencia a los presentes para saber qué rica ha sido la cosecha de este año: nadie se atreverá a mentir a quien tiene a su servicio personas que pueden refutar cuanto ha sido afirmado».

A esto, respondió el príncipe: «Aunque grava sobre nosotros [188] el peso de gastos inmensos y aunque sin interrupción concedemos dones a los legados para su tranquilidad, sin embargo la fuerza de tus méritos influye en nuestras deliberaciones de un modo digno de respeto. Se impone hacer todo lo que has expuesto; me place todo lo que ordenas. En efecto, creemos que se suma a nuestro favor todo lo que tú mismo logras arrancarme. No me pidas, como a raíz de haber sufrido [189] una desgracia, tú que tienes tanto que podrías exigirme377. Renunciaremos por tanto a dos partes del presente gravamen fiscal y recaudaremos sólo la tercera parte: así la penuria de nuestro tesoro no provocará gastos mayores a los romanos y tu petición reportará a la patria la alegría esperada». Cuando el rey hubo hablado así, el gran pontífice le dio las gracias y, despidiéndose, se marchó.

¡Ay, dolor y llanto! Solícito, iba al encuentro de todos, [190] como para rendirles un último servicio o hacerles la última visita. Aunque su casa estuviera llena de una multitud innumerable de pueblo cristiano, él se dirigía a la casa de cada uno. Nadie, embotado en la rudeza propia de la mente humana, podía abrigar la funesta sospecha de que estuviera próxima su partida, que él veía cercana por revelación del Espíritu.

Salió de Rávena con tiempo de nieve, de esos de los que [191] la gente se suele resguardar dentro de sus casas, y atravesó con prisa las ciudades de la Emilia378, como si se apresurase hacia el refugio de la sepultura. Con todos los obispos a quienes encontró en el camino fue generoso, disponible, cortés y, como si quisiera dejar un modelo, aún más brillante de lo que era él mismo379. Mas cuando entró en Parma, ciudad que estaba en su camino, se le coaguló en los órganos vitales ese humor que los médicos llaman catarro y que, infiltrándose profundamente en sus miembros, se ensañaba en él para su ruina total.

[192] Mas, ¿qué temes, discurso mío? ¿de qué te horrorizas, como de los escollos que hacen naufragar? Quieras o no, es necesario narrar la muerte de aquel cuya vida has descrito, si bien de un modo somero, dado que su muerte no podría quedar oculta ni con el alargamiento del relato ni con una prolongación de sus alabanzas. Y aunque la nave de mi narración se hurte navegando a los canes de Escila380 y a las abiertas fauces de Caribdis381, que hacen peligrar amenazadoras con un rumor fragoroso, sin embargo no se puede evitar la muerte por naufragio. ¿Por qué temo describir los lamentos que necesariamente se han puesto de manifiesto con su nunca interrumpida erupción?

[193] Así pues, mientras se acercaba a la ciudad de Pavía, a la sazón desgraciada, parecía que se encontraba sano y animado, pero, ya entrado en ella, cuando todos se alegraban de su regreso, la alegría se convirtió en llanto, al ponerse enfermo el mismo día y agravarse al siguiente. Y la enfermedad, que empeoraba día tras día, fue ayudada por la impericia de los médicos. La gente susurraba atónita, viendo en la caída de un solo hombre la de toda la provincia y temiendo la ruina del mundo. Al séptimo día se produjo el desastre inesperado, la indescriptible calamidad, el luto inexpresable.

Mas el santísimo obispo, cayendo en la cuenta de que, [194] abandonado el peso de la carne382, tanto más deprisa volaba hacia la pura luz celestial; él, que acostumbraba a decir «para mí, Cristo es vivir y la muerte, una ganancia», con ánimo alegre y rostro sereno repetía con frecuencia los versículos de David: «Señor, cantaré por siempre tu misericordia, anunciaré de generación en generación tu verdad con mi boca»; y el otro: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu383». Y añadía, seguro de haber cumplido su misión: «Mi corazón [195] se fortalece en el Señor y mi coraje se enardece en Dios, mi salvación384» para que su alma inmortal volviera a su sede propia haciendo resonar himnos y cánticos, incluso a la hora de la muerte. Vivió cincuenta y ocho años y transcurrió treinta en este cargo episcopal, cuyos hechos lees tú, lector, aunque someramente descritos.

Pero no debo pasar en silencio el hecho de que sus santas [196] reliquias, hasta el tercer día —en que, como es sabido, fueron sepultadas con suma veneración—, aparecieron a los ojos de todos rodeadas de tanta luz y belleza que el rostro del difunto irradiaba el esplendor de su vida y se creía que ya desde entonces aquel glorioso vaso, en el que había estado verdaderamente encerrado el tesoro del gran rey, gozaba de la gloria celestial de la que había estado investido en la tierra.

No diré nada sobre los ríos de lágrimas y lamentos que [197] fueron derramados entonces, para no inferir un nuevo dolor después de tantos años. Cada madre que llegaba, decía a gritos que gracias a él había sido liberado su hijo; cada mujer, su marido; cada hermana, su hermano; cada soltero, él mismo. En resumen, en medio de una muchedumbre tan grande y de un concurso de personas, por decirlo osadamente, de todo el mundo, no había nadie que no debiera algo a su beneficencia. [198] Pero, por favor, abstengámonos ya del duelo; distendamos la frente arrugada por el dolor: aquel cuya muerte lamentamos en la tierra posee ya los cielos con Dios. Mas, ¿qué hacer si los sollozos estrangulan las palabras de quien os consuela, las lágrimas bañan mi rostro y todo lo que digo suena como un gemido? Y me doy cuenta de que quien llora no puede ser nunca buen consolador de un afligido. He consagrado estas palabras al santo padre y doctor sapientísimo —yo que soy apto por el afecto, no por la ciencia— con el fin de recoger algunas florecillas de su vida, como es costumbre de quien recorre un largo camino y no se para a saludar a todos aquellos a quienes encuentra385.

[199] Tú, alma poderosísima ante nuestro Redentor, concede que, privado de preocupaciones y libre de corazón, puro, te dirija las puras alabanzas que te corresponden. Por lo demás, no abandones a quien —después de en Dios— confía en ti, aquel a quien has señalado con las órdenes divinas386: hazlo partícipe de la suerte de las personas sagradas en la felicidad prometida por Dios.

Obra miscelánea. Declamaciones
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