OPÚSCULO I
(263)
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo1 comienza el Panegírico pronunciado por Ennodio, siervo de Dios, en honor del clementísimo rey Teodorico.
RESUMEN
El proemio contiene una captatio benevolentiae. Un panegírico es el único medio al alcance del pueblo para pagar a Teodorico la devolución de la libertad. Ennodio emprende ese canto con los recursos de la retórica, comenzando por una recusatio, es decir con una proclama de su falta de idoneidad para acometer la empresa. No obstante, con pureza de intención, pretende de este modo dar gracias a Dios y al rey (1-4).
En un segundo proemio, que contiene la propositio y la diuisio del Panegírico, pasa revista a los triunfos de la carrera de Teodorico, que son fruto de sus virtudes: su clemencia (pietas) y su valor (virtus), su suerte (felicitas) y su esfuerzo (labor), la rapidez (celeritas) con la que supera obstáculos naturales, que para otros supondrían un freno (tarditas). Tras un breve recorrido por la educación, llega a las hechos del héroe y a la narración de las hazañas que ha protagonizado (5-10).
En primer lugar, durante sus años en Constantinopla (459-469/70)2, cuando en su adolescencia —sine annorum suffragio—, derrotó al usurpador Basilisco e hizo posible la restauración en el poder del emperador Zenón, hechos que le valieron el consulado en 484 (11-15). Sigue una exaltación de la familia de Teodorico (descendiente de antepasados ilustres, que ha sabido conservar la nobleza recibida de ellos) y una alocución a la antigüedad: a los personajes ilustres de origen humilde que ésta propone, concretamente C. Atilio Régulo Serrano, un homo nouus, que Ennodio contrapone a Teodosio, un rex genitus (16-18).
El escritor expresa a continuación su dificultad para elegir, entre las empresas gloriosas del rey, aquellas que va a cantar: se centra en su victoria contra los búlgaros. Sigue un largo excursus sobre las costumbres de este pueblo (19-22). Aquí acaban los años de la vida del rey, anteriores a su llegada a Italia.
Ésta sufre, asolada por el gobierno tiránico de Odoacro, que Ennodio describe. Para el bien del país —romana prosperitas—, y provocada por un favor del cielo —caelestis fauor—, surge una ocasión de guerra y Teodorico marcha al frente de su pueblo, cuyo desplazamiento describe, en medio de un invierno especialmente crudo (23-27).
Narración de la batalla contra los gépidas en el Ulca (489), de camino hacia Italia. Se intercala una comparación entre Teodorico y Catón. Este apartado acaba con una alusión a empresas que pasa por alto (praeteritio) (28-35).
Comienza la narración del enfrentamiento con Odoacro (36). Tras haber criticado a éste, Ennodio muestra la superioridad de Teodorico al vencerlo, primero en Isonzo y un mes más tarde en Verona. Se describen los preparativos de Odoacro para la segunda batalla, así como el desarrollo del combate: comienza al alba; tras haberse vestido y haber dirigido un discurso a su madre y a su hermana, Teodorico comparece en el campo, donde enseguida cambia la suerte a su favor y hasta el río Ádige combate de su parte. Al final, la llanura aparece llena de cadáveres y Ennodio expresa su deseo de que la escena se conserve en la memoria para siempre (37-47).
El autor se dirige a continuación a Roma y elogia la clemencia de Teodosio a su respecto (48). La narración continúa tras la batalla de Adda, a orillas del río Ádige. Teodorico muestra su clemencia hacia los enemigos que se le rinden. El rey debe afrontar la traición de los seguidores de Odoacro, con Tufa a la cabeza, que se habían pasado a sus filas. Ennodio reconoce la intervención de la gracia divina en la victoria del rey y no sabe si darle gracias o alabarlo. Tras una nueva praeteritio se mencionan otros hechos favorables al sóberano, sobre todo tres: su triunfo sobre los hérulos, la pacificación de los burgundios y el fin del traidor Federico (49-55).
Aunque sea un paréntesis, aquí comienza un nuevo capítulo del Panegírico: Ennodio se vuelve a la política interior, a los hechos que Teodorico ha realizado a favor de la paz. Bajo su reinado, Roma se rejuvenece. Describe la honradez que reina en la corte y la energía de que el soberano da pruebas. La perfección de la virtud en el príncipe da testimonio de la mano de Dios (56-59).
Vuelve a hablar de guerras: contra los gépidos, que se habían apoderado de Sirmium; contra los búlgaros, en defensa del aliado Mundo, que había sido atacado por el emperador de Oriente, Anastasio. En estas campañas, en las que no toma parte personalmente Teodorico, destaca especialmente Pitzia, uno de sus generales, que recibe un pequeño panegírico, ensalzando sus virtudes, sobre todo la clemencia. Sigue una nueva declaración de modestia por parte de Ennodio (60-69).
A continuación se menciona a los vándalos, unidos por lazos de amistad con Teodorico, y a los alamanes, que habitan dentro de los confines de Italia y se anexionan al reino ostrogodo. Entre estas dos partes se incluye, en el párrafo 71, una nueva declaración de modestia del autor y una manifestación de su afecto por Teodorico, cuyas cualidades elogia (70-73).
La sección siguiente está dedicada a alabar los méritos cívicos del rey: favorece las letras, sobre todo la elocuencia y es generoso con los descendientes de quienes se comportaron con lealtad; a la ignorancia e inactividad que caracterizaban la época anterior sucede ahora un tiempo de esplendor de la cultura (74-77).
Introduce un nuevo capítulo al comparar al ostrogodo con Alejandro, cuya grandeza han exagerado los poetas, mientras los méritos del rey hablan por sí mismos; concretamente, Teodorico es superior a Alejandro en su fe cristiana, su cualidad más importante. De otra parte, rechaza los títulos vanos y la ostentación: lo que le interesa es la sustancia, no la apariencia (78-81).
Sigue otra declaración de modestia de Ennodio, quien se siente no apto para llevar a cabo la tarea a la que ha sido llamado y que se ha esforzado por cumplir (82). Se describen los ejercicios militares que realiza la juventud goda en tiempos de paz, equiparables a las luchas de gladiadores que ofrecían al pueblo Rutilio y Manlio, subrayando la inutilidad de éstos por contraste con el adiestramiento de los jóvenes godos (83-86).
El autor elogia las virtudes de Teodorico, gracias a las cuales confirma que se merece el trono, que ya le era debido por su noble cuna (87-88).
Los capítulos 89-93 contienen el retrato del rey: la belleza de su aspecto y su gran estatura revelan su realeza. Pero además reúne cualidades tan grandes que cualquiera de ellas ha constituido la excelencia de otros. Concluye con el augurio de que tenga pronto un heredero.
[1] I Príncipe venerable: que a aquél su profesión le suponga un obstáculo para entonar tus alabanzas; que a aquél otro —a quien un deber cualquiera ha sustraído a tu protección— la consideración de la magnitud de la empresa le aparte de escribir tu elogio3. Que sea entonces todo el pueblo, a quien tus empresas han convertido en deudor tuyo, quien te recompense con un panegírico, devolviendo con loas —¡qué cambio más desigual!— lo que ha obtenido con tu sudor. La libertad, dependiente de tus armas, ha aprendido —es lo único de lo que es capaz— a expresar públicamente su alegría con elogios4. Es tarea tuya, ínclito5, premiar el afecto que, como bien comprendes, [2] no puede ir más allá de la capacidad de tus súbditos. Será competencia de tu sagrado discernimiento calibrar la exigencia hacia éstos, que, bien lo sabes, te sirven con todas sus fuerzas. Que tu majestad6 juzgue mi ofrenda literaria digna de tus altares7, porque es necesario apelar a lenguas bien expertas para que el brillo de las obras no se apague, al envejecer. Que una cadena de relatores obligue a que el paso del tiempo no reclame para sí todo lo que has hecho: vos, en efecto, dais paz a las artes y a las letras, que os proporcionarán la inmortalidad.
El Dispensador del misterio divino no pretende otra cosa [3] de las mentes humanas sino que entiendan de qué Ser procede la capacidad de conocer. Entre quienes están próximos a Dios, reconocer quién ha concedido un beneficio, es ya haberlo devuelto. Lo que desciende del cielo sólo puede pagarse a precio de himnos de alabanza. El Creador del mundo es invitado a conceder dones más valiosos con palabras llenas de armonía8.
[4] A todo esto se añade, que el elogio del príncipe debe fluir del sagrario de un corazón puro y que la conmemoración de tu majestad exige no solamente elegancia estilística, sino que debe emprenderla un hombre de buena conciencia. En los actos de culto a Dios la mente serena ofrece el sacrificio sin palabras. Protegido por la pureza de sus actos, incluso un mudo puede participar en el culto. Así pues, la razón que parecía impedirlo, me invita sin embargo a hacerlo. Ojalá un discurso sincero9 concuerde con mis secretos sentimientos y el esplendor de mi corazón no disienta de lo que voy a pronunciar.
[5] II Salve, pues, rey supremo bajo cuyo dominio el sabor de la libertad ha recuperado su vigor. Salve, oh tú, estabilidad de la república10: porque sería injusto narrar exclusivamente tus éxitos y distinguirlos con una separación retórica de la prosperidad de toda una época. Si enumero las guerras de mi rey, encuentro tantas como triunfos. Ninguno de tus enemigos ha salido a tu encuentro, sino para ser sumado a tus proezas. Quien ha resistido a tu voluntad se ha colocado entre tus trofeos, porque siempre procuró gloria, o a tu clemencia quien se [6] sometió, o a tu valor quien tomó las armas contra ti. Quien te vio en la batalla, fue vencido; quien en la paz, no tuvo nada que temer. Ni dejaste de cumplir en la prosperidad lo que habías prometido respetar, ni tu rigor decayó en el campo de batalla. Tu camino, constelado por muchos obstáculos, contempló victorias cada día y no opuso impedimentos a tu avance: estuvo tan obstruido por las legiones de tus enemigos, como para negarte el acceso, y tan expedito ante tu ímpetu, como si no te perjudicaran las medidas preventivas de tus enemigos.
Si estos éxitos son achacables a tu suerte, ello es bagaje [7] propio de un príncipe; si a tu esfuerzo, eso es algo que está por encima de cualquier alabanza. Al acometer, con hados favorables, las primeras batallas contra las fuerzas de la naturaleza —para que tus enemigos perdieran la esperanza de resistirte—, sometiste a tu voluntad en primer lugar las diversas condiciones climáticas, las cadenas montañosas y las arrogancias de los ríos11. Mentiría si dijera que en algún momento el calor o el frío supusieron un impedimento a tus planes, que fuiste obligado por una crecida de aguas o por la necesidad de beber, o que frenaron tu marcha las cumbres de los Alpes, de una altura tal que se unen con el cielo.
No fueron capaces de resistir aquellos a quienes encontraste [8] tras haber superado sus defensas naturales, porque las regiones abruptas brindan seguridad a las gentes a quienes protegen y los que dominan terrenos resguardados viven con ánimo despreocupado en el ocio. Ante ti, ni una región llana opuso un contrincante par, ni un lugar inaccesible se libró del saqueo, a no ser que sus habitantes se presentaran en tono suplicante. Quien se ha puesto bajo tu protección muestra sin miedo sus riquezas, mas a un rebelde de nada le sirvió ser notoriamente pobre. Nadie se sustrajo a tu indignación sino con humildad, mientras que quien lo pidió con súplicas fue contado [9] en el número de tus aliados. Conoces el frió de la Escitia y no desconoces Méroe, dueño de la otra mitad del mundo, o el trópico de Cáncer, jadeante de calor12: al conquistarlas, has recorrido todas las tierras que nosotros conocemos apenas de oídas. Todo esto supera la capacidad de un solo hombre, pero quien se prepara para gobernar el mundo es necesario que esté impuesto en todas estas regiones.
[10] Demasiado rápidamente he abordado el canto de tu época de madurez y, como si un río remansara ya en sus comienzos el ímpetu original del torrente, he recogido ya, ansioso de narrarlos, los frutos de tu edad adulta. El que busca poner en orden tus triunfos es superado por su número y por la rapidez con que se producen. Las insignes hazañas que hemos citado, ¡oh tú, invictísimo! las has realizado más deprisa de lo que yo puedo narrarlas. ¿Quién podrá soportar en la narración de sus proezas la lentitud que él no sufrió al realizarlas?
III Grecia, vaticinadora del futuro, te ha educado en la [11] cuna de la civilización13; y apenas traspuesto el umbral de la vida, te ha instruido de modo que, a la aún reciente alegría por tu nacimiento, pronto siguió la seguridad de tener en ti a un defensor. Vivías todavía en la blanca flor de la adolescencia y el tallo tierno, antes de ser sometido a prueba, no había producido la cosecha de virtudes; tenías todavía el aspecto del impúber y no cubría la barba tu rostro oscureciéndolo, en la época en que el purpurado reinante y el brote del imperio que le sucedería amenazaba con el terror a unos súbditos, preocupados por el cambio de poder14, cuando, para poner a prueba tu fuerza y tu clemencia, rotas las cadenas, estalló la revuelta y, alimentada por circunstancias favorables, dominó las mentes debilitadas por una prolongada inactividad. Inmediatamente [12] fue expulsada de la ciudad la suprema autoridad y un tirano accedió al poder vacante sin ningún derramamiento de sangre15. Habiéndose apoderado del trono, constató que, tras haber puesto fuera de combate a sus enemigos por medio del terror, no le quedaba otra cosa que hacer: fue entonces cuando la luz de tu naturaleza, aún sin el apoyo de los años, estimuló a tu ánimo para que la mejor causa no sucumbiese ante tus ojos y pudieses devolver, en un momento de necesidad pública, el beneficio que habías recibido en tiempo de paz. El usurpador se retiró apenas comenzaste a combatir y así, gracias a ti, le fue devuelto el cetro al fugitivo, que dudaba de su salvación.
[13] Repasemos los libros de historia, sean consultados los anales16: ¿dónde se cuenta que el poder, que alguien nacido rey se había ganado al precio de su sangre, acabara cedido a un exiliado? La gloria militar se distribuye entre las masas que han tomado parte en ella y no se puede atribuir a uno solo lo que se ha conseguido con la contribución de muchos. El dominio de la ambición es, sin embargo, fruto personal del hombre bueno, sobre todo en aquellas situaciones en las que se podría retener lo que se ha adquirido sin detrimento para [14] la buena fama. A ti, ilustre señor, te corresponden por igual ambas glorias: la de haber defendido y la de haber otorgado la diadema imperial17. Si el rey de aquellas regiones no te amó, se puso al frente de la república debilitado; si te amó, estaba en deuda contigo: como testigo de tus méritos has tenido a un personaje vestido con la púrpura.
IV Para entonces el palacio mismo se había puesto a tus [15] órdenes: nadie creyó que tú no podrías trasmitir a quien quisieras lo que habías rescatado. Mas tú, parco en exigir recompensas, como si pudieran existir algunas que estuvieran a la altura de tus hechos, aceptaste los haces del consulado18, no para aumentar tu autoridad a partir de la silla curul, sino para que, gracias a ti, el consulado ganara en prestigio. ¿Quién podría creer que este sentido cívico19 vivía en plena madurez entre las virtudes que te eran familiares? Aquel año tuvo un [16] cónsul que custodió el estado no tanto con su solicitud como por su buena fama, de modo que en cuanto endosó el vestido recamado20, temblaron las armas que habían empuñado los enemigos. ¿Cuándo ha salido de la suerte electoral un cónsul semejante al que nos ha concedido, desde el mismo inicio del mundo, el examen de tu estirpe real? No quiero divagar por [17] los avatares de otras dinastías: todos los que se encuentran en tu árbol genealógico son eximios. El arado engendró para los honores de cónsul a Serrano, a quien, mientras confiaba a los surcos grandes semillas, le creció una cosecha de honores21. Pero no me gusta la prosperidad que tiene su origen en lo inesperado. Muy pocos logran sobresalir por su propia nobleza, mientras que tú tienes con tu familia el deber de custodiar los actos llenos de nobleza de la estirpe.
[18] ¿Por qué me pones delante, oh antigüedad, la figura de un campesino revestida de un manto de púrpura? Yo te presento —cosa que supera todo lo que es digno de admiración— a mi príncipe, nacido de una cuna tal que no es lícito rechazarlo, y que, sin embargo, se comporta como si rogara ser admitido entre los emperadores.
[19] V Mas, ¿qué debo hacer yo, que tengo delante la fecunda cosecha de tus empresas, que todas juntas superan al que debe elegir algunas de entre ellas? No sé qué espigas debo llevar al hórreo y cuáles dejar de lado. Está ante mis ojos el caudillo de los búlgaros22, derrotado por tu diestra que reivindica la libertad; no fue eliminado, para que no se extinguiera su recuerdo, pero tampoco restó incólume, a fin de que no viviera para su arrogancia; en medio de un pueblo indómito, sobrevivió como testigo que iba a ser de tu gloria. Si hubiera recibido una herida suficiente para darle muerte, tú habrías vencido sobre su persona: el hecho de que viva humilla a toda su estirpe.
Esta es la nación que antes de ti obtuvo todo lo que quiso; [20] en la que recibía honores quien compraba su prestigio con la sangre de sus adversarios; en cuyo seno el campo de batalla es el lugar que da a conocer la cuna —pues es tenido sin duda por más ilustre aquel cuyas armas se ensangrentaron en la lucha—; una nación que antes de haber combatido contra ti no tuvo oportunidad de encontrar a alguien que le resistiera; que a lo largo de su historia decidió las guerras en una sola campaña. No les detuvieron ni las moles de las montañas, ni [21] el obstáculo de los ríos; tampoco la penuria por falta de alimento, según la ley que impone la necesidad, pues creen que es ya delicia suficiente beber la leche de las yeguas. ¿Quién [22] podría resistir a un adversario que utiliza los veloces jumentos tanto para cabalgarlos como para alimentarse de ellos? Y ¿qué decir del hecho de que adiestran cuidadosamente a soportar la falta de alimento a aquellos animales, gracias a los cuales han aprendido a saciar el hambre? ¿Cómo es posible que el jinete de un caballo famélico extraiga alimentos de sus vísceras, después de que ha procurado con toda diligencia que no los produzca? Antes se pensaba que todo el mundo estaba abierto a estas gentes; ahora consideran inaccesible para ellos sólo la parte del mundo que tú defiendes. A toda prisa paso por alto muchas cosas, no sea que, por culpa de un estilo23 lento, llegues tarde a la meta y la antorcha de la curia romana, encerrada largo tiempo en la sombra, comience a iluminar demasiado tarde24.
[23] VI En medio de las experiencias de la vida y la madurez que te proporcionaron los triunfos, el favor del cielo infundió el afecto por nosotros en tu noble pecho. Por entonces esta tierra poderosa había perdido su vigor a causa de los dispendios provocados durante un largo período de calma por la incapacidad de los gobernantes. Ya la paz no perturbada había traído consigo un empobrecimiento del erario público, mientras entre nosotros, dentro del estado, gobernaba en la penuria un depredador, crecido por el éxito de su continua rapiña, dilapidador de sus propios bienes, que no buscaba aumentar los ingresos del tesoro a base de nuevos impuestos, sino a través de sus robos25. Mientras la corrupción se recrudecía, el tirano empobrecido había acumulado odios a causa de su prodigalidad, sin que, agotados sus recursos, lograra suplir con afecto lo que [24] había venido a faltar a su opulencia. A la sazón la penuria en las finanzas de la corte ponía en aprieto a los ciudadanos y la extinción de la estrella del tirano no permitía en absoluto que brillara una sola chispa entre los súbditos. Tenía miedo a los ejércitos disciplinados aquel hombre, a quien cualquier honor, que no le atañía, le recordaba su propio origen26 y así, cuando mandaba a las legiones avanzar y retroceder a una señal suya, lo hacía atenazado por el miedo. Efectivamente, es sospechosa la obediencia prestada a hombres indignos y cuando en los superiores se insinúa la conciencia de su ínfimo origen, temen precisamente por el hecho de ser temidos.
Surgió entre vosotros un motivo feliz de discordia cuando [25] la prosperidad de Roma incitó a los ánimos rebeldes a matar a unos parientes tuyos27. Desvalidos dieron motivo a la guerra y, para que quienes estaban destinados a morir (las gentes de Odoacro) no alentaran la esperanza que procede de una negociación, una parte de los fugitivos (rugos) entabló batalla.
A este punto, reunidas por ti las fuerzas dispersas a lo largo [26] y a lo ancho, se unen en un solo pueblo, si bien dividido en innumerables tribus. Todo el mundo emigró contigo hacia la Ausonia28: no se puso en marcha ninguno que no estuviera dispuesto a obedecerte. Los carros asumieron la función de casas y en los techos en movimiento se acumuló todo lo que sería útil para cubrir las necesidades. Así eran arrastrados por bueyes los instrumentos de Ceres y las piedras que trituran el trigo29. Entre tus gentes30, las madres, cargadas con sus hijos y olvidadas de su sexo y del peso, se afanaban en la preparación de la comida.
[27] Por entonces el invierno se extendía por los campos, envolvía de continuo la cabellera en la blancura de la escarcha, convertía la barba en témpanos de hielo y, por decirlo en una palabra, se apoderaba de todo el pelo31. En efecto, el vestido que la madre de familia había tejido cuidadosamente, se ponía rígido por el hielo, de modo que, adherido al cuerpo, se rompía. Se conseguía alimento para tus ejércitos, bien sometiendo tribus que ofrecían resistencia, bien abatiendo animales en la selva.
[28] VII De entre las hazañas que has llevado a cabo en el hielo y en el ardor del verano32, quiero describir a grandes líneas y sumariamente una de tus batallas. El río Ulca33 es la defensa de los gépidas: protege a ese pueblo aguerrido en vez de murallas y abarca un flanco de su territorio como si fuera una cadena montañosa a modo de muros que no se dejan abatir por ningún ariete. A este río te condujo tu camino, allí donde este pueblo, durante mucho tiempo invicto, se aprestó a resistirte en vez de enviarte legados y solicitar tu favor cuando a tus unidades, ya casi situadas ante el enemigo, les asediaba la plaga del hambre.
[29] Dime, señor clementísimo, ¿qué esperanza fuera de ti le quedaba a tu pueblo, comparable en número a la arena o a las estrellas34? Bajo la amenaza de los gépidas35, del río, de una peste, tú, haciendo frente a las espadas desenvainadas, te precipitaste por un camino que otro hubiera evitado, dándose a la fuga. Nadie desconocía a donde llevaban sus huellas impresas en el fango36; ninguno arrostró el peligro sin ser consciente, derrochando su vida. Una decisión inminente supera la presencia de ánimo de una mente humana: la seguridad en sí mismos de los hombres valerosos se tambalea, siempre que aparecen ante sus ojos situaciones terribles. Ante una juventud indomable se presentó la posibilidad de optar por diferentes tipos de muerte, porque no se le ofrecía ninguna seguridad de salvarse.
¿Por qué habéis ensalzado a Catón vosotros, viejos historiadores37, [30] por haber conducido a su ejército a través de las Sirtes líbicas, cuando hizo que la muerte de sus hombres sirviera de diversión a las serpientes o cuando probó el frío del veneno constituido por el aire sofocante, sin que su valor fuera premiado? A nadie le fue dado ver las serpientes antes que la muerte, mientras que, a causa de aquella llama abrasadora, se diluía en el aire hasta el esqueleto del cuerpo a la manera como suelen hacerlo las almas. Quien no sabe de dónde viene su ruina no muere con fama de hombre valeroso. Ni la fortaleza de aquellos soldados es comparable con la de tus tropas, formadas en forma de cuña, ni tiene parangón la sabiduría de su general. A aquel le impulsaba el furor de la guerra civil, a ti te pedía Roma, señora del mundo, que la restituyeras a su anterior estado38.
[31] Mas, ¿por qué difiero el relato de lo que este suceso venturoso te reportó? Ante las cerradísimas filas de tus enemigos retrocedieron quienes habían ganado ya la orilla opuesta. Eran acosados a flechazos aquellos de tus hombres a quienes no podían contener ni la corriente del río ni un ataque enemigo. Lanzas empuñadas por brazos vigorosos traspasaban las famélicas cajas torácicas de los tuyos, cuando, en medio de esta derrota en tierra y las aguas llenas de sangre, apareció el invencible general y fortaleció a los hombres que le rodeaban con las siguientes palabras:
[32] «El que quiera abrir un camino en el frente enemigo, que me siga; ¡que no mire a ningún otro, quien busca un modelo para la batalla! El valor no necesita una multitud: a unos pocos se debe el resultado de las guerras, a muchos van los frutos de las mismas. El ejército será juzgado según mi comportamiento; en las hazañas que yo realice, triunfará mi pueblo. Desplegad los estandartes con los que se logrará que yo no permanezca oculto: ¡que sepan contra quién luchan o de quién es la yugular que buscan! Que quienes me vienen al encuentro obtengan la gloria con su muerte».
Dichas estas palabras pidió una copa para obtener un auspicio [33] favorable y sueltas las riendas se lanzó a la batalla39. Devastaste como un torrente los campos sembrados, como un león los rebaños: no sobrevivió ninguno que te saliera al encuentro, ni pudo escapar ninguno de aquellos a quienes perseguiste. Acudías a todas partes, cuando ya escaseaban los proyectiles y el ímpetu de la batalla crecía. Inmediatamente cambió la situación de los gépidas: vuelta la suerte, se vio ir a la desbandada a los que hasta entonces eran vencedores. Pues tú, ¡oh, digno de veneración!, que habías comenzado a disputar la batalla sin escolta, avanzabas ahora rodeado de millares de soldados. Cayó una gran multitud de enemigos, hasta que [34] la noche ya próxima salvó a unos pocos. Se tuvo acceso a graneros situados acá y allá, llenos de provisiones para las ciudades, que no sólo remediarían la necesidad, sino que habrían satisfecho los gustos de quienes estaban acostumbrados al bienestar. De este modo la adversidad se puso a tu favor y un ataque hostil luchó contra el hambre de tu gente: el asalto del enemigo venció la falta de alimentos y no habrías recuperado la fuerza guerrera, si no hubiera habido combates40.
De tus innumerables empresas, basten éstas, expuestas [35] por orden cronológico. Paso por alto a los sármatas41, que se mueven de un lado a otro con sus tiendas, y me callo la gran cantidad de confrontaciones, cuyo número se puede calcular a partir de tus trofeos.
[36] VIII Voy junto con mi señor en tu busca, Odoacro, tú que, como un agitador de este mundo, levantaste contra él a todas las naciones. Contigo se habían reunido para hacer la guerra tantos reyes como soldados puede a duras penas mantener todo un estado. Pero se notaba que los pareceres de una multitud así reclutada eran diversos y que la esperanza de victoria no se puede deducir del número de hombres42.
[37] Todavía temblaban las manos de tu gente a causa de las privaciones pasadas y la debilidad de sus miembros no podía aún llevar a efecto los ataques que deseaban efectuar. Sin embargo, basta una voluntad acorde en vez del vigor físico y, en lugar de la fuerza, un propósito unánime trae consigo la venganza sobre los enemigos. No te entretuvieron por mucho tiempo el campamento fortificado ni el lecho de un río: a tus enemigos les fue posible construir, que no defender, una pared [38] protectora. De repente una multitud de fugitivos cubrió la llanura. En medio de ella tú indicaste a tus soldados, cuando partían para la batalla, que debía ser vencida aquella calamidad interna43. Mientras tanto tus tropas ponen fin a la batalla con su aparición, sin ningún esfuerzo. A partir de ahí la suerte te abrió las puertas, mostrando abiertamente que no restaba ningún combate favorable a quienes habían sido ya derrotados en el primer campo de batalla.
Pero la mente inconstante de Odoacro, que se engañaba [39] a sí mismo, se aprestó a la lucha de nuevo, emprendiendo grandes preparativos de guerra —invirtiendo dinero, sin reparar en gastos— ante la ciudad de Verona, que te era adicta44. Nada hubo más valiente que tus adversarios antes de la batalla, pero nada más débil en cuanto las trompetas dieron la señal de ataque. Fue enorme su valor cuando la confrontación era sólo una promesa y enorme la cantidad de palabras, como si la lengua fuera suficiente para suplir a la diestra. Eligieron [40] el emplazamiento del lugar de combate, apto no tanto para desplegar el ataque como, sobre todo, para dar pábulo a su pánico, previendo que no se dejara al azar ni siquiera la primera desbandada de quienes huían45. Sin embargo, la buena fortuna de la república te urgía para que no renunciaras a lo que habías comenzado. Tras haber recorrido tu marcha en etapas, contemplaste los fuegos del campamento enemigo que brillaban como las estrellas, tanto que si hubieses conocido alguna vez el miedo, habrías sido consciente de que pendías sobre un abismo.
[41] Nunca tu estado de ánimo se dejó llevar por la soberbia ante los sucesos favorables o vaciló en los momentos de crisis. Era inminente el día de la batalla, que para muchos traería consigo las tinieblas de la muerte. Apenas la aurora sobre su dorado carro de dos caballos había anunciado el comienzo del día y se levantó del agua del océano el ígneo círculo solar, cuando sonó la señal sorda de la trompeta y el ejército, [42] olvidado de sí mismo, te buscaba a ti46. Y mientras encerrabas tu pecho en la coraza protectora, mientras te armabas con las grebas47, mientras acoplabas a tu costado la espada, protectora de la libertad, diste ánimos con estas palabras a tu virtuosa madre y a tu respetable hermana48, que habían llegado hasta ti a impulsos de su amor y cuya solicitud femenina oscilaba entre el miedo y la esperanza (temerosas ante el resultado de la batalla, se extasiaban ante el esplendor de tu rostro)49.
«Tú sabes, madre, conocida para todas las naciones por [43] la fama de tu vástago, que el día de mi nacimiento diste a luz, fecunda, un varón. Ha llegado el día en el que el campo de batalla dará a conocer el sexo de tu hijo. Debo dejar actuar a las armas para que no perezca por mi culpa la gloria de mis antepasados. No tenemos derecho a apelar a los méritos de nuestros padres, si no nos ayudamos con los propios. Ante mis ojos está presente mi padre, con quien la fortuna nunca jugó en un combate; él mismo se creó un destino favorable, como premio a su valentía50. Es honroso haber combatido a las órdenes de un jefe que no tuvo temor a presagios inciertos porque él mismo se ocupó de obtenerlos favorables. ¡Traedme, [44] pues, vosotras vestidos cuidadosamente elaborados, que son el tormento de los telares! Acójame la batalla con ropajes más elegantes de lo que acostumbro en las fiestas. Quien no me haya reconocido por el arrojo, que me valore por mi esplendor. Que la hermosura del vestido atraiga las miradas de los soldados ambiciosos. Que la riqueza de mi aspecto señale al que vale la pena herir51. Que tenga consuelo para su esfuerzo, ¡oh, Fortuna!, aquel a quien has concedido mi cuello y que admiren mi esplendor, cuando haya caído, aquellos que no hayan conseguido verme mientras combatía».
[45] Dichas estas palabras, el caballo, ya inquieto por el sonido apremiante de las trompetas, te tomó en sus lomos. Pero mientras tú te entretenías hablando, ya tus legiones eran apremiadas por el enemigo que las acosaba. Con tu demora diste ánimos a los cobardes y esto creo que fue providencia de los dioses para que tu victoria no pudiese achacarse a la tropa. De repente la gran cantidad de caídos advirtió al enemigo de tu llegada: la enormidad de la matanza delató a quien la había llevado a cabo. Pero tampoco esta vez les faltó el remedio acostumbrado: en seguida desplegaron las alas que les proporcionó el pánico52 y en su carrera precipitada por miedo a la muerte eligieron su propia ruina.
[46] Quien no sepa que cuento la verdad, que vea cómo por obra tuya el curso del Ádige se llenó de cadáveres y, mientras en algunos sitios hacías que las olas se hincharan con la sangre, en otros se estancaba el río. Así combatió también de tu parte el agua, para que no te quedaras corto con la espada. ¡Salve, tú el más espléndido de los ríos, que disolviste la mayor parte de la suciedad de Italia y recibiste las heces [47] del mundo sin perder tu transparencia!53 ¡He aquí que aquel campo cubierto de guerreros brilló lleno de nobleza con el resplandor de huesos humanos! Tenemos algo que contemplar cada vez que nos atormente el recuerdo de un viejo dolor. ¡Que la tierra noble conserve esta escena bellísima! ¡Que permanezca en la memoria lo que los hombres han sufrido, hasta que el olvido destruya lo que han hecho! ¡Ojalá no les hubiera sido permitido a las bestias voraces llevarse nada de allí! A un espléndido espectáculo le fue arrebatado todo lo que los robos de los animales rapaces hicieron suyo.
IX Quisiera, ¡oh, Roma!, que asistieras a esta escena, olvidando [48] tus años. Si vinieras, temerosa, con pasos vacilantes, este gozo transformaría tu edad. ¿Por qué permaneces siempre encerrada en tus santuarios? Aquí se ha conseguido que puedas tener más cónsules que candidatos a tal magistratura has visto hasta ahora54. Reconoce la bondad de tu señor: quiere que disfrutes del sabor de los triunfos, tú, a quien decidió ahorrar las incertidumbres de la guerra.
X He aquí que, de nuevo, una parte de los enemigos, destinada [49] a morir, se apresuró a rendirse, actitud que ya conocían. Aunque el número de los caídos había sido incontable, sin embargo se presentaron, dispuestas a rendirse, unidades equipadas con armas refulgentes55. Tu corazón, siempre propenso al perdón, se conmovió. Creiste que en la escuela de la necesidad habían aprendido la lealtad, de la que nunca hasta entonces habían dado pruebas respecto a sus príncipes, a quienes les unía el afecto. Tu salvación fue —¡oh, tú, excelente entre los reyes!—, [50] que fiado en su juramento depusiste todo tipo de precaución. Nos debatíamos ante el temor de que algunos de los enemigos a quienes habías acogido no merecieran la muerte. Te damos gracias, Dios, juez del universo, porque arrojaste contra las espadas vengadoras a todas aquellas conciencias que estaban poseídas por el error que arrastraban de antiguo. Me avergonzaría hablar de su inveterada inestabilidad de ánimo, si no fuera porque veo que sirve para alabarte.
[51] Mas, ¿por qué tardo en seguir contando tus hazañas? Les pareció oportuno ofrecer de nuevo el reino a Odoacro, que les tendía la mano, ya incapaz de empuñar un arma56. Descubierto inmediatamente el complot, salió a la luz el error de aquellos ánimos hostiles. Invocaste a la Providencia como compañera de tus actos y, para que no quedara impune el capricho de quienes se pasaban de un campo a otro, tú, enarbolando la bandera de la venganza, hiciste partícipe al pueblo, que te había dado muestras de lealtad, de las decisiones que habías ya tomado en secreto. Ninguno de tus enemigos llegó a conocer lo que la mejor parte del mundo planeaba contigo. Hasta las regiones más apartadas llegó la orden de la muerte que habían merecido.
[52] ¿Quién sino la voluntad divina propició que en un momento se extinguiera la desgracia del pueblo romano, acumulada durante un tiempo tan largo de perversidad? Llegado a este punto, no sé hacia dónde volverme. ¿Debo dar gracias, yo, que me he propuesto escribir tu panegírico, o emprender el camino ya comenzado de cantar tus alabanzas57? El asunto acabó en una guerra a la vez favorable y determinada por el destino58; se vino abajo la presunción de Odoacro al no conseguir ninguna ayuda con el engaño.
¿Qué debo recordar de las derrotadas huestes de los hérulos59? [53] Fueron conducidas contra ti para que así conocieran a uno que habrían de temer aún en su propio territorio. De este modo, la locura de otros actuó a favor de una prolongada tranquilidad. Paso en silencio, Burgundio60, la época en la [54] que te fue impuesta una paz duradera, cuando guardaste los pactos de un modo tal que podía pensarse que vivías en calma gracias a tu fidelidad y no al terror. ¿Quién puede soportar también que caiga en el olvido el hecho de que ante nuestros ojos, las armas de los desleales se entrecruzaron para ventaja tuya y las fuerzas enemigas cayeron en una guerra agradable a Dios mientras tú te ocupabas en otros asuntos?61 ¿Cuántas veces venció luchando a tu favor uno que había prometido [55] luchar contra ti? Que lo diga Federico, quien tras haber traicionado la lealtad hacia ti, acompañó en la muerte a tus enemigos esgrimiendo sus armas contra aquellos a quienes había acompañado en el error, al surgir la discordia entre aquellos criminales a propósito de cuál debía ser su objetivo común. Que Dios me asista y me conceda sus favores por toda la eternidad: por su disposición surgieron las disputas que eran de prever entre los culpables. Pues Federico, tras haberte ayudado a triunfar sobre tus enemigos, te proporcionó la victoria sobre él mismo.
[56] XI Una gran parte de tus méritos me conduce a otro apartado. Veo que un inesperado esplendor surge de las cenizas de ciudades y que, en una era de esplendor de la civilización, por todas partes resplandecen techos de palacios. Veo edificios realizados aún antes de haber tenido yo noticia de que se proyectaban. Roma misma, madre de todas las ciudades, rejuvenece porque se le cortan los miembros podridos de su vejez. Permitidme decirlo, vosotros, sagrados orígenes del genio lupercal62: tiene más valor resistir a la decadencia que haber puesto el comienzo. A esto se suma el hecho de que [57] has adornado la corona de la curia con innumerables flores. Hasta ahora no ha debido renunciar a la esperanza de obtener honores ni uno solo de quienes, al solicitarlos, estaban apoyados por una buena conciencia. Todo aquel que, dotado de méritos sobresalientes, te ha dirigido una petición está seguro del resultado de sus ruegos63. Pues somos buenos, o bien porque nos lo hemos propuesto, o bien porque nos atenemos a tu ejemplo. La riqueza del estado creció a la par que aumentaron [58] los bienes privados: en tu corte no hay corrupción por ninguna parte y la riqueza se difunde por doquier. Nadie se aparta de ti sin regalos, ninguno lamenta la desgracia de la proscripción64. Tus negociaciones tienen validez imperecedera: estableces ya el orden de tus disposiciones, aún antes de ver a los embajadores65. No encuentran oposición tus respuestas y difícilmente una decisión está en desacuerdo con tus objeciones. Tu prestigio como príncipe vela en vez de las armas, [59] el celo de un gran gobernante protege nuestro descanso; sin embargo, no dejas de ampliar las fortificaciones, proyectando tus cuidados hacia un futuro lejano. No te falta ni la seguridad en sí mismo de un hombre valiente ni la cautela de un timorato. ¡Oh, doble plenitud virtuosa en un solo príncipe! Ella revela a Dios como autor porque es evidente que no hay entre los hombres nadie de quien haya podido recibir las cualidades que muestra66.
[60] XII Mas he aquí que, de nuevo, después de un tiempo de paz estable, volvemos nuestro discurso a las guerras: una vez más la trompeta pide para sí la palabra. La ciudad de Sirmio67 constituía un tiempo la frontera de Italia; en ella los antiguos señores montaban guardia para que las heridas que le infligían los pueblos limítrofes no penetraran en el cuerpo de Roma. Esta ciudad, por descuido de sus gobernantes, cayó después bajo el dominio de los gépidas68; desde entonces procedían [61] de ahí provocaciones diarias y arrogantes embajadas. Hacían arder de ira el ánimo de nuestro príncipe los halagos de una sumisión fingida y la alianza intempestiva de Traserico con los otros gépidas, cuyo caudillo era Gunderit69. Creías que esa ciudad se había perdido por culpa tuya, porque bajo tu mando había sido posible mantener durante mucho tiempo el dominio de Italia sobre ella; y no era suficiente consuelo el pensamiento de que no la habías perdido tú, porque era inmenso el dolor de que quien la retenía ahora no te la había devuelto al principio de tu reinado. En tu opinión, el imperio que no crece disminuye.
Cuando las maquinaciones de Traserico salieron a la luz [62] pública, enviaste a los más nobles de entre los godos, Pitzia, Harduico70 y jóvenes soldados que hasta entonces no tenían experiencia de la guerra, para que, en el caso de que aceptara las condiciones que le proponías, mantuviera bajo su dominio los territorios que en su día había invadido. Mas la inconstancia de su conducta fue una ayuda para tu buena suerte: por iniciativa propia se retiró de una región que no era suya y abandonó lo que te debía, sin que tu ejército le hubiera atacado. Inmediatamente Pitzia, que había aprendido de ti a aprovechar las situaciones favorables y ponderaba la oportunidad de sus decisiones, estimó que aquella tierra no había sido conquistada sino restituida y no la asoló con saqueos, como si hubiera sido tomada, sino que la protegió con medidas administrativas, como si fuera propia.
Mientras ellos establecían allí una organización, Grecia71 [63] declaró la guerra provocando a nuestro aliado Mundo72, arrastrando consigo para protegerse a los búlgaros, a quienes amenaza con utilizar como escudo en caso de guerra. [64] Entonces Mundo, creyendo que era suficiente para su seguridad que tus cohortes conocieran lo que pasaba, encomendó a una embajada urgente el encargo de informar del peligro y, aún antes de que hubiera sabido que las cohortes se aprestaban en su defensa, las vio ya luchar a sus flancos. En cuanto Pitzia vio venir de lejos la indómita juventud búlgara73, alentó aún más los ímpetus ardorosos de sus adolescentes con el fuego de estas palabras:
[65] «Recordáis, compañeros, de quién habéis recibido órdenes para venir a esta región. Ninguno piense que está lejos la mirada de nuestro rey, por cuya gloria vamos a luchar. Aunque una lluvia de lanzas cubriera el cielo, no pasará oculto quien haya arrojado la suya con particular valor74. Forjad vuestros pechos en acero, de modo que del temor por vuestra vida paséis a una esperanza cierta en la victoria. Creo que el testigo de la grandeza de nuestro rey ha muerto ya y que no sobrevive quien habitualmente les advertía qué señor tenemos75. O quizás no se dignan valorar a nuestro pueblo a tenor de nuestro príncipe. Que comprendan que lo que hacemos de él procede y no les sea permitido atribuir a su sola persona lo que nuestro rey ha inculcado a toda su gente».
[66] Hizo seguir a estas palabras el sonido de las trompetas: inmediatamente se lanzaron de cabeza los guerreros, como suele tronar una nube oscura al precipitarse la lluvia con tanta intensidad que los techos retumban76. El choque vaciló durante mucho tiempo con resultado incierto, porque se había levantado en ambas partes igual fiereza en la contienda. Chocaban dos naciones que, una vez metidas en combate, nunca habían buscado su salvación en la huida. Se asombraron al encontrarse dignos unos de otros y al ver dentro del género humano a alguien que era capaz de resistir tanto a los godos como a los búlgaros. En el entretiempo, mientras el resultado de la [67] batalla era incierto y las flechas portadoras de la muerte eran dueñas del cielo, prevaleció el recuerdo de nuestro príncipe, al esforzarse los godos en que el terreno de combate fuera testigo de los méritos de cada uno hacia él. Se dio a la fuga un pueblo cuyo mayor castigo consistió en haber escapado a la muerte. La tierra tembló, sacudida por las pezuñas de los caballos. Se alejaban de allí entre grandes lamentos cuando se dieron cuenta de que no tenían que temer más por su vida. ¡Oh Dios, juez del cielo, multiplica los dones que nos has concedido! Aquellos que nunca habían dudado de sus triunfos, aquellos a los que el mundo admiraba, se retiran ahora tras haber perdido sus estandartes de guerra y haber sido batidos en su incolumidad, llamando tres y cuatro veces dichosos a quienes habían conseguido morir77.
¿Para qué recordar la carnicería entre los soldados y el [68] vergonzosísimo fin de su jefe Sabiniano, pues no tiene ningún sentido contar de nuevo lo que ocurrió a un indefenso cuando desaparece su protector? Pues bien, Pitzia, que merece ser alabado por los siglos de los siglos, para no dar la impresión de que había combatido no tanto para su honra sino por codicia, dejó a las fieras y a las aves del campo el fruto de su trabajo, dando órdenes a los soldados, hambrientos de botín, de no quitar nada a los cadáveres, que estaban opulentamente [69] equipados. Pero, ¿qué lengua es capaz de describir esto de modo adecuado? ¿Con qué dotes de elocuencia se puede contar? Durante largo tiempo venciste tú en persona todas las batallas, ahora comienzas a tener vencedores a tu servicio. Mientras tanto, el imperio romano volvió a alcanzar sus fronteras: como en el pasado, dictas órdenes a los ciudadanos de Sirmio y, a causa de tu cercanía, comienzan a temer por sus tierras quienes hasta ahora habían ocupado las nuestras.
[70] XIII ¿Qué puedo decir del castigo que diste, hasta con los vientos a tu favor, a las depredaciones de los vándalos, un pueblo a quien basta tu amistad en vez de un impuesto anual?78. Guiados por la sabiduría no osan traspasar su zona de influencia: han merecido ser aliados, al no negarse a obedecerte79.
[71] XIV Del cúmulo de tus hazañas he descrito algunas, ordenadas sucintamente, más con buena voluntad que con elocuencia, dejando otras intactas para escritores mejores que yo. Veremos quién me gana en elocuencia; ninguno será capaz de superar mi afecto por ti. Por inspiración divina tienes una mansedumbre tal que crees poder conseguir más a través de tu amor que con el terror. Entre los monumentos de tu fama se encuentran buenas obras extraordinarias que hacen que, mientras los reyes te temen, los que están a tus órdenes te amen. Eres, en efecto, de la opinión de que tus súbditos podrían negarte lo que les mandas que te den, después de haber medido sus posibilidades. ¡Oh, rey adornado de una serenidad total, que atribuye a nuestra devoción todo lo que te tributamos por sumisión!
XV ¿Qué decir de cuando la totalidad de los alamanes fue [72] encerrada dentro de los confines de Italia, sin que la soberanía de Roma sufriera detrimento? Este pueblo consiguió tener un rey después de haber merecido perderlo. Se convirtió en guardián del imperio latino, él, que siempre había saqueado nuestra región; haber huido de su territorio trajo buena suerte a esta tribu, porque así consiguió la riqueza de nuestro suelo80. Habéis adquirido una tierra que ha aprendido a doblegarse a [73] la azada, sin que nosotros hayamos experimentado ningún perjuicio81. Bajo tu gobierno hemos visto que los acontecimientos más favorables surgen de una situación adversa y que una ocasión de peligro puede ser madre de la fortuna. Liberado de las ciénagas, se alegra de habitar tierra firme un pueblo que, hasta ahora en casas agrietadas, emerge gracias a un terreno más sólido82.
[74] XVI Fue también digno de ti83 estimular la elocuencia laudatoria con premios: así no dejaríamos perder en el silencio tus victorias. Ninguna de las artes permanece inactiva: se busca a quien es hábil allí donde se esconda. Obtiene una magistratura el que la merece, aunque viva muy apartado. Pues nunca permanece oculto aquel a quien su honradez delata, porque tú, justísimo juez, te dejas convencer, no con palabras, [75] sino con hechos. Los méritos de nuestros difuntos antepasados están bien guardados en tus manos: cuando un acto de lealtad llegue a los oídos de tu misericordia, inmediatamente restituirás según el derecho hereditario a su sucesor todo lo que debes al que actuó fielmente. Tenemos el premio a la obediencia de nuestros padres y sin embargo no tememos los castigos por sus crímenes. Tu indignación se limita, moderada, al culpable, mientras que tu agradecimiento busca al sucesor para recompensarle.
[76] Quedan todavía muchas cosas por decir84, pero conviene que se deje algún tema intacto para los múltiples pregoneros de tus hazañas. A ti te deben las ciencias venerables el hecho de que pueden seguir hablando. Tus predecesores amaron la ignorancia, porque jamás llevaron a cabo empresas dignas de alabanza. Quien era elocuente llevaba una vida sórdida detrás del arado y la violencia les negaba lo que les había proporcionado su destreza; los tribunales se lamentaban porque los abogados callaban y no se concedía ningún reconocimiento al que hablaba. El resultado de los negocios dependía del azar, [77] dado que no se atribuía ningún mérito a la cultura. Por doquier una resignación universal había ahogado la inteligencia, ya que el ocio debilitaba las facultades de los buenos oradores. Una devoradora dejadez se había apoderado de la magnificencia de los ancianos y los jóvenes no eran estimulados a seguir a alguien, emulándolo. He ahí las riquezas de tu época: por entonces apenas tenían los foros oradores perfectos, hoy la Iglesia te envía un panegirista85.
XVII Venga ahora la antigüedad y, en narraciones calzadas [78] con coturnos, cante a Alejandro a quien proporcionó fama opulenta el talento de los poetas, de modo que su gloria, pobre en hechos, parece hincharse con ayuda de la retórica86. Los méritos de nuestro rey no necesitan la ayuda de un narrador. Las gestas de los antiguos, por más que hayan sido multiplicadas con mentiras, son más modestas que las verdaderas empresas de éste. Poetas, vosotros habéis imaginado grandes proezas, pero os conviene reconocer que nuestro señor actual [79] las ha llevado a cabo aún mayores. El caudillo de Pela quiso que la exaltación de sus empresas dependiera en todo de Quérilo, para que un gran número de escritores no notara su intención de engañarlos y quedara como testigo único de su desvergüenza quien era requerido para que dejara constancia de su triunfo87. No quiero robar nada a los ancianos a quienes la antigüedad hubiera considerado excelentes, si la romanidad, [80] en su resurrección, no te hubiera producido a ti. La ignorancia, madre del error, dominó a aquel (Alejandro) que desconocía la verdadera religión: a ti, desde el umbral de tu existencia, la doctrina de vida te instruyó en el culto al Dios supremo. Nunca atribuyes a tus esfuerzos lo que trae consigo un suceso favorable: sabes que de ti depende la previsión, pero que el poder de realizarlo está en las manos de Dios. Te comportas de modo que mereces conseguir el éxito, pero cuando lo has logrado lo atribuyes por entero al Creador. Por tu fortaleza, tu solicitud, tu buena fortuna te comportas como príncipe, [81] por tu mansedumbre como sacerdote88. Pues, ¿qué? ¿Acaso nuestros mayores han llamado en vano dioses y pontífices a todos aquellos a quienes les fue conferido el cetro del poder? Lo extraordinario consiste en realizar actos de santidad suprema y no tener ningún nombre que exija veneración. Mi rey podría por derecho ser llamado el «triunfador sobre los alamanes», pero que sea llamado otro así89. Que lleve una vida de dios como fruto de su conciencia y no busque títulos vanos por ostentación vanidosa aquel en cuyo comportamiento las adulaciones de los antepasados se han puesto al servicio de la verdad.
XVIII Confieso que querría llegar al fin de mi discurso, [82] vencido por la grandiosidad de tus proezas, y, deslumbrado por el esplendor de tus empresas pasadas, pasar por alto tus glorias más recientes. Es como si hubiera querido enumerar en verso las estrellas de la bóveda celeste y, una vez contemplado el fulgor de la Osa mayor, quisiera describir el esplendor del cielo con palabras inapropiadas; entonces la pobre manera de expresarse de un mortal habría tenido que retroceder ante la luz divina y la chispa de mis humildes palabras habría sido insuficiente para reflejar los rayos del sol. Así este discurso, por más que sea testigo de mi sumisión, es muestra clara de mi incapacidad.
XIX ¿Con qué palabras habría que celebrar el hecho de [83] que, mientras te ocupas de que nuestra paz no sea perturbada, mantengas intactos los instrumentos de la fuerza goda y hagas que bajo tus ojos la juventud indómita, aun en medio de las alegrías de la paz, se ejercite para la guerra?90. Todavía hoy las tropas victoriosas se mantienen en la plenitud de su fuerza y otras nuevas han madurado ya. Los músculos se endurecen con el lanzamiento de la lanza y cumplen misiones como los valientes, mientras juegan; se ejecuta como un espectáculo lo [84] que con el tiempo podrá ser prueba de valor. Mientras arrojan las lanzas aún lentas dotadas de amientos91 propios de niños; mientras apuntan cada vez más lejos los arcos que cada día pueden provocar víctimas, todo el recinto de la ciudad es pisoteado por la simulación del combate. Estas peleas fingidas logran que no surjan luchas verdaderas, con peligro. ¿Quién podría imaginarse a este propósito que la misma persona sea capaz de comprender que de una parte marcha al combate dispuesto a vencer a un ejército de salvajes y de otra es consciente [85] de que no hay ningún motivo para pelear? Sabemos que Rutilio y Manlio92 organizaban luchas de gladiadores con la intención de formar al pueblo, para que la plebe, que vivía desde tiempo atrás en paz, conociera a través de la arena del teatro lo que ocurría en el campo de batalla. Pero entonces se ofrecían a la vista matanzas en masa sin sentido, mientras las manos de los espectadores permanecían pasivas. Nunca son buenas unas medidas que tienen su origen en la crueldad: para que se enardecieran los ánimos contra el enemigo, había que presenciar antes la muerte de los conciudadanos. Por lo demás aquellas luchas, como muestra el resultado, no produjeron el aumento del valor sino del miedo: en medio del bienestar, el ánimo de los que vivían en paz aprendió lo [86] que debía temer. Observa la diferencia entre dos medidas completamente contrapuestas: entonces una efusión real de sangre apartó los ánimos de la confrontación armada, ahora el valor de los jóvenes se enardeció ante la simulación de una lucha fingida. A temprana edad aprendieron a tener en reserva tantas muertes de enemigos como flechas tenían a disposición, acostumbrados a no despilfarrar negligentemente el contenido de su carcaj en ejercicios exóticos o a disparar al aire sus dardos, portadores infalibles de la muerte: tienen el propósito de cobrarse tantas vidas como flechas han vibrado en el aire.
XX Mas entre los ejercicios militares con los que instruyes [87] a todos y consigues los auspicios favorables para la victoria, ¿acaso no reservas nada para las comodidades de la vida civil? ¿Quién podría creer que, si todo permaneciera tranquilo, tus soldados iban a despreciar el temor como algo desconocido? Porque la ley mantiene en sus límites a los hombres que en el campo de batalla son indomables: someten a las ordenanzas sus cabezas tras haberlas coronado de laurel y haber aniquilado las filas enemigas; tus decretos dominan a los hombres ante los cuales han retrocedido las armas. Tú [88] solo tienes un cúmulo de méritos y dotes naturales tales que hombres aguerridos puedan acatar tus órdenes. Ciertamente tu linaje te ha hecho su señor, pero la virtud te ha confirmado como tal. El esplendor de tu estirpe te ha proporcionado el cetro, pero si te faltaran los signos del poder, tu carácter te habría asegurado la elección como príncipe93.
XXI Pero la belleza de tu persona no debería ser aludida [89] en último lugar, puesto que la majestad de tu aspecto real presta realce a la púrpura de tu cargo. Mostrad, oh seres94, vuestros vestidos, que coloreáis con el valioso jugo de la púrpura y proveednos de cubiertas que no se hayan impregnado de nobleza en una sola caldera colorante95. Sea tejida una guirnalda con piedras preciosas de diversos colores y hágase venir la piedra que guarda el dragón96. Cualesquiera que sean los adornos que te envíe el mundo que está bajo tu poder, lucirán aún más, [90] decorados por la belleza de tu noble cuerpo97. Tienes una estatura que, por su altura, te designa ya como rey. La blancura de tus pómulos armoniza con su rubor; los ojos lucen como la primavera con una serenidad imperturbable. Las manos son dignas de conceder la muerte a los rebeldes y a los súbditos [91] los esperados honores. Ninguno me reproche haberlo traído a destiempo: lo que para otros señores hace la diadema, eso lo ha hecho en mi rey la naturaleza, por obra de Dios98. A ellos les hace respetables la acumulación de una gran cantidad de riquezas; a éste, sin embargo, le ha hecho más distinguido un aspecto inmutablemente sencillo99. Y ¿qué? Que se preocupen de su aspecto exterior quienes quieren conseguir una belleza [92] que no tienen de por sí. El rey de Italia reúne en armonía dos cualidades muy diversas: despedir rayos como ningún otro cuando se irrita y ser hermoso, como el cielo sin nubes, cuando está alegre. Sin abrir la boca, sólo su rostro promete a los embajadores de los pueblos paz si está sereno o guerra cuando es terrible. Tienes tantos rasgos insignes que, aunque cada uno se distribuyera a hombres distintos, les harían perfectos.
Pero, ¡ojalá, un retoño tuyo, vestido de púrpura, multiplique [93] la prosperidad de este siglo de oro!100 ¡Ojalá, un heredero del reino juegue en tu seno, de modo que ese sagrado niño reciba, como testimonio de una alegría semejante, estas palabras que te hemos dedicado en homenaje! He aquí que yo, habiendo pagado mi deuda y llegado al final de mi tarea, concluyo mi discurso con una oración101.