XLIII

El padre Salas salió de su apartamento con ansiedad, y hasta que no llegó al garaje y se metió en su coche no se calmó un poco.

“Debo llegar a la iglesia cuando antes”.

Los últimos días sus sueños habían estado plagados de pesadillas, y terribles premoniciones le asaltaban a lo largo del día, de forma fugaz pero intensa. Se veía rodeado de fuego, y con seres espantosos pero indefinidos que le acechaban y le empujaban con armas afiladas hacia las llamas. Aquellos sueños le recordaban a los de su última etapa en México, poco antes de que tuviera que emigrar y dejar de realizar exorcismos para la iglesia.

“No puede estar sucediéndome esto otra vez”.

Mientras conducía de forma descuidada a su memoria iban regresando todas las personas a las que había exorcizado, y de un modo paralelo, todo sus encuentros con el Diablo, en sus distintas formas. Satán siempre deja una huella profunda e indeleble, y por eso tuvo que parar.

“Tengo que volver a alejarme, tengo que cambiar de país otra vez”.

Entonces notó una presencia en la parte posterior del vehículo, en el asiento de atrás. Había algo que se agitaba, que se movía, y que incluso producía pequeños pero sensibles ruidos con su respiración.

“No mires atrás, no mires atrás”.

Intentando controlar sus nervios aceleró, ansiando como nunca en su vida llegar a la iglesia, aferrarse como un poseso al altar, a la protección de Cristo, siempre salvador. Pero aquello que había surgido en su coche parecía ir materializándose, ganando en tamaño.

“Señor, ten piedad de mí, dame fuerzas ahora”.

Aquello jadeaba a ratos como una persona enfurecida, a ratos como un animal enorme. Cada vez se movía con mayor rapidez, como si fuera de un lado a otro del asiento trasero, al acecho, esperando la ocasión para abalanzarse sobre su presa.

“Recuerda: no mires atrás”.

Le quedaban apenas trescientos metros para llegar al edificio salvador, y cada vez le costaba más mantener la calma, controlar sus nervios, contener el miedo y el terror que se iba apoderando de todo su ser. Entonces, en un gesto instintivo e incontrolado, alzó levemente la mirada hacia el retrovisor, y fugazmente le pareció distinguir el rostro de Carlos embutido en una especie de bestia de pelaje abundante y rojizo. Aterrado abrió la puerta del coche y se lanzó del mismo sin que llegara a detenerse.

“Señor, dame fuerzas, apiádate de mí”.

Aunque herido por la caída, corrió con todas sus fuerzas hasta la iglesia, sin preocuparse del vehículo, que fue perdiendo fuerza hasta chocar con una farola, ni del resto de viandantes, que lo miraban asombrados e incrédulos. Cuando llegó al edificio, cerró con violencia las puertas tras de sí, y se abalanzó sobre el altar, arrodillándose ante la imagen de Cristo crucificado.

“Gracias Señor, gracias por ayudar a tu siervo”.

Con la respiración entrecortada comenzó a rezar, aliviado porque su Dios le había mostrado una vez más su poder sobre el mal, y su capacidad para mantenerlo a salvo. Pese a todo, aún seguía horrorizado por la imagen que apenas había vislumbrado a través del retrovisor.

“¡Aquellos ojos!”.

Y entonces comprendió. Con un sexto sentido que él atribuía a una comunión directa con el Santísimo, pudo ver y entender. El cielo, oscurecido momentos antes por negros nubarrones, se abrió y dejó sólo un azul claro, tremendamente hermoso y limpio. Y al instante se dio cuenta de que tenía que ponerse en marcha sin perder un instante.

“¡He de avisar a todos los implicados, antes de que sea demasiado tarde!”.