II
Su mujer y su hija habían muerto. Quedaba el consuelo de que al menos lo habían hecho sin sufrir, de forma instantánea... o eso le aseguraban. Un accidente tonto, casi ridículo. Bajaban de la sierra y había llovido después de más de cuatro semanas sin hacerlo. Esto había provocado que sobre el asfalto se formase una especie de barrillo, y que el piso se encontrara especialmente resbaladizo. En algún punto (no sabía concretamente en cuál) su mujer había pisado el freno con fuerza y el coche se había deslizado sin remedio hasta un pequeño barranco (suficiente).
Era curioso, a Laura (su hija) le encantaba patinar sobre el hielo. Seguro que hasta en un primer momento le habría parecido divertido ver cómo mamá perdía el control del coche, y éste patinaba, como ella solía hacer muchos domingos.
No era la primera vez que ambas iban solas al monte a pasar el día. Muchos fines de semana él se quedaba en casa, terminando algún informe para el lunes siguiente o sencillamente repasando datos y estadísticas de diferente índole.
A veces Carlos compartía aquellos momentos familiares, pero su cabeza nunca dejaba de estar en su trabajo, y apenas si prestaba atención a lo que su mujer y su hija le decían. Era un alto ejecutivo como otro cualquiera, tan absorbido por su trabajo que su mente apenas tenía tiempo para distraerse con otra cosa que no fuera todo lo relacionado con el mismo.
Ahora su mujer y su hija habían muerto, y una especie de abismo a lo desconocido se abría ante sus pies. Pese a la distancia inmensa que se había ido creando entre él y su familia, estaba cómodamente instalado en esa seguridad férrea e inexpugnable de lo cotidiano, de lo que ha de ser para siempre y no admite transformación alguna. O eso había creído él hasta aquel maldito y fatídico lunes.
Por curioso y deleznable que pudiera parecer, había sido precisamente desde el accidente cuando Carlos había comenzado a tomar conciencia de lo mucho que quería y necesitaba a ambas. Hasta el momento habían estado ahí, siempre ahí, y ni falta había hecho tomar conciencia de nada.
Desde aquel día su ritmo de vida frenético y estresante, más en lo mental que en lo físico, se había ido apaciguando paulatinamente, como sometido por un yugo que iba incrementando su peso lenta pero inexorablemente, hasta ser capaz de inmovilizar cualquier tentativa de agitación o de cambio. Carlos intuía, casi como un observador imparcial y ajeno a su propia existencia, que una nueva etapa de sedentarismo y desazón arrancaba, y que todo lo vivido hasta la fecha no contaba en absoluto, porque lo que había de llegar en nada se parecía a todo lo anterior.
Y así entretenía su mente, intentando que el tiempo transcurriera veloz, en busca de no sabía exactamente qué.
Era también curioso, a la exacta hora del accidente Carlos había tenido entre sus manos un retrato de su mujer (Alicia) que estaba sobre la mesa de su despacho, y tras algunos segundos mirándolo había notado una punzada en los ojos, como cuando arranca una jaqueca. Luego había dejado de sentir...