XXXI

Era sábado por la mañana y había optado por dar una largo paseo en coche para entretener la mente y e intentar que los minutos pasasen con mayor velocidad. Una especie de ansiedad le tenía amordazado, momentos antes de su entrevista con el Padre Salas, aquella misma noche.

“No entiendo por qué narices estoy tan nervioso”.

En los semáforos podía comprobar cómo en los coches de su alrededor la gente aprovechaba las primeras horas para salir sin atascos y disfrutar del fin de semana. Aquel estilo de vida le resultaba ya lejano y casi pintoresco. Todo era superfluo y sólo una cosa tenía ya sentido en su existencia.

“Será cierto que hay cielo e infierno... Será cierto que toda esta gente terminará con su alma en alguno de los dos sitios... Que yo mismo daré con mis huesos en alguno de ellos...”.

Alguien le pitó a su espalda. El semáforo se habría puesto en verde haría unos segundos. Mientras el resto de la gente apuraba para alcanzar su destino, él transitaba por la ciudad sin más. Y entonces todo cambió de súbito. Por el retrovisor pudo ver de repente a su hija, su propia hija Laura. Se retorcía en el asiento trasero del coche, con el rostro deformado, con la lengua fuera, con los ojos totalmente rojos y desorbitados. Y la oyó gritar, con una voz que sólo lejanamente recordaba a la de Laura, como pasada por un sintetizador macabro, para darle un tono si cabía más espeluznante:

—¡Papá, socorro! ¡Me duele, me duele mucho! ¡Papá, ayúdame, ayúdame!

Y de golpe sintió unas manos sobre su cuello y sobre su brazo derecho, atenazándolo, haciéndole perder el control del vehículo. Aterrorizado por lo que escuchaba y por lo que veía a través del retrovisor, casi ni tuvo conciencia de que se estrellaba contra un árbol.