XXXIII

La misa había sido rápida, y hasta casi entretenida. Carlos aguardaba en un banco al final de la iglesia, en penumbra. Conocía a alguna de las personas que allí había, además de a su padre, y le parecía curioso que todos ellos se reuniesen en “comunidad” cada sábado a rezar, y luego los miércoles otra vez a contarse sus cosas. Los cristianos era muy curiosos: fragmentos dentro de fragmentos, todos abarcados por una misma religión. Siempre había pensado que la fe todo lo puede, y que se estira increíblemente, y acomoda en su fuero cualquier posibilidad, siempre y cuando sirva a la perpetuación del culto al dios en cuestión.

Todavía sentía dolor en el pecho, en el cuello y en el brazo, aunque iba remitiendo con asombrosa velocidad. Cada punzada en su cuello o en el brazo le recordaba casi con agrado la expresión de Elena, una expresión de miedo, aunque también el gesto del que descubre algo que llevaba tiempo ansiando encontrar.

—¿Meditando?

Aquella pregunta lo sacó de sus ensueños. Un hombre corpulento y alto, de tez morena y sonrisa amplia, lo observaba desde el pasillo central de la iglesia. Ya sólo quedaban ellos dos en el templo.

—¿Perdone...?

—No, por favor, discúlpeme usted a mí. Soy el Padre Salas —añadió, tendiéndole la mano—. Su padre me ha indicado dónde estaba, ha preferido no intervenir en nada, lo está esperando fuera.

—Sí, bueno... No sé si sabe lo del accidente...

—Lo sé, algo terrible.

Carlos se sentía desorientado. Estaba como atrapado en un red extraña. Pese a todo, aquel hombre de mirada agradable le transmitía una fuerza y una seguridad que enseguida se transformaron en confianza.

—Lo siento, estoy todavía algo aturdido.

—Entiendo. ¿Puedo sentarme a su lado?

—Claro...

El Padre miró hacia el altar, y luego unió sus manos frente a sus labios.

—Aunque hace años que no ejerzo, me gusta que me sigan llamando Padre... Lo considero un detalle...

—Está bien...

—Aquí podemos hablar con tranquilidad. Si el demonio existe, desde luego no es este el lugar en el que más a gusto se sentiría —dijo, riendo.

Carlos volvió su rostro extrañado hacia el mexicano.

—¿Si el demonio existe?

—Señor Miranda, creo en Dios, se lo aseguro, pero también me hago preguntas. Si piensa que está hablando con un hombre sin dudas, vaya cambiando de idea.

—No... bueno...

—Usted también tuvo fe en otro tiempo, su padre me lo ha contado. Luego llegaron las dudas, y después la certeza de que no había nada... más allá de este mundo. Ahora vuelven las dudas, ¿no?

Carlos esperó un tiempo incierto antes de responder. Esperó para asimilar aquella andanada que un desconocido le estaba lanzando, quizá sólo para provocarle, quizá sólo para hacerse cómplice.

—Muchas veces no sé qué pensar, aunque cada vez tengo menos dudas.

—Cada vez está más seguro de que su hija está atrapada en el infierno, ¿es así?

—Sí.

—¿Y cómo ha podido llegar hasta allí?

—No lo sé, es usted el cura.

El hombre contuvo una leve sonrisa. Después de cada frase siempre volvía la cara hacia el altar, como buscando inspiración en la imagen de Cristo.

—Yo he realizado algunos exorcismos, hace ya muchos años. Es una experiencia terrible, por eso dejé el sacerdocio, y por eso vine a España. Ya le he dicho que yo también tengo dudas. Nunca dejará de resultarme curioso que cuanto más desarrollado es un país, menos casos de posesión, milagros, apariciones... hay...

—Eso probaría que sólo son una invención de la gente.

—Puede ser, ya le he dicho que es curioso. Pero al mismo tiempo, en los países desarrollados se dan los casos más claros, más evidentes: gente culta, como usted, que vive experiencias extrañas, gente que ni creía en Dios, y de repente un día se encuentra que su mundo empírico y sensorial no puede dar respuesta a un hecho concreto...

Carlos miró con intensidad al Padre Salas. Se encontraba frente a una persona inteligente, de verbo ágil y control de sus palabras.

—Es increíble, pero tengo la sensación de que usted ha preparado a conciencia esta pequeña reunión.

—En realidad no. En realidad tengo algo de miedo, se lo puedo asegurar.

—¿Miedo?

—Sí, miedo. Por un lado volverme a implicar en un asunto como éste no me hace la menor gracia, aunque Esteban, su padre, se merece que haga el esfuerzo; por otro... ya le he dicho que me gustaría que me explicara cómo ha llegado su hija hasta el infierno.

—Pero, ya le he dicho...

—Bien, bien. Sólo quiero escuchar su versión, seguro que después de todo este tiempo ya tiene hecha su versión.

—Bueno... Creo que mi hija estaba siendo acosada desde hacía tiempo. Algunos dibujos lo demuestran. También hablé con una compañera suya del colegio, que me ratificó los temores de Laura. Tenía pesadillas, y se sentía perseguida... Luego está el sueño que tuve...

El Padre Salas se agitó en su banco.

—¿Un sueño? Muy interesante...

—Sí. Soñé que el día del accidente unos espectros se llevaban a mi hija. Eso provocó también que mi mujer perdiera el control del vehículo, y...

—Al igual que le ha sucedido a usted esta misma mañana... Ya me lo ha contado su padre.

—Sí. He visto a mi propia hija... poseída.

El sacerdote se incorporó, y echó a andar por el pasillo central de la iglesia, en dirección al altar. Carlos lo siguió de manera instintiva.

—Poseída... poseída... ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe que estaba poseída?

—Bueno... En realidad no lo sé. Pero sus ojos, la agitación de su cuerpo, su voz...

—Su padre quiere que yo le ayude, pero no sabe que esto para mí es totalmente nuevo. Es algo desconocido, aunque pienso ayudarle.

—Pero usted mismo me ha dicho que en el pasado...

—Le he dicho que en el pasado he hecho exorcismos, sí. Pero no a distancia. Siempre he tenido a la persona delante, siempre he podido dirigirme a ella. Siempre he podido ver si se trataba de un timo o de una verdad porque el poseído lo tenía ante mis ojos. Lo suyo es muy diferente...

Aquel hombre le hizo ver por vez primera una verdad de la que hasta el momento ni se había preocupado en conocer. Aquel hombre le estaba demostrando, al mismo tiempo, que se había tomado muy en serio su caso, y que iba a luchar con él, hasta el límite de sus posibilidades.

—¿Y se le ocurre algo?

—Ya le he dicho que voy a ayudarle. Primero he de estudiar, hacer algunas llamadas, prepararme y tomar precauciones. Entonces visitaré su casa.

—¿Precauciones?

El Padre Salas miró una vez más al altar antes de responder. Esta vez lo hizo de una forma distinta, y cuando volvió el rostro hacia su interlocutor su cara tenía un rictus serio y franco.

—¿Su hija era mala?

—No le entiendo...

—Sí. ¿Qué clase de cosas hacía? ¿Le gustaba hacer el mal a los demás?

—Yo... Apenas sí la conocía, pero no, por favor, mi hija era una niña... preciosa... y buena... Aunque cuanto más aprendo, menos sé qué pensar...

—Mire, el diablo no elige al azar sus vecinos. Si alguien está en el infierno, es porque algo ha hecho para merecerlo, ¿me entiende? Perdone la sinceridad. Creo que si de verdad su hija está en el infierno es porque era mala, mala con una dimensión de la palabra completa y cruel. Ahora hemos de averiguar si lo era por vocación o porque algún demonio se había instalado en su interior.