Capítulo Tercero
Mis padres me dejaron en casa de mi abuelo un sábado por la mañana, lejos de mis amigos y lejos de todo lo que yo conocía. Mi abuelo iba de un lado para otro de la casa, trasteando, arreglando y ordenando cosas.
—¿Quieres ayudarme o te vas a quedar toda la mañana como un monigote sin hacer nada? —me preguntó.
Al principio no supe cómo interpretar sus palabras, hasta que me vi a mí mismo, quieto, todavía junto a la entrada, y con la maleta a un lado.
—Sí, quiero hacer cosas.
—Dani... me parece que vamos a tener que trabajar mucho tú y yo para entendernos estas dos semanas —dijo mi abuelo, meneando la cabeza de un lado a otro.
Me enseñó la que iba a ser mi habitación: era una especie de biblioteca en la que había puesto una cama supletoria, de esas que tienen unas patas que se doblan.
—Perdona, pero es que como no viene nadie por aquí a dormir desde hace muchos años los libros han ido ganando espacio y me fui desprendiendo de las camas... Pero estarás bien.
—Abuelo... ¿por qué tienes tantos libros?
Mi abuelo me miró muy sonriente, y me pasó la mano por el pelo, como si yo fuera un perrito.
—Pues para leerlos... Acaso tú no lees con frecuencia.
—Los libros del colegio.
—Ya, ya... Eso está muy bien. Pero además, ¿no lees más libros? ¿No tienes un montón de libros para leer en casa?
Sentí un poco de vergüenza, porque mi abuelo parecía convencido de que lo más normal del mundo era tener muchos libros en casa, y en la mía había muy pocos, y yo nunca leía.
—Pues, la verdad... no.
—Vaya... Bueno, si quieres aquí puedes empezar a leer...
—Pero abuelo, ¿para qué sirve leer?
A mi abuelo se le abrieron mucho los ojos, tanto que parecía que se le iban a salir volando.
—¡Cómo me preguntas eso! Pues leer sirve para aprender, para vivir más, para sentir, para entender....
Todo aquello me parecía un rollo, me recordaba a lo que los adultos decían de la escuela, y la escuela era un buen rollo.
—Ya entiendo, abuelo...
—Espera... Los libros sirven para soñar, para estar aquí y en otros mundos, para conocer gente, en definitiva: para volar libre con la imaginación.
En ese momento comprendí porqué a mí no me gustaba mucho leer y se lo dije a mi abuelo.
—Pero es que yo no tengo imaginación.
Mi abuelo se rió con ganas al escuchar aquello. Salió corriendo y regresó con un pedazo de madera a medio tallar, todavía sin una forma definida:
—Veamos, ¿qué es esto, Dani?
—Pues un trozo de madera...
Mi abuelo se encogió de hombros, aunque no quiso perder la paciencia tan pronto conmigo.
—Eso está claro. Pero ya ves que la tengo a medio tallar. Estoy haciendo algo con ella. A ver si adivinas qué es, ¿vale?
Estuve un rato contemplando aquella pieza, intentando saber qué podría ser cuando mi abuelo terminase de darle forma.
—Un cuenco... —musité, casi con temor.
—No —respondió secamente mi abuelo.
—Un vaso...
—No.
—Un muñeco...
—No.
—Un pájaro...
—No.
—¡Un árbol!
Mi abuelo sonrió, y yo creí que por fin había dado con la solución, que había acertado.
—No, no es un árbol... o sí. Será lo que tú quieras que sea. La verdad, para no tener imaginación has inventado un montón de cosas. En realidad era un trozo de madera cortado con un hacha, sin más ni más. Dani, no era nada, y tú has hecho que pueda ser un montón de cosas... con tu imaginación.
Me sentí contento por lo que mi abuelo me estaba diciendo, y porque me hablaba de una forma distinta. Normalmente cuando estaban mis padres delante mi abuelo era muy callado.
—Es la primera vez que me doy cuenta de que de verdad tengo imaginación. ¡Muchas gracias abuelo!
—¡Pues claro que tienes imaginación, cómo no vas a tenerla!
Mi abuelo volvió a salir de la estancia, y tardó un rato en regresar. Cuando lo hizo traía entre sus manos un pequeño libro, que me tendió muy alegre.
—Te regalo este libro. Sólo te pongo una condición: que lo leas antes de que acabe mañana, antes de mañana por la noche. Es cortito, no te costará mucho.
Miré la portada del libro. Había un niño rubio vestido con un trajecito como de rey antiguo que estaba encima de un planeta muy pequeñito. El libro se titulaba «El Principito».
—Muchas gracias. Voy a empezar ahora mismo.
—Escucha. No tienes que leerlo por obligación. Si no te gusta, te daré otro. Lo que quiero es que disfrutes mientras lo lees, que te lo pases bien.
Mi abuelo se marchó y me dejó con el librito. Empecé a leerlo enseguida. Entonces paré un momento y miré la habitación, toda llena de libros hasta arriba, y me sentí feliz. Me sentí como un señor muy sabio que tiene un montón de cosas divertidas para aprender. Me sentí como un niño que ha descubierto que tiene imaginación, mucha imaginación.