V
El coche bajaba con facilidad, casi ni había que apretar el acelerador en ningún momento. El monte estaba hermoso, verde, radiante. El día era brillante, con un sol que esparcía su luz de forma generosa. Carlos pensaba en ellas. Al fin, no había sido una buena idea. De todas formas llevaba demasiado tiempo encerrado en casa, y de algún modo tenía que despejarse. Parecía como si las montañas le hubieran estado llamando desde hacía tiempo, como si no hubiera sido decisión suya el verse arrastrado hacia allí.
“Es bueno no conocer el lugar exacto”.
En cada curva una especie de vértigo le animaba a pisar a fondo, sobre todo en los recodos más peligrosos, en los lugares que se abrían a barrancos y terraplenes. Era como una invitación constante.
“Despacio, Carlos, tranquilo”.
Entonces llegó una recta, que terminaba en un ángulo de noventa grados. Y aceleró. El vehículo tomó velocidad enseguida. Carlos tuvo la idea al instante, y justo antes de abalanzarse sobre la curva frenó...y el coche se detuvo en seco.
“¡Mierda!”.
Aquel día el asfalto cumplía con su misión de rozamiento, de ayuda a la frenada. Y Carlos rompió a llorar sobre el volante.