XXXII
El médico observaba a Carlos con atención, mientras éste parecía ir recobrando el conocimiento.
—Bueno... Al final no ha sido para tanto, menos mal que no iba a mucha velocidad...
Mientras su visión borrosa se hacía más clara, Carlos pudo advertir que aquel hombre no se dirigía a él, sino más a su izquierda, a otra persona.
—Muchas gracias, doctor. Ha sido un susto terrible...
Carlos hizo un ademán, pero el aturdimiento le impidió completarlo, y después su voz sonó como una especie de leve gruñido.
—Vaya, parece que despertamos —dijo irónico el doctor.
—Qué... ¿qué me ha pasado?
—¿No lo recuerda? Ha tenido un pequeño accidente de circulación, hace menos de tres horas.
—Creo... creo que sí —respondió, y entonces aquellas imágenes espeluznantes regresaron a su mente.
—Su mujer ha venido enseguida.
Elena se incorporó de un brinco, negando con las manos, torpe y nerviosamente.
—No, no, doctor. Yo no soy su mujer. Sencillamente soy una buena amiga.
—¿Elena?... —inquirió Carlos, gratamente sorprendido.
—Hola, campeón. Me llamaron a mí porque llevabas mi tarjeta en un bolsillo de tu chaqueta... Tu padre viene hacia aquí, pero ya sabe que no ha sido nada.
El doctor carraspeó brevemente, para luego añadir:
—Tendrá que descansar un par de días, y cuidarse el tórax, además de vigilar el cuello. Si tiene mareos, o cualquier dolor que persista con intensidad más allá de mañana, venga sin pensárselo. Sólo tiene una pequeña luxación provocada por el cinturón de seguridad, y algún rasguño en la cara, fruto del airbag. Nada importante. Ahora voy a seguir visitando a otro paciente, les dejo a solas.
—Gracias, doctor —se apuró a decir Carlos.
Nada más salir el doctor Elena se sentó sobre la cama, y le pasó la mano por el pelo a Carlos.
—Menudo susto me has dado...
—Muchas gracias por venir. No tenías que molestarte. Con avisar a mi padre hubiera bastado.
—¡Ay! Estás hecho un desastre, ¿cómo has podido tener un accidente tan absurdo? Podía haberte pasado algo más serio.
Él casi ni tenía ganas de recordar, aunque las imágenes, terribles, estaban aún muy presentes en su retina.
—Me ha sucedido algo increíble. Elena, he visto a mi hija en el asiento de atrás de mi coche, tal y como soñé que la vio Alicia cuando tuvieron el accidente. Era... tan real...
Elena no supo qué responder. Aquella historia de la que ya era protagonista tenía demasiados prismas desde la que ser vista, aunque ella prefería seguir confiando en la palabra de aquel hombre atormentado.
—Entiendo... y has perdido el control del coche...
Carlos no sabía si seguir por aquel camino, aunque la forma en la que Elena le escuchaba denotaba una confianza plena en lo que decía.
—No, no ha sido así exactamente. Aunque la imagen de mi hija me ha sobrecogido, no ha sido eso lo que me ha hecho tener el accidente. En algún momento he sentido cómo se abalanzaba sobre mí, descompuesta, como si no fuera dueña de sus actos, y me ha agarrado del cuello y de un brazo, con una fuerza descomunal, como deseando provocar ella misma que no pudiera conducir.
Elena sopesó aquellas palabras. De alguna manera, todo encajaba. Si Carlos había perdido la razón, desde luego su mente perdida estaba haciendo un planteamiento perfecto y sin fisuras.
—¿Quizá deseaba hacerte daño a ti?
—No, no... Creo que es otra cosa, mi hija no era... dueña de sus actos. Además, su voz sonaba... como si hubiera otra persona dentro de ella, otra persona que le estuviera robando hasta las entrañas, mientras ella luchaba...
Carlos no pudo reprimir un llanto amargo y desesperanzado. Lo de aquella mañana había sido mucho peor que las pesadillas de las noches, que lo que había escuchado por el radio-despertador, que cualquier otra cosa hasta el momento.
—Tranquilo, Carlos. Descansa, ya hablaremos esta noche con más calma. Ahora es mejor que descanses.
Él estiró el cuello, como intentando deshacerse de algún dolor interno e impreciso. Fue entonces cuando Elena pudo ver las marcas.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, acercándose aún más a Carlos.
—¿El qué? —replicó él, un poco asustado ante la mirada de asombro de ella.
—Esas marcas...
Carlos dejó que Elena le inspeccionara el cuello.
—Son... son como marcas muy profundas de dedos... de una mano... Son moratones provocados por una mano pequeña... como de niño...
Ambos se miraron asustados, pero al mismo tiempo unidos en una comunión que no habían podido tener hasta ese preciso instante. Unidos por la convicción de que de alguna manera la hipótesis de la locura comenzaba a perder fuerza.